Entramos a Ecuador por Zumba, por las montañas. Vane está feliz: el verde de los caminos y de los pueblos, los ríos cristalinos, la buena onda de la gente.
Desde Zumba fuimos a Vilcabamba. Vilcabamba en quechua (o kichwa, que es la variante norteña del quechua) significa planicie de la vilca, el polvo visionario que producían los indígenas con las semillas del árbol Anadenanthera peregrina o A. colubrina. Y sí, encontramos varios árboles de vilca y también wuachuma, el cactus San Pedro, con lo cual imagino que el valle debió haber sido un lugar sagrado para los originarios de la zona.
Pero no nos quedamos mucho por ahí, seguimos hacia Loja donde nos alojamos en casa de unos amigos: Tati y Javico. Tati tiene el blog de viajes Caminando por el globo. Pasamos unos días muy agradables con ellos. Luego seguimos hacia el norte y dormimos en Saraguro. Lo que nos interesaba de esa parada era el origen de la población, una comunidad con fuertes raíces kichwa. Paramos ahí porque teníamos ganas de conocer a los herederos más norteños de la cultura incaica pero también, y sobre todo, porque quería conseguir hojas de coca. Desde que cruzamos a Ecuador que no encuentro en ningún lado y me resultaba curioso. Y tampoco encontré en Saraguro. Cada vez que pregunto por hojas de coca en Ecuador me miran con cara rara, o simplemente me desvían la mirada, como si estuviera preguntando dónde comprar armas. Ahí en Saraguro, donde se habla kichwa, donde las mujeres visten con polleras negras de la forma más tradicional (que se cree que es el estilo más parecido al de los incas), donde los hombre llevan el pelo largo atado en una trenza que les cae por la espalda, ahí en ese lugar tan tradicionalmente incaico, tampoco hay coca, no lo ven como una costumbre muy aceptable. Incluso un tipo me dijo que podía conseguirme marihuana o cocaína, pero hojas de coca no, imposible.
Más tarde me enteré de qué no se sabe bien cuál es la razón por la cual ha desaparecido la tradición de la coca en Ecuador, es un tema de discusión aún sin demasiadas certezas.
Luego dormimos en Cuenca, en casa de un amigo de un amigo, director de la Facultad de Artes de la Universidad de Cuenca, una persona excelente. A través de él nos enteramos de la existencia de Girón, un pueblito donde crecen hongos mágicos. Y fuimos.
Resultó ser un lugar que aún sin hongos seguiría siendo alucinante: con montañas escarpadas, valles verdes que parecen de cuentos, bosques húmedos y cascadas sorprendentemente altas. Además es un lugar aún virgen del turismo masivo. Más no se puede pedir.
Brugmansia sanguinea
Y sí, encontramos hongos Psilocybe cubensis con facilidad. Y ahí en Girón solo hay vacas lecheras, lo que demuele el mito de que los cucumelos necesiten la bosta del cebú para crecer. Siempre creí que la gran coincidencia entre los cebús y los Psilocybe no es por una razón de causa y consecuencia sino que ambos son consecuencia de una misma causa: el calor. Los cebús (y los híbridos con las vacas) se crían en zonas cálidas por su resistencia al calor, y los cucumelos también crecen en zonas cálidas, pero en este caso, se debe a su sensibilidad a las heladas fuertes. Pero ocurre que los frescos y verdes valles de Girón son especiales para las vacas lecheras y, como estamos en el ecuador, no hay inviernos fríos y no hay heladas fuertes y entonces sí hay cucumelos.
Ahora bajaremos hacia el este, hacia la selva, en busca de unas aisladas comunidades de la etnia shuar. Iremos sin aviso previo porque no hay manera de comunicarse con ellos. Pero vamos con el contacto de un amigo y confiamos en su carta de recomendación.
En Misiones crece el cucumelo, el hongo mágico (Psilocybe cubensis). Crece sobre la bosta de las vacas, típicamente la de los cebúes. Fue fácil encontrarlo: llovió, salió el sol, salimos a buscar y ahí nomás aparecieron tres ejemplares medianos, a metros de la cabaña, justo donde termina la selva y empieza el pastizal. Se reconocen fácilmente por su forma, su color y, sobre todo, porque al cortarlos se ponen azules. Encontrar hongos es como salir a viajar: sé que tarde o temprano ocurre y cuando ocurre me sorprende igual.
