Con los yanomamis

Estamos en Venezuela. Íbamos en un bote de la guerrilla bajando el río Casiquiare, los originarios baré nos llevaban remando hasta una comunidad yanomami. Todo esto me intranquilizaba un poco. Sé que las cosas suelen salir bien, pero en este caso tenía incertidumbre (más que otras veces) por lo que sería nuestra recepción en la comunidad, los yanomamis son una etnia notablemente cerrada a la cultura occidental y temía que no fuéramos bienvenidos. Mientras nos acercábamos dudé si pedirles a los baré que vinieran a buscarnos después de un par de días o ya quedarnos con los yanomamis y depender de que estos últimos nos regresaran remando. En un momento pensé que tal vez hubiera sido mejor haber avisado a los militares venezolanos en San Carlos, pero solo lo pensé por unos segundos, no más de dos o tres, porque si les hubiéramos avisado podían haberlo tomado como un pedido de permiso para entrar a territorio venezolano y sé muy bien que cuando pedimos permiso a los militares, sin importar lo que sea, la respuesta casi siempre es no.

Salimos del brazo Casiquiare para entrar por un arroyo crecido, con la vegetación inundada en sus bordes. De la misma forma que en el río principal, las aguas del afluente eran rojizas y límpidas. Remamos suavemente río arriba por unos minutos y paramos sobre la derecha donde había dos canoas de tronco y nacía un sendero.

Desengarzar.

Ahí amarramos el bote a unas ramas y bajamos todos: Omar, Ana, sus dos nietos y Vane y yo cargando las mochilas. La aldea (2°00’19″N, 66°57’57″W) apareció enseguida, cinco o seis chozas construidas con ramas y hojas. Los niños y los perros también aparecieron rápido, luego varias mujeres, aunque algunas volvieron a esconderse en las chozas. Era nuestro encuentro con los yanomamis tanto tiempo esperado. Lo primero que noté (me fijé porque era una duda que venía teniendo) fue que las mujeres no estaban usando los típicos palitos que suelen tener incrustados alrededor de la boca. Sí tenían los agujeros pero sin los adornos puestos. Por otro lado, algunas de las mujeres estaban vestidas solo con faldas y la mayoría de los niños andaban desnudos.

Comunidad yanomamis.

Entonces Omar se acercó a una de las chicas que conocía y que sabía que hablaba español y le explicó que nosotros queríamos quedarnos unos días con ellos. Ella contestó que no estaban los hombres de la comunidad, que se habían ido a no sé dónde y regresarían al día siguiente. Entonces Omar preguntó si había problema en que nos quedáramos de todos modos. La mujer dudó un rato pero luego respondió que no había problema. La totalidad de los niños de la aldea, que serían unos veinte, permanecían callados, boquiabiertos y no nos sacaban los ojos de encima.

La mirada de confianza que nos ofrecía la mujer que hablaba español me dejó más tranquilo y por eso le dije a Omar que no se preocupara, que nos quedaríamos ahí y que ya veríamos como volver a Solano con los yanomamis. Los baré se fueron saludando amablemente y nosotros fuimos invitados a entrar a una de las chozas de paja. A diferencia de la puerta, que me pareció muy pequeña, la casa me resultó notablemente grande, imaginé que era una choza multifamiliar, al estilo yanomami. Luego me enteraría de que efectivamente la aldea estaba formada por cinco chozas en las que se repartían doce familias. En realidad los yanomamis suelen vivir en un shabono, una gran estructura de ramas y paja en forma circular y sin techo en el centro en la que vive toda la comunidad. La mujer que hablaba español, que se llamaba Sharama, nos explicó que la aldea de ellos era relativamente nueva, antes pertenecían a otro grupo que vive río arriba y ahí sí vivían en shabono, pero hubo problemas entre las familias y entonces decidieron irse. Ahora están acá y optaron por construir las casas cuadradas copiando el estilo de los kurripako, les resulta más fácil siendo una comunidad pequeña. Tal vez las casas separadas les den más intimidad y menos roce. En todo caso la división de hogares debe haber cambiado sustancialmente su forma de vida.

Paja hacer un shabono.

Como todo pueblo originario los yanomamis sufren la inevitable y progresiva occidentalización, pero en este caso es mucho más reciente y menos profunda debido a que, si bien fueron contactados desde el año 1800, no fue hasta mitad de siglo pasado que han tenido una interacción más permanente con misioneros, médicos o antropólogos. Y, de todos modos, los más conectados son los que viven en las zonas bajas de los ríos; en cambio en la cabecera de los afluentes, pasando los rápidos, hay yanomamis con muy poco contacto. Los garimpeiros que hemos conocido en estos días nos han contado de esas tribus, dicen que viven ahí alimentándose de la selva, curándose con sus hierbas, enseñándose entre ellos. Incluso más alejados hay comunidades no contactadas, que los propios yanomamis llaman moxateteus. Puedo imaginar cómo viven en esos shabonos viendo documentales de los años ’70 sobre los yanomamis recién contactados en aquella época.

En algunos videos se puede ver la peligrosidad de cruzarse con pueblos que pueden ponerse agresivos como en este caso:

The Ax Fight (1975) de Raymond James.

No duramos mucho dentro de la choza, enseguida nos hicieron dejar las mochilas y salir. Luego Sharama nos presentó a un adolescente diciéndonos que nos iba a llevar a recorrer el lugar.

No fuimos muy lejos, el pibe nos mostró las plantaciones de yuca, de plátano y un arroyo con agua cristalina donde sacan para tomar y pescan. También nos contó que Sharama había ido a vivir un tiempo a San Carlos donde estuvo estudiando algunos años.

Cuando volvimos a la comunidad Sharama nos invitó a instalarnos en una galería que estaba a continuación de la choza que entramos al principio. Nos preguntó si teníamos chinchorro. Le dijimos que sí, que teníamos hamacas y carpa.

Nos hamacamos con carpa.

El resto del día fue un poco raro, casi no pudimos interactuar con la gente salvo, como siempre, con los niños. En algún momento encontramos a una mujer tostando semillas y me mostré interesado en saber qué eran. Algunos niños me explicaron algo pero ahí quedó el intento de conversación. Me quedé con ganas de probar las semillas.

Al caminar por la aldea no nos cruzábamos con casi nadie más que los niños, aunque sí nos sentíamos muy observados. A diferencia de los shabonos, que son ventilados y luminosos y donde toda la comunidad está a la vista todo el tiempo como en un panóptico sin guardias, las chozas en cambio, por la falta de aberturas, son notablemente oscuras. Esto hace que, a través de las paredes de ramas, uno no pueda ver hacia adentro de la choza pero sí de adentro hacia afuera. Nosotros, como en un panóptico de puros guardias, caminábamos por la aldea sintiéndonos observados todo el tiempo.

Luego especulamos con que la indiferencia en el trato que nos daban provenía de la ausencia de los hombres de la comunidad y la duda de las mujeres sobre cómo recibirnos, qué decisiones tomar.

Luego encontramos a una señora que estaba pelando yuca brava y me ofrecí a ayudarla. Ahí estuvimos un rato desconchando tubérculos y casi sin hablar. Fue un momento duro con los jejenes, que me picaron por todos lados, no es fácil pelar yuca y espantarse los bichos al mismo tiempo.

Luego los jejenes (subfamilia Phlebotominae, que acá le dicen plaga y en otros lugares los llaman mosquitos de forma general y diferenciándolos de los mosquitos zancudos, familia Culicidae) se pusieron más violentos a medida que avanzaba la tarde. A diferencia de los mosquitos zancudos, los jejenes pican de día y a plena luz del sol, algunas especies son muy resistentes a los repelentes y otras pican tan fuerte que dejan puntitos rojos en la piel que pueden persistir por semanas.

¿Dios creó a los mosquitos?

Cuando nos saturamos de las picaduras de bichos hicimos lo que solemos hacer en estos casos, fuimos a armar la hamaca con el mosquitero junto al río. Pasamos un buen rato metiéndonos al agua y descansando en el capullo de aislamiento. En la selva, en épocas de calor, la hamaca y el mosquitero nos resultan un momento de relajo mental, un microclima donde no tenemos que estar pendientes de casi nada.

Red no social.

Como suele ocurrir en todas las comunidades, en algún momento llegaron los niños para jugar en el agua y, por supuesto, nos unimos a chapotear en el líquido rojizo espantando peces y pájaros. La mayor diversión era trepar por las ramas de un árbol seco fructificado de niños y tirarnos al agua gritando y riendo.

Y trepando.
Y nadando.
Y volando.
Y buceando.

Al caer la noche supimos que no iba a haber comida en todo el día. Al contrario de lo habitual, esta vez nadie vino a convidarnos nada y nosotros tampoco nos sentimos cómodos como para ponernos a cocinar. Entonces nos metimos en la carpa, comimos unas galletas y nos echamos sobre las bolsas con los ojos cerrados mientras escuchábamos a un niño cantar del otro lado de la pared de paja.

