Coraje yuracaré

Saqué una petaca de mi mochila, era lo que correspondía. El momento de llegar a las comunidades es un momento tenso, todas las miradas están sobre nosotros, no saben a qué venimos y desconfían. Ellos estaban tomando y nos invitaron. Yo no podía decir que no, hubiera sido la peor carta de presentación. Y colaborar con algo era lo mejor que podía hacer. El plan tampoco estaba del todo mal. Veníamos cansados de cargar las mochilas, el sol estaba fuerte, las chicharras gritaban en la selva. Descansar y charlar bajo un techo de paja era lo más apropiado.

Estaban tomando cerveza mezclada con alcohol 96%. Éramos cinco o seis alrededor de una mesa de madera. Las mochilas quedaron tiradas junto a uno de los parantes. Vanesa sacó el permiso de la SERNAP. Leo Dan lo leyó sonriente. Leo Dan es sonriente. Nos dijo que eso estaba muy bien, lo de venir con permiso. Entonces entendí que no lo necesitábamos. Más tarde entendería que no lo necesitábamos porque, a diferencia de San José donde son moxeños trinitarios, acá en San Antonio son de la etnia yuracaré, y a los yuracarés no les preocupa demasiado las normas, viven el día, fuera del tiempo, fuera de muchas reglas.

Yo intentaba tomar de a pequeños sorbos, para durar. Pero me pidieron “seco, seco” y enseguida comprendí que se referían a lo que nosotros llamamos “fondo blanco”. Así tomaban, cargando un poco de alcohol con cerveza, bajándolo de un trago y pasando el vaso. Acepté un seco y enseguida me llegó la obligación de otro.

–Yo soy Michael… ¿Te acuerdas cuando fuimos a pescar?

Habían pasado tres años y medio desde mi anterior visita a la comunidad, aquella vez en que fuimos a pescar un par de días río abajo por el Moleto, hasta la confluencia con el Ichoa, con el padre de Leo Dan y con dos niños preadolescentes llamados Ismael y Michael, ambos fuertemente armados con arcos, flechas y rifles. Ahora ese niño era un adolescente que tomaba alcohol a nuestra par. Luego llegó Claudio, el padre de Leo Dan, y recordamos la historia entera, riéndonos bastante. Y brindando.

–¿Quién fue el último gringo que anduvo por aquí?
–Tú.

Me sorprendió que nadie se acercara a la zona en estos años.

En algún momento Leo Dan se dio cuenta de que era conveniente que armáramos la carpa antes de perder nuestras capacidades motrices. Entonces nos acompañó hasta una cabaña en desuso para que nos instaláramos ahí. A la vuelta una familia nos llamó desde otra cabaña y nos acercamos a saludar. Era la casa de Aldo y estaban tomando licor de menta con leche caliente. Cuando se acabó, seguimos con el alcohol 96% rebajado con un poco de agua.

Yo convidé hojas de coca paceña, ellos me convidaron coca chapareña. Charlábamos con Aldo, que tiene treinta y cinco años, con la mujer, de treinta y cuatro y con el padre de sesenta y cinco. El hombre mayor hablaba con nosotros acostado y relajado sobre una rústica mesa de madera. También conocimos a los seis niños de la familia. Tres eran hijos de ellos y los otros tres, del hermano de la mujer. Sus padres se habían suicidado, o como le dicen ahí: habían tomado coraje. Más tarde nos enteraríamos de que es muy común el suicidio entre los yuracarés. Normalmente lo hacen tomando veneno.

Cuando pregunté por chamanes y plantas sagradas, la mujer de Aldo me señaló un floripondio a solo unos cuatro o cinco metros. No lo había reconocido porque no estaba en flor. Nos contó que hacían vapores hirviendo las hojas de la planta.

–¿Y no toman el líquido?
–¡No! ¡Si lo tomas te vuelves loco!

Hablamos de la coca, de la caza, la pesca, los yuracarés. La vi a Vanesa corriendo con unos diez niños detrás. La vi nítida, en otra dimensión, recortada contra la claridad del sol sin selva. Me costaba hablar, no le sentía gusto al alcohol. Vanesa se acercó y me dijo que se iba al río con los niños. A mí me pareció más interesante la conversación que estaba teniendo, una que ahora no recuerdo. Y de ahí en más son muchas cosas las que no recuerdo. Sé que media hora o una hora después yo estaba entre la selva buscando a Vanesa, dándome cuenta de que ese no era el camino al río. Volví a la comunidad y seguí por otro sendero, haciendo esfuerzos para evocar mis recuerdos de hacía tres años y medio. Me caía al caminar. En algún momento vi un tronco para cruzar un arroyo. En otro momento me encontraba debajo del tronco concentrándome para apoyar la mano en algún lado y poder salir del agua. Volví empapado y chorreando a la comunidad. Eventualmente me reencontré con Vane. Probablemente entramos en la carpa y nos desmayamos. Me desperté de noche, aguantando las náuseas, con la cara transpirada pegada al aluminio del aislante. Vane aprovechó una tabla caída de la pared y salió por ese agujero a vomitar.

