Triple frontera Brasil, Colombia, Venezuela

Vamos hacia Venezuela por un paso remoto y notablemente desconocido. La última parada fue São Gabriel da Cachoeira, Brasil, donde tuvimos que esperar un mes para encontrar una embarcación que nos llevara más al norte. Ahora vamos remontando el Río Negro en el crujiente barco del Bamba. Los motores rugen día y noche: de día para avanzar, de noche para mantener encendidas un par de heladeras con provisiones y para bombear el agua que se filtra entre las tablas del casco. Siempre tiene que haber alguien despierto controlando que los motores no se apaguen.

Hay doce hamacas en la cubierta de abajo y doce en la de arriba. La primera noche la cocinera venezolana Laurita y su hijo Jesús durmieron en la de arriba con nosotros. Las siguientes noches Laurita durmió con el capitán. Como siempre nos ocurre con los niños, hemos hecho buenas amistades con Jesús. Él ya aprendió que la mitad de las cosas que le digo no tienen sentido. El tripulante Abelardo es venezolano y trabaja sin parar. El tripulante Seu Yuca es brasileño, simpático y agradablemente embustero. Los rulos canosos se le escapan por debajo de la gorra y siempre se muestra sonriente. Hay dos señoras mayores e indígenas, una de 72 años y la otra de 69. La de 72 se llama Severiana, nació en Brasil pero vivió toda su vida en Venezuela y ahora está tramitando la nacionalidad brasileña, ella solamente nos acompañará hasta Cucuí. La de 69 años es venezolana, dice que una vez pensó en mandar a matar a su marido pero que después decidió irse a Cuba. Ahora, en el barco, se queja de todo, principalmente de cualquier cosa que haga Wilson. El brasileño Wilson es garimpeiro, es decir, buscador ilegal de oro. Los garimpeiros son ilegales por el impacto ecológico que generan al remover la tierra y al usar mercurio en la separación del metal. Trabajan en campamentos bien metidos en las profundidades de la selva. Algunos han tenido conflictos armados con los nativos, los militares y algún otro que se les ha cruzado en el camino. Wilson es simpático, extrovertido, verborrágico, con buen sentido del humor y devoto de la cerveza. Es garimpeiro buzo, la especialidad más riesgosa. Nos cuenta que se sumerge hasta seis horas seguidas y hasta treinta metros bajo el agua. Con grandes mangueras succionadoras los buzos remueven el fondo del río en total oscuridad. Seis horas… en el fondo del río… a oscuras. El mayor riesgo proviene de la posibilidad de una interrupción en el flujo de aire que le bombean para respirar. Un motor que deja de andar, un tronco que se engancha en una manguera, cosas así. El buzo podría salir rápido a flote pero la despresurización vertiginosa genera burbujas en la sangre y muerte. Wilson nos comenta que acaba de venir de Pico da Neblina, el punto más alto de Brasil. Es una zona de muy difícil acceso en tierras yanomamis, un territorio conflictivo, los propios yanomamis prohíben la entrada al lugar a cualquier persona que no sea de su tribu. El conflicto principal es justamente por los garimpeiros. Los nativos no quieren que nadie entre a destruir sus hábitats. Pero Wilson nos dice que estuvo una semana ahí en paz con los yanomamis y que logró extraer casi un kilo de oro. También nos cuenta que en algún momento trabajó en las cocinas de cocaína, pero que ya no.

Wilson no es el único garimpeiro a bordo, también está el brasileño Nelson. A pesar del parecido de sus nombres y sus profesiones, no los confundo. Nelson también es amable y sonriente pero, en cambio, él es indígena, callado, calculador y más bien tranquilo. Además tiene un collar del que le cuelga una piedra dorada de forma retorcida y caprichosa, un pedazo de oro en bruto que el alquimista Wilson ya habría convertido en cerveza. Nelson nos cuenta que hace unos veinticinco días también anduvo por Pico da Neblina donde trabajó pagando a los yanomamis una comisión de tres gramos por mes. Dice que se fue porque ahora se pusieron más duros. Me quedé con ganas de preguntarle a qué se refería.

