Con los yanomamis

Estamos en Venezuela. Íbamos en un bote de la guerrilla bajando el río Casiquiare, los originarios baré nos llevaban remando hasta una comunidad yanomami. Todo esto me intranquilizaba un poco. Sé que las cosas suelen salir bien, pero en este caso tenía incertidumbre (más que otras veces) por lo que sería nuestra recepción en la comunidad, los yanomamis son una etnia notablemente cerrada a la cultura occidental y temía que no fuéramos bienvenidos. Mientras nos acercábamos dudé si pedirles a los baré que vinieran a buscarnos después de un par de días o ya quedarnos con los yanomamis y depender de que estos últimos nos regresaran remando. En un momento pensé que tal vez hubiera sido mejor haber avisado a los militares venezolanos en San Carlos, pero solo lo pensé por unos segundos, no más de dos o tres, porque si les hubiéramos avisado podían haberlo tomado como un pedido de permiso para entrar a territorio venezolano y sé muy bien que cuando pedimos permiso a los militares, sin importar lo que sea, la respuesta casi siempre es no.

Salimos del brazo Casiquiare para entrar por un arroyo crecido, con la vegetación inundada en sus bordes. De la misma forma que en el río principal, las aguas del afluente eran rojizas y límpidas. Remamos suavemente río arriba por unos minutos y paramos sobre la derecha donde había dos canoas de tronco y nacía un sendero.

Desengarzar.

Ahí amarramos el bote a unas ramas y bajamos todos: Omar, Ana, sus dos nietos y Vane y yo cargando las mochilas. La aldea (2°00’19″N, 66°57’57″W) apareció enseguida, cinco o seis chozas construidas con ramas y hojas. Los niños y los perros también aparecieron rápido, luego varias mujeres, aunque algunas volvieron a esconderse en las chozas. Era nuestro encuentro con los yanomamis tanto tiempo esperado. Lo primero que noté (me fijé porque era una duda que venía teniendo) fue que las mujeres no estaban usando los típicos palitos que suelen tener incrustados alrededor de la boca. Sí tenían los agujeros pero sin los adornos puestos. Por otro lado, algunas de las mujeres estaban vestidas solo con faldas y la mayoría de los niños andaban desnudos.

Comunidad yanomamis.

Entonces Omar se acercó a una de las chicas que conocía y que sabía que hablaba español y le explicó que nosotros queríamos quedarnos unos días con ellos. Ella contestó que no estaban los hombres de la comunidad, que se habían ido a no sé dónde y regresarían al día siguiente. Entonces Omar preguntó si había problema en que nos quedáramos de todos modos. La mujer dudó un rato pero luego respondió que no había problema. La totalidad de los niños de la aldea, que serían unos veinte, permanecían callados, boquiabiertos y no nos sacaban los ojos de encima.

La mirada de confianza que nos ofrecía la mujer que hablaba español me dejó más tranquilo y por eso le dije a Omar que no se preocupara, que nos quedaríamos ahí y que ya veríamos como volver a Solano con los yanomamis. Los baré se fueron saludando amablemente y nosotros fuimos invitados a entrar a una de las chozas de paja. A diferencia de la puerta, que me pareció muy pequeña, la casa me resultó notablemente grande, imaginé que era una choza multifamiliar, al estilo yanomami. Luego me enteraría de que efectivamente la aldea estaba formada por cinco chozas en las que se repartían doce familias. En realidad los yanomamis suelen vivir en un shabono, una gran estructura de ramas y paja en forma circular y sin techo en el centro en la que vive toda la comunidad. La mujer que hablaba español, que se llamaba Sharama, nos explicó que la aldea de ellos era relativamente nueva, antes pertenecían a otro grupo que vive río arriba y ahí sí vivían en shabono, pero hubo problemas entre las familias y entonces decidieron irse. Ahora están acá y optaron por construir las casas cuadradas copiando el estilo de los kurripako, les resulta más fácil siendo una comunidad pequeña. Tal vez las casas separadas les den más intimidad y menos roce. En todo caso la división de hogares debe haber cambiado sustancialmente su forma de vida.

Paja hacer un shabono.

