Bolivia es mi país preferido, un gran lugar donde abundan las soluciones simples. Por ejemplo, si un río subió por las lluvias y no puede cruzarse, se espera a que baje. En nuestro caso, había estado lloviendo hasta el día que comenzamos la caminata, pero luego fueron tres días de sol, esperábamos no tener problemas para cruzar el Caine.
De la comunidad aborigen Quioma salimos a las nueve menos cuarto de la mañana. Preguntamos por el paso a Mina Asientos, donde se suponía que acabarían los senderos de montaña y volveríamos a ver vehículos. Caminamos un par de kilómetros por dónde nos indicaron. Cuando llegamos al vado fue bien fácil, el agua apenas nos cubría las rodillas.
También nadamos, pero para sacarnos el calor.
Luego fueron tres o cuatro kilómetros cuesta arriba, bajo el sol del mediodía, por un sendero polvoriento. Después hacia abajo, dos o tres kilómetros más. Hasta el chaperío.
A Mina Asientos le pasó por encima el progreso. Ahí conviven la minería, la posibilidad de un embalse, las motos, el plástico, las chapas, el pollo frito, etc. Nos dejaron dormir en la Subalcaldía.
Al día siguiente tomamos un bus destartalado hasta Chahuarani, un cruce donde nuestra huella se unía al camino de Vila Vila a Tin Tin. Ahí el bus paró. Cuatro o cinco cholas vendían comida. Después el bus siguió hacia Vila Vila, nosotros, en sentido contrario, fuimos en la caja de un camioncito hacia Tin Tin.
Viajábamos con dos hombres más y uno de ellos nos contó que, si hubiéramos esperado un rato, podríamos haber tomado un trencito que pasa por ahí y que también nos llevaba a Tin Tin.
Me pareció muy loco, había visto esas vías en el mapa pero asumía que estaban abandonadas. No se me ocurría qué tren podría pasar por ahí, estábamos lejos de cualquier trayecto ferroviario conocido.
–Solo pasa tres días a la semana… Hoy pasa.
–¿Y luego para dónde va?
–Hasta Aiquile.
–Acá en el mapa figura que las vías pasan cerca de Mizque.
–Sí, pasa también… No muy lejos.
Decidimos que ese era nuestro próximo medio de transporte, lo esperaríamos en Tin Tin.
Tin Tin nos gustó tanto como su nombre, un pueblo pequeño y pintoresco, muy tranquilo. Pocas casas y antiguas. Tiene una plaza muy arbolada, muy sombría. En la glorieta del centro de la plaza nos comimos una sandía entera.
–Y la estación de tren ¿dónde queda? –pregunté a la vendedora de sandías.
–No hay tren –contestó frunciendo el ceño, con cara de duda.
–Nos dijeron que había un trencito hacia Mizque.
–El carril.
–Ahá…
–Se toma en el cementerio… hoy viene… después de las tres.
Caminamos hasta el cementerio, donde por suerte había una persona viva.
–Allí para… ¿Ve eso amarillo?… Ahicito para –dijo el hombre por encima de la tapia del cementerio.
–¿No hay estación?
–Hay… Pero ahí mismo para.
Lo amarillo era un plástico enredado en un arbusto espinoso, puesto adrede para darle algo de sombra a un par de chanchos encerrados en un corral circular, también hecho de ramas espinosas. Las vías pasaban por al lado.
Como teníamos tiempo, fuimos a visitar la estación. Estaba en ruinas. Volvimos.
–No puedo imaginarme qué es lo que va a venir por estas vías –comenté a Vane mientras forzaba la imaginación.
–Yo menos.
Aquellos fueron los pensamientos más acertados de esos días: nunca hubiéramos podido imaginar eso tan raro que estaba por llegar.