Celos en Añahuani

–Solo estamos de pasada, queremos ir a Mina Asientos.

Dije eso, aunque la pregunta que flotaba en el aire era “¿Por qué no podemos estar acá?”, pero consideré que era mejor no escalar el conflicto ni obligar al tipo a buscar un argumento que después tuviera que sostener solo por no dar el brazo a torcer.

–¿De dónde vienen?
–De Toro Toro… caminando… nueve horas… estamos muy cansados –contesté con claras intenciones de generar empatía.
–Aquí no es turismo… Turismo es en Toro Toro… Aquí es afuera… Aquí es otro lado.

No sabíamos muy bien dónde estábamos. Recién nos enterábamos de que esa comunidad indígena se llamaba Añahuani. Definitivamente no estábamos en Thipa Khasa. El sol ya estaba bajo. La espalda dolía, los pies dolían, nos sentíamos agotados. Las mochilas parecían ancladas al piso. Por el momento, del pueblo fantasma solo habíamos visto sus casas amarillentas, alguna que otra mujer con aguayo que pasó mirando con el rabillo del ojo y a dos tipos: el que nos interpelaba y un acompañante en silencio. El que hablaba tenía puesto una remera de franjas horizontales rojas y negras y un sombrero viejo. Tenía la piel de la cara muy reseca. Era igual a Freddy Krueger, pero con menos cuchillas y menos dientes.

–Solo estamos de paso.
–¿Quiénes son ustedes? ¿Vienen a hacer algún estudio?
–No, nada que ver, solo pasamos… Yo soy Julián y ella es Vanesa.

Me levanté de la roca para saludar. Nos dimos la mano.

–Anacleto.

Imaginé que Anacleto era el marginal del pueblo, solo querría obtener algún beneficio a nuestra costa o mostrarse fuerte delante de su compañero silencioso. Saqué la bolsa de coca, el gran apaciguador, y convidé.

Coqueamos.

–Qué… ¿Si voy a tu país me dejan pasar?
–Sí –contesté sonriente.

Intenté hacer algún chiste. Anacleto me devolvió la bolsa de coca.

–Quedátela –dije.

Anacleto, el marginal, y su compañero, el silencioso, se fueron más o menos conformes con su botín de coca.

Cuando nos decidimos a cargar por última vez en el día el gran peso de las mochilas y buscar un lugar para acampar, se acercó otro tipo, un hombre bajito. Nos dijo que justo en ese momento estaba realizándose la reunión mensual de la comunidad (eso explicaba lo vacío y fantasmal del pueblo) y que sería bueno que participáramos. Entonces lo acompañamos.

Eran sesenta y cuatro adultos y siete niños reunidos al costado de la iglesia. Algunos a la sombra de un paredón, otros bajo una enramada. La autoridad máxima se sentaba delante de un rústico escritorio al aire libre. Anacleto estaba parado al lado del escritorio.

Nosotros apoyamos las mochilas en la tierra y nos sentamos sobre ellas extendiendo el semicírculo de la reunión. Ciento cuarenta ojos nos miraban. Anacleto habló en quechua para todos y luego en castellano para nosotros:

–Tienen la palabra.

Por un instante pensé en ponerme de pie, pero hablé sentado.

–Hola. ¿Qué tal? Somos Vanesa y Julián. Vinimos caminando desde Toro Toro. Salimos muy temprano hoy a la mañana, estamos un poco cansados. Vamos hacia Mina Asientos, pero no conocemos muy bien el camino, nos gustaría que nos lo indiquen.

Anacleto tradujo todo al quechua.

Alguien dijo que ya era tarde, que nos convenía salir mañana.

–Sí, si somos bienvenidos, nos gustaría acampar por acá y salir mañana temprano.

Otro tipo pidió la palabra. Estuvo un largo rato hablando, solo entendimos la palabra “gringuitos”.

Mientras el tipo hablaba, otro se nos acercó a presentarse y a decirnos que estaba todo bien.

Anacleto tradujo el largo discurso del que había pedido la palabra.

–Preguntan por qué no fueron a Mina Asientos con la movilidad que va por Mizque.
–Nos gusta caminar… conocer…
–El problema es que es la primera vez que vienen turistas a nuestra comunidad y la gente tiene celos –dijo Anacleto y al decir “celos” cambió el tono de vos, como dando a entender que esa no era la palabra exacta pero lo más cerca que pudo en la traducción del quechua.

De todos modos le entendíamos. De hecho, yo sentía que entendía todo: el que pidió la palabra solo quería mostrar que se le había ocurrido un argumento; el que hacía de autoridad detrás del escritorio se mantuvo en silencio porque eso es lo que se espera de los jefes; el que se acercó a decir que estaba todo bien quería desmarcarse, mostrarse comprensivo y fuera del prejuicio pueblerino; Anacleto, al que yo había imaginado como el marginal del pueblo, era la autoridad de facto, dirigía la reunión y se mostraba exigente en la presencia de los demás (porque eso es lo que se espera de la autoridad) pero a nosotros nos echaba miradas cómplices; el resto, la mayoría, simplemente tenía curiosidad.

Anacleto y el jefe mantuvieron una conversación privada, de la cual entendí acertadamente que discutían cuánto cobrarnos.

–Tendrían que colaborar con veinte pesos para la comunidad –dijo finalmente Anacleto y con la mirada nos dio a entender que era totalmente simbólico: nos daba la oportunidad de mostrarles que veníamos con buena voluntad y sometiéndonos a sus reglas.

Mana cancho colque –respondí y todos rieron.

“No tengo dinero” es una de las pocas frases que conozco en quechua y es mi favorita. Vane dice que más de uno debió pensar que yo sabía quechua y había estado entendiendo todo desde el principio y que eso les debe haber dado aún más gracia.

–Era broma… Sí que podemos colaborar con veinte pesos –dije y acerqué un billete.

Mientras nos retirábamos, una mujer nos llamó. Era para regalarnos una bolsa de pochoclos. Todos sonreíamos. Después Anacleto se acercó a decirnos que iban a darnos comida. Durante el resto del día nos regalaron quesillo con mote, albóndigas de quínoa y alguna que otra cosa más.