Como todo pueblo originario los yanomamis sufren la inevitable y progresiva occidentalización, pero en este caso es mucho más reciente y menos profunda debido a que, si bien fueron contactados desde el año 1800, no fue hasta mitad de siglo pasado que han tenido una interacción más permanente con misioneros, médicos o antropólogos. Y, de todos modos, los más conectados son los que viven en las zonas bajas de los ríos; en cambio en la cabecera de los afluentes, pasando los rápidos, hay yanomamis con muy poco contacto. Los garimpeiros que hemos conocido en estos días nos han contado de esas tribus, dicen que viven ahí alimentándose de la selva, curándose con sus hierbas, enseñándose entre ellos. Incluso más alejados hay comunidades no contactadas, que los propios yanomamis llaman moxateteus. Puedo imaginar cómo viven en esos shabonos viendo documentales de los años ’70 sobre los yanomamis recién contactados en aquella época.

En algunos videos se puede ver la peligrosidad de cruzarse con pueblos que pueden ponerse agresivos como en este caso:

The Ax Fight (1975) de Raymond James.

No duramos mucho dentro de la choza, enseguida nos hicieron dejar las mochilas y salir. Luego Sharama nos presentó a un adolescente diciéndonos que nos iba a llevar a recorrer el lugar.

No fuimos muy lejos, el pibe nos mostró las plantaciones de yuca, de plátano y un arroyo con agua cristalina donde sacan para tomar y pescan. También nos contó que Sharama había ido a vivir un tiempo a San Carlos donde estuvo estudiando algunos años.

Cuando volvimos a la comunidad Sharama nos invitó a instalarnos en una galería que estaba a continuación de la choza que entramos al principio. Nos preguntó si teníamos chinchorro. Le dijimos que sí, que teníamos hamacas y carpa.

Nos hamacamos con carpa.

El resto del día fue un poco raro, casi no pudimos interactuar con la gente salvo, como siempre, con los niños. En algún momento encontramos a una mujer tostando semillas y me mostré interesado en saber qué eran. Algunos niños me explicaron algo pero ahí quedó el intento de conversación. Me quedé con ganas de probar las semillas.

Al caminar por la aldea no nos cruzábamos con casi nadie más que los niños, aunque sí nos sentíamos muy observados. A diferencia de los shabonos, que son ventilados y luminosos y donde toda la comunidad está a la vista todo el tiempo como en un panóptico sin guardias, las chozas en cambio, por la falta de aberturas, son notablemente oscuras. Esto hace que, a través de las paredes de ramas, uno no pueda ver hacia adentro de la choza pero sí de adentro hacia afuera. Nosotros, como en un panóptico de puros guardias, caminábamos por la aldea sintiéndonos observados todo el tiempo.

Luego especulamos con que la indiferencia en el trato que nos daban provenía de la ausencia de los hombres de la comunidad y la duda de las mujeres sobre cómo recibirnos, qué decisiones tomar.

Luego encontramos a una señora que estaba pelando yuca brava y me ofrecí a ayudarla. Ahí estuvimos un rato desconchando tubérculos y casi sin hablar. Fue un momento duro con los jejenes, que me picaron por todos lados, no es fácil pelar yuca y espantarse los bichos al mismo tiempo.

Luego los jejenes (subfamilia Phlebotominae, que acá le dicen plaga y en otros lugares los llaman mosquitos de forma general y diferenciándolos de los mosquitos zancudos, familia Culicidae) se pusieron más violentos a medida que avanzaba la tarde. A diferencia de los mosquitos zancudos, los jejenes pican de día y a plena luz del sol, algunas especies son muy resistentes a los repelentes y otras pican tan fuerte que dejan puntitos rojos en la piel que pueden persistir por semanas.

¿Dios creó a los mosquitos?

Cuando nos saturamos de las picaduras de bichos hicimos lo que solemos hacer en estos casos, fuimos a armar la hamaca con el mosquitero junto al río. Pasamos un buen rato metiéndonos al agua y descansando en el capullo de aislamiento. En la selva, en épocas de calor, la hamaca y el mosquitero nos resultan un momento de relajo mental, un microclima donde no tenemos que estar pendientes de casi nada.

Red no social.

