Coroico estuvo bueno, La Paz volvió a estar buena y Copacabana estuvo bien hasta que mis intestinos llegaron a una situación límite.
No recordaba haber ido al baño de una forma significativa desde hacía muchos días (puntualmente desde el exceso de pastillas antidiarreicas en Potosí). Ahora en Copacabana, cuando el tránsito lento había llegado a un punto máximo de embotellamiento, me encontraba en un restaurante. O más bien saliendo al patio interno de un restaurante, para entrar en su pequeño baño de techo inclinado donde pretendía hacer un último intento. Apoyé la mano en el picaporte, entré y me senté. Hice mucha fuerza. No pude. Me levanté los pantalones, equilibré mi peso en el picaporte oxidado una vez más, abrí la puerta, hice unos pasos de regreso por el patio, me arrodillé, me senté, me acosté en el piso y ya no pude levantarme. Tenía el vientre inflado, como un embarazo de unos cinco o seis meses. No sé si llegué a gritar o alguien avisó que yo estaba inmovilizado en el suelo, pero un rato después sentí que Pablo, Andrés y Mariano me arrastraban hasta una camioneta donde negociaron precio con el conductor. El hospital estaba cerca, Copacabana es un pueblo pequeño.
Me ingresaron a una salita mientras mis amigos esperaban en algún otro lado. Entonces escuché un grito de alguien pidiendo que traigan oxígeno y después ruidos de corridas que podían ser de varios médicos apurados. Mis amigos se asustaron, pero el alboroto no era por mí, era por un bebé que entró en brazos de una chola, más o menos al mismo tiempo que yo, aunque evidentemente en una situación mucho más crítica.
Los movimientos destinados al bebé eran de médicos desesperados, en cambio los movimientos destinados a mi eran los de las manos suaves de una joven enfermera. Sus palmas y sus dedos se movían en forma circular y acompasada por mi vientre. Yo estaba recostado en una camilla y la miraba a los ojos. Era delgada, de rasgos mestizos, de pelo negro y lacio. Sonreía y preguntaba cosas como: ¿qué ha comido? Yo le devolvía la sonrisa y solo recordaba una bolsa de maíz inflado y seis bananas en Coroico. Me pareció que le hacía gracia mi dieta. En esa situación estuvimos un buen rato: yo contestando preguntas, sus manos cobrizas masajeando mi panza, ella sonriendo y yo tirándome gases tóxicos uno atrás del otro, casi sin interrupción. Si fuera por mí, me habría quedado así toda la noche.
Pero algún médico entró a la sala y mi enfermera favorita dijo algo de un enema. El hombre contestó que creía que no hacía falta. Yo, con sentimientos encontrados, decidí no opinar.
Al final me dieron unas pastillas laxantes y me aconsejaron que vuelva al hotel caminando, que de esa forma iba a seguir removiendo un poco mi interior. Como no encontré excusas para quedarme, tuve que despedirme de la enfermera y caminar de regreso al hotel junto a mis amigos.
Las pastillas terminaron haciendo efecto y pasé gran parte de esa noche adelgazando en un pequeño baño.