Por la noche entré a una pequeña despensa donde se vendían unos pocos productos básicos y dos mujeres molían maíz sentadas en el suelo.

–¿Tiene papel higiénico?
–Dos con cincuenta.
–¿No tiene del rosa?
Ma’cancho.
–Está bien.

Por alguna razón me cobro solo dos pesos y me regaló un plato de quesillo con mote.

A la mañana siguiente nos indicaron el camino. Debíamos bajar por el río que bordeaba el pueblo y seguirlo hasta una comunidad llamada Quioma. Ahí desembocaríamos en el río Caine y los campesinos podían indicarnos por dónde cruzarlo. Dijeron que eran tres o cuatro horas hasta Quioma.

Desarmamos la carpa y salimos temprano una vez más. El pequeño río cristalino fue encajonándose.

Pasaron las horas. Íbamos lento, por las mochilas y porque sí.

En algún momento me pareció ver una especie de San Pedro extraño, con pocas costillas, sobre un acantilado, no pude alcanzarlo.

Sorpresivamente, también vimos cebiles.

Pensé un largo rato en la posibilidad de que haya habido tradición de la “vilca” en la zona. Un lugar realmente inexplorado.

Pasaron las horas. El río corrió entre paredones. Nos metimos hasta la cintura.

A las cinco y media de la tarde nos dimos cuenta de que no íbamos a llegar a ninguna comunidad. Quedaban pocas horas de luz, estábamos cansados, el río se encajonaba cada vez más, no parecía fácil encontrar un lugar para acampar.

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A la deriva por las montañas

Nos preguntábamos qué tan inconsciente era ir de Toro Toro a Mizque caminando un poco a la deriva por las montañas. Si no hay caminos, por algo es. Probablemente hubiera accidentes geográficos difíciles de pasar. Pero una vez que tuvimos la idea, no pudimos sacárnosla de la cabeza. En todo caso siempre estaba la posibilidad de volver por nuestros pasos.

En el pueblo de Toro Toro nos costó encontrar gente que pudiera darnos datos útiles, pero algo conseguimos. Entendimos que lo difícil iba a ser vadear el río Caine y también subir la gran cuesta de la sierra que hay detrás. Un par de lugareños nos aconsejaron caminar hacia el noroeste, otros hacia el sudeste. Todos coincidían en que iríamos a tardar varios días pero que una vez pasada la sierra teníamos camino y podíamos conseguir movilidad.

Nos decidimos por el camino del sudeste, porque hacia allá sale una huella desde el pueblo y alguien nos dijo que esa huella terminaba en una minúscula comunidad indígena llamada Thipa Khasa y que ahí iban a poder informarnos por dónde cruzar el Caine, que con estos días de lluvia podía ser un poco complicado. Eventualmente llegaríamos a la comunidad Mina Asientos y ahí volveríamos a encontrar un camino. Probablemente fueran más de cincuenta kilómetros hasta Thipa Khasa, calculamos que tardaríamos más o menos unos tres días, dependiendo del desnivel del camino. Una vez más íbamos muy cargados, llevábamos todo el equipaje, no pensábamos volver a Toro Toro.

Salimos bien temprano de la iglesia, empezamos a caminar a las 7.15. La huella zigzagueaba levemente en subida. Las casitas fueron quedando atrás, las chozas también. Ya a media mañana el sol pegaba fuerte. Caminamos unos tres o cuatro kilómetros antes de cruzarnos con el único vehículo que veríamos en el día. Era una camioneta. Le hicimos dedo y nos llevó. Tuvimos mucha suerte: nos adelantó nueve kilómetros y era la parte con más pendiente de todo el camino. Bordeó una cadena de montañas por la derecha y nos dejó sobre la cima, donde la huella se bifurcaba en dos.

La camioneta seguía hacia la derecha, hasta la comunidad Carasi, al final de ese camino, a unos veinticinco kilómetros. Nosotros seguimos hacia la izquierda por el filo de las montañas. Estábamos muy alto y teníamos buena vista. Desde ahí podíamos anticipar gran parte del camino e, incluso, imaginábamos el valle del río Caine después de un par de valles hacia adelante y a la izquierda. Recién era el medio día y gran parte de la huella parecía suavemente en bajada. Con el tramo que nos adelantó la camioneta y las buenas condiciones del terreno, suponíamos que habíamos acortado el camino a Thipa Khasa a solo dos días. Dormiríamos cerca de la huella cuando estuviéramos cansados o se hiciera de noche.

Pero no fue así. Un par de horas de caminata después comenzamos a ver una comunidad bien abajo, en el valle que corría a nuestra izquierda. No podía ser Thipa Khasa, no coincidía el tamaño ni la distancia. Eran más de treinta casas y estaba mucho más cerca de lo esperado. Lo extraño era que nadie nos había hablado de esa otra comunidad.

Un par de kilómetros más adelante encontramos la bajada. Dudamos si descender o no. Era un camino de ida: el descenso se veía pronunciado, un largo trayecto serpenteando la montaña, no parecía buena idea bajar si después teníamos que volver a subir.

Finalmente, el deseo de conocer esa comunidad y la expectativa de conseguir información sobre sendas hacia el río Caine nos hizo abandonar la dirección a Thipa Khasa y desviarnos por ese nuevo camino hacia abajo y hacia el este.

Bajamos durante unas dos horas viendo cada vez más cerca la comunidad en cada curva. Descender tanto no me hacía gracia, un poco por el dolor en las rodillas después de haber caminado tan cargado durante horas y, también, por el temor de tener que volver a subir, ya sea volviendo o siguiendo hacia el este.

Otra cosa inquietante era que no veíamos personas desde donde estábamos, parecía un pueblo abandonado.

Llegamos a las 16.15 después de haber caminado veinte kilómetros durante nueve horas. Estábamos realmente agotados. Yo sentía bastante dolor en la espalda, y en los pies, que ya iban ampollados y vendados.