Por la madrugada llegaron los hombres de la aldea pero uno solo de ellos se acercó a hablarnos, se llamaba Yon. Trajo un cuenco de agua con harina de yuca diciéndonos que los yanomamis no desayunaban fuerte, solo eso, harina con agua. Luego nos contó que habían ido a no sé dónde a buscar alimento pero que no habían conseguido mucho. Nos explicó que están en una situación muy complicada, que hay crisis, que el gobierno no los ayuda. Nos contó que están comiendo básicamente yuca con algo de plátano y algunos bagres que logran pescar con anzuelo, ya que los ríos en la zona son de aguas negras y no tienen muchos peces. Con una claridad de análisis histórico que me sorprendió, nos dijo que sus antepasados sabían vivir bien en la selva, pero que luego llegaron los misioneros y los ayudaron y les enseñaron a vivir de otra forma y ahora ya no hay ayuda y todo es muy difícil. Primero nos dan la mano y luego nos la quitan, fue lo que dijo. Han pasado muchos años y se han perdido gran parte de los conocimientos originarios. Los yanomamis solían reconocer hasta 500 plantas diferentes para uso culinario, medicinal o de construcción. Ahora, en las poblaciones de los ríos principales, poco queda de eso. Nosotros les dimos casi toda la comida que llevábamos, pero no era mucha, solo arroz y fideos, nunca podemos cargar demasiado en las mochilas.

Si bien había buena onda con Yon, no parecía lo mismo con el resto. Un par de hombres más que se nos acercaron solo mostraron intenciones de sacar alguna ventaja de nosotros.

Incluso el chamán de la aldea no quiso ni vernos. Cuando pregunté por el shapori, Yon fue a buscarlo pero no quiso aparecer. También pregunté por el yopo, el polvo visionario que se usa en la zona. Los yanomamis lo toman soplándoselos unos a otros en la nariz mediante una caña que llaman mokohiro. Yon volvió a consultar con el chamán y una vez más se reusó a aparecer pero de todos modos Yon trajo un poco del polvo marrón para nosotros. Luego, en tono amistoso, me alentó a que lo probara. Entonces agarré un poco con la punta de los dedos y aspiré. Sentí un olor similar al yopo que había probado en otras ocasiones pero no tan igual. Me hizo estornudar. Uno de los niños que nos observaba preguntó algo en idioma yanomami y Yon respondió también en su idioma. ¿Qué dijo? pregunté con curiosidad. Dice que por qué no te emborrachas, me respondió y nos reímos. El yopo no me emborrachó porque tomé muy poco, no era mi intención desconectarme demasiado de lo que estaba pasando.

Luego se me ocurrió preguntar cómo lo preparaban. Cuando Yon empezó a explicar que se hacía con la resina de la corteza de un árbol lo interrumpí para asegurarme de que no era a partir de semillas. No, porque esto es epená, me dijo. Una vez más me encontraba con una nueva planta visionaria sin buscarla. El epená o virola a veces se confunde con el yopo por su aspecto y por sus componentes, ambos son polvos marrones que se toman por la nariz y que contienen los alcaloides triptamínicos N,N-DMT, 5-OH-DMT (bufotenina) y 5-MeO-DMT. El yopo se produce en base a semillas del árbol Anadenanthera peregrina y el epená a partir de la resina de la corteza de diferentes árboles del género Virola.

Te deja virola.

Acá se puede ver un antiguo documental sobre el uso chamánico del yopo:

https://youtu.be/txT0oWkMjJM

En otro deambular por la aldea volvimos a terminar en el río y encontramos un caracol manzana. Era muy grande y estaba tan cerca de la comunidad que imaginé que no los estaban recolectando. De todos modos se lo llevé a una mujer y le di a entender que se comía. Me lo negó con la cabeza. Sé perfectamente que hay comunidades que los comen e imagino que el hecho de que ellos no lo hagan a pesar del hambre debe tener que ver con la pérdida de sus costumbres.

¿Quieres otro caracol, hijo?
Ya no, mami.

Luego, en algún momento, Yon se acercó a nosotros para decirnos que volvían a irse. Esta vez sería una excursión de tres días remando río arriba por el Casiquiare y por algún afluente para pescar e intentar cazar algo. Dijo que estábamos invitados a ir con ellos.

Si bien en primera instancia parecía un buen plan, sentí que el clima humano (exceptuando nuestro trato con Yon) no era muy adecuado para una excursión de tres días en condiciones de comodidades mínimas, si es que se las puede llamar así. Le pregunté a Vane y ella me miró con su cara hambrienta y llena de picaduras, la misma que debería poder verme yo si tuviera un espejo.

A falta de espejo Vane se miró el tobillo.

Cuando rechazamos la oferta, si bien tuve una sensación de estar perdiéndome algo único, también sentí un gran alivio. El hambre y los insectos nos estaban debilitando la voluntad y, además, la tensión con los yanomamis podía convertirse en demasiado sacrificio durante tres días en los que estaríamos perdidos en las profundidades de la selva venezolana. Habría muchas posibilidades de sufrir situaciones tensas y no tendríamos autonomía como para regresar por nuestra cuenta.

Entonces le pedimos a Yon si podíamos aprovechar la remada por el Casiquiare para que nos regresaran a la comunidad baré. Yon, con cierta expresión indescifrable, primero nos dijo que no había problema pero luego, cuando ya habíamos desarmado el campamento y nos encontrábamos con las mochilas en la orilla, hubo una secuencia de cruces de diálogos en idioma yanomami que no entendimos pero que generó una situación en la que nosotros quedábamos en tierra. Dos canoas partían y comenzaban a remar y nosotros permanecíamos en la orilla llenos de dudas. Sin embargo, a poco de salir, una regresó y nos levantó.

Luego me preguntaron si sabía remar y como les contesté que sí me pasaron un remo, pero no de la forma más amable. La situación siguió tensa durante unos minutos en los que nosotros remábamos en silencio y ellos remaban charlando en su idioma en un tono más bien serio. Al final alguien nos preguntó cuál era el motivo de nuestra visita. Entonces devino una larga conversación a la que estamos acostumbrados y en la que intentamos explicarles que, en resumen, no tenemos ningún interés comercial, que siempre estamos dispuestos a ayudar en todo lo que se pueda y que no venimos a robarles nada, que solo nos gusta viajar, conocer y colaborar. En estas circunstancias suelo escuchar mi propia voz y llenarme de dudas tanto como ellos. De todos modos, la conversación fue de a poco mechándose con algunas sonrisas y terminamos el viaje en un clima más distendido.

La remamos hasta el final.

Al llegar a Solano Ana y Omar nos recibieron con cariño y nos invitaron a desayunar. Les contamos nuestra experiencia con los yanomamis que, a decir verdad, fue mucho más corta de lo que habíamos imaginado. Luego la abuela Ana nos pidió si no teníamos medicamentos para sus dolores. Le dimos todos los ibuprofenos que llevábamos.

(La historia hasta acá también se puede ver en el nuevo videíto de Vane)

Al despedirnos nos abrazamos y Ana lagrimeó. A mí se me hizo una piedra en la garganta. No habíamos pasado mucho tiempo tampoco con los baré, pero Ana y Omar son personas mayores, muy carenciados y viven lejos de todo. Suponíamos que no íbamos a volver a vernos y un abrazo es algo movilizante.

Regresamos rápido a San Carlos, íbamos mucho más livianos y con apuro, queríamos llegar temprano para poder cruzar a San Felipe y acampar. Fueron cinco horas de caminata a paso firme y casi sin descansar.

San Felipe, Colombia.

Los siguientes dos días continuamos intentando salir de la zona. El avión militar colombiano había llegado y se había vuelto a ir mientras estábamos con los yanomamis y no volvería a pasar hasta dentro de un mes. Norberto ya había partido a rescatar al barco varado en el Casiquiare y el carguero del combustible no salía aún de Puerto Ayacucho ni daba la impresión de que fuera a hacerlo pronto. Finalmente llegó el DC-3, el avión a hélice de la segunda guerra mundial. Le explicamos a la gente de la aeronave nuestra situación y logramos que aceptaran llevarnos por 300 mil pesos colombianos hasta Puerto Inírida. Era la solución final para salir de aquella zona de tan difícil navegación.

Fueron cincuenta minutos de vuelo en los que viajamos junto a la carga. Estuvimos un buen rato mirando por la ventanilla. Podíamos ver la densa selva amazónica, los ríos serpenteantes.

Al aterrizar en Inírida comprendimos que tampoco iba a ser fácil seguir en barco desde ahí, dudábamos de cuánto tardaríamos en conseguir algo que nos llevara por el extenso río Guaviare. Entonces les preguntamos a los pilotos del avión si seguían vuelo. Nos dijeron que seguirían hacia Villavicencio. Eso nos dejaba mucho mejor, ahí ya había carretera. Negociamos el pasaje por casi 400 mil pesos más, que era todo lo que teníamos incluyendo unos reales que nos habían quedado, y volvimos a levantar vuelo.

Rumbo al Casiquiare

Caminamos por la selva, ya en Venezuela. Fueron 19 kilómetros hasta la comunidad baré y nadie sabía que andábamos por ahí. Eso nos incomodaba, como siempre, por ir sin pedir permiso, sin saber si vamos a ser bienvenidos. Aunque en el fondo confiaba en la naturalidad de Vane para ser simpática con la gente. Además nos habían dicho que ahí vivía una sola familia y que eran buena gente. Nos avisaron que después tal vez sería un poco más complicado con los yanomanis, que son una etnia más cerrada que los baré. Sabemos bien que los yanomamis son muy reservados pero hasta ahora nunca habíamos escuchado nada de los baré, solo sé que son muy pocos y que pertenecen a la familia lingüística arawak.