Muuuuu buenos
Los comimos esa misma noche porque ya estaban abichados. Esa es una característica del lugar: acá en la selva aparecen pequeños gusanitos blancos dentro de estos hongos azulados. Como los pitufos pero al revés. Habremos sacado unos cien, casi todos.
Y así nos comunicamos con el cielo. Aparentemente Dios dejó a su mensajero agusanándose sobre la caca de las vacas. Seguramente se le ocurrió un día de benevolencia, después de crear a los mosquitos.
Entonces la psilocibina de los hongos atravesó el epitelio digestivo y pasó a la sangre. La sangre circula por todo el cuerpo. La psilocibina traspasa la barrera hematoencefálica, baña las neuronas y se pega sobre receptores del neurotrasmisor serotonina. Así las neuronas se sensibilizan y una ventana perceptiva se entreabre. Ahora está subida la barrera de asociaciones improbables. Entonces, una vez más, el techo de una cabaña se convirtió en tela araña.
Y yo te la araño.
Apagamos las luces. Los puntitos blancos de los leds de la linterna fueron dejando estelas violáceas, que pasaban progresivamente al índigo, luego al azul y finalmente simulaban extinguirse. Esas estelas siempre aparecen detrás de los leds, pero nunca las habíamos visto. Debe ser el alma de la luz. En las fotos no sale.
El alma de la luz
Entonces nos acostamos a meditar y cerramos los ojos para ver mejor. El cuerpo desapareció, entramos en la fosforescencia. Hubo un leve temor de no poder volver. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Algo incómodo me hizo regresar, un frío en algún lugar donde debía estar la panza. Después lloramos de la risa durante un rato largo.
El humor es una ventana a un lugar misterioso. Todo el humor es misterioso. Eso era lo que queríamos reflexionar con Vane en nuestra estadía en esta increíble cabaña con cascada. Desarrollar una teoría general sobre el humor y su origen evolutivo. Siempre desde la humildad que nos caracteriza.
No tenemos plata, somos gente humilde.
Esa noche, el hongo nos repitió que no somos seres pensantes sino seres hablantes. El lenguaje nos hizo especie. Habría estado mejor llamarnos Homo linguisticus. Los monos ya pensaban, las ratas ya razonaban mucho. El cerebro es el puente entre la interpretación y la acción. Pero el lenguaje une varios puentes en el espacio y el tiempo, para conformar otro gran cerebro, un super cerebro. No es que no exista en otros animales, pero eso fue lo que nos diferenció como especie, nuestro nicho: a los humanos se nos agrandó el lenguaje como el cuello a la jirafa. Hoy, en el futuro, todos los cerebros humanos funcionan como uno solo. Complejo, caótico, conflictivo y funcional, un gigantesco cerebro. Somos una sola entidad. Somos lenguaje.
Cuando disminuyó el aura de los objetos, pudimos concentrarnos. Vane dejó de llorar de la risa y abrió los ojos.
Entonces el hongo nos revela: “El humor es la detección de lo idiota”. Así de simple.
¿El humor es sorpresa? No siempre. A veces un video humorístico nos causa más risa la segunda vez que lo miramos. Y no toda sorpresa es humor. La sorpresa no es la causa, sino que acompaña y correlaciona, porque la detección de algo inesperado (lo idiota o lo no idiota) suele ser sorprendente.
¿El humor es poner algo donde no va? No siempre. Si alguien desprevenido se derrama la taza de café por mirar la hora en su reloj, nos reímos y, en ese caso, no parece haber nada fuera de lugar. Tal vez en muchos otros casos, el humor sí suela tener elementos desubicados, pero eso es porque algo fuera de su contexto tiende a generar errores cognitivos fácilmente detectables. Errores cognitivos, errores de entendimiento, errores de interpretación, una expresión de “lo idiota”.
Menos gracioso fue sacar algo de donde no va
¿En el humor siempre hay un cambio de dirección? No siempre. En el humor de observación no parece haber un cambio direccional evidente. Por ejemplo: “¿Vieron lo difícil que es dar la hora cuando alguien te la pregunta en la calle?”. Darnos cuenta de eso nos resulta gracioso y no veo, en este caso, un gran cambio de dirección de ningún tipo. Pero sí es común verlo en otros estilos de humor, ya que un cambio direccional (narrativo o lógico) tiende a producir un error de anticipación de los hechos en nuestro cerebro. Creemos que va a ocurrir una cosa y ocurre otra. Encontramos “lo idiota” en nosotros mismos.