–Buenas tardes.
–Buenas tardes.
–¿Dónde estamos?
–En Añahuani.
–Ah…
–¿Quiénes son ustedes?
–Estamos yendo hacia Mina Asientos.
–¿Quién les dio permiso? No pueden estar acá.

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Acampando en el salar de Uyuni

Bolivia es mi país preferido por la crudeza de sus paisajes, de su clima y de su cultura. Es un país extremo. Estar acá cambia mi percepción del tiempo y las distancias, todo parece más lento y más lejano. También la percepción del cansancio, que se va tan rápido como llega. Pero después de caminar veinticinco kilómetros por el salar, estábamos indiscutiblemente muy agotados. Con la carpa ya armada usamos las últimas fuerzas para juntar leña y cocinar una sopa de fideos. Nos acostamos muy temprano.

También nos despertamos muy temprano. Desde la cueva de la Isla del Pescado habíamos visto el atardecer, desde esta de Isla Incahuasi podíamos ver el amanecer. Una gran cantidad de luz naranja corrió paralela a la desproporcionada superficie de sal y atravesó las espinas de los cactus gigantes de la entrada de la cueva.

Queríamos quedarnos un día más, pero teníamos menos de un litro de agua y no demasiada comida. Cuando queda media botella de agua se ve claro lo incomprensible e inevitable que es el tiempo.

Entonces se me ocurrió ir del otro lado de la isla. A diferencia de Isla del Pescado, a Incahuasi si llegan turistas. Llegan al lado oeste. Ahí fui a pedir algo de agua. Al primero que le pregunté era un tipo llamado Nathan (o eso creo recordar) que viajaba con chofer y cocinera. Les conté la excursión que estábamos haciendo. Nathan me regaló dos litros de agua y le agregó dos gigantescas barras de cereal y chocolate. Su chofer me dio dos litros más, me dijo que no lo iban a necesitar, que ya estaban terminando un tour de cuatro días y les sobraba mucha. La cocinera me agregó dos porciones de torta casera.

Al volver al lado este de la isla, Vane, desde la cueva, me vio llegar con las provisiones. Los ojos le brillaban como las espinas de los cactus.

Ese día lo pasamos entre la cueva, el resto de la isla y la sal.

Cerca del medio día volvimos al lado oeste. A un grupo de turistas adinerados les sobró mucha comida y la cocinera nos regaló unos buenos platos.

Nos dimos cuenta de que podíamos quedarnos en la isla el tiempo que quisiéramos viviendo de la caridad turística, el pudor estaba lejos de frenarnos. Pero nuestra piel pidió otra cosa. Estaba reseca y percudida. No había agua para lavarnos. Teníamos los dedos lastimados en los bordes de las uñas, los pies ampollados y los labios agrietados por el sol.

Los pozos de agua salada ayudaban un poco.

Disfrutamos de un amanecer más y decidimos volver.

Pensamos en caminar hasta la zona donde pasaba el destartalado bus, unos diez kilómetros al noreste de la isla, pero disfrutamos una vez más de la caridad turística: volvimos a dedo, una camioneta nos llevó de regreso a Uyuni.

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Caminando entre las islas del Salar de Uyuni

Caminamos por el salar de Uyuni durante nueve horas. Fueron veinticinco kilómetros desde el lado oeste de la Isla del Pescado hasta el lado este de la isla Incahuasi. Las mochilas iban pesadas debido a que llevábamos todo el equipaje y mucha agua. La mía pesaba veinticuatro kilos; la de Vane, veinte.

Coquear nos mantenía con energías, sin dolor. Descansábamos cada un par de horas. No había un lugar mejor que otro para descansar: solo decíamos “acá”, largábamos la mochila y nos sentábamos en la sal.

Íbamos en línea recta. Nunca camine tan recto en mi vida. Ni curvas, ni subidas, ni bajadas (de hecho, el salar de Uyuni es la superficie más plana del mundo y se usa para calibrar los satélites). Simplemente apuntábamos a Incahuasi, la manchita negra en el horizonte, hacia el sudeste. El paisaje apenas cambiaba con el transcurso de los kilómetros. En las dos primeras horas todavía seguíamos al lado de la Isla del Pescado, e Incahuasi solo había crecido un poco en el horizonte.

Estábamos rodeados por diez mil kilómetros cuadrados de sal. El sol nos dio de lleno casi todo el camino. Hizo mucho calor. Nuestras sombras se hicieron mínimas. El ruido de las pisadas sobre la sal hipnotizaba.

Pasaron las horas. Se nos llagaron los pies. El sol bajó. Los descansos fueron cada vez más frecuentes. Estábamos felices.

Llegamos al atardecer, con la luz justa, agotados. Y una vez más encontramos una buena cueva para acampar.

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Al Salar de Uyuni sin tour

De Tupiza viajamos en tren hasta Uyuni. Queríamos recorrer el inmenso salar, pero de forma independiente, sin tour, conociéndolo a fondo: caminándolo y acampando en sus islas.

Sabíamos que había un bus que lo atravesaba de lado a lado y llegaba hasta el pueblo de Llica. Con Vane decidimos tomarlo para conocer el terreno. Salimos en el bus destartalado desde Uyuni, pasamos por Colchani y entramos en la inmensa superficie blanca. Anduvimos un par de horas en línea recta sobre la sal, en un paisaje enceguecedor.

Llegamos a Llica, el pequeño pueblo en el borde opuesto del salar, ya cerca de la frontera con Chile. Pasamos un par de días ahí, averiguando datos y comprando provisiones. También asistimos a un entierro. Nos convidaron hojas de coca, jugo de naranja y cerveza.

Un par de días después volvimos a tomar el bus hacia el salar, pero esta vez le pedimos al chofer si podía desviarse un poco y dejarnos en la inhóspita Isla del Pescado, en el medio del salar. Nos miró raro pero accedió al pedido. Después de una hora de viaje por la planicie blanca, se desvió hacia la derecha, anduvo unos minutos más y frenó junto a la isla.

Bajamos, apoyamos las mochilas en la sal, el bus arrancó y lo vimos alejarse hasta convertirse en un puntito en el horizonte.