Nos costó casi todo el día siguiente recuperarnos. El padre de Aldo nos cocinó taitetú frito recién cazado, con arroz y huevos.

Philaethria dido

Esa noche, mientras paseábamos por la oscuridad de la comunidad, escuchamos la voz de Claudio que nos llamaba. Charlamos con él y su mujer a la luz de las brasas. Estaban tomando alcohol con agua. Me ofrecieron con insistencia, pero expliqué que seguía con resaca. En algún momento entendí que al menos debía aceptar un poco para escupir al piso. No sé si era lo que me pedían pero funcionó. Pensé en dedicarle el escupitajo a la Pachamama, pero dudé, teniendo en cuenta que siempre fueron muy reacios al cristianismo, tal vez lo fueran también a las creencias del altiplano. Claudio lloró por la ausencia de su hijo Ismael. El niño que yo había conocido se fue sin avisar a dónde, y ya hace tiempo que no tienen noticias de él.

Al día siguiente supimos que iba a ser difícil seguir avanzando por la selva. En mi última expedición había llegado hasta ahí y ahora quería continuar más lejos, conocer las últimas comunidades, pero estábamos en la peor fecha, la temporada de lluvias. Los ríos estaban altos y en San Antonio habían perdido todas las canoas. Se las llevaron las crecidas que coincidieron con días de descuido y alcohol.

Pero conocimos a Paulino. Él nos juró que sabía por dónde vadear el río. Y no dudamos, arreglamos un precio para que nos guíe. Entonces desarmamos la carpa, armamos las mochilas y salimos con Paulino, su mujer, su pequeña hija y dos cachorritos rumbo a la comunidad de El Carmen, una de las últimas del alto Ichoa, según teníamos entendido. Íbamos a tener que encontrar por dónde cruzar el Moleto a pie, atravesar la selva y llegar hasta el Ichoa. Ellos iban a aprovechar el viaje para visitar al padre de la mujer que vive en la remota comunidad. Habían perdido un hijo recién nacido hacía unas tres semanas y el abuelo aún no lo sabía.

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El LIBRO

Entre moxeños y yuracarés

Habíamos podido cruzar el río antes del anochecer y habíamos encontrado la comunidad, pero ahora el cacique nos negaba la entrada mirando al cielo entre los árboles de la selva. Entonces Vane extrajo de su bolso el permiso de la SERNAP. Extendió el brazo y el cacique leyó detenidamente mientras se le dibujaba media sonrisa en la cara. Entonces comprendí que era la primera vez que él veía ese tipo de permiso y que ese trámite no había sido reglamentado para terminar en un papel real. Probablemente, tan solo fuera un trámite impracticable para quien no tuviera una gran voluntad, simplemente una excusa para no permitir el ingreso de extraños  al Chapare, a la zona de conflicto. Pero nosotros lo habíamos logrado. Habíamos buscado las oficinas en un barrio alejado de Cochabamba. No estaban ahí y nos costó bastante informarnos de que se habían mudado a Villa Tunari. También nos costó encontrar, en la alcaldía de Villa Tunari, alguien que supiera qué significaba SERNAP. Servicio Nacional de Áreas Protegidas, dije, pero tampoco fue tan obvia la referencia. Finalmente la encontramos, pero aun así nos costó una semana coincidir con los guardaparques en algún momento en esas oficinas vacías y extrañamente ubicadas en un anfiteatro casi nuevo y casi sin usar, como sacado de una novela de J. G. Ballard, un gran edificio circular en mitad de la selva, a unos dos kilómetros de Villa Tunari.

Ahora teníamos un permiso, aunque no se pareciera realmente a un permiso, ya que era simplemente una hoja escrita en puño y letra por Vanesa informando nuestras intenciones seguido de las firmas y sellos del director y el cacique mayor del TIPNIS. En realidad no importaba lo que dijera el papel, esas firmas eran todo.