Desde que murió Chávez ha corrido mucha agua bajo el puente.
19 kilómetros, el único camino en toda la región.

Nuestro objetivo original era conocer a los yanomamis y al brazo Casiquiare, tanto a los originarios como al río. La zona es tan alejada que los europeos la recorrieron recién trecientos años después de su llegada a América. Los primeros europeos que navegaron el Casiquiare fueron los legendarios exploradores Alexander von Humboldt y Aimé de Bonpland en el año 1800.

Humboldt y Bonpland en el Casiquiare (óleo de Eduard Ender, 1850)

Siempre quise llegar a conocer esta zona tan aislada, la primera vez que lo intenté fue en 1999 y la segunda en 2012, esta era la tercera y ya estábamos cerca.

Íbamos con el ánimo muy arriba, no solo por la cercanía de conseguir el objetivo sino también por el simple hecho de que cargábamos las mochilas por un sendero en la selva. Caminar por la naturaleza llevando la carpa y provisiones para varios días nos pone felices, una libertad que cada tanto olvidamos ejercer.

Mi cara de ánimo muy arriba.
Mi cara de camino dudoso.
Mia cara donna.

Paramos a descansar varias veces, metimos los pies en el camino inundado, nos masajeamos las ampollas, nos refugiamos de la lluvia, nos metimos en un par de ríos rojizos con peces brillantes, comimos pan, galletas, sándwiches.

La hora del té.
Hyphessobrycon sp.
Somos senderos.

Diecinueve kilómetros con las mochilas son agotadores, tardamos siete horas (desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde) y llegamos a Solano (2°00’00″N, 66°57’06″W) muy cansados. En la aldea eran cinco hermanos de edad avanzada, con sus parejas, hijos y nietos. Viven en descascaradas casas de material que se construyeron hace ya medio siglo en algún proyecto de vivienda estatal. Como siempre, la parte de material se usa para dormir y el resto de la vida hogareña transcurre en un fresco ambiente de madera y paja adosado a la casa.

Viven Solanos.

El momento más incómodo al llegar a una comunidad es cuando tenemos que presentarnos, explicar el objetivo de nuestra visita y luego tratar de resolver el tema de donde dormir y qué comer. Siempre llevamos nuestra carpa, olla y provisiones, pero lo ideal es no hacer rancho aparte.

Esta vez fue fácil resolverlo, enseguida hicimos amistades con los abuelos Ana y Omar. Nos cedieron una casa abandonada para que colguemos nuestras hamacas y luego nos prepararon sopa de pescado. Nosotros les dimos la mitad de nuestras provisiones sabiendo que nos quedaríamos unos días con ellos y reservamos la otra mitad para cuando visitáramos a los yanomamis.

Qué más puedo pedir.

A la mañana siguiente fuimos a conocer el río, el encuentro tantas veces imaginado. El clima estuvo a la altura de las circunstancias. Un río crecido, calmo y neblinoso, parecía sacado justamente de un sueño.

Casiquiare

El brazo Casiquiare es muy particular, casi todos los ríos nacen de afluentes más pequeños y terminan en ríos más grandes pero el Casiquiare, en cambio, nace por un “derrame” del Orinoco, en una situación parecida a una captura fluvial pero sin completarse, y termina en el Río Negro, afluente del Amazonas. De esta forma se convierte en un canal navegable que comunica la cuenca del Orinoco con la del Amazonas por regiones de muy poca pendiente. Es así que puede considerarse a gran parte del macizo guayanés como una inmensa isla dentro del continente sudamericano, una isla enorme que incluye a las tres Guyanas, la mitad de Venezuela y parte del norte de Brasil. Es decir, uno puede subir navegando por el Amazonas, luego por el Río Negro, ya en Venezuela entrar al Casiquiare, salir al Orinoco y navegar todo el Orinoco río abajo hasta el mar, luego bajar bordeando por la costa hasta Belén y volver a entrar al Amazonas completando la vuelta.

Isla Guayana

En el caso del Casiquiare se da un equilibrio extraordinariamente estable. En una situación más típica, la erosión haría que el brazo termine capturando toda la cabecera del Orinoco e incorporándola a la cuenca amazónica (por ejemplo, en 2016 el río Slims en Canadá desapareció en solo cuatro días al ser capturado por el río Alsek) pero el antiquísimo suelo de granito de esta región del macizo guayanés ha hecho que este estado de equilibrio de semicaptura de caudal del Orinoco se sostenga muchísimo en el tiempo.

Muchísimo más antiguo que la humanidad.

En los días que estuvimos con los baré pudimos ver la situación de abandono total que sufren estas zonas remotas de Venezuela. Están lejos de todo, sin poder comprar ni vender nada. Viven de lo que cultivan y del intercambio con otras comunidades. La base del alimento es el casabe, que se hace con la yuca amarga. La yuca o mandioca (Manihot esculenta) existe en dos variedades principales: la yuca dulce que se puede hervir y comer directamente y es la que en general se encuentra en las verdulerías de las ciudades y la yuca amarga o yuca brava que es la que normalmente se cultiva en la selva y la cual es muy tóxica por su alto contenido de cianuro. Por eso con la yuca brava se produce el casabe, que es comestible debido a que en el proceso de producción ocurre la detoxificación. El tubérculo se pela, se raya, se escurre en un sebucán (una prensa hecha de hojas entretejidas) para extraerle la mayor parte del líquido, se tamiza y finalmente se tuesta formando panes achatados. Eso y poco más es lo que come gran parte de los originarios de la selva venezolana.

Acá probando un poquito de cianuro.
Sebucán.

La miseria es tal que Ana nos cuenta que, ante la imposibilidad de tener café, la gente tomó la costumbre de usar harina de yuca tostada como sucedáneo. Lo he probado y no tiene gusto a café pero el aroma acre, el color amarronado y el gusto dulce distraen a la angustia.

Estuvimos un par de días con los baré y luego partimos a visitar a los yanomamis. Omar se ofreció a llevarnos remando hasta la aldea. Fuimos en un bote de la guerrilla, del ELN, Ejército de Liberación Nacional. Habían estado por la zona un tiempo atrás, intentando hacer amistades con la gente, pero parece que no consiguieron asentarse en la región de San Carlos. El bote quedó en la comunidad pero Omar cree que algún día vendrán a buscarlo.

También vinieron con nosotros Ani y Omarcito, los nietos de Ana y Omar, cada uno con un remo de su tamaño. Los niños iban muy contentos. Bajamos por el Casiquiare un buen rato y luego subimos por un arroyo.

Entrando a Venezuela

Entramos a Venezuela por una frontera sin aduana, un lugar especial, muy lejano. Vanesa, el canoero y yo subimos a la canoa de un lado del río y nos bajamos del otro, en San Carlos, el único pueblo en todo el sudoeste del selvático Amazonas, el segundo estado más grande del país. Nos rodean miles de kilómetros cuadrados de selva sin carretera. Acá solamente se llega en aeronaves militares o por agua con muchos días de travesía y con dificultad. El pueblo tiene más o menos diez calles por diez calles, en su mayoría asfaltadas aunque ahora no haya ningún auto. Los yuyos crecen entre las grietas del pavimento. San Carlos supo tener sus buenos momentos (el último fue en la década pasada, en la primera etapa del chavismo, donde hubo notable inversión social) pero hora el pueblo se encuentra detenido como en una interminable siesta de domingo. Hace ocho años que no hay electricidad acá, pero el tendido eléctrico sigue ahí, robustamente construido y aguantando las lluvias amazónicas. No hay ni un solo comercio y tampoco se escucha mucho más ruido que el de las chicharras en los árboles.

San Carlos de Río Negro.

En un permanente estado de distribución escasa, los únicos que cuentan con combustible son los de la Armada. El pequeño hospital de la región hace lo que puede con mínimos suministros y sin luz. Cada tanto los militares prestan un poco de gasoil al nosocomio para encender los generadores de electricidad y así poder realizar una ecografía o radiografía o simplemente encender alguna luz.

Agricultura inversa.

En el correr de estos días hemos cruzado el río Negro entre Colombia y Venezuela (entre San Felipe y San Carlos) varias veces. Estamos averiguando cómo seguir. Nuestra intención es continuar viaje hacia el noreste, hacia el brazo Casiquiare y hacia el río Orinoco por territorio venezolano rumbo a La Esmeralda y luego hacia el noreste, hacia Atabapo y Puerto Ayacucho, aunque cada vez lo vemos más complicado. La cosa es que ya casi nadie va por ahí por la falta de gasolina. En Venezuela el combustible es prácticamente gratis, pero acá simplemente no hay. Vane opina que gratis es un precio justo para algo que no hay.

Entrando a Venezuela.