Como suele ocurrir en todas las comunidades, en algún momento llegaron los niños para jugar en el agua y, por supuesto, nos unimos a chapotear en el líquido rojizo espantando peces y pájaros. La mayor diversión era trepar por las ramas de un árbol seco fructificado de niños y tirarnos al agua gritando y riendo.

Y trepando.
Y nadando.
Y volando.
Y buceando.

Al caer la noche supimos que no iba a haber comida en todo el día. Al contrario de lo habitual, esta vez nadie vino a convidarnos nada y nosotros tampoco nos sentimos cómodos como para ponernos a cocinar. Entonces nos metimos en la carpa, comimos unas galletas y nos echamos sobre las bolsas con los ojos cerrados mientras escuchábamos a un niño cantar del otro lado de la pared de paja.

Por la madrugada llegaron los hombres de la aldea pero uno solo de ellos se acercó a hablarnos, se llamaba Yon. Trajo un cuenco de agua con harina de yuca diciéndonos que los yanomamis no desayunaban fuerte, solo eso, harina con agua. Luego nos contó que habían ido a no sé dónde a buscar alimento pero que no habían conseguido mucho. Nos explicó que están en una situación muy complicada, que hay crisis, que el gobierno no los ayuda. Nos contó que están comiendo básicamente yuca con algo de plátano y algunos bagres que logran pescar con anzuelo, ya que los ríos en la zona son de aguas negras y no tienen muchos peces. Con una claridad de análisis histórico que me sorprendió, nos dijo que sus antepasados sabían vivir bien en la selva, pero que luego llegaron los misioneros y los ayudaron y les enseñaron a vivir de otra forma y ahora ya no hay ayuda y todo es muy difícil. Primero nos dan la mano y luego nos la quitan, fue lo que dijo. Han pasado muchos años y se han perdido gran parte de los conocimientos originarios. Los yanomamis solían reconocer hasta 500 plantas diferentes para uso culinario, medicinal o de construcción. Ahora, en las poblaciones de los ríos principales, poco queda de eso. Nosotros les dimos casi toda la comida que llevábamos, pero no era mucha, solo arroz y fideos, nunca podemos cargar demasiado en las mochilas.

Si bien había buena onda con Yon, no parecía lo mismo con el resto. Un par de hombres más que se nos acercaron solo mostraron intenciones de sacar alguna ventaja de nosotros.

Incluso el chamán de la aldea no quiso ni vernos. Cuando pregunté por el shapori, Yon fue a buscarlo pero no quiso aparecer. También pregunté por el yopo, el polvo visionario que se usa en la zona. Los yanomamis lo toman soplándoselos unos a otros en la nariz mediante una caña que llaman mokohiro. Yon volvió a consultar con el chamán y una vez más se reusó a aparecer pero de todos modos Yon trajo un poco del polvo marrón para nosotros. Luego, en tono amistoso, me alentó a que lo probara. Entonces agarré un poco con la punta de los dedos y aspiré. Sentí un olor similar al yopo que había probado en otras ocasiones pero no tan igual. Me hizo estornudar. Uno de los niños que nos observaba preguntó algo en idioma yanomami y Yon respondió también en su idioma. ¿Qué dijo? pregunté con curiosidad. Dice que por qué no te emborrachas, me respondió y nos reímos. El yopo no me emborrachó porque tomé muy poco, no era mi intención desconectarme demasiado de lo que estaba pasando.

Luego se me ocurrió preguntar cómo lo preparaban. Cuando Yon empezó a explicar que se hacía con la resina de la corteza de un árbol lo interrumpí para asegurarme de que no era a partir de semillas. No, porque esto es epená, me dijo. Una vez más me encontraba con una nueva planta visionaria sin buscarla. El epená o virola a veces se confunde con el yopo por su aspecto y por sus componentes, ambos son polvos marrones que se toman por la nariz y que contienen los alcaloides triptamínicos N,N-DMT, 5-OH-DMT (bufotenina) y 5-MeO-DMT. El yopo se produce en base a semillas del árbol Anadenanthera peregrina y el epená a partir de la resina de la corteza de diferentes árboles del género Virola.

Te deja virola.