¿En el humor siempre hay una víctima? No siempre. En los chistes de juegos de palabras no parece haber una víctima. O al menos no nos estamos riendo necesariamente de alguien. En otros estilos de humor sí es común que haya víctimas, y eso es porque muchas veces “lo idiota” suele padecerlo alguien (personas en particular, nosotros mismos o un personaje ficticio).
En cambio, lo que sí ocurre siempre que nos reímos es la detección de “lo idiota”:
Alguien se tropieza y nos reímos de “lo idiota”, de un cerebro que no supo anticipar el movimiento correcto.
Nos reímos de un payaso al verlo actuar, nos reímos del personaje, un personaje que falla, una ficción de “lo idiota”.
Nos reímos con el humor absurdo. Nos causa gracia la lógica delirante, sin normas fijas, a la deriva. Un sujeto que aparenta no registrar su anormalidad.
Nos reímos de los chistes con temas tabú: alguien interpreta a un personaje que no logra cumplir las reglas sociales y eso es gracioso.
Hacemos un juego de palabras y nos reímos en el momento exacto en que detectamos una segunda lógica, una lógica equívoca, algo posible pero extraño, una lógica emergente que se guia por los sonidos de las palabras o por significados alternativos pero descontextualizados. Y a veces de nosotros mismos, por tardar en comprender una intención de significado oculto.
Si no los hago reír no pasa nada, tengo otro chiste anotado en el machete.
Y, por supuesto, también nos reímos de nuestros cerebros cuando fallan en anticipar la narración de un comediante que nos hizo creer que iba a decir algo y dijo otra cosa.
El humor y la risa son comportamientos relativamente complejos y están en nosotros por una razón evolutiva: el humor es la recompensa por la detección de “lo idiota” y la risa es un proto lenguaje. Primero nos causa gracia y felicidad detectar el error e inmediatamente suele sobrevenir la risa (especialmente si estamos en compañía). La risa, como el bostezo, es una señal involuntaria y contagiosa, una señal de manada. El bostezo es una señal sonora y gestual que dice: “Estamos cansados y no hay peligro cercano; relajémonos y durmamos”. La risa es una señal sonora y gestual que enuncia: “He detectado lo idiota, presten atención, detectémoslo todos, sepamos que es un error y seamos felices al reconocerlo”. Y también dice: “Eso es un cerebro equivocándose, identifiquémoslo y procuremos no hacerle mucho caso”. Y además: “Yo soy quien detecta los errores, soy inteligente, seguidme”. Incluso a veces dice: “También puedo reírme de mis idioteces, porque sé detectarlas y corregirlas”. Y sobre todo: “Yo poseo genes que me hacen inteligente, aparéense conmigo”.
Hay quienes piensan que el humor es una descarga, un salvo conducto, una catarsis o un mecanismo de defensa; pero eso es no pensar bien la evolución. Todas nuestras características (exceptuando contados casos) tienen una razón evolutiva. Y pensando evolutivamente, un determinado comportamiento no puede cumplir la función última de alegrarnos o aliviarnos el dolor sino al revés: un sentimiento agradable cumple la función de guiar un determinado comportamiento. Si el fin último deseado fuera la felicidad o el alivio del dolor, el cerebro no tendría más que ser simplemente feliz o darse analgesia automáticamente; sería una capacidad simple y no necesitaría de nada más complicado. El humor y la risa son procesos mentales y comportamientos relativamente complejos y es por esa razón que deben tener una función final práctica para que se mantengan tan conservados en nuestra especie. Tiene más sentido pensar que el humor es una recompensa para guiar el comportamiento hacia la detección de errores mentales, la detección de “lo idiota”. La interpretación del mundo exterior requiere asociar ideas y luego evaluar esas asociaciones para descartar las que aparentan ser menos probables. El humor nos recompensa al afinar la interpretación de nuestros sentidos. Y la risa se encarga de la comunicación social de la detección de errores mentales resueltos, es decir, para la propagación de esa información en la manada. Y finalmente, ayuda a la selección sexual de los buenos detectores para que esa capacidad se perpetúe en nuestra especie.
