Descendiendo hasta el Caribe

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Después de aquellos pocos días en Guyana, volví a cruzar el río Tacutu hacia Brasil. El mismo tipo que me había llevado volvió a cruzarme en su canoa en sentido opuesto. Y yo volví a estrecharle la mano.

–¿Qué llevas en tu mochila?
–Ropa y no mucho más.
–Ah…

Entonces atravesé el extremo norte del gran país amazónico, donde me pareció ver menos casas de madera recién pintadas.

Vende-se picole e sorvete

Al cruzar a Venezuela tuve que esperar varias horas en Santa Elena de Uairén. Después de dejar la mochila en la casilla donde vendían los pasajes, salí a caminar por los valles de los tepuis.

Julián de Almeida Besonias (Large)

Y una vez más seguí viaje en bus, cruzando la Gran Sabana, sin detenerme en el monte Roraima ni en el salto del Ángel.

Tras varias horas de sufrir un frío desproporcionado, en un viaje nocturno con aire acondicionado delirante, bajé en Ciudad Bolívar, muy temprano en la mañana. Desde la terminal tome un bus al centro en el que fuimos escuchando música caribeña a todo volumen. Me pareció que, por momentos, los pasajeros aplaudían al ritmo de la música; sensación que atribuí a la falta de sueño o a la hipertermia.

En el centro caminé por calles un poco sucias, entre negocios que aún no abrían. Y entonces me di cuenta de que no tenía ni idea qué era lo que estaba haciendo ahí. O más bien entendí que no quería estar ahí. También puede ser que no haya entendido nada, pero de todos modos, casi sin pensarlo, volví a tomar otro bus de regreso a la terminal. Y sí, este también tenía parlantes gigantescos y la música a todo volumen. Y también la gente, cada tanto, daba dos aplausos al ritmo de la música. Me pareció raro y me quedé observándolos a todos. Qué extraño es acercarse al Caribe, pensé, la gente es muy feliz acá.

Aunque había algo que no me convencía: era demasiado temprano para aplaudir al ritmo de la música. Además, los rostros cansados de madrugadores rumbo al trabajo no parecían coincidir con el alegre sonido de las maracas y los tambores. Entonces, al observar que no había timbres en nuestro vehículo, comprendí mejor la situación: los aplausos eran para indicar la parada al conductor y con ese volumen de música resultaba imposible no aplaudir a ritmo.

Una vez más varias horas en bus, hasta el final del camino. En Puerto La Cruz, después de haber recorrido dos mil kilómetros hacia el norte, metí los pies en el mar Caribe por primera vez en mi vida. El agua me pareció sucia y no muy cálida.

No recuerdo mucho qué hice ese día. Probablemente recorrer a pie la ciudad portuaria esperando el ferry nocturno que me llevaría a Isla Margarita. Solo me viene a la mente la imagen de haber entrado a tomar un helado en una especie de mercería en la que tenían tres o cuatro tachos de algo congelado de colores pastel.

El ferry me pareció inmenso, uno de esos barcos a los que cuesta contarles la cantidad de cubiertas. Una vez más el viaje era nocturno y tuve que tirar mi bolsa de dormir sobre una de esas frías cubiertas exageradamente iluminadas durante toda la noche.

Ya en Isla Margarita caminé por las calles de Porlamar buscando alojamiento. Recorrí varias pensiones que me parecieron un poco caras, preguntando, caminando y cargando la mochila por barrios de casas bajas y paredes descascaradas. Entonces me senté en el cordón de la vereda y me puse a llorar.

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