Una de las opciones que tenemos es esperar el barco de la provisión de gas que se abastece en Puerto Ayacucho y que en teoría tendría que llegar pronto pero que en realidad hace alrededor de un año que no pasa. Otra opción es ir con el barco de Norberto, el mismo con el que habíamos estado en tratativas para que nos traiga hasta acá desde São Gabriel y que parecía que nunca iba a salir pero ahora nos alcanzó en San Felipe. Parece que a Norberto le encargaron llevar bidones de combustible a un barco que se quedó varado hace unos seis meses en el brazo Casiquiare no muy lejos del Orinoco, camino a La Esmeralda. Cuando pregunté cómo sabían que ya no habían muerto de hambre ya que hace seis meses que están varados allá, me contestaron que no, que están bien porque allá hay mucho pescado. Nos gusta esta opción pero existen dos problemas, uno es que no sabemos cuándo se hará el viaje si es que se hace en algún momento ya que por alguna razón no se hizo en estos últimos seis meses, el otro problema es que nos enteramos de que pasaríamos por un lugar (que prefiero no especificar la posición exacta) donde hay un campamento de la guerrilla, ex integrantes de las FARC que no entregaron las armas y se pasaron a Venezuela (no me queda claro si la situación del barco varado tiene algo que ver con la guerrilla o no) y, aunque la gente local nos dice que no hay problema con ellos, que no se meten con nadie que no sean sus enemigos, me preocupa el hecho de aventurarnos por tierras sin ley. Somos extranjeros, estamos sin armas y pasaríamos por zonas de mucha escasez. Nos dicen que en toda esa región hoy en día hay pobreza desesperante y nosotros iríamos provocadoramente cargados de víveres, porque así es la única forma, en el Casiquiare no hay donde comprar nada, las tribus solo se manejan con intercambio. Por otro lado, esa es una de las zonas de mayor incidencia de malaria en el mundo. Casi todos los que visitan el alto Orinoco vuelven con paludismo y hoy en día en Venezuela no hay mucha disponibilidad de medicamentos para tratar la malaria. Nosotros venimos tomando doxiciclina como profilaxis pero no es cien por ciento segura y además, como los tiempos se están alargando considerablemente más de lo que habíamos previsto, se nos están acabando las pastillas.

Bongo de Norberto.

A pesar de que no hay ningún lugar para comprar en el Casiquiare, el dinero también es un problema ya que lo vamos a necesitar más adelante. La plata que nos queda para el resto del viaje la tenemos en pesos colombianos y reales y no entendemos bien qué deberíamos hacer. No sabemos si alguien puede cambiarnos a bolívares ni a qué precio y tampoco estimamos cuanto perderíamos por la devaluación que corre día a día. La única vez que vi bolívares en San Carlos fue cuando un chico estaba empaquetando una pila de unos 15 centímetros de alto. Me explicó que tal vez a mí me parecía mucho pero que en realidad solo era el equivalente a lo que cuesta un kilo y medio de pollo. Si cambiamos nuestro dinero a bolívares, necesitaríamos una mochila para llevarlos. Vane propone que compremos oro. Yo no sé qué pensar.

Deme un kilo y medio de pollo, por favor.

Otra opción es continuar hacia el norte por el Río Negro (que a partir de la desembocadura del Casiquiare se llama Guainía) entre Colombia y Venezuela hasta Maroa, donde nos juran que hay un tractor que puede llevarnos treinta kilómetros hacia el noreste por la selva venezolana (no sería la primera vez que hagamos un largo viaje en tractor por la selva) rumbo a Yavita, una comunidad que ya se encuentra en un afluente de río Atabapo que es, a su vez, afluente del Orinoco. Ahí tendríamos que conseguir una embarcación hasta San Fernando de Atabapo y luego otra a Samariapo ya cerca de Puerto Ayacucho, la capital del estado. Ahí ya hay carretera, la Troncal 12 que recorre apenas unos 120 kilómetros hasta salir de Amazonas y es prácticamente la única de todo el estado. Nos dicen que esta opción es más factible que ir por el abandonado brazo Casiquiare. Pero justamente el problema es que nuestro objetivo principal era conocer el Casiquiare y a los originarios yanomamis. No lo descartamos pero nos daría pena irnos habiendo llegado tan cerca. Además tampoco es muy seguro. A mitad de camino de la subida por el Guainía se encuentra otro campamento de la guerrilla del lado Venezolano. En este dato confiamos plenamente ya que nos lo dio el propio capitán del corregimiento de San Felipe, la máxima autoridad militar en el pueblo Colombiano. Él coincide con la idea generalizada de que la guerrilla no suele meterse mucho con los civiles que transitan, pero opina que de todos modos nosotros no estaríamos seguros, que siendo extranjeros podrían pensar que estamos yendo para mirar y localizarlos.

El capitán viene seguido a visitarnos. Al principio pensé que era porque, evidentemente, tienen que estar bien al tanto de lo que hacen dos extranjeros raros en la zona, pero después me dio la sensación de que simplemente le caemos bien. Desde que el barco del Bamba regresó a Brasil estamos acampando en la plaza del pueblo, bajo una glorieta con techo de paja. Armamos la carpa en el medio y colgamos las dos hamacas entre postes. No es la única glorieta en la plaza, hay dos más que suelen ser utilizadas por familias indígenas para pasar un par de noches cuando vienen a intercambiar sus productos. El capitán suele visitarnos con sus dos escoltas con armas largas, dos pibes uniformados que al principio de la conversación se mantienen firmes a un par de  metros de distancia, luego se van relajando lentamente como quien espera en una esquina, mientras nosotros la pasamos bien charlando con el capitán.

Paja cuando llueve.

El capitán nos cuenta que decidió entrar en la escuela militar por la guerrilla, qué su familia es de una zona conflictiva y sufrió especialmente la inseguridad en la región y que entonces tomó la determinación de combatirlos. Nos explica que en realidad no cree que por la fuerza se pueda llegar a la resolución total del conflicto, en cambio siente que su misión es simplemente mantener a la guerrilla bien alejada de su ciudad, lo más posible. Nos sorprende escuchar qué, en su opinión, el problema insalvable es la cocaína ilegal. Dice que la guerrilla se nutre del narcotráfico y que es la única razón por la que continúa y continuará existiendo. De todos modos él se siente bien, realizado, manteniendo el conflicto eterno bien lejos, a una buena distancia de sus seres queridos.

Derechos torcidos.

El capitán también nos dice que una vez por mes llega un avión militar desde Bogotá con las provisiones y los soldados de recambio y que, si hay lugar, puede pedir que nos lleven. Nos explica que nunca se saben bien las fechas (tal vez por seguridad hayan decidido no comunicar los días exactos a los civiles) pero que tiene que estar por llegar.

Televisión abierta pero cerrada.

Otra opción es un avión militar venezolano con fechas totalmente impredecibles y que nos dijeron que no cobran pasaje pero que hay que llevarles una colaboración a los pilotos, específicamente un paquete grande de salchichas parrilleras que se puede comprar por 50.000 cops en San Felipe, ese es el precio. Esta opción es muy impredecible y además tiene el problema de que nos dicen que en teoría no se puede usar moneda extranjera en Venezuela y podrían quitarnos todo el dinero en el avión. Cosa que me resulta un poco extraña porque no entiendo qué pretenden que hagamos con nuestra plata. Tal vez con los extranjeros sea diferente, pero de todos modos nos deja muchas dudas.

Y por último también hay un avión comercial, un Douglas DC-3 de la segunda guerra mundial que sigue funcionando, un avión a hélice que llega dentro de unos días a San Felipe y puede llevarnos hasta Puerto Inírida en Colombia para luego intentar seguir por río, ya para el lado colombiano sin pasar por Venezuela.

Energía potencial.

Pero la realidad es que no queremos irnos sin llegar al Casiquiare y entonces hemos decidido ir caminando hasta allá. Nos dicen que hay un sendero que sale de San Carlos hacia el noreste y que llega a Solano, una pequeña comunidad de la etnia Baré formada por una sola familia a orillas del brazo Casiquiare. Es el único camino en toda la región y está prácticamente abandonado. Además nos dicen que, desde hace no mucho, muy cerca de ahí se instaló una comunidad yanomami a la que se llega remando desde Solano en tiempos de agua. Hacia allí nos dirigimos, serán 19 kilómetros que intentaremos hacer en un solo día hasta Solano si logramos ir a paso firme. Le comentamos nuestro plan al capitán y nos dijo que no hay problema pero que nos cuidemos, que por supuesto del lado venezolano él no tiene ninguna responsabilidad pero que vayamos con precaución y que le avisemos antes de partir.

Tiempos de agua.

Triple frontera Brasil, Colombia, Venezuela

Vamos hacia Venezuela por un paso remoto y notablemente desconocido. La última parada fue São Gabriel da Cachoeira, Brasil, donde tuvimos que esperar un mes para encontrar una embarcación que nos llevara más al norte. Ahora vamos remontando el Río Negro en el crujiente barco del Bamba. Los motores rugen día y noche: de día para avanzar, de noche para mantener encendidas un par de heladeras con provisiones y para bombear el agua que se filtra entre las tablas del casco. Siempre tiene que haber alguien despierto controlando que los motores no se apaguen.