La gran isla era puro piedras y cactus. Dejamos las mochilas por ahí y salimos a explorar.

Tardamos un par de horas en dar la vuelta a la isla. Encontramos dos cuevas y la mejor era la que estaba en una gran bahía que daba hacia el oeste, una cueva con un lugar del tamaño ideal para la carpa, otro para cocinar y, en el fondo, detrás de una gran roca, un agujero de unos cuarenta o cincuenta centímetros de ancho por el que se podía pasar agachado y acceder a otra pequeña cueva, de tres o cuatro metros de alto y dos o tres de ancho donde incluso se puede dormir sin carpa. La gran ventaja de dormir en las cuevas es que, por la noche, la temperatura del salar en estas fechas baja hasta unos tres o cuatro grados bajo cero y suele ser extremadamente ventoso. Dentro de la cueva la temperatura anda entre cinco y diez grados y en la cuevita del fondo entre diez y quince.

Desde ahí pudimos ver el atardecer en el salar.

Luego, un cielo estrellado como nunca había visto. Estábamos a 3656 metros de altura, clima seco, sin luna y muy lejos de cualquier luz. Es probable que sea uno de los mejores lugares del mundo para ver el cielo. Las estrellas iban de borde a borde de la semiesfera negra. Vimos ponerse un planeta y varias estrellas hacia el oeste. Nunca había visto estrellas o planetas ocultarse en el horizonte.

Cocinamos sopa de fideos. Teníamos leña suficiente usando las ramas secas de algunos cactus y, sobre todo, de unos arbustos que tapizan gran parte de la bahía.

Sentía que estábamos muy lejos. No supe definir muy lejos de qué.

Al día siguiente armamos las pesadas mochilas, que llevaban todo nuestro equipaje y mucha agua, un recurso inexistente en esa zona. Entonces descarté un último peso innecesario: uno de mis libros. Lo escondí en la pequeña cueva del fondo, bien atrás, para el que lo encuentre (20°08’31″S; 67°48’34″O).

Esa mañana emprendimos la larga caminata hacia Isla Incahuasi. Se podía ver claramente en el horizonte espejado, a pesar de que estaba a veintitrés kilómetros. Teníamos que caminar en línea recta, sobre la sal, muchas horas.

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Psicodelia en Yavi y Yanalpa

De Humahuaca fuimos hasta La Quiaca y de ahí, en un pequeño bus, hacia el este, hasta Yavi. Acampamos varios días en el camping de ese pueblo tan pequeño y tranquilo. Conocimos a Ariel, El Pela, un pibe muy buena onda de Haedo, que dejó todo para poner un hostal ahí, y a David, un extraño y querible gendarme que hizo el servicio militar en Israel, usa ropa generalmente verde (excepto la kipá) y cree en Jesús.

Un día David nos invitó a comer asado de pata de carpincho en El Mirador, el hostal de El Pela. El carpincho lo había cazado otro gendarme en Formosa. Nos pareció una muy buena propuesta.

En algún momento, mientras la pata se doraba a las brasas, desde la altura del Hostal vimos un pequeño camión rodar por la polvorienta calle de entrada a Yavi. David se acercó y lo detuvo con señas de gendarme. Entonces el chofer, que casualmente era el dueño de un hostel de La Quiaca, metió el porro en la guantera y frenó.

El dueño del hostel venía haciendo donaciones por caseríos con un par de amigos y David los invitó a todos al asado.

Un par de horas después, entre vino y vino, el dueño del hostel de La Quiaca fue a buscar el porro a la guantera. Otro par de horas después, confesó que David era el mejor gendarme que había conocido.

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A la noche, en algún momento en que }david no andaba cerca, lo encaré a El Pela.

–Vos que lo conocés hace tiempo, ¿David es realmente gendarme?
–¿Te digo la verdad? No lo sé.

Ese mismo día El Pela nos recomendó que camináramos por el río Yavi (también llamado Casti) hacia el norte, río abajo.

Fue lo que hicimos a la mañana siguiente después de tomar un té de San Pedro.

Una vez más nos siguió un perro negro y fue un viaje alucinante, claro, un río que corta con vegetación las montañas secas.

Cada tanto se encajonaba y teníamos que saltar sobre las rocas.

Uno de los descansos fue en una cascada de piedras lisas, musgosas, enmarcada con cortaderas con plumerillos. A Vane le encanta el agua.

Después de algunas horas de caminata, nos encontramos con un pueblito. Era Yanalpa. Estábamos en Bolivia. En algún momento habíamos cruzado la frontera.

Para volver, en lugar de retomar el río, preguntamos por Yavi chico, un caserío cercano, del lado argentino y con un buen camino hasta Yavi. Una chola nos señaló las montañas. Dudamos pero trepamos un buen rato desafiando el cansancio que nos producía subir en esas alturas. Del otro lado estaba Yavi chico. Una vez más cruzamos la frontera sin saber muy bien en qué momento.

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Inca Cueva y Quebrada de las Señoritas

De Iruya volvimos a la buena onda de Giramundo Hostel de Humahuaca y otra vez lo usamos de base para recorrer lugares poco visitados de la quebrada. Un día fuimos a Inca Cueva. Teníamos especial interés en ir ahí porque es un sitio en la quebrada de Chulín donde se encontraron restos arqueológicos de hasta diez mil años de antigüedad. Los más conocidos son las tres momias Chulina, Chulinita y Rosalía (Chulina fue datada por radiocarbono en 6080 ± 100 años y es, tal vez, la momia natural más antigua del mundo) pero lo más interesante para nosotros era que ahí fue donde se encontró la más antigua evidencia del consumo de la vilca o wilca. Se encontraron unas pipas de 4150 años de antigüedad, de las cuales se pudo obtener materia orgánica con restos de semillas de cebil. Ahí, hace cuatro mil años, los indios fumaban la visionaria vilca junto a momias que para entonces ya llevaban dos mil años enterradas.