Acá se puede ver un antiguo documental sobre el uso chamánico del yopo:

https://youtu.be/txT0oWkMjJM

En otro deambular por la aldea volvimos a terminar en el río y encontramos un caracol manzana. Era muy grande y estaba tan cerca de la comunidad que imaginé que no los estaban recolectando. De todos modos se lo llevé a una mujer y le di a entender que se comía. Me lo negó con la cabeza. Sé perfectamente que hay comunidades que los comen e imagino que el hecho de que ellos no lo hagan a pesar del hambre debe tener que ver con la pérdida de sus costumbres.

¿Quieres otro caracol, hijo?
Ya no, mami.

Luego, en algún momento, Yon se acercó a nosotros para decirnos que volvían a irse. Esta vez sería una excursión de tres días remando río arriba por el Casiquiare y por algún afluente para pescar e intentar cazar algo. Dijo que estábamos invitados a ir con ellos.

Si bien en primera instancia parecía un buen plan, sentí que el clima humano (exceptuando nuestro trato con Yon) no era muy adecuado para una excursión de tres días en condiciones de comodidades mínimas, si es que se las puede llamar así. Le pregunté a Vane y ella me miró con su cara hambrienta y llena de picaduras, la misma que debería poder verme yo si tuviera un espejo.

A falta de espejo Vane se miró el tobillo.

Cuando rechazamos la oferta, si bien tuve una sensación de estar perdiéndome algo único, también sentí un gran alivio. El hambre y los insectos nos estaban debilitando la voluntad y, además, la tensión con los yanomamis podía convertirse en demasiado sacrificio durante tres días en los que estaríamos perdidos en las profundidades de la selva venezolana. Habría muchas posibilidades de sufrir situaciones tensas y no tendríamos autonomía como para regresar por nuestra cuenta.

Entonces le pedimos a Yon si podíamos aprovechar la remada por el Casiquiare para que nos regresaran a la comunidad baré. Yon, con cierta expresión indescifrable, primero nos dijo que no había problema pero luego, cuando ya habíamos desarmado el campamento y nos encontrábamos con las mochilas en la orilla, hubo una secuencia de cruces de diálogos en idioma yanomami que no entendimos pero que generó una situación en la que nosotros quedábamos en tierra. Dos canoas partían y comenzaban a remar y nosotros permanecíamos en la orilla llenos de dudas. Sin embargo, a poco de salir, una regresó y nos levantó.

Luego me preguntaron si sabía remar y como les contesté que sí me pasaron un remo, pero no de la forma más amable. La situación siguió tensa durante unos minutos en los que nosotros remábamos en silencio y ellos remaban charlando en su idioma en un tono más bien serio. Al final alguien nos preguntó cuál era el motivo de nuestra visita. Entonces devino una larga conversación a la que estamos acostumbrados y en la que intentamos explicarles que, en resumen, no tenemos ningún interés comercial, que siempre estamos dispuestos a ayudar en todo lo que se pueda y que no venimos a robarles nada, que solo nos gusta viajar, conocer y colaborar. En estas circunstancias suelo escuchar mi propia voz y llenarme de dudas tanto como ellos. De todos modos, la conversación fue de a poco mechándose con algunas sonrisas y terminamos el viaje en un clima más distendido.

La remamos hasta el final.

Al llegar a Solano Ana y Omar nos recibieron con cariño y nos invitaron a desayunar. Les contamos nuestra experiencia con los yanomamis que, a decir verdad, fue mucho más corta de lo que habíamos imaginado. Luego la abuela Ana nos pidió si no teníamos medicamentos para sus dolores. Le dimos todos los ibuprofenos que llevábamos.

(La historia hasta acá también se puede ver en el nuevo videíto de Vane)

Al despedirnos nos abrazamos y Ana lagrimeó. A mí se me hizo una piedra en la garganta. No habíamos pasado mucho tiempo tampoco con los baré, pero Ana y Omar son personas mayores, muy carenciados y viven lejos de todo. Suponíamos que no íbamos a volver a vernos y un abrazo es algo movilizante.

Regresamos rápido a San Carlos, íbamos mucho más livianos y con apuro, queríamos llegar temprano para poder cruzar a San Felipe y acampar. Fueron cinco horas de caminata a paso firme y casi sin descansar.

San Felipe, Colombia.