Hay doce hamacas en la cubierta de abajo y doce en la de arriba. La primera noche la cocinera venezolana Laurita y su hijo Jesús durmieron en la de arriba con nosotros. Las siguientes noches Laurita durmió con el capitán. Como siempre nos ocurre con los niños, hemos hecho buenas amistades con Jesús. Él ya aprendió que la mitad de las cosas que le digo no tienen sentido. El tripulante Abelardo es venezolano y trabaja sin parar. El tripulante Seu Yuca es brasileño, simpático y agradablemente embustero. Los rulos canosos se le escapan por debajo de la gorra y siempre se muestra sonriente. Hay dos señoras mayores e indígenas, una de 72 años y la otra de 69. La de 72 se llama Severiana, nació en Brasil pero vivió toda su vida en Venezuela y ahora está tramitando la nacionalidad brasileña, ella solamente nos acompañará hasta Cucuí. La de 69 años es venezolana, dice que una vez pensó en mandar a matar a su marido pero que después decidió irse a Cuba. Ahora, en el barco, se queja de todo, principalmente de cualquier cosa que haga Wilson. El brasileño Wilson es garimpeiro, es decir, buscador ilegal de oro. Los garimpeiros son ilegales por el impacto ecológico que generan al remover la tierra y al usar mercurio en la separación del metal. Trabajan en campamentos bien metidos en las profundidades de la selva. Algunos han tenido conflictos armados con los nativos, los militares y algún otro que se les ha cruzado en el camino. Wilson es simpático, extrovertido, verborrágico, con buen sentido del humor y devoto de la cerveza. Es garimpeiro buzo, la especialidad más riesgosa. Nos cuenta que se sumerge hasta seis horas seguidas y hasta treinta metros bajo el agua. Con grandes mangueras succionadoras los buzos remueven el fondo del río en total oscuridad. Seis horas… en el fondo del río… a oscuras. El mayor riesgo proviene de la posibilidad de una interrupción en el flujo de aire que le bombean para respirar. Un motor que deja de andar, un tronco que se engancha en una manguera, cosas así. El buzo podría salir rápido a flote pero la despresurización vertiginosa genera burbujas en la sangre y muerte. Wilson nos comenta que acaba de venir de Pico da Neblina, el punto más alto de Brasil. Es una zona de muy difícil acceso en tierras yanomamis, un territorio conflictivo, los propios yanomamis prohíben la entrada al lugar a cualquier persona que no sea de su tribu. El conflicto principal es justamente por los garimpeiros. Los nativos no quieren que nadie entre a destruir sus hábitats. Pero Wilson nos dice que estuvo una semana ahí en paz con los yanomamis y que logró extraer casi un kilo de oro. También nos cuenta que en algún momento trabajó en las cocinas de cocaína, pero que ya no.

Wilson no es el único garimpeiro a bordo, también está el brasileño Nelson. A pesar del parecido de sus nombres y sus profesiones, no los confundo. Nelson también es amable y sonriente pero, en cambio, él es indígena, callado, calculador y más bien tranquilo. Además tiene un collar del que le cuelga una piedra dorada de forma retorcida y caprichosa, un pedazo de oro en bruto que el alquimista Wilson ya habría convertido en cerveza. Nelson nos cuenta que hace unos veinticinco días también anduvo por Pico da Neblina donde trabajó pagando a los yanomamis una comisión de tres gramos por mes. Dice que se fue porque ahora se pusieron más duros. Me quedé con ganas de preguntarle a qué se refería.

Al atardecer del segundo día de viaje llegamos a Cucuí, que es la última población antes de la triple frontera. Desde el pequeño pueblo hacia el norte se puede ver la imponente Piedra de Cocuy (1°14′8″N, 66°49′10″W) ya en territorio venezolano. Es una montaña compuesta por una roca de 400 metros de altura que emerge sobre la selva. La piedra se formó en el precámbrico, es decir, en la primera etapa geológica del planeta, muchos millones de años antes de que se formara el continente sudamericano, incluso muchos millones de años antes de que se formara el antiguo supercontinente Pangea. Esa gigantesca piedra está ahí no solo desde antes de que existiera el concepto de “lugar” sino desde antes de que existiera ese “lugar”.

En el pueblo de Cucuí se encuentra el último puesto de control brasileño. Ahí los militares nos chequearon los documentos y hasta nos sacaron fotos. Luego dormimos en el barco amarrados al muelle del pueblo.

Por la mañana tardamos en salir. Primero los tripulantes estuvieron un buen rato ocultando grandes mangueras en el fondo de la bodega del barco. Según me explicaron, transportamos material para los garimpeiros: gruesas mangueras para la succión del barro y unas cincuenta piezas de hierro llamadas caracoles, que se usan para fabricar las bombas de succión. Nos dicen que el problema no es que el cargamento sea ilegal sino que es la principal razón que disponen los militares venezolanos para intentar sacarles todo lo que puedan.

Que no te mangueen la manguera.

Luego estuvimos varias horas simplemente esperando. Parece que, desde algún lugar río arriba, un informante se encuentra oteando la costa venezolana a la espera de que los militares se vayan a almorzar.

En algún momento arrancamos a toda marcha y, luego de salir de Brasil cruzando la invisible triple frontera, fuimos arrimados al lado izquierdo, junto a la costa colombiana, sin despegar los ojos de la costa venezolana, intentando llegar a la Guadalupe antes de que nos interceptaran los militares bolivarianos.

Llegamos. Según Abelardo, tal vez no nos hayan seguido porque no debían tener combustible. Aunque también había posibilidades de que nos interceptaran más adelante.

Esta parte la explica mejor Vane en este video:

En La Guadalupe tuvimos que mostrar los documentos. El lugar no es mucho más que una oficina militar colombiana junto a una gran antena parabólica destruida por el abandono, una pista de aterrizaje de tierra y un par de familias de la etnia kurripako que, según nos informa el empleado militar, ahora son pocas debido a los desplazamientos por conflictos con la guerrilla.

Algo que me resultó gracioso es que, ante una pregunta del militar, Nelson respondió que era agricultor. Luego, ante la misma pregunta, Wilson respondió directamente que era “garimpeiro”. Entonces Nelson, sonriente, tradujo como “minero”. Y así quedaron completos los papeles migratorios.

En algún momento, mientras seguíamos amarrados a la costa selvática de La Guadalupe, se escuchó que se acercaba una lancha a todo motor. Entonces los tripulantes se apuraron a esconder las mangueras y los caracoles sumergiéndolos en el río. Luego Laurita nos dijo que venían los venezolanos y nos pidió que los filmáramos para que quedara constancia de los hechos. Pero Wilson opinó que mejor no filmáramos nada, que somos argentinos, que no tenemos nada que ver con eso, que no nos metiéramos en problemas.

Yo, argentino.

Finalmente, con los militares venezolanos ya a la vista, decidimos hacerle caso a Laurita y filmar, aunque con disimulo. No ocurrió demasiado, los soldados  llegaron desde el sur, se aproximaron a nosotros aminorando la marcha, realizaron una curva cerca del barco, hicieron gestos de amenaza y, sin detenerse, volvieron a acelerar el motor perdiéndose río arriba, supongo que conscientes de no poder tocar tierra colombiana.

Vene zolanos.
Se van zolanos.

Luego las horas pasan mientras los tripulantes aprovechan para hacer arreglos mecánicos.

Enseñándole a Jesús a caminar sobre el agua.

Alguien nos cuenta que el plan es salir a la una de la mañana protegiéndonos en la discreción de la oscuridad de la selva. Pero no resulta ser así. Entiendo que en algún momento hay cambio de planes. Vamos a separarnos: Seu Yuca se queda con un bote con los materiales escondido en algún arroyo selvático colombiano mientras nosotros seguimos viaje remontando el Río Negro, que ahí lo llaman río Guainía.

https://www.instagram.com/p/BjV2BwyAH9B/

Finalmente llegamos a San Felipe, el destino final de nuestro barco, un pueblo colombiano asentado sobre un puñado de calles de tierra. Nos cuentan que solía estar controlado por la guerrilla hasta hace muy poco, por las FARC, las recientemente desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, pero hace unos diez años llegaron los soldados del ejército colombiano y tomaron el pueblo. Dicen que la guerrilla no ofreció resistencia, simplemente cruzaron a Venezuela.

El barco de Bamba se quedará unos cinco días en San Felipe vendiendo los productos que trae desde Brasil. Me pregunto qué hace con los pesos colombianos obtenidos en las ventas, y tal vez la respuesta sea comprar oro a los garimpeiros y venderlo a mejor precio de vuelta en su país. Algo que no quiero asegurar.

El Bamba nos deja quedarnos en el barco, incluso nos da de comer. Seguimos alimentándonos de las excelentes comidas que nos hace Laurita desde que salimos de São Gabriel. Hay muy buen clima acá y nos da la sensación de que el capitán les cae bien a todos en esta región. Es el que trae provisiones, el que los comunica con Brasil, el que les compra los productos locales. Los indígenas se acercan al braco ofreciendo algún casabe, ananá o açaí y Bamba no discute el precio. Aunque en realidad no es por precio sino por intercambio: un paquete de harina, arroz, azúcar, lo que se necesite.

Y además a Laurita y el capitán se los ve enamorados, felices.

En frente, del otro lado del río, se encuentra el pueblo venezolano de San Carlos, que es bastante más grande que San Felipe, algo así como diez cuadras por diez cuadras. Es el único pueblo en muchísimos kilómetros a la redonda en el selvático estado de Amazonas. Abelardo nos explica que hasta hace unos años tuvo un gran desarrollo por la inversión social del chavismo, pero que ahora está todo parado, no hay ningún negocio allá enfrente, eso dice. Ya lo veremos con nuestros propios ojos. Hacia allá es hacia donde pretendemos dirigirnos, luego hacia el fantástico brazo Casiquiare, a las tierras yanomamis, a seguir viaje rumbo al Orinoco.