Hay una condición extra: el humor solo se da en un clima de relativo relajo y bienestar. Si “lo idiota” es grave, puede ganar la situación de alerta o de tristeza y el humor no aparece. Las señales compiten y el estrés o depresión ganan e inhiben al humor. Incluso no se da el humor si el peligro o la tristeza vienen por fuera de la situación hilarante.
Pero todo eso no lo digo yo, nos lo dijo el hongo, que como bien se sabe es una droga y las drogas confunden.
Ahora abandonamos la cabaña y viajamos hacia Puerto Iguazú. Tengo un amigo allá que nos invita al parque y nos contacta con unas comunidades guaraníes. Acamparemos con ellos.
Empezamos el viaje del 2017, que me parece el futuro. Digo la fecha, 2017, cuanto más la miro más me da la sensación de ser una fecha del futuro. Vane dice que es porque estoy viejo, lo dice sonriente. Estoy de acuerdo, supongo que no estamos en el futuro de un milenial. Aunque no sé bien qué es un milenial.
Vamos hacia el Amazonas.
Me llevo el libro que acaba de sacar Martín Castagnet, Los mantras modernos, ciencia ficción en un futuro cercano. En la página 49 unos ancianos de un geriátrico piden computadoras para mirar porno.
Empezamos haciendo dedo en la rotonda de Zarate, que es como estar viejo a destiempo. Nos pusimos en la salida de la YPF, a metros de la rotonda, un buen lugar para inclinar el pulgar hacia el norte. Primero nos llevó una pareja joven en una camioneta Toyota. Las camionetas nuevas tienen computadoras. Hoy en día, en el futuro, ningún humano posee todo el conocimiento necesario para fabricar un vehículo completo. Una misma persona no puede saber cómo hacer el caucho para las cubiertas y al mismo tiempo saber programar la computadora que controla el motor. Una misma persona no puede saber cómo hacer un parabrisas, un carburador y una placa madre. Es más, un solo individuo no puede programar una computadora y al mismo tiempo conocer todo el fondo matemático que hay detrás de ella. Vivimos necesariamente en una red de personas encastradas en sus trabajos y conocimientos hacia la nada. Una red caótica y funcional.
Después nos llevaron más camionetas tecnológicas y un auto viejo conducido por un adventista descreído de la teoría de la evolución. Nos regaló un libro con consejos para comer sanamente.
Estuvimos en el palmar de Colón, Entre Ríos, y ahora estamos en los esteros del Iberá, Corrientes. Acá, hoy en día, en el futuro, ocurre algo que tal vez nunca haya pasado en la historia de la humanidad: muchos animales silvestres ya no le temen a las personas. Pudimos acercarnos a dos o tres metros de carpinchos (Hydrochoerus hydrochaeris), zorro de monte (Cerdocyon thous), vizcachas (Lagostomus maximus), mulita pampeana (Dasypus hybridus), corzuela (Mazama gouazoubira), yacarés negros (Caiman yacare) y ciervos del pantano (Blastocerus dichotomus).
En Corrientes también crecen hongos visionarios (Psilocybe cubensis), que son la comida del futuro.
Vimos atardeceres psicodélicos (antes de comer los hongos).
Luego vimos amaneceres con los ojos cerrados. Y cosas así andábamos observando (y otras tantas con los ojos abiertos) acostados durante horas junto a una familia de carpinchos en el borde de la laguna, cuando un ciervo se nos acercó para pastar en el agua.
Me habría quedado más tiempo con los indios del Orinoco pero se acercaba la fecha de la vuelta. Fueron otros tres largos viajes en bus hasta Caracas. Ahí pasé un par de días en los barrios agitados de la capital, hasta que tocó partir. El primer tramo era un vuelo directo a Santiago, donde había planificado pasar unos días con la chilena. Esa parada en Chile significó un gasto extra en el presupuesto, aunque no muy diferente al de los meses anteriores. En el último año cada peso que ahorraba lo destinaba a viajar a Santiago.
Algo que me incomoda de Chile es que es el país con mayor control de ingreso de vegetales que conozco. Esta vez llevaba yopo y ayahuasca.
–¿Qué es esto? –me preguntó el uniformado en el aeropuerto, manoseando las cortezas de Banisteriopsis caapi.
