De Sarteneja me fui para el lado de México a dedo. Salí muy temprano, desarmé la hamaca a oscuras, desayuné y me fui al camino cuando amanecía. Tuve suerte y en seguida pasó una camioneta que iba hasta Chunox. Ahí me quedé esperando un buen rato en otro camino de tierra por el que me habían dicho que no pasaba casi nadie. La mañana estaba fresca y yo esperaba entre matorrales y mirando unos pájaros que comían en unos juncos. Después de un rato apareció una camioneta y me llevó. El camino siguió entre los arbustos y los árboles. En un momento llegamos a un río y nos subimos directamente a una balsa muy pequeña, y poco después nos empezamos a mover lentamente (muy muy lentamente). La balsa la movía un tipo a mano: un cable grueso de hierro pasaba de lado a lado del río y estaba unido a nosotros a través de una polea que el balsero hacía girar con sus brazos y su espalda. El tipo le daba vueltas y vueltas a la polea y todo avanzaba de a milímetros. Él mismo, la cabina, la balsa, la camioneta, el conductor de la camioneta y yo: todo avanzaba lentamente con la fuerza del balsero. Yo, desde la caja de la camioneta, si miraba hacia atrás o hacia adelante veía camino y pastizales; si miraba hacia la izquierda veía el río; y hacia la derecha, el balsero en su cabina y el caribe. El río debía tener solo unos 30 o 40 metros de ancho pero tardamos bastante en cruzarlo. Cuando llegamos al otro lado seguimos viaje sin pagar, parece que el servicio era gratis.
Y seguimos viaje hasta Corozal. Ahí me tomé un bus destartalado hasta la frontera e hice los papeles de Belice.
Había leído que entre Belice y México hay una zona franca y me dieron ganas de ir a ver cómo era. No es un lugar ni mínimamente turístico: tuve que andar preguntando y cargando la mochila por unos caminos que parecían un aeropuerto abandonado. Cuando llegué vi que había algunas personas entrando por una abertura entre rejas. Todos pasaban mostrando una credencial a un tipo de seguridad. Cuando quise pasar, el tipo me paró y me preguntó a dónde iba. Le dije que a la zona franca, y le pregunté si podía pasar. Me dijo “sí, claro”.
Entré por una calle de locales comerciales, muy ancha, con bulevard en el medio, pero que solo parecía tener dos cuadras de largo. Los negocios estaban cerrados, los empleados iban llegando, todavía era las ocho y media de la mañana. Cuando llegué a la primera esquina, un coche paró a mi lado, bajó la ventanilla y un tipo me preguntó si yo era cubano. Le dije que no. Cerró la ventanilla y se fue. Ahí doblé a la derecha por otra calle ancha pero sin bulevard. Los negocios ya empezaban a abrir.
Caminé por una cuadra bien larga mirando ofertas tipo “5 calcetines coreanos por 20 pesos”. Cuando llegué al final todo terminaba abruptamente. Los últimos negocios daban lugar a unos pastizales y más lejos empezaba la selva. A la derecha se veía un alambrado. Rodeé el último negocio para ver que había por detrás y solo había terrenos baldíos, algo de basura, más pastizales y también la selva en el fondo. No había manzanas, solo negocios sobre las calles anchas, y solo tenían pintada la fachada. Lo que antes me había parecido como un centro comercial de una ciudad mediana, ahora me parecía un montaje para una película de Hollywood.
Cuando me sacié los ojos de playones abandonados volví a la calle que estaba viva, pregunte precios de cámaras de fotos a unos hindúes y me fui para México.
Post navigation
2 Comments
Comments are closed.
Uy Juli, cuánto hace que no te leía… me tengo que poner al día. Tus escritos siguen muy interesantes y entretenidos. Buen viaje nene, te sigo leyendo. Besitos. Vicky Francisco.
ya te iba a decir que extrañaba tus comentarios 🙂
besos