Volar sobre los Andes

Me habría quedado más tiempo con los indios del Orinoco pero se acercaba la fecha de la vuelta. Fueron otros tres largos viajes en bus hasta Caracas. Ahí pasé un par de días en los barrios agitados de la capital, hasta que tocó partir. El primer tramo era un vuelo directo a Santiago, donde había planificado pasar unos días con la chilena. Esa parada en Chile significó un gasto extra en el presupuesto, aunque no muy diferente al de los meses anteriores. En el último año cada peso que ahorraba lo destinaba a viajar a Santiago.

Algo que me incomoda de Chile es que es el país con mayor control de ingreso de vegetales que conozco. Esta vez llevaba yopo y ayahuasca.

–¿Qué es esto? –me preguntó el uniformado en el aeropuerto, manoseando las cortezas de Banisteriopsis caapi.
–Un regalo de mi novia – contesté y era una respuesta planificada, es lo que contesto siempre cuando un policía intenta quedarse con mis cosas.
–¿Sabe que no puede entrar nada de origen vegetal al país?
–Sí, bueno, supuse que no tenía nada de malo.
–¿Qué tipo de novia tienes tú que te regala esto?
–Es un poco rara ella, pero la quiero.
–Bueno, vamos a hacer una excepción… Solo déjame ver que no haya bichitos.

Revisó bien las cortezas de ayahuasca asegurándose de que no tuviera bichos y me las devolvió sin problemas.

De los días que pasé en Santiago con la chilena, lo que recuerdo con más cariño fue la noche en la que alquilamos una habitación de un hotel barato de algún barrio oscuro en el centro. Era una casona antigua con puertas altas y ventanas resquebrajadas que daban a patios internos grises o a pasillos amarronados de una forma que parecía un poco al azar.

–¿Nos casamos? –pregunté sobre la sábana con figuras geométricas.
–Bueno, pero si me traes unos Rocklets, unas guagüitas, papafritas y un jugo Baggio de naranja con pellejitos.
–Está bien.rubia desnuda (Large)

Entonces caminé por calles sucias y oscuras, apretando el paso e imitando la cara de peligroso que aparentemente se estilaba en esa zona.–Disculpe, ¿sabe dónde puedo comprar golosinas?

–A esta hora solo en los puestos de la avenida.

Los puestos callejeros eran pequeños oasis de luz. Muchos colores sobre un resplandor amarillento colgando de un cable cuyo otro extremo se perdía en la oscuridad.

Conseguí casi todo y ya de vuelta en el hotel ella me recibió con una sonrisa.

Primero comimos los hongos que yo le había enviado por correo hacía unos meses. Después pasamos una noche de la que no recuerdo tanto. Solo puedo evocar mi cuerpo muy flaco yendo al baño y, en otra ocasión, mi mano jugando con la de ella, en un movimiento repetitivo, como de una ola rompiendo sobre otra. También recuerdo haber escuchado The Cure gran parte de la noche. Recién cuando salió el sol comimos las golosinas.

–¿Qué te pasa?
–Nada –contestó en voz baja.
–Tenés la mirada como perdida.
–Fue una noche particular, tengo derecho a estar así.

Nos reímos.

A los pocos días me tocó volar de nuevo sobre los Andes.

Y tiempo después ella se puso de novia. No hemos vuelto a vernos.

➮ Siguiente viaje  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Marrón flúo

Volví al hotel con cortezas de Banisteriopsis caapi en un bolsillo y polvo de semillas de Anadenanthera peregrina en el otro. Al cruzar el patio de hojas frondosas los morenos me invitaron a tomar cerveza y a jugar al dominó. Acepté, pero no pude seguirles el ritmo, ni de la cerveza ni del dominó. Después de la tercera o cuarta botellita se me empezaron a mezclar los números. Los morenos hablaban y reían mucho y cada tanto me aconsejaban jugadas con frases como “te conviene poner el 5/3”, como si mis fichas fueran transparentes.

(Otra versión de lo que ocurrió a continuación se puede leer en este número de la Revista THC)

Era tarde cuando subí a la habitación. Entré un poco borracho y masticando las cortezas amargas. Después de aspirar un montoncito de polvo marrón, apagué la luz y me eché en la cama. Antes de quedarme dormido me levanté sobresaltado al tocar un bicho con la punta de mis dedos. Al prender la luz el bicho ya no estaba.

Después de dar unas cuantas vueltas volví a apagar la luz. Ahora los colores eran nítidos. Sobre todo los de la serpiente y los del jaguar.

A la mañana siguiente, ya en el camión rumbo a la alejada comunidad que me había recomendado el anciano, me puse a reflexionar sobre las visiones de la noche anterior. El punto es que había leído que las visiones de serpientes y jaguares son muy comunes. Pero hasta entonces pensaba que todo eso tenía que ver con los miedos propios de cada cultura. Habría imaginado que, en mi caso, en lugar de la presencia inquietante de un jaguar, debía aparecer un colectivo cruzando un semáforo en rojo. Pero no: aparecieron la serpiente y el jaguar. Y yo no venía pensando en ellos hasta ese momento.

Entonces recordé que las imágenes surgieron de detalles: una parte de la serpiente hizo aparecer a toda la serpiente y una parte del jaguar hizo aparecer a todo el jaguar. Pensé en superficies de figuras geométricas repetidas que se desplazan en diferentes direcciones: una serpiente enroscándose sobre sí misma son rombos moviéndose en sentidos casi opuestos; un jaguar que camina es poco más que conjuntos de puntos en planos que se alejan y se acercan entre sí.

En aquel momento no se sabía pero ahora sé que hay científicos que plantean que el miedo a las serpientes viene en nuestros genes, impreso hace millones de años, cuando aún no nos diferenciábamos de otros monos.

Y está la posibilidad de que todo eso esté relacionado. Pienso en miedos innatos y en reconocimiento de patrones geométricos. En serpientes dibujadas desde el nacimiento. En la mínima serpiente imaginable. En rombos moviéndose en sentidos casi opuestos. En conjuntos de puntos en planos que se alejan y se acercan entre sí. Y después pienso en plantas amazónicas en la sangre, en circuitos neuronales desviados, en descontextualización, en interpretación visual y otra vez en miedos innatos. Todo más o menos en ese orden.

Pero iba en el camión. Y alguien se me hizo amigo, un tipo joven de mirada confusa. Al bajarnos al final del camino, me acompañó a recorrer la comunidad, un puñado de chozas de paja. En aquel momento estaba como hipnotizado y no llegué a preguntar el nombre del lugar (o tal vez lo olvidé en algún momento).

Caminamos entre la selva y las chozas de paja. Cruzamos un río haciendo equilibrio sobre un tronco. Preguntamos por un chamán a una mujer con los pechos al aire y cubierta con una pollera, tal vez de hojas. Y volvimos a cruzar el río.

Entonces mi nuevo amigo gritó en idioma piaroa a través de una puerta de paja de una casa de paja. La puerta se abrió y, después de más palabras en piaroa, el chamán nos hizo pasar. Me invitaron a sentarme en un banco hecho con medio segmento de tronco. Adentro todo era paja y madera. Incluso una prensa de harina de mandioca.Había alguien más en la choza, un anciano. Creo que nunca me miró. Cuando yo llegué él estaba a punto de aspirar yopo. Eso hizo, aspiró a través de los coquitos y a través de los huesos de pájaro. Aspiró unas diez veces lo que yo había aspirado la noche anterior. Traté de imaginar serpientes y jaguares diez veces más grandes que los míos. El anciano se acomodó el pelo con un peine ceremonial, pronunció algunas palabras en su idioma y se fue.

Después tocó mi turno. El chamán molió las piedras marrones hasta hacerlas polvo. Las molió con la ayuda de un plato y un taco, ambos hechos de una madera muy oscura. Entonces me acercó la misma cantidad de yopo que había aspirado el anciano. Yo pensé un poco y dije que no. Dije que lo agradecía mucho y supongo que eso fue lo que mi amigo tradujo al chamán.

Parafernalia para inhalar yopo (Large)

Entonces charlamos, o algo parecido, un buen rato.

No saqué ninguna foto.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Yopo

La holandesa desapareció rápido dejándome poco más que  una guía Lonely Planet de Venezuela que alla ya no quería cargar. Entonces, otra vez solo en la playa, empecé a leer la guía de atrás hacia adelante, empezando por la letra zeta del glosario. Y duró poco la primera lectura porque en dos o tres renglones llegué a la palabra “Yopo”.

Lonely Planet lo definía, brevemente, como un polvo alucinógeno que consumen los indios de la selva del alto Orinoco, en el lejano y aislado estado de Amazonas y que, debido a la escasez de datos documentados sobre esta sustancia y su uso ceremonial, recomendaban a los turistas mantenerse alejados si llegara a ocurrir la poco probable situación de que alguien les ofreciera esta droga en aquellas remotas zonas del país.