Para ir a Inca Cueva (un nombre algo desafortunado ya que, en el corto período incaico, el sitio fue solo usado como tambo) tomamos uno de los tantos buses que suben por la ruta 9 hacia La Quiaca y bajamos una media hora después (22°58’34″S, 65°27’51″W) pasando apenas un poco el caserío Azul Pampa, sobre la parte de la ruta que corre hacia el oeste, justo donde la tierra es azul.

Desde la ruta hacia el sur se puede ver un gran puente de piedra sobre el río seco Chulín, un puente macizo hecho para durar cientos de años pero que ahora solo sostiene un par de rieles oxidados.

Bajamos el terraplén entre las piedras, cruzamos el Río Grande hacia el sur, pasamos debajo del gran puente ferroviario y comenzamos a subir por el cauce de la quebrada de Chulín.

Mirando al sur.

Después de un par de horas caminando por el cauce pedregoso, la quebrada se tornó rojiza y de curvas suaves.

Poco después llegamos a Inca Cueva (23°00’08″S 65°27’42″W).

Entonces Vane me dijo que lo que más le sorprendía del sitio era el lugar en el que estaba ubicado: entre altas paredes de arenisca roja con suaves chorreadas de sedimentos claros y oscuros, un escenario que parece de otro planeta. Incluso, en la pared frente a la cueva, en la parte más alta, había una ventana mostrando un pedazo de cielo y que parecía un gran ojo lagrimeante observándonos. Si yo hubiera sido un originario de esa zona hace unos miles de años, no dudaría del carácter especialmente espiritual del lugar y, por supuesto, ahí habría pintado todo lo que tuviera que pintar.

Unos pasos más allá de la cueva (23°00’11″S, 65°27’44″W) encontramos un angosto sendero subiendo la montaña hacia la derecha, hacia el oeste. El paisaje se tornó aún más irreal. Primero un árbol retorcido sobre una explanada de pasto verde y cortito, rodeado de lisas paredes rojas con sedimentos chorreantes.

Luego, subiendo por una pendiente lisa, otra explanada de pastos más altos y amarillentos que se continuaba por una pequeña quebrada.

Y luego una última subida, un poco trepando la roca, que nos condujo a una tercera superficie plana, mucho más amplia pero tan extraplanetaria como las anteriores, que contenía una laguna en el medio (23°00’10″S, 65°27’48″W).

Y, sorprendentemente, ahora nos encontrábamos detrás del ojo que mira desde lo alto hacia la cueva. Daban ganas de rezar.

Días después volvimos a salir hacia Inca Cueva. Esta vez en camioneta con Juan, el dueño del hostel, para intentar llegar desde otro lado, desde el sur, desde Sapagua, otro lugar donde también hay pinturas rupestres no muy lejos de ahí. Después de visitar las pinturas (23°03’26.7″S, 65°24’15″W), el camino fue duro, la camioneta se nos enterró en la arena un par de veces y tuvimos que abandonarla antes de lo previsto.

Caminamos desde algún lugar después de los petroglifos hasta Sapagua, que son tres casas y una capilla (23°01’50″S, 65°26’12″W). Ahí solo había un hombre, que por suerte pudo indicarnos el camino. Pero fue duro, muy hacia arriba. Y ya era tarde. Llegamos a la cima (23°01’16″S, 65°27’06″W) muy agitados y con el sol cerca del horizonte. Solo quedaban unos dos kilómetros en bajada y no teníamos tiempo para volver a subir. Aún así la vista de toda la quebrada de Chulín valió la pena. A lo lejos podíamos reconocer el espinazo del diablo, cerca de Tres Cruces.

Otro día fuimos a la Quebrada de las Señoritas de Uquía con Edgard, uno de los encargados del hostel. Él organiza tours a ese lugar tan bueno y tan poco conocido. Nos pidió que fuéramos en algún momento sin turistas, para explorar más la zona y para que le contáramos sobre la geología, la flora y la fauna del lugar. Además quería que le confirmáramos si ciertas rocas que él había encontrado por ahí podían ser ruinas arqueológicas.

Fuimos con él y con Pauline, su novia. El lugar está muy bien. Los puntos impactantes del recorridos son un alto y angosto cañón colorado muy agradable para recorrer, un valle con montañas de colores que corresponden a sedimentos de hace cientos de millones de años y unas cuantas irresponsables entradas a angostas grietas con caca de puma en el suelo.

Pero lo que más me gustó fue el antigal, esas piedras que Edgar quería mostrarnos y que sí que nos parecieron los restos de un pueblo indio. Las piedras eran cimientos de paredes al pie de un cerro y rodeadas de cactus en una situación muy parecida a las ruinas de Quilmes. Las paredes eran rectas, al estilo incaico. Interpretamos que los cimientos de la parte más alta, en la zona central, podían haber sido los de la casa del jefe de la tribu. Junto a estos encontramos una estructura de pared cilíndrica con ubicación y forma similar a las que hacían los aborígenes de la zona para enterrar a sus muertos, a los cuales desenterraban cada año en unas fiestas en las que los difuntos eran invitados simbólicamente con un poco de comida y bebida, para luego volver a ser enterrados hasta el año siguiente.

La posibilidad de que ahí abajo hubiera una momia (una posibilidad no muy remota ya que hace solo unos pocos meses encontraron un par de momias no muy lejos de ahí) me dio una imperiosa necesidad de cavar. Pero reprimimos nuestros instintos huaqueros y nos quedamos del lado de la legalidad con la esperanza de que los próximos tentados fueran arqueólogos.

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Rótula rota

Sebastián quedó junto al terraplén con su rótula fracturada y su muñeca muy adolorida, Vanesa se quedó a cuidarlo y yo dejé la mochila y corrí río arriba a buscar ayuda. El perro me siguió.

No duré mucho corriendo, se me hacía imposible a esa altura y hacia arriba entre las piedras. Fui a paso sostenido, lo más rápido que pude, apretando fuerte la coca entre los dientes y mojándome la cabeza en el río, cada tanto, para evitar el sofocamiento del sol que ya estaba bien arriba y rebotaba fuerte en el paisaje seco y amarillento.