Al atardecer del segundo día de viaje llegamos a Cucuí, que es la última población antes de la triple frontera. Desde el pequeño pueblo hacia el norte se puede ver la imponente Piedra de Cocuy (1°14′8″N, 66°49′10″W) ya en territorio venezolano. Es una montaña compuesta por una roca de 400 metros de altura que emerge sobre la selva. La piedra se formó en el precámbrico, es decir, en la primera etapa geológica del planeta, muchos millones de años antes de que se formara el continente sudamericano, incluso muchos millones de años antes de que se formara el antiguo supercontinente Pangea. Esa gigantesca piedra está ahí no solo desde antes de que existiera el concepto de “lugar” sino desde antes de que existiera ese “lugar”.

En el pueblo de Cucuí se encuentra el último puesto de control brasileño. Ahí los militares nos chequearon los documentos y hasta nos sacaron fotos. Luego dormimos en el barco amarrados al muelle del pueblo.

Por la mañana tardamos en salir. Primero los tripulantes estuvieron un buen rato ocultando grandes mangueras en el fondo de la bodega del barco. Según me explicaron, transportamos material para los garimpeiros: gruesas mangueras para la succión del barro y unas cincuenta piezas de hierro llamadas caracoles, que se usan para fabricar las bombas de succión. Nos dicen que el problema no es que el cargamento sea ilegal sino que es la principal razón que disponen los militares venezolanos para intentar sacarles todo lo que puedan.

Que no te mangueen la manguera.

Luego estuvimos varias horas simplemente esperando. Parece que, desde algún lugar río arriba, un informante se encuentra oteando la costa venezolana a la espera de que los militares se vayan a almorzar.

En algún momento arrancamos a toda marcha y, luego de salir de Brasil cruzando la invisible triple frontera, fuimos arrimados al lado izquierdo, junto a la costa colombiana, sin despegar los ojos de la costa venezolana, intentando llegar a la Guadalupe antes de que nos interceptaran los militares bolivarianos.

Llegamos. Según Abelardo, tal vez no nos hayan seguido porque no debían tener combustible. Aunque también había posibilidades de que nos interceptaran más adelante.

Esta parte la explica mejor Vane en este video:

En La Guadalupe tuvimos que mostrar los documentos. El lugar no es mucho más que una oficina militar colombiana junto a una gran antena parabólica destruida por el abandono, una pista de aterrizaje de tierra y un par de familias de la etnia kurripako que, según nos informa el empleado militar, ahora son pocas debido a los desplazamientos por conflictos con la guerrilla.

Algo que me resultó gracioso es que, ante una pregunta del militar, Nelson respondió que era agricultor. Luego, ante la misma pregunta, Wilson respondió directamente que era “garimpeiro”. Entonces Nelson, sonriente, tradujo como “minero”. Y así quedaron completos los papeles migratorios.

En algún momento, mientras seguíamos amarrados a la costa selvática de La Guadalupe, se escuchó que se acercaba una lancha a todo motor. Entonces los tripulantes se apuraron a esconder las mangueras y los caracoles sumergiéndolos en el río. Luego Laurita nos dijo que venían los venezolanos y nos pidió que los filmáramos para que quedara constancia de los hechos. Pero Wilson opinó que mejor no filmáramos nada, que somos argentinos, que no tenemos nada que ver con eso, que no nos metiéramos en problemas.

Yo, argentino.

Finalmente, con los militares venezolanos ya a la vista, decidimos hacerle caso a Laurita y filmar, aunque con disimulo. No ocurrió demasiado, los soldados  llegaron desde el sur, se aproximaron a nosotros aminorando la marcha, realizaron una curva cerca del barco, hicieron gestos de amenaza y, sin detenerse, volvieron a acelerar el motor perdiéndose río arriba, supongo que conscientes de no poder tocar tierra colombiana.

Vene zolanos.
Se van zolanos.

Luego las horas pasan mientras los tripulantes aprovechan para hacer arreglos mecánicos.

Enseñándole a Jesús a caminar sobre el agua.