Cerré la guía, la apoye sobre la arena y no me quedó la menor duda de cuál era el nuevo objetivo de mi viaje.

Tres días después, tras haber vuelto a atravesar todo Venezuela (esta vez hacia el suroeste) en un largo viaje que incluyó un Ferry y tres buses, me encontraba en Puerto Ayacucho, al final de la carretera, en el estado de Amazonas, el segundo más grande del país y el cuál apenas tiene cien kilómetros de ruta: el resto es selva virgen solo accesible por barco o avioneta. Ahí hasta los ríos se pierden y confunden la cuenca del Orinoco con la del Amazonas.

Me hospedé en un hotel antiguo con un patio central rodeado de balcones de madera y dominado por plantas y enredaderas de hojas grandes y brillosas. El lugar estaba atendido por dos jóvenes morenos que se la pasaban jugando al dominó y tomando cerveza en pequeñas botellas de vidrio marrón que se acumulaban a un ritmo notable por todos los rincones del hotel.

Después de instalarme en la habitación y de comer algo junto a la plaza Bolivar, me acerqué a un tipo para pedirle que me orientara:

–Buen día.
–¡Buenos días!
–¿Qué tal?… Quería hacerle una pregunta: ¿sabe cómo puedo llegar a los indios?
–Mmm… no sabría decirle… ¿Es un barrio?
–No… digo, los indios… los indios en general… los que viven como indios.
–…
–Quiero decir que me gustaría conocer cómo viven los indígenas…. ir a donde viven ellos.
–Bueno, algunos indígenas hay en La Esperanza –dijo por fin sonriente el hombre, que bien visto tenía bastante cara de indio.
–¡Ah qué bien! ¿Y qué es La Esperanza? –pregunté, deseando que ahora él sí estuviera hablando de un barrio y no del sustantivo.
–Un barrio… No está muy lejos.
–¿Y cómo podría hacer para ir hasta ahí?
–Es en las afueras… El bus 3 te lleva.

Eso hice. Y entonces caminé por el pequeño barrio La Esperanza (de originarios de la etnia Kurripako) constituido por unas quince casas distribuidas en unas pocas manzanas. Recorrí las calles sin saber bien qué preguntar. Hasta que pregunté.

–Buenas tardes. Disculpe, ¿sabría decirme dónde puedo conseguir yopo? –pregunté a un hombre de escasos bigotes sentado en la puerta de su casa.
–¿Yopo?
–Sí, es un polvo que se toma…
–¿Quieres yopo? –contestó con cara sorprendida y sonriente al mismo tiempo.
–Sí.
–¿Pero tú tomas yopo?
–Bueno, en realidad nunca lo probé.

El tipo rió y sacó un pequeño frasco del bolsillo de su camisa a cuadros.

–Dame la mano.

Al extender mi mano el indio volcó un montoncito de polvo marrón sobre la palma.

–Aspira fuerte.

Aspiré. El tipo volvió a reír y yo sonreí. El olor era acre, un poco a madera, un poco a cuero, un poco a tostado, o a no sé qué. Picaba en la nariz.

–¿Y tiene para vender?
–No, solo tengo esto para mí.

Como no supe qué decir, le di las gracias, lo saludé y me fui. Me fui sonriendo y escuchando la risa del indio a mis espaldas.

Un par de calles después me interceptaron varios niños para preguntarme de dónde era. Me pareció que los niños sonreían más de lo normal y sentí que mi cara estaba caliente. Todo brillaba un poco.

Creo que charlamos algunas pavadas hasta que les propuse tomarles una foto. Entonces lo que me sorprendió fue que las sonrisas de los niños desaparecieron al apuntarlos con la cámara. Y también ellos desaparecieron después de la foto.

La-Esperanza
La Esperanza.

Entonces caminé un poco. Pero no mucho, porque al rato volvieron los mismos niños y otros tantos más y con algunos no tan niños, a pedir que les tomara otra foto.

En esa segunda foto noté que ahora sí sonreían. Y que mis manos transpiraban. Y que dos de los niños parecían más indios que los demás. Y que un anciano también salía en la foto.

La-Esperanza-Puerto-Ayacucho-Venezuela
Y un dibujo extraño en la pared.

Cuando los niños volvieron a desaparecer me acerqué al anciano. Me dieron ganas de preguntarle muchas cosas y eso hice. Hablamos del tiempo, del lugar, de los niños, del barrio, del agua que da cagaderas, del sol y del yopo, porque también pregunté por el yopo. Y entonces el anciano entró en la casa y volvió a salir con un frasquito.

–¿Quieres caapi también?

Caapi, pensé, Banisteriopsis caapi. Entonces es por eso que se llama así: el nombre científico de la liana que constituye el ingrediente principal de la ayahuasca es debido al nombre que le dan los indios acá. Todo eso pensé durante unos instantes antes de decir que sí.

El anciano volvió con algunas cortezas de liana y me las regaló. Me pareció sorprendente encontrarme con la ayahuasca de esa forma tan inesperada.

–Hay que masticarlas mientras se toma el yopo.

Entonces lo que tiene el yopo son triptaminas, pensé. Y mastiqué. Era muy amargo, realmente muy amargo.

Después, en unos bancos y a la sombra de un techo de paja, hablamos del calor y de nuestros lugares de origen. Él me habló de una comunidad, más afuera, donde termina el camino. Me indicó como llegar, dónde tomar el camión y qué preguntar.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Fluir

En ese momento ni siquiera entendí bien por qué estaba llorando, supongo que era debido a mi juventud y al hecho de haber pasado tantos días sin hablar con nadie. Era mi primer viaje solo, todavía me faltaban aprender varias cosas. Por ejemplo, que si paso muchos días dejando fluir mi monólogo interno, enloquezco. Está muy bien la introspección, pero en algún momento hay que hablar con alguien.

Digo esto porque, antes de secarme las lágrimas, pensé en mis padres. Y entonces recordé que en algún lugar de la mochila tenía una especie de almanaque que me habían dado ya hacía un año en la estación de Retiro con teléfonos para llamar a Argentina desde diferentes países por cobro revertido. En esa época casi nadie usaba Internet ni celulares, la comunicación era otra cosa. Así, con la mochila en el hombro y el almanaque en la mano, caminé unos escasos metros hasta un teléfono público, pensando en que estaba en una isla del Caribe y que esos números no iban a funcionar y que, de todos modos, probablemente no habría nadie en casa a esa hora. Pero después de marcar y e indicarle el número a la operadora, escuché la voz de mi madre. Me sorprendió sentir una felicidad instantánea, como un despertar. Sé que me cuesta evocarlo completamente, pero en ese momento sentí como que se me acomodaban fichas en la cabeza. Era la primera vez que hablaba con mi madre a tanta distancia y, con la inmediatez del acto, no mucho más que alargar el brazo y hablar por un tubo, el mundo se me achicó. Y entonces me salió decirle que me encontraba en Isla Margarita y que estaba todo muy bien, y me sorprendí al darme cuenta de que lo decía con sinceridad.

Un poco confundido pero alegremente recuperado, entré en la primera posada que encontré, sintiendo que el precio de ese lugar horrendo era de las cosas menos importantes del mundo. Y tan era así que ni siquiera pasé esa noche ahí. Esa misma tarde conocí a una chica holandesa en la playa, que me invitó a dormir a su habitación, al otro lado de la isla.

Isla Margarita (Large)
¡Qué excitante es tener un enanito sentado en el brazo!

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Descendiendo hasta el Caribe

Después de aquellos pocos días en Guyana, volví a cruzar el río Tacutu hacia Brasil. El mismo tipo que me había llevado volvió a cruzarme en su canoa en sentido opuesto. Y yo volví a estrecharle la mano.

–¿Qué llevas en tu mochila?
–Ropa y no mucho más.
–Ah…

Entonces atravesé el extremo norte del gran país amazónico, donde me pareció ver menos casas de madera recién pintadas.

Vende-se picole e sorvete

Al cruzar a Venezuela tuve que esperar varias horas en Santa Elena de Uairén. Después de dejar la mochila en la casilla donde vendían los pasajes, salí a caminar por los valles de los tepuis.

Julián de Almeida Besonias (Large)

Y una vez más seguí viaje en bus, cruzando la Gran Sabana, sin detenerme en el monte Roraima ni en el salto del Ángel.

Tras varias horas de sufrir un frío desproporcionado, en un viaje nocturno con aire acondicionado delirante, bajé en Ciudad Bolívar, muy temprano en la mañana. Desde la terminal tome un bus al centro en el que fuimos escuchando música caribeña a todo volumen. Me pareció que, por momentos, los pasajeros aplaudían al ritmo de la música; sensación que atribuí a la falta de sueño o a la hipertermia.

En el centro caminé por calles un poco sucias, entre negocios que aún no abrían. Y entonces me di cuenta de que no tenía ni idea qué era lo que estaba haciendo ahí. O más bien entendí que no quería estar ahí. También puede ser que no haya entendido nada, pero de todos modos, casi sin pensarlo, volví a tomar otro bus de regreso a la terminal. Y sí, este también tenía parlantes gigantescos y la música a todo volumen. Y también la gente, cada tanto, daba dos aplausos al ritmo de la música. Me pareció raro y me quedé observándolos a todos. Qué extraño es acercarse al Caribe, pensé, la gente es muy feliz acá.