Tardé cuarenta y cinco minutos en llegar a San Juan. Encontrarlo fue más difícil de lo que había imaginado, el pueblo no se ve desde el río, que a esa altura corre encajonado. Pero finalmente logré llegar a la casa de Jacinta. Estaban ella y su marido. Con el aliento entrecortado, les conté todo lo sucedido. Me dijeron que fuera a buscar al enfermero a la salita sanitaria (el enfermero y el maestro son los dos únicos empleados públicos del pequeño pueblo).

Fui pero no estaba. Salí a buscarlo entre las casas de piedra.

–¡¿Qué pasó?! –gritó Hermógena desde la ladera de una montaña.
–¡Se despeñó Sebastián! ¡Se rompió la rodilla! ¡Estoy buscando al enfermero!
Hermógena señaló hacia otro valle.

Encontré al enfermero junto a un rebaño de cabras. Le conté el accidente brevemente mientras caminábamos hacia la salita.

–¿Tiene heridas?
–Solo superficiales.
–¿Puede caminar?
–No creo.
–¿Puede montar?
–No estoy seguro.

Pensé en la posibilidad del pie en el estribo, pensé en la posibilidad de la pierna colgando, imaginé una situación difícil. El enfermero fue juntando lo que creyó necesario en una pequeña mochila que más bien parecía ser la de un escolar. Le expliqué más o menos (como pude) dónde fue el accidente.

–¿Dónde está?
–En una parte que va entre montañas muy picudas, cuando se empieza a ver el colorado, en la primera quebrada que se une por la derecha… Caminamos una hora, pero calculo que a paso rápido se puede llegar en media.
–Ve yendo. Yo busco ayuda y luego te alcanzo.

Tardé media hora río abajo, trotando de vez en cuando. El perro llegó antes que yo, el enfermero un poco después. Con él venía un pibe de unos veinte años. Tuvimos que calmar al perro que, aparentemente un poco enterado de la situación, se puso a ladrar al enfermero protegiendo a Sebastián.

Después de una revisión rápida del herido, el enfermero recorrió los alrededores con la mirada.

–¿Creés que puedes caminar un poco?
–Ya no puedo ni doblar la pierna.
–¿Has montado alguna vez?
–No.

El enfermero movió la cabeza de un lado a otro. Luego mandó al pibe a buscar una mula y tres tablitas que pudiera sacar de algún cajón de madera. Entonces se puso a vendar la muñeca y desinfectar las heridas.

–No vamos a poder sacarte río abajo, el camino se hace imposible para la mula más allá, tendremos que regresar río arriba y sacarte por el camino de Pantipampa.

Mientras esperábamos al pibe con la mula (que calculamos que tardaría al menos una hora y media en volver) fuimos improvisando un entablillado con ramas, media botella de plástico y una venda. Luego coqueamos todos, sentados en las piedras, bajo el rayo del sol. Sebastián aguantaba las ganas de llorar.

Luego el enfermero estimó que la mula no iba a poder llegar hasta donde estábamos; no iba a poder ni bajar el terraplén ni pasar por el río, que justo en ese lugar se angostaba y corría un poco torrentoso entre las piedras. Decidió que íbamos a ganar tiempo intentando transportar a Sebastián del otro lado del terraplén.

Así fuimos, llevándolo a los hombros entre el enfermero y yo y Vanesa sosteniéndole la pierna hacia adelante. Cruzamos el río dos veces, metiéndonos en el agua.

Justo después de pasar la parte más complicada, llegó la mula. La traía el pibe junto a Jacinta y su marido. Jacinta cargaba con el almuerzo para todos: un par de tuppers con pollo y arroz. Comimos. Luego coqueamos. Luego completamos el entablillado con las tres maderas y una venda elástica que aportó Vanesa y que venía muy bien para el caso.

En algún momento Jacinta y su marido hablaron de adelantarse a paso rápido hasta Pantipampa para buscar ayuda. En Pantipampa no hay nada, solo un abra bien alta con un par de puestos para llevar a pastar a las cabras, pero allá arriba suele haber señal de celular que llega de alguna manera rebotando entre las montañas del valle de Iruya, y así podían avisar al hospital para que mandaran ayuda.

En algún momento Jacinta desapareció.

Fue difícil subir a Sebastián a la mula. Y no fue la única vez, porque la mula no pasaba montada en las pendientes abruptas o las cornisas muy estrechas. Lo subimos y lo bajamos en reiteradas ocasiones durante largas horas. Sebastián gritaba de dolor.

Después de abandonar el río, el camino se convirtió definitivamente en el sendero de cornisa más peligroso que había visto en mi vida. Muchas veces le pedí a Vanesa que prestara mucha atención, que fuera muy consciente de qué rocas pisaba. Me pareció increíble que ese fuera el camino normal de acceso al pueblo, un estrechísimo y abismal sendero que no puede transitarse ni a caballo.

En algún momento nos dimos cuenta de que nadie sabía si Jacinta había ido a pedir ayuda a Pantipampa. Ante la duda enviamos también al marido.

Un rato después, desde las alturas, pudimos reconocer a Jacinta en un valle, sentada cerca de sus cabras.
Así fuimos, arrastrando a Sebastián varios kilómetros. Llegamos al abra de Pantipampa a las ocho de la noche, ya casi sin luz. Cerca de ahí encontramos al marido de Jacinta, que traía la noticia de que no había conseguido señal de celular. Además, él, el pibe y la mula tenían que regresar por razones que no terminé de entender.

El enfermero, Vanesa, Sebastián, el perro y yo seguimos caminando por la planicie del abra, a oscuras, con las linternas, con Sebastián al hombro dando pasos cortitos con su dolorosa pierna entablillada. Cada tanto el perro se acercaba a Sebastián y caminaba varios metros manteniendo el hocico a centímetros de la pierna herida. Evaluamos dormir en alguno de los puestos, pero en algún momento el enfermero finalmente consiguió señal de celular y pidió ayuda al Hospital. Le contestaron que intentarían reunir gente para subir una camilla y entonces decidimos seguir.
Hubo un momento crítico en el que Sebastián hizo un desafortunado movimiento que lo obligó a gritar y a retorcerse del dolor. Pidió que lo acostáramos. Y ahí estábamos en el suelo, a oscuras, sin tener del todo claro si la ayuda estaba en camino, a pasos de la abrupta bajada al río San Isidro, una bajada con muchas curvas y con una pendiente demasiado empinada. La muñeca de Sebastián estaba muy hinchada. Había muchísimas estrellas. Hacía frío.