–Un regalo de mi novia – contesté y era una respuesta planificada, es lo que contesto siempre cuando un policía intenta quedarse con mis cosas.
–¿Sabe que no puede entrar nada de origen vegetal al país?
–Sí, bueno, supuse que no tenía nada de malo.
–¿Qué tipo de novia tienes tú que te regala esto?
–Es un poco rara ella, pero la quiero.
–Bueno, vamos a hacer una excepción… Solo déjame ver que no haya bichitos.
Revisó bien las cortezas de ayahuasca asegurándose de que no tuviera bichos y me las devolvió sin problemas.
De los días que pasé en Santiago con la chilena, lo que recuerdo con más cariño fue la noche en la que alquilamos una habitación de un hotel barato de algún barrio oscuro en el centro. Era una casona antigua con puertas altas y ventanas resquebrajadas que daban a patios internos grises o a pasillos amarronados de una forma que parecía un poco al azar.
–¿Nos casamos? –pregunté sobre la sábana con figuras geométricas.
–Bueno, pero si me traes unos Rocklets, unas guagüitas, papafritas y un jugo Baggio de naranja con pellejitos.
–Está bien.
Entonces caminé por calles sucias y oscuras, apretando el paso e imitando la cara de peligroso que aparentemente se estilaba en esa zona.–Disculpe, ¿sabe dónde puedo comprar golosinas?
–A esta hora solo en los puestos de la avenida.
Los puestos callejeros eran pequeños oasis de luz. Muchos colores sobre un resplandor amarillento colgando de un cable cuyo otro extremo se perdía en la oscuridad.
Conseguí casi todo y ya de vuelta en el hotel ella me recibió con una sonrisa.
Primero comimos los hongos que yo le había enviado por correo hacía unos meses. Después pasamos una noche de la que no recuerdo tanto. Solo puedo evocar mi cuerpo muy flaco yendo al baño y, en otra ocasión, mi mano jugando con la de ella, en un movimiento repetitivo, como de una ola rompiendo sobre otra. También recuerdo haber escuchado The Cure gran parte de la noche. Recién cuando salió el sol comimos las golosinas.
–¿Qué te pasa?
–Nada –contestó en voz baja.
–Tenés la mirada como perdida.
–Fue una noche particular, tengo derecho a estar así.
Nos reímos.
A los pocos días me tocó volar de nuevo sobre los Andes.
Y tiempo después ella se puso de novia. No hemos vuelto a vernos.
Tengo pocos recuerdos del barco de Copacabana a Isla del Sol, pero sí me viene a la memoria lo que vino después, haber subido las montañas ni bien llegamos, cargando nuestras mochilas pesadas por unos cuantos cientos de escalones de piedra que trepaban la ladera empinada. Al llegar a la parte más alta quedamos sorprendidos con la bahía que ahora podíamos ver al otro lado, unos trescientos metros de playa de agua cristalina, sin olas, rodeada de montañas en semicírculo, como un gran anfiteatro. Ahora puedo imaginarme a mí mismo imitando la curva de la bahía con los labios.
(:
Bajamos hasta la arena y acampamos en cualquier lado, donde quisimos, con la puerta de la carpa apuntando hacia el agua.
Titicaca
No recuerdo bien qué fue lo que cenamos esa noche, pero sé que al día siguiente hicimos una comida de hongos que habíamos recolectado. Deben haber sido hongos bastante tóxicos (Psilocybe cubensis, por ejemplo) porque quedamos con los sentidos notablemente alterados.
Así
Primero sentí nauseas, después temblores y finalmente frío. Me abrigué y empecé a filosofar en voz baja. Varias veces durante la tarde creí entender la verdad del universo. Y estuve discutiendo un buen rato sobre la velocidad del tiempo (conmigo mismo).
En algún momento mi diálogo interno fluyó hacia la mitología inca, en particular la parte en que explica que los inicios de la civilización incaica fueron precisamente ahí, en la Isla del Sol, el lugar desde el cual salieron Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar la ciudad de Cuzco. Entonces se me hizo reveladora la frase “Todo comenzó, algún tiempo atrás en la Isla del Sol”. Me quedé helado. Estuve tarareándola enfermizamente un buen rato, sintiendo que era un mantra y que todo su significado entraba en mi cuerpo. El verso que venía a continuación me inquietaba: “se cruzaron nuestros caminos por casualidad, en la isla del Sol”. Como todavía no nos habíamos cruzado con nadie, imaginé que el encuentro era inminente, y al no haber senderos a la vista, supuse que esos caminos llegaban desde otras dimensiones. Me asusté.