Aunque había algo que no me convencía: era demasiado temprano para aplaudir al ritmo de la música. Además, los rostros cansados de madrugadores rumbo al trabajo no parecían coincidir con el alegre sonido de las maracas y los tambores. Entonces, al observar que no había timbres en nuestro vehículo, comprendí mejor la situación: los aplausos eran para indicar la parada al conductor y con ese volumen de música resultaba imposible no aplaudir a ritmo.

Una vez más varias horas en bus, hasta el final del camino. En Puerto La Cruz, después de haber recorrido dos mil kilómetros hacia el norte, metí los pies en el mar Caribe por primera vez en mi vida. El agua me pareció sucia y no muy cálida.

No recuerdo mucho qué hice ese día. Probablemente recorrer a pie la ciudad portuaria esperando el ferry nocturno que me llevaría a Isla Margarita. Solo me viene a la mente la imagen de haber entrado a tomar un helado en una especie de mercería en la que tenían tres o cuatro tachos de algo congelado de colores pastel.

El ferry me pareció inmenso, uno de esos barcos a los que cuesta contarles la cantidad de cubiertas. Una vez más el viaje era nocturno y tuve que tirar mi bolsa de dormir sobre una de esas frías cubiertas exageradamente iluminadas durante toda la noche.

Ya en Isla Margarita caminé por las calles de Porlamar buscando alojamiento. Recorrí varias pensiones que me parecieron un poco caras, preguntando, caminando y cargando la mochila por barrios de casas bajas y paredes descascaradas. Entonces me senté en el cordón de la vereda y me puse a llorar.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Puerto Samariapo, Puerto Ayacucho, Merida, Maicao, Venezuela

14 de julio

Hoy nos despedimos de Roger, que tenía que volver para el norte, y con Nico seguimos hacia el sur, en la parte de atrás de una camioneta, junto a cuatro indias sonrientes. Llegamos a Puerto Samariapo, donde la ruta termina en el río y ya no hay más caminos en todo el estado.

india albina
India albina bajando en Puerto Samariapo.

 

Dejamos las mochilas en un puesto militar junto al agua y nos pusimos a hablar con la gente de los barcos pidiendo si nos podían llevar más adentro del amazonas. Estaría bueno llegar al brazo Casiquiare, pero sé que es zona indígena protegida y es probable que los militares no nos dejen pasar. Ya avanzamos más de lo que creía que íbamos a lograr. Pasamos varios puestos de control, donde nos miraron los pasaportes con lupa y sin soltar la ametralladora. Lo bueno es que no nos intentaron coimear, que fue una de las cosas que nos dijeron que nos podía pasar.

La mejor opción que tenemos hasta ahora en barco es uno que va hasta La Esmeralda. Es ideal: La Esmeralda está en tierras yanomamis, que son esos indios con corte de pelo tipo taza, pintura roja y negra en la piel, plumas en las orejas y dónde las mujeres usan palitos clavados en los labios y la nariz. El barco va a tardar cuatro días en llegar, navegando lento y descargando refrescos en algunas comunidades. Es casi una canoa con techo y apenas entran las hamacas. Debe tener unos dos metros de ancho por unos diez o quince de largo. Parece que vamos a ayudar a descargar los refrescos y Nico va a hacer de cocinero. La tripulación es el motorista y dos personas más, y ya nos estamos haciendo amigos a puras bromas.

En Venezuela nos están invitando muchas cervezas, parece que fuera el deporte nacional. Caminando por la única calle del pueblo, pasamos por delante de una casa donde había un tipo y dos mujeres emborrachándose en el porche. El tipo nos hizo señas para que vayamos y fuimos. Estuvimos los cinco tomando cervezas charlando un buen rato. Él se llama José.

José nos aseguró que no íbamos a salir hoy porque es domingo, y nos propuso ir al río a pasar el día con amigos. Yo me acerqué al puerto para confirmar que no iba a salir ningún barco y, por los datos vagos y aletargados que me dieron, me convencí de que José tenía razón, y nos fuimos al río con él y sus amigos. Entramos como unos quince en su camión. Subimos sillitas, heladeras con cerveza, leña, verduras, pollo, otras bebidas alcohólicas, etc. Muchos ya subieron medio borrachos.

Cuando llegamos al río, bajamos del camión y desparramamos todo lo que traíamos. Algunos se fueron a tirar al agua, otros se pusieron a abrir cervezas o a preparar tragos, y otros a preparar el sancocho, que es como le dicen acá a una especie de sopa de gallina y verduras. Yo ya notaba que estábamos bastante borrachos, porque las gallinas y las verduras las limpiamos metidos en un remanso del río, sentados con el agua hasta la cintura. Y ahí estaba yo, en un agua tranquila, bajo la selva, junto a dos mujeres semidesnudas, rodeados de verduras y pedazos de pollo flotando. Me sentía en una versión erótica de un dibujito de Buggs Bunny cocinándose a sí mismo.

gallinas
Cuidado que los pollos se están acercando a la cascada.

 

Ese clima tuvo toda la domingueada. Nadamos, bebimos, comimos, nos reímos mucho, y para volver al camión lo tuvimos que empujar varias veces.

Ahora estamos en lo de José, que nos invitó a quedarnos a dormir en su casa. Solo que él se fue. Unos indios le pidieron que los llevara a Puerto Ayacucho en su camión y se fue muy borracho y ya no volvió. Nico está durmiendo y yo me quedé esperándolo y escribiendo.

Pero ya es cualquier hora, me voy a dormir.

 

16 de julio

José no volvió por la mañana y nosotros teníamos que hablar temprano con la gente del barquito que había prometido llevarnos a La Esmeralda. Así que cerramos la puerta de la casa y le dimos la llave a un vecino.

Finalmente, el dueño del barco llegó y no quiso llevarnos. Yo me quedé por ahí tratando de encontrar otro y Nico se fue a lo de José a ver si estaba vivo y si había llegado.

Había llegado y estaba tomando cerveza. Después vino y nos siguió invitando muy insistentemente. Se hacía difícil rechazarlas. Al final nosotros también pagábamos algunas para no ser descorteces, e invitábamos y así indefinidamente. Yo estaba un poco molesto por no haber conseguido el barco y tomaba muy poco para mantenerme sobrio y conseguir alguien que nos llevara. Podríamos pagar un pasaje hasta San Fernando de Atabapo, pero no tenemos demasiado dinero y suponemos que allá no hay más posibilidades de avanzar que las que tenemos acá.

Orinoco
Nico buscando barcos en el Orinoco.

 

A la tarde le dijimos a José de ir a buscar algún chamán por la zona para comprarle yopo. Nico quería llevar a Bélgica y el que le habíamos comprado al chamán jivi era demasiado suave (nos había avisado). Nos llevó en el camioncito hasta una comunidad de tres casas, aunque no sé si se le puede llamar comunidad a solo tres casas. Era casi de noche y hablamos en las penumbras con un indio que tampoco se puede decir que hablara castellano. Más bien decía palabras sueltas y hacía sonidos y gestos. También costaba darse cuenta si era indio o india. Un tipo raro. Al final pudimos entender que el chamán estaba en otro lugar que quedaba caminando unas dos horas por la selva. Nos prometió llevarnos al día siguiente. Nos dijo que iba a pasar por nuestra casa y ahí comprendí que no quería llevarnos. Estoy notando que acá nunca te dicen que no, te dicen que al día siguiente. Y decirnos que él pasaba a buscarnos era la confirmación de una negación.

indiecito
Niño de una de las tres casas.

 

Volvimos a dormir en la casa de José y al día siguiente todo volvió a fallar y decidimos renunciar. Nico no tenía mucho tiempo y yo no tenía mucha plata. Se me estaban acabando los dólares y en Venezuela si uno saca plata por el cajero te calculan el dólar a precio oficial, que es la mitad de lo que se cambia normalmente, y no dan ganas.

Volvimos a Puerto Ayacucho y empezamos la travesía de tres buses hasta Mérida.

22 de julio

Mérida parece otro país. Fresco, montañoso y con muchos universitarios. Nico encontró un camping hippie a dos dólares en las afueras de la ciudad.

camping Mérida
Los campings sobre los techos son más baratos.

 

Quisimos hacer una caminata por la sierra de la culata, pero ahora sí que los días de Nico y mis dólares estaban a punto de desaparecer. Me volví a encontrar con Roger que también estaba con sus últimos dólares y decidimos irnos urgentemente a Colombia a sacar plata. Despedimos a Nico en la terminal que se iba unos días a la playa y después a Caracas a tomar el avión. Prometimos reencontrarnos en México.

Con Roger tuvimos la mala idea de venir a Colombia por Maracaibo para evitar el largo camino por las montañas. La ruta de Maracaibo a la frontera resultó ser muy densa por los controles policiales. Hay alrededor de quince en cien kilómetros.

En la frontera me resultó curioso que mucha gente pasó sin sellar el pasaporte.

Colombia
¿Jura usted solemnemente entrar en forma legal a Colombia?

 

Hemos atravesado todo Venezuela y hemos estado cerca de las fronteras más conflictivas y, a pesar de lo que nos habían anticipado, ningún policía intentó coimearnos.

Ahora vamos en un bus directo a Santa Marta.