A las diez de la noche, poco después de que empezáramos a intentar bajar la cuesta, vimos las luces de las linternas. Eran siete camilleros (algunos empleados del hospital y otros de la municipalidad) que traían una camilla, un vino toro, una Fanta naranja, varias bolsas de coca y varios paquetitos de bicarbonato de sodio. Tuvimos que calmar al perro que ladró defendiendo al herido.

Todos nos saludamos, salvo Sebastián que quedó en el suelo. Ellos mezclaron el vino con un poco de Fanta. Nosotros tomamos sedientos el resto de la gaseosa. Todos coqueamos entrecruzando luces de linternas. Los camilleros se hacían bromas entre ellos. Sebastián intentaba sonreír desde la oscuridad del suelo.

Cuando el tiempo del coqueo estuvo cumplido, los camilleros ataron con fuerza al herido en la camilla. Tardamos dos horas en bajar la cuesta. Los camilleros iban rotando cada cinco o diez minutos, secándose las palmas de las manos en la tierra del camino para que no resbalasen.

La ambulancia y una camioneta nos esperaban del otro lado del río San Isidro. Vane viajó con Sebastián en la ambulancia, yo viajé con el perro negro en la caja de la camioneta. Ya eran las doce de la noche.

Lo primero en el hospital fueron las radiografías. Efectivamente la rótula estaba partida al medio y lo de la muñeca era una luxación. Le pusieron media férula y lo mandaron de urgencia en ambulancia, en un largo viaje nocturno atravesando la provincia de Jujuy y parte de Salta, para ser operado en el Hospital Güemes.

Vane y yo caímos casi desmayados en la habitación de un hostal de la tranquila Iruya.

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Quebrada de San Juan

No solo había sido una gran casualidad que nos encontráramos con otro viajero haciendo el camino de San Isidro de Iruya a San Juan, sino que él también quería seguir hasta Chiyayoc, un caserío aún más apartado que prácticamente no recibe ninguna visita. Sebastián tenía una buena razón para ir: él había enviado donaciones a Chiyayoc pero nunca había podido llegar hasta allá en persona.

En lo que no coincidimos por un rato fue en la preferencia del momento de la partida. Nosotros queríamos tomarnos un día más en San Juan y ayudar con el arado de unos campos que justo empezaban a trabajarlos y Sebastián prefería partir esa misma mañana porque no andaba con tanto tiempo y tenía que volver a Buenos Aires.

–No se preocupen, quédense, yo voy solo.
–No, ya fue, mirá si vas a ir solo, es medio power el camino… Y ya estamos los tres por acá. Vamos hoy y listo, no pasa nada.

La vía más directa de San Juan a Chiyayoc era cruzar las escarpadas y neblinosas montañas hacia el noreste, pero me dio la sensación de que iba a ser muy difícil seguir el sendero. De hecho, Hermógena nos dijo que iba a ser imposible, que estaba muy poco marcado, que ya casi nadie iba por ahí. Otra opción era el que le dicen el camino de la playa, bajando el río San Juan y luego volviendo a subir hacia el norte por el antiguo sendero que se usaba para ir de Iruya a Chiyayoc. Es un camino aún menos transitado que el primero (solo lo usan si tienen que llevar animales grandes que no pueden cruzar los senderos de montaña) pero me pareció que las indicaciones eran más claras. Había que bajar por el río hasta entrar en un angosto cañón colorado. Al salir del cañón el río continúa un trecho más y el paso se interrumpe por una cascada. Antes de eso teníamos que doblar a la izquierda y cruzar un cerro un poco desmoronado para encontrar el antiguo camino del otro lado. No tenía tan claro que lo fuéramos a encontrar pero saldríamos temprano para tener tiempo de volver a San Juan en el caso de que no lo halláramos.

El camino era incierto y también lo era el lugar en el que pudiéramos dormir (no llevábamos carpa, la habíamos dejado con las mochilas grandes en Humahuaca) pero confiábamos en que al menos alguien nos dejaría acomodarnos en el suelo de algún rancho.

Sebastián, Vane, el perro negro y yo nos despedimos de la gente y abandonamos el pedregoso pueblo de San Juan a eso de las diez de la mañana. Comenzamos a bajar entre montañas picudas, cruzando el río repetidas veces.


Después de una hora de caminata, a las once, Sebastián calló por un terraplén. Vane y yo estábamos bajando por otro lugar y no vimos la caída pero escuchamos los gritos de auxilio. Nos apuramos y lo encontramos tirado entre las piedras.

–Me quebré.
–¿Posta?
–Sí, me duele mucho la muñeca… Y se me salió la rodilla, vas a tener que acomodármela.

Le miré la mano y no me parecía que estuviera muy mal y tampoco me resultaba convincente la idea de una rodilla descolocada, pero cuando le levanté la manga del pantalón pude ver que había un bulto que sobresalía de la articulación de una forma un poco impresionante.

Entonces con Vanesa le estiramos la pierna suavemente y todo volvió a parecer bastante normal, sin nada que reacomodar, pero al tocarle la rodilla noté claramente que la rótula estaba en dos pedazos.

–No estoy muy seguro de que te hayas roto la muñeca, pero parece que te fracturaste la rótula.
–¿De verdad?
–Casi seguro.
–A ver, ayudame a levantarme.
–No, no vas a poder caminar, voy a tener que ir a buscar ayuda.

La cara de Sebastián empezó a transformarse.

–No me digas eso, me quiero matar.
–Voy a buscar ayuda.