Los siguientes dos días continuamos intentando salir de la zona. El avión militar colombiano había llegado y se había vuelto a ir mientras estábamos con los yanomamis y no volvería a pasar hasta dentro de un mes. Norberto ya había partido a rescatar al barco varado en el Casiquiare y el carguero del combustible no salía aún de Puerto Ayacucho ni daba la impresión de que fuera a hacerlo pronto. Finalmente llegó el DC-3, el avión a hélice de la segunda guerra mundial. Le explicamos a la gente de la aeronave nuestra situación y logramos que aceptaran llevarnos por 300 mil pesos colombianos hasta Puerto Inírida. Era la solución final para salir de aquella zona de tan difícil navegación.

Fueron cincuenta minutos de vuelo en los que viajamos junto a la carga. Estuvimos un buen rato mirando por la ventanilla. Podíamos ver la densa selva amazónica, los ríos serpenteantes.

Al aterrizar en Inírida comprendimos que tampoco iba a ser fácil seguir en barco desde ahí, dudábamos de cuánto tardaríamos en conseguir algo que nos llevara por el extenso río Guaviare. Entonces les preguntamos a los pilotos del avión si seguían vuelo. Nos dijeron que seguirían hacia Villavicencio. Eso nos dejaba mucho mejor, ahí ya había carretera. Negociamos el pasaje por casi 400 mil pesos más, que era todo lo que teníamos incluyendo unos reales que nos habían quedado, y volvimos a levantar vuelo.

Marrón flúo

Volví al hotel con cortezas de Banisteriopsis caapi en un bolsillo y polvo de semillas de Anadenanthera peregrina en el otro. Al cruzar el patio de hojas frondosas los morenos me invitaron a tomar cerveza y a jugar al dominó. Acepté, pero no pude seguirles el ritmo, ni de la cerveza ni del dominó. Después de la tercera o cuarta botellita se me empezaron a mezclar los números. Los morenos hablaban y reían mucho y cada tanto me aconsejaban jugadas con frases como “te conviene poner el 5/3”, como si mis fichas fueran transparentes.

(Otra versión de lo que ocurrió a continuación se puede leer en este número de la Revista THC)

Era tarde cuando subí a la habitación. Entré un poco borracho y masticando las cortezas amargas. Después de aspirar un montoncito de polvo marrón, apagué la luz y me eché en la cama. Antes de quedarme dormido me levanté sobresaltado al tocar un bicho con la punta de mis dedos. Al prender la luz el bicho ya no estaba.

Después de dar unas cuantas vueltas volví a apagar la luz. Ahora los colores eran nítidos. Sobre todo los de la serpiente y los del jaguar.

A la mañana siguiente, ya en el camión rumbo a la alejada comunidad que me había recomendado el anciano, me puse a reflexionar sobre las visiones de la noche anterior. El punto es que había leído que las visiones de serpientes y jaguares son muy comunes. Pero hasta entonces pensaba que todo eso tenía que ver con los miedos propios de cada cultura. Habría imaginado que, en mi caso, en lugar de la presencia inquietante de un jaguar, debía aparecer un colectivo cruzando un semáforo en rojo. Pero no: aparecieron la serpiente y el jaguar. Y yo no venía pensando en ellos hasta ese momento.

Entonces recordé que las imágenes surgieron de detalles: una parte de la serpiente hizo aparecer a toda la serpiente y una parte del jaguar hizo aparecer a todo el jaguar. Pensé en superficies de figuras geométricas repetidas que se desplazan en diferentes direcciones: una serpiente enroscándose sobre sí misma son rombos moviéndose en sentidos casi opuestos; un jaguar que camina es poco más que conjuntos de puntos en planos que se alejan y se acercan entre sí.

En aquel momento no se sabía pero ahora sé que hay científicos que plantean que el miedo a las serpientes viene en nuestros genes, impreso hace millones de años, cuando aún no nos diferenciábamos de otros monos.

Y está la posibilidad de que todo eso esté relacionado. Pienso en miedos innatos y en reconocimiento de patrones geométricos. En serpientes dibujadas desde el nacimiento. En la mínima serpiente imaginable. En rombos moviéndose en sentidos casi opuestos. En conjuntos de puntos en planos que se alejan y se acercan entre sí. Y después pienso en plantas amazónicas en la sangre, en circuitos neuronales desviados, en descontextualización, en interpretación visual y otra vez en miedos innatos. Todo más o menos en ese orden.

