Desde San Isidro de Iruya partimos caminando hacia San Juan, un pueblito de nueve familias, aislado en la montaña, sin luz y al cual (nos enteramos después) solo llegaron unos diez viajeros en este último año.
Fuimos siguiendo las indicaciones de Teresa y las marcas de pintura blanca que había hecho Jacinta sobre las piedras. Ella es la mujer que recibe a los escasos caminantes que llegan hasta el pueblo.
En el primer tramo fuimos subiendo el río y en algún momento nos encontramos con un perro negro al cual, por supuesto, Vanesa acarició. El perro nos siguió el resto del camino.
Abandonamos el río (22°44’16″S; 65°14’45″O) para subir la montaña hacia el norte por un sendero que, una vez más, me pareció notablemente peligroso: empinado, muy angosto, de piedras sueltas y casi siempre al borde del precipicio.
En mitad de la subida nos encontramos con Sebastián, un pibe de Merlo que en los últimos tiempos se dedicó a llevar donaciones a los pueblitos de la zona. Él también estaba yendo hacia San Juan y fue una gran casualidad que justo nos cruzáramos con unas de las pocas personas que recorren ese camino.
Un par de horas después, Vane, Sebastián, el perro negro y yo llegamos al punto más alto del camino (22°43’59″S; 65°14’30″O) a 3500 metros de altura, desde donde se podía ver el valle de San Juan y el pueblito del otro lado del río.
La bajada no tuvo menos vértigo que la subida.
Poco antes de llegar nos encontramos con Jacinta y su marido que andaban cuidando sus cabras. Nos dijeron que los esperásemos en la casa, que ellos llegarían a las seis.
Después cruzamos el río y trepamos una vez más, por suerte guiados por Sebastián, ya que el pueblo no se alcanza a ver desde el cauce del río y los caminos de cabra confunden un poco.
En la casa de Jacinta (22°43’29,5″S; 65°13’58,5″O) nos recibió un gatito bebé que, por supuesto, Vane acarició. Ahí dejamos las mochilas y salimos a dar una vuelta junto con el gatito que viajaba en el pecho de Vane, debajo de la campera.
El perro negro fue nuestra peor carta de presentación. En San Juan odian a los perros y las pocas personas que nos cruzamos nos lo hicieron saber y nos avisaron que si el perro lastimaba a algún animal, íbamos a tener que pagarlo.
Muchas de las casas de San Juan están hechas casi totalmente de piedra, incluso los aleros de los techos de paja son de lajas. Cuando me agaché para sacarle una foto a una de esas casas con un corral de cabras también hecho en piedra, salió Mari con una onda tejida en lana cruzada entre los senos, el puño en alto y gritando “¡Eso sí que no!”. Al llegar muy cerca creí que iba a intentar pegarme y pensé en ponerme en guardia. Me levanté y Mari frenó a un metro, pero siguieron los insultos a mi intento de foto al conjunto de piedras habitable. Un rato después, cuando Sebastián le compró una cerveza, ya éramos personas que nos enviábamos sonrisas. En San Juan no hay ningún tipo de tienda formal, pero un par de casas venden cervezas que las traen a lomo de burro.
Por supuesto que no me cayó muy bien la agresividad que fuimos recibiendo por parte de los lugareños pero, en algún momento, me pareció comprender que todos se trataban un poco así, cambiando de la agresión (o lo que para mí parecía agresión verbal y gestual) a la sonrisa en cuestión de segundos. Creí imaginar que era parte de la normalidad del pueblo, un aislado caserío de nueve familias sin electricidad, sin televisión, con un sistema de códigos de sociabilidad no muy universal.
Al atardecer comenzó a nublarse y, al borde del pueblo, en la parte alta, sentada sobre unas rocas, encontramos a Hermógena con su vestido tradicional y colorido, su sombrero floreado, su onda de lana cruzada entre los senos y la vista perdida en la neblina que bajaba del cielo hacia las montañas.
–Buenas tardes.
–¿Por qué traen ese perro? –gritó, al vernos, con voz aguda.
–No es nuestro, nos siguió desde San Isidro.
–¿Y para qué le dan de comer?
–No le dimos, solo nos siguió –mentí.
–¿Y por qué no lo echaron a piedrazos?
Por un instante pensé en decir que habíamos intentado echarlo, pero eso no iba a creérselo nadie. Callé.
–Si lastima a un animal, los van a denunciar y van a tener que pagar.
–¿Y cuánto sería una cabra?
–Cincuenta el kilo.
Coqueamos mirando los cerros.
Hermógena estaba esperando a su hijo que había ido a buscar a un animal extraviado y empezaba a preocuparse por la oscuridad inminente. Tenía la vista perdida en el sendero delgadísimo y abismal cuando apareció una vaca. Hermógena se puso de pié, avanzó hacia el animal desatándose la onda de lana y echó a la pobre vaca de nuevo hacia las alturas de las montañas a base de gritos agudos y efectivos piedrazos que salían de la onda. Parece que esa vaca no era el animal perdido que buscaban.
–¿Qué pasaba con la vaca?
–Se ha bajado de la montaña, la muy desgraciada, y ahora no tengo tiempo de cuidarla.
Coqueamos un rato más. Nos preguntó los nombres. Nos dijo que en San Isidro hay un hombre llamado Julián que tiene una hija llamada Vanesa. Le dijimos que en nuestro caso éramos pareja. Charlamos más cosas y sonreímos varias veces.
Al volver a la casa de Jacinta encontramos a una de sus dos hijas pequeñas llorando por la certeza de que el desaparecido gatito bebé estaba en las entrañas del perro negro. Un rato después del rencuentro con su mascota se calmó y hasta jugamos al poliladron con armas de plástico con las dos niñas. Una de ellas le preguntó a Vane por qué tenía pelo de oveja.
Esa noche cenamos, a la luz de las velas, un guiso que nos preparó Jacinta. Afuera lloviznaba. El salón comedor era pequeño y rústico. La luz de las velas iluminaba tenuemente un pedazo de charqui que colgaba sobre nuestras cabezas.
Hasta ese momento Sebastián todavía podía caminar.