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Mucha onda en San Juan

Desde San Isidro de Iruya partimos caminando hacia San Juan, un pueblito de nueve familias, aislado en la montaña, sin luz y al cual (nos enteramos después) solo llegaron unos diez viajeros en este último año.

Fuimos siguiendo las indicaciones de Teresa y las marcas de pintura blanca que había hecho Jacinta sobre las piedras. Ella es la mujer que recibe a los escasos caminantes que llegan hasta el pueblo.

En el primer tramo fuimos subiendo el río y en algún momento nos encontramos con un perro negro al cual, por supuesto, Vanesa acarició. El perro nos siguió el resto del camino.

Abandonamos el río (22°44’16″S; 65°14’45″O) para subir la montaña hacia el norte por un sendero que, una vez más, me pareció notablemente peligroso: empinado, muy angosto, de piedras sueltas y casi siempre al borde del precipicio.

En mitad de la subida nos encontramos con Sebastián, un pibe de Merlo que en los últimos tiempos se dedicó a llevar donaciones a los pueblitos de la zona. Él también estaba yendo hacia San Juan y fue una gran casualidad que justo nos cruzáramos con unas de las pocas personas que recorren ese camino.

Un par de horas después, Vane, Sebastián, el perro negro y yo llegamos al punto más alto del camino (22°43’59″S; 65°14’30″O) a 3500 metros de altura, desde donde se podía ver el valle de San Juan y el pueblito del otro lado del río.

La bajada no tuvo menos vértigo que la subida.

Poco antes de llegar nos encontramos con Jacinta y su marido que andaban cuidando sus cabras. Nos dijeron que los esperásemos en la casa, que ellos llegarían a las seis.

Después cruzamos el río y trepamos una vez más, por suerte guiados por Sebastián, ya que el pueblo no se alcanza a ver desde el cauce del río y los caminos de cabra confunden un poco.

En la casa de Jacinta (22°43’29,5″S; 65°13’58,5″O) nos recibió un gatito bebé que, por supuesto, Vane acarició. Ahí dejamos las mochilas y salimos a dar una vuelta junto con el gatito que viajaba en el pecho de Vane, debajo de la campera.

El perro negro fue nuestra peor carta de presentación. En San Juan odian a los perros y las pocas personas que nos cruzamos nos lo hicieron saber y nos avisaron que si el perro lastimaba a algún animal, íbamos a tener que pagarlo.

Muchas de las casas de San Juan están hechas casi totalmente de piedra, incluso los aleros de los techos de paja son de lajas. Cuando me agaché para sacarle una foto a una de esas casas con un corral de cabras también hecho en piedra, salió Mari con una onda tejida en lana cruzada entre los senos, el puño en alto y gritando “¡Eso sí que no!”. Al llegar muy cerca creí que iba a intentar pegarme y pensé en ponerme en guardia. Me levanté y Mari frenó a un metro, pero siguieron los insultos a mi intento de foto al conjunto de piedras habitable. Un rato después, cuando Sebastián le compró una cerveza, ya éramos personas que nos enviábamos sonrisas. En San Juan no hay ningún tipo de tienda formal, pero un par de casas venden cervezas que las traen a lomo de burro.

Por supuesto que no me cayó muy bien la agresividad que fuimos recibiendo por parte de los lugareños pero, en algún momento, me pareció comprender que todos se trataban un poco así, cambiando de la agresión (o lo que para mí parecía agresión verbal y gestual) a la sonrisa en cuestión de segundos. Creí imaginar que era parte de la normalidad del pueblo, un aislado caserío de nueve familias sin electricidad, sin televisión, con un sistema de códigos de sociabilidad no muy universal.

Al atardecer comenzó a nublarse y, al borde del pueblo, en la parte alta, sentada sobre unas rocas, encontramos a Hermógena con su vestido tradicional y colorido, su sombrero floreado, su onda de lana cruzada entre los senos y la vista perdida en la neblina que bajaba del cielo hacia las montañas.

–Buenas tardes.
–¿Por qué traen ese perro? –gritó, al vernos, con voz aguda.
–No es nuestro, nos siguió desde San Isidro.
–¿Y para qué le dan de comer?
–No le dimos, solo nos siguió –mentí.
–¿Y por qué no lo echaron a piedrazos?

Por un instante pensé en decir que habíamos intentado echarlo, pero eso no iba a creérselo nadie. Callé.

–Si lastima a un animal, los van a denunciar y van a tener que pagar.
–¿Y cuánto sería una cabra?
–Cincuenta el kilo.

Coqueamos mirando los cerros.

Hermógena estaba esperando a su hijo que había ido a buscar a un animal extraviado y empezaba a preocuparse por la oscuridad inminente. Tenía la vista perdida en el sendero delgadísimo y abismal cuando apareció una vaca. Hermógena se puso de pié, avanzó hacia el animal desatándose la onda de lana y echó a la pobre vaca de nuevo hacia las alturas de las montañas a base de gritos agudos y efectivos piedrazos que salían de la onda. Parece que esa vaca no era el animal perdido que buscaban.

–¿Qué pasaba con la vaca?
–Se ha bajado de la montaña, la muy desgraciada, y ahora no tengo tiempo de cuidarla.

Coqueamos un rato más. Nos preguntó los nombres. Nos dijo que en San Isidro hay un hombre llamado Julián que tiene una hija llamada Vanesa. Le dijimos que en nuestro caso éramos pareja. Charlamos más cosas y sonreímos varias veces.

Al volver a la casa de Jacinta encontramos a una de sus dos hijas pequeñas llorando por la certeza de que el desaparecido gatito bebé estaba en las entrañas del perro negro. Un rato después del rencuentro con su mascota se calmó y hasta jugamos al poliladron con armas de plástico con las dos niñas. Una de ellas le preguntó a Vane por qué tenía pelo de oveja.

Esa noche cenamos, a la luz de las velas, un guiso que nos preparó Jacinta. Afuera lloviznaba. El salón comedor era pequeño y rústico. La luz de las velas iluminaba tenuemente un pedazo de charqui que colgaba sobre nuestras cabezas.

Hasta ese momento Sebastián todavía podía caminar.

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