La parte de “la herida abierta” y lo de “muero por vos” tampoco eran muy tranquilizadoras. ¡El símbolo!
Tener tres piernas también me preocupaba
Mariano, por el contrario, decidió que hacía demasiado calor y que esa temperatura no era la adecuada para filosofar y sí para estar en malla tomando sol sin preocuparse demasiado por la velocidad del tiempo, los símbolos o las dimensiones paralelas.
(Puede que hiciera frío, puede que hiciera calor, puede que Pablo también estuviera filosofando para adentro)
–Julián, vení… mirá… hay un sapo en el fondo del lago –gritó Pablo con el agua hasta las axilas.
Me saqué la campera, entré en el lago y fui acercándome a Pablo hasta que el agua helada me llegó al cuello.
–¿Dónde?
–Ahí… mirá… ¿Ves eso que se parece a una piedra?
Después de tres segundos de observar la piedra, con indignación volví mi mirada hacia Pablo por unos segundos más y regresé tiritando hacia la playa, prometiéndome no volver a hacerle caso durante esa tarde.
Parece que las ovejas eran reales
En realidad fui un poco injusto con mi juicio hacia Pablo: un tiempo después me enteré de la existencia de un sapo que vive en el lago Titicaca (Telmatobius culeus); solo está ahí y se lo considera una especie rara y amenazada de extinción. Por otro lado, tampoco es que yo estuviera en ese momento en condiciones de distinguir un sapo de una piedra.
Aún así tal vez hubo algo de acertado en la decisión de no seguir a Pablo porque, no muchos minutos después de ese episodio, pude divisar a mi intrépido amigo sobre unos altos y escarpados peñascos, que ahora los recuerdo bastante peligrosos.
Pablo
Después Pablo se encargó de contarnos que desde allá arriba se podía ver el fondo del lago con algas fluorescentes que se movían sinusoidalmente alrededor del sapo.
En algún momento Mariano rectificó su decisión de no filosofar para adentro y me pidió un cuaderno. Estuvo varias horas escribiendo, aunque sin dejar de tomar sol. Yo me preocupé por quedarme sin hojas, y un poco por la salud de la espalda de Mariano que parecía prendida fuego. Me abrigué más.
(Conservo ese cuaderno pero parece escrito en algún idioma extraño)
Aunque, a decir verdad, fue Andrés el que más raro estuvo. En algún momento pidió prestado mi walkman de última generación, uno al que no hacía falta darle vuelta el cassette, sino que reproducía los dos lados en loop, sin más trámites que escuchar un chasquido entre vuelta y vuelta. La cinta que estaba puesta en ese momento era una que había llevado Pablo, con Vox Dei de un lado y el unplugged de MTV de Spinetta del otro. Andrés se puso los auriculares, se metió en la carpa, luego desapareció dentro de su bolsa de dormir y ahí estuvo varias horas escuchando, quién sabe cuántas veces, los discos de Vox Dei y Spinetta, uno atrás del otro resonando dentro de su cráneo.
Las pocas interrupciones que tuvo fueron cuando alguno de nosotros se acercaba para ver si estaba bien; a las cuales él respondía con una carcajada demoníaca, para luego inmediatamente volver a desaparecer dentro de la bolsa.
Al día siguiente los cuatro nos sentimos un poco apaleados, pero Andrés, además de eso, nos reveló una frase que extrajo como resumen de toda su experiencia del día anterior y que no repitió más de dos veces pero que la recuerdo muy bien:
“La felicidad solo es real cuando es compartida”
Sí, unos cuantos años antes del estreno de la película Into the Wild, Andrés, palabras más, palabras menos, y tan intoxicado como Christopher McCandless, llegó a esa misma conclusión que cada tanto vuelvo a ver enfatizada en las redes sociales.
Solo que Andrés no murió, y en cambio decidió actuar en consecuencia. No escribió la frase en ningún lado, no la volvió a repetir; pero sí armó su mochila y decidió volver ese mismo día a Buenos Aires, a compartir su felicidad con la persona que en ese momento él consideró que era la indicada, su novia.