Ahora vamos en busca del cebil (Anadenanthera colubrina), el árbol sagrado de los aborígenes del noroeste argentino. Subimos la cuesta del Portezuelo para cruzar la sierra y entrar en la poco visitada zona este de Catamarca. Paramos en la pequeña villa de Ancasti, que es cabecera de departamento aunque solo tiene tres manzanas y algunas calles que se pierden en el terreno ondulado. Una de las manzanas es la plaza. En la plaza hay once casas y una iglesia. Una de las casas es la municipalidad. Ahí entramos para preguntar cómo podíamos llegar a los sitios arqueológicos de La Tunita y La Candelaria y ver las pinturas rupestres de la cultura de Aguada.
–En un rato voy hacia la zona de La Candelaria, si quieren los llevo –propuso Antonio.
–Genial.
Fuimos en camioneta.
–¿Vos trabajás en la municipalidad?
–Bueno… sí… soy el intendente.
–Ah.
También fuimos hablando del cebil, de cómo la gente de la zona usa su dura madera como leña y la corteza con taninos para curtir cueros.
–Tengo entendido que los indios usaban también las semillas.
–Sí, se dice que hacían sustancias alucinógenas.
–Qué bueno.
Antonio estacionó la camioneta al costado de un alambrado. Caminamos por el bosque.
–Este es un cebil.
–Qué bien.
Los cebiles rodeaban la cueva. Entramos. Nos quedamos alucinados. Me cuesta describir esas pinturas. Cuesta ubicarlas en el pasado. Es difícil entender por qué están ahí como abandonadas en el bosque.
Pero qué placer.
El escenario no dejaba muchas dudas sobre la relación entre el cebil y las pinturas: están ahí los árboles, están ahí los morteros tallados en el suelo de piedra, están ahí las vainas de las semillas caídas junto a los morteros, exactamente debajo de las pinturas psicodélicas.
Todas las vainas estaban secas, no pudimos encontrar ninguna semilla.
Después acompañamos a Antonio a recorrer caseríos y ranchos de la zona. Fuimos testigos de un trabajo de intendente atípico. En uno de los ranchos probamos empanadas de polenta y azúcar. En ese lugar vivía una pareja, el hijo, el abuelo, algunos perros, algunas codornices (Coturnix coturnix) y un loro hablador (Amazona aestiva) llamado Chan (su compañero Jakie había muerto). La mujer del rancho estuvo encantada de ofrecernos empanadas de polenta. El hombre del rancho había trabajado durante veinte años como “becario” en la municipalidad. Justo antes de las elecciones, la administración anterior le había subido la beca de 800 pesos a 1200 por cinco horas diarias de trabajo. Ahora el nuevo intendente lo puso en blanco, en planta permanente, con un sueldo de 4500 pesos. Poco antes de irnos, la mujer y el intendente estuvieron gastando al tímido hijo por una supuesta novia rubia. El intendente se reía, la madre se reía, el loro también. Después la madre pidió a Antonio que haga lo posible para que el hijo pueda entrar a la policía. El intendente contestó que sí. El loro no dijo nada.
Ahora estamos de vuelta en Ancasti. Antonio prometió ponernos una camioneta mañana para acercarnos al sitio arqueológico La Tunita.