Alguien nos cuenta que el plan es salir a la una de la mañana protegiéndonos en la discreción de la oscuridad de la selva. Pero no resulta ser así. Entiendo que en algún momento hay cambio de planes. Vamos a separarnos: Seu Yuca se queda con un bote con los materiales escondido en algún arroyo selvático colombiano mientras nosotros seguimos viaje remontando el Río Negro, que ahí lo llaman río Guainía.

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Finalmente llegamos a San Felipe, el destino final de nuestro barco, un pueblo colombiano asentado sobre un puñado de calles de tierra. Nos cuentan que solía estar controlado por la guerrilla hasta hace muy poco, por las FARC, las recientemente desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, pero hace unos diez años llegaron los soldados del ejército colombiano y tomaron el pueblo. Dicen que la guerrilla no ofreció resistencia, simplemente cruzaron a Venezuela.

El barco de Bamba se quedará unos cinco días en San Felipe vendiendo los productos que trae desde Brasil. Me pregunto qué hace con los pesos colombianos obtenidos en las ventas, y tal vez la respuesta sea comprar oro a los garimpeiros y venderlo a mejor precio de vuelta en su país. Algo que no quiero asegurar.

El Bamba nos deja quedarnos en el barco, incluso nos da de comer. Seguimos alimentándonos de las excelentes comidas que nos hace Laurita desde que salimos de São Gabriel. Hay muy buen clima acá y nos da la sensación de que el capitán les cae bien a todos en esta región. Es el que trae provisiones, el que los comunica con Brasil, el que les compra los productos locales. Los indígenas se acercan al braco ofreciendo algún casabe, ananá o açaí y Bamba no discute el precio. Aunque en realidad no es por precio sino por intercambio: un paquete de harina, arroz, azúcar, lo que se necesite.

Y además a Laurita y el capitán se los ve enamorados, felices.

En frente, del otro lado del río, se encuentra el pueblo venezolano de San Carlos, que es bastante más grande que San Felipe, algo así como diez cuadras por diez cuadras. Es el único pueblo en muchísimos kilómetros a la redonda en el selvático estado de Amazonas. Abelardo nos explica que hasta hace unos años tuvo un gran desarrollo por la inversión social del chavismo, pero que ahora está todo parado, no hay ningún negocio allá enfrente, eso dice. Ya lo veremos con nuestros propios ojos. Hacia allá es hacia donde pretendemos dirigirnos, luego hacia el fantástico brazo Casiquiare, a las tierras yanomamis, a seguir viaje rumbo al Orinoco.

São Gabriel da Cachoeira (a Venezuela por una frontera remota)

Ya partimos de Manaos remontando el Río Negro, vamos hacia Venezuela. Intentaremos entrar por la selva. Queremos llegar a las muy aisladas aldeas de la etnia yanomami en el extrañísimo y remoto brazo Casiquiare entre las nacientes de las cuencas del Amazonas y del Orinoco. Será la tercera vez en mi vida que pretenda llegar a las tierras de los yanomamis. Las veces anteriores intenté ir accediendo por Venezuela desde Puerto Ayacucho. La primera fue en 1999 y me faltó tiempo (o mucho dinero), la segunda en 2012 y me faltó dinero (o mucho tiempo). Esta vez lo probaremos desde Brasil y espero que tengamos suerte (o mucha paciencia).

Primero viajamos durante cuatro días en el barco Lady Luiza rumbo a São Gabriel da Cachoeira. Ahí debíamos sellar la salida del pasaporte y tramitar permisos para seguir por tierra indígena. El viaje fue notablemente agradable. El Río Negro es el afluente más caudaloso del Amazonas y también el curso de aguas negras mais grande do mundo. Un río oscuro y cristalino al mismo tiempo, como si viajáramos flotando sobre té. Las orillas son de selva mechadas con playas de arenas blancas. El borde entre el agua y la arena se ve rojizo por los taninos y fenoles procedentes de la infinidad de plantas que se descomponen en las vertientes. La limpidez del agua se debe a que la cuenca se encuentra en terrenos sin montañas jóