A la deriva por las montañas

Nos preguntábamos qué tan inconsciente era ir de Toro Toro a Mizque caminando un poco a la deriva por las montañas. Si no hay caminos, por algo es. Probablemente hubiera accidentes geográficos difíciles de pasar. Pero una vez que tuvimos la idea, no pudimos sacárnosla de la cabeza. En todo caso siempre estaba la posibilidad de volver por nuestros pasos.

En el pueblo de Toro Toro nos costó encontrar gente que pudiera darnos datos útiles, pero algo conseguimos. Entendimos que lo difícil iba a ser vadear el río Caine y también subir la gran cuesta de la sierra que hay detrás. Un par de lugareños nos aconsejaron caminar hacia el noroeste, otros hacia el sudeste. Todos coincidían en que iríamos a tardar varios días pero que una vez pasada la sierra teníamos camino y podíamos conseguir movilidad.

Nos decidimos por el camino del sudeste, porque hacia allá sale una huella desde el pueblo y alguien nos dijo que esa huella terminaba en una minúscula comunidad indígena llamada Thipa Khasa y que ahí iban a poder informarnos por dónde cruzar el Caine, que con estos días de lluvia podía ser un poco complicado. Eventualmente llegaríamos a la comunidad Mina Asientos y ahí volveríamos a encontrar un camino. Probablemente fueran más de cincuenta kilómetros hasta Thipa Khasa, calculamos que tardaríamos más o menos unos tres días, dependiendo del desnivel del camino. Una vez más íbamos muy cargados, llevábamos todo el equipaje, no pensábamos volver a Toro Toro.

Salimos bien temprano de la iglesia, empezamos a caminar a las 7.15. La huella zigzagueaba levemente en subida. Las casitas fueron quedando atrás, las chozas también. Ya a media mañana el sol pegaba fuerte. Caminamos unos tres o cuatro kilómetros antes de cruzarnos con el único vehículo que veríamos en el día. Era una camioneta. Le hicimos dedo y nos llevó. Tuvimos mucha suerte: nos adelantó nueve kilómetros y era la parte con más pendiente de todo el camino. Bordeó una cadena de montañas por la derecha y nos dejó sobre la cima, donde la huella se bifurcaba en dos.

La camioneta seguía hacia la derecha, hasta la comunidad Carasi, al final de ese camino, a unos veinticinco kilómetros. Nosotros seguimos hacia la izquierda por el filo de las montañas. Estábamos muy alto y teníamos buena vista. Desde ahí podíamos anticipar gran parte del camino e, incluso, imaginábamos el valle del río Caine después de un par de valles hacia adelante y a la izquierda. Recién era el medio día y gran parte de la huella parecía suavemente en bajada. Con el tramo que nos adelantó la camioneta y las buenas condiciones del terreno, suponíamos que habíamos acortado el camino a Thipa Khasa a solo dos días. Dormiríamos cerca de la huella cuando estuviéramos cansados o se hiciera de noche.

Pero no fue así. Un par de horas de caminata después comenzamos a ver una comunidad bien abajo, en el valle que corría a nuestra izquierda. No podía ser Thipa Khasa, no coincidía el tamaño ni la distancia. Eran más de treinta casas y estaba mucho más cerca de lo esperado. Lo extraño era que nadie nos había hablado de esa otra comunidad.

Un par de kilómetros más adelante encontramos la bajada. Dudamos si descender o no. Era un camino de ida: el descenso se veía pronunciado, un largo trayecto serpenteando la montaña, no parecía buena idea bajar si después teníamos que volver a subir.

Finalmente, el deseo de conocer esa comunidad y la expectativa de conseguir información sobre sendas hacia el río Caine nos hizo abandonar la dirección a Thipa Khasa y desviarnos por ese nuevo camino hacia abajo y hacia el este.

Bajamos durante unas dos horas viendo cada vez más cerca la comunidad en cada curva. Descender tanto no me hacía gracia, un poco por el dolor en las rodillas después de haber caminado tan cargado durante horas y, también, por el temor de tener que volver a subir, ya sea volviendo o siguiendo hacia el este.

Otra cosa inquietante era que no veíamos personas desde donde estábamos, parecía un pueblo abandonado.

Llegamos a las 16.15 después de haber caminado veinte kilómetros durante nueve horas. Estábamos realmente agotados. Yo sentía bastante dolor en la espalda, y en los pies, que ya iban ampollados y vendados.

–Buenas tardes.
–Buenas tardes.
–¿Dónde estamos?
–En Añahuani.
–Ah…
–¿Quiénes son ustedes?
–Estamos yendo hacia Mina Asientos.
–¿Quién les dio permiso? No pueden estar acá.

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El LIBRO

Parque nacional Toro Toro

Se me rompió la computadora, por eso es que hace rato que no escribo. Ya está arreglada y ahora intentaré recuperar el tiempo en estos días.

La laptop se rompió mientras la llevaba en la mochila durante una caminata por las montañas. Se le quebró la pantalla en algún lugar entre el parque nacional Toro Toro y Mizque. Fue un bajón pero al menos aprendí algo: las laptops, si bien son cómodas, no conviene usarlas de asiento.

El parque nacional Toro Toro es muy recomendable. Un lugar donde uno no puede caminar hacia ningún lado sin encontrarse con un cañón, una cascada, una cueva o, sorprendentemente, huellas de dinosaurios. Y una ventaja adicional es que hay pocos turistas. De los viajeros que visitan Bolivia, no son muchos los que pasan por Cochabamba y muchos menos los que llegan a Toro Toro.

El pasado pisado.

Al parque se accede solamente desde Cochabamba. Un solo bus al día llega al pequeño pueblo de Toro Toro después de recorrer, durante seis horas, 138 kilómetros de caminos de tierra con subidas y bajadas que oscilan entre los 2000 y 4000 metros. Llega después de las doce de la noche. Cuando fuimos con Vane, la luz estaba cortada desde hacía dos días.

Al bajar del bus, la gente fue desapareciendo entre las sombras. Casi todos campesinos y cholas con sus aguayos. Dentro de cada aguayo puede haber un niño o mercadería, y muchas veces es un misterio.

Nosotros también cargamos nuestras mochilas por la oscuridad. Caminamos por callecitas de piedra. Primero doblamos azarosamente a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y nos dio la sensación de que era un camino sin salida. Volvimos por nuestros pasos. Encontramos algún que otro hostal donde golpeamos puertas y nadie contestó. Luego pasamos por una pequeña plaza con inesperadas esculturas de dinosaurios y, mientras discutíamos la posibilidad de acampar ahí hasta el amanecer, un hombre apareció entre las sombras del techo de alguna vivienda en construcción. De hecho nunca abandonó del todo las sombras, nunca llegué a ver del todo su cara.

Le explicamos que no teníamos donde dormir, que los hostales parecían abandonados. El hombre, acostumbrado a manejarse en quechua, no hablaba bien español pero se hacía entender. Nos dijo que podíamos dormir ahí. Pregunté si se refería a la obra en construcción. Me respondió que había unos cuartos que todavía no estaban habilitados pero que uno estaba abierto. Subimos por una escalera exterior hasta una habitación simple, con el espacio justo para dos camas y una mesa de luz. Nos pareció bien y ahí nos alojamos.

Antes de irse, el hombre sin rostro nos avisó que estábamos en una iglesia bautista.

A la mañana siguiente aprovechamos el contexto para secar un raro San Pedro (probablemente Trichocereus scopulicola) que habíamos encontrado en la zona de Cochabamba.

Entreabriendo las puertas del cielo.

Estuvimos unos cuantos días recorriendo los pintorescos escenarios del parque.

Un tajo en la montaña.
Otro.

Nuestro próximo destino era la provincia de Mizque. Para llegar por caminos había que hacer un increíble rodeo volviendo a Cochabamba, unos 400 kilómetros en total. Aunque en los mapas se veía cerca, muy cerca, unos 25 kilómetros en línea recta, pero atravesando ríos y montañas.

Y decidimos hacer eso: caminar hacia el sudeste y cruzar por lo salvaje. Calculamos que iríamos a tardar unos tres o cuatro días. Tal vez más, en la montaña nunca se sabe.

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