–Pueden acampar donde quieran –dijo el cacique sonriendo.
–¡Gracias!

Comunidad de San José

Pasamos un par de días en San José y, como siempre, con quien mejor nos llevamos fue con los niños, sobre todo con uno muy inteligente llamado Luis Miguel.

Canoas de la Amazonia

Él y sus amigos nos enseñaron a reconocer varios frutos comestibles de la selva: pacays, guayabas, cacaos, guineos.

Cacao y niños moxeños

Uno de esos días salimos a caminar siguiendo unas huellas marcadas sobre un pastizal que se extendía desde no muy lejos de nuestra carpa hasta el final de la comunidad. La línea se internaba en el monte y luego el sendero apenas se distinguía entre los arroyos, plantas, lianas, árboles, bichos increíbles.

Selva del Chapare

Chromacris sp

Fuimos subiendo y bajando por la selva de montaña hasta que la vegetación se abrió en un claro en el bosque: una plantación de coca.

Y eso es una de las razones por lo que los extraños no somos bienvenidos. En Bolivia solo están autorizados a plantar coca los quechuas y aimaras organizados en sindicatos; los indígenas de la selva, no. De todos modos no es algo que los indígenas oculten. Ellos plantan pequeños parches de veinte o treinta plantas, normalmente junto a sus casas. El problema es que si se exceden con las plantaciones y la noticia trasciende, caen los militares en helicóptero y les arrancan todo.

Plantas de coca chapareña (Erythroxylum coca var. ipadu)

En el momento de irnos de la comunidad hubo un pequeño inconveniente en el que un originario ebrio me gritó ¡yura! (yuracaré) y me invitó a pelear. Yo le dije que no me gustaba la sangre (sin aclarar la de quién). Entonces me desafió a una carrera de nado. Le dije que sí. Entonces cambió de idea y me desafió a una competencia para ver quién de los dos aguantaba más tiempo bajo el agua sin respirar. También acepté. Entonces cambió de idea y me propuso una competencia de conocimiento. Me divertí pensando quién podía ser el jurado y le dije que sí. Entonces cambió de idea y me dijo que le dejara a Vanesa como tributo. Le dije que no. Finalmente nos contamos varios chistes mutuamente.

Nuestro siguiente destino era San Antonio, otra comunidad río abajo por el Moleto. Esa era la población más alejada que había visitado yo en la expedición anterior, y quería volver a visitarla porque había hecho buenas amistades ahí. A diferencia de San José, que es una comunidad moxeño trinitaria, en San Antonio son de la etnia yuracaré. El idioma trinitario pertenece a la familia lingüística arawak y, hoy en día, cuenta solo con unos 3000 hablantes aproximadamente. El yuracaré es un idioma aislado y no está tan clara su relación con otras familias lingüísticas. Lo hablan unos 2500 indígenas aproximadamente. Ambos idiomas se encuentran en retroceso y están claramente amenazados de extinción.

No se llevan muy bien entre los moxeños y los yuracarés. Así como algunos criollos bolivianos discriminan a los quechuas y aimaras por considerarlos salvajes y, a su vez, muchos de estos últimos discriminan a los indígenas de la selva (como los moxeños) también calificándolos como salvajes, del mismo modo los moxeños discriminan a los yuracarés por la misma razón. Lo que yo puedo decir, según mi apreciación, es que los yuracarés viven más en el presente que el resto de sus vecinos. Alguna vez un moxeño me ha dicho que ellos les habían enseñado a los yuracarés a cultivar, pero que él había aprendido a cazar y pescar gracias a ellos. Los yuracarés son más nómades y, además, según he leído en libros de antropología de principios del siglo pasado, desde siempre han sido mucho menos susceptibles a la cristianización.

Mi mayor contacto en San Antonio era Leo Dan (así se llama), un joven yuracaré especial, con un trato personal que cualquiera calificaría de excelente, un buen pibe y, además, uno de los pocos indígenas de la zona que siguió una carrera universitaria (con largos viajes hasta Cochabamba), el único de su comunidad que tenía libros en su choza. En San José me habían dicho que en estos últimos años fue corregidor (cuando yo lo conocí aún no lo era) y que había renunciado recientemente.

Entonces seguimos un sendero por la selva hacia San Antonio de Moleto, un sendero que apenas recordaba. El camino nos agotó, por el calor, las mochilas, los mosquitos y por no haber desayunado demasiado en la mañana. Al llegar a San Antonio nos recibió el mismo Leo Dan junto a cuatro o cinco amigos. Todos ebrios.

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