Pero iba en el camión. Y alguien se me hizo amigo, un tipo joven de mirada confusa. Al bajarnos al final del camino, me acompañó a recorrer la comunidad, un puñado de chozas de paja. En aquel momento estaba como hipnotizado y no llegué a preguntar el nombre del lugar (o tal vez lo olvidé en algún momento).

Caminamos entre la selva y las chozas de paja. Cruzamos un río haciendo equilibrio sobre un tronco. Preguntamos por un chamán a una mujer con los pechos al aire y cubierta con una pollera, tal vez de hojas. Y volvimos a cruzar el río.

Entonces mi nuevo amigo gritó en idioma piaroa a través de una puerta de paja de una casa de paja. La puerta se abrió y, después de más palabras en piaroa, el chamán nos hizo pasar. Me invitaron a sentarme en un banco hecho con medio segmento de tronco. Adentro todo era paja y madera. Incluso una prensa de harina de mandioca.Había alguien más en la choza, un anciano. Creo que nunca me miró. Cuando yo llegué él estaba a punto de aspirar yopo. Eso hizo, aspiró a través de los coquitos y a través de los huesos de pájaro. Aspiró unas diez veces lo que yo había aspirado la noche anterior. Traté de imaginar serpientes y jaguares diez veces más grandes que los míos. El anciano se acomodó el pelo con un peine ceremonial, pronunció algunas palabras en su idioma y se fue.

Después tocó mi turno. El chamán molió las piedras marrones hasta hacerlas polvo. Las molió con la ayuda de un plato y un taco, ambos hechos de una madera muy oscura. Entonces me acercó la misma cantidad de yopo que había aspirado el anciano. Yo pensé un poco y dije que no. Dije que lo agradecía mucho y supongo que eso fue lo que mi amigo tradujo al chamán.

Parafernalia para inhalar yopo (Large)

Entonces charlamos, o algo parecido, un buen rato.

No saqué ninguna foto.

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El LIBRO

Yopo

La holandesa desapareció rápido dejándome poco más que  una guía Lonely Planet de Venezuela que alla ya no quería cargar. Entonces, otra vez solo en la playa, empecé a leer la guía de atrás hacia adelante, empezando por la letra zeta del glosario. Y duró poco la primera lectura porque en dos o tres renglones llegué a la palabra “Yopo”.

Lonely Planet lo definía, brevemente, como un polvo alucinógeno que consumen los indios de la selva del alto Orinoco, en el lejano y aislado estado de Amazonas y que, debido a la escasez de datos documentados sobre esta sustancia y su uso ceremonial, recomendaban a los turistas mantenerse alejados si llegara a ocurrir la poco probable situación de que alguien les ofreciera esta droga en aquellas remotas zonas del país.

Cerré la guía, la apoye sobre la arena y no me quedó la menor duda de cuál era el nuevo objetivo de mi viaje.

Tres días después, tras haber vuelto a atravesar todo Venezuela (esta vez hacia el suroeste) en un largo viaje que incluyó un Ferry y tres buses, me encontraba en Puerto Ayacucho, al final de la carretera, en el estado de Amazonas, el segundo más grande del país y el cuál apenas tiene cien kilómetros de ruta: el resto es selva virgen solo accesible por barco o avioneta. Ahí hasta los ríos se pierden y confunden la cuenca del Orinoco con la del Amazonas.

Me hospedé en un hotel antiguo con un patio central rodeado de balcones de madera y dominado por plantas y enredaderas de hojas grandes y brillosas. El lugar estaba atendido por dos jóvenes morenos que se la pasaban jugando al dominó y tomando cerveza en pequeñas botellas de vidrio marrón que se acumulaban a un ritmo notable por todos los rincones del hotel.

Después de instalarme en la habitación y de comer algo junto a la plaza Bolivar, me acerqué a un tipo para pedirle que me orientara:

–Buen día.
–¡Buenos días!
–¿Qué tal?… Quería hacerle una pregunta: ¿sabe cómo puedo llegar a los indios?
–Mmm… no sabría decirle… ¿Es un barrio?
–No… digo, los indios… los indios en general… los que viven como indios.
–…
–Quiero decir que me gustaría conocer cómo viven los indígenas…. ir a donde viven ellos.
–Bueno, algunos indígenas hay en La Esperanza –dijo por fin sonriente el hombre, que bien visto tenía bastante cara de indio.
–¡Ah qué bien! ¿Y qué es La Esperanza? –pregunté, deseando que ahora él sí estuviera hablando de un barrio y no del sustantivo.
–Un barrio… No está muy lejos.
–¿Y cómo podría hacer para ir hasta ahí?
–Es en las afueras… El bus 3 te lleva.

Eso hice. Y entonces caminé por el pequeño barrio La Esperanza (de originarios de la etnia Kurripako) constituido por unas quince casas distribuidas en unas pocas manzanas. Recorrí las calles sin saber bien qué preguntar. Hasta que pregunté.

–Buenas tardes. Disculpe, ¿sabría decirme dónde puedo conseguir yopo? –pregunté a un hombre de escasos bigotes sentado en la puerta de su casa.
–¿Yopo?
–Sí, es un polvo que se toma…
–¿Quieres yopo? –contestó con cara sorprendida y sonriente al mismo tiempo.
–Sí.
–¿Pero tú tomas yopo?
–Bueno, en realidad nunca lo probé.

El tipo rió y sacó un pequeño frasco del bolsillo de su camisa a cuadros.

–Dame la mano.

Al extender mi mano el indio volcó un montoncito de polvo marrón sobre la palma.

–Aspira fuerte.

Aspiré. El tipo volvió a reír y yo sonreí. El olor era acre, un poco a madera, un poco a cuero, un poco a tostado, o a no sé qué. Picaba en la nariz.

–¿Y tiene para vender?
–No, solo tengo esto para mí.

Como no supe qué decir, le di las gracias, lo saludé y me fui. Me fui sonriendo y escuchando la risa del indio a mis espaldas.

Un par de calles después me interceptaron varios niños para preguntarme de dónde era. Me pareció que los niños sonreían más de lo normal y sentí que mi cara estaba caliente. Todo brillaba un poco.

Creo que charlamos algunas pavadas hasta que les propuse tomarles una foto. Entonces lo que me sorprendió fue que las sonrisas de los niños desaparecieron al apuntarlos con la cámara. Y también ellos desaparecieron después de la foto.

La-Esperanza
La Esperanza.

Entonces caminé un poco. Pero no mucho, porque al rato volvieron los mismos niños y otros tantos más y con algunos no tan niños, a pedir que les tomara otra foto.

En esa segunda foto noté que ahora sí sonreían. Y que mis manos transpiraban. Y que dos de los niños parecían más indios que los demás. Y que un anciano también salía en la foto.

La-Esperanza-Puerto-Ayacucho-Venezuela
Y un dibujo extraño en la pared.

Cuando los niños volvieron a desaparecer me acerqué al anciano. Me dieron ganas de preguntarle muchas cosas y eso hice. Hablamos del tiempo, del lugar, de los niños, del barrio, del agua que da cagaderas, del sol y del yopo, porque también pregunté por el yopo. Y entonces el anciano entró en la casa y volvió a salir con un frasquito.

–¿Quieres caapi también?

Caapi, pensé, Banisteriopsis caapi. Entonces es por eso que se llama así: el nombre científico de la liana que constituye el ingrediente principal de la ayahuasca es debido al nombre que le dan los indios acá. Todo eso pensé durante unos instantes antes de decir que sí.

El anciano volvió con algunas cortezas de liana y me las regaló. Me pareció sorprendente encontrarme con la ayahuasca de esa forma tan inesperada.

–Hay que masticarlas mientras se toma el yopo.

Entonces lo que tiene el yopo son triptaminas, pensé. Y mastiqué. Era muy amargo, realmente muy amargo.

Después, en unos bancos y a la sombra de un techo de paja, hablamos del calor y de nuestros lugares de origen. Él me habló de una comunidad, más afuera, donde termina el camino. Me indicó como llegar, dónde tomar el camión y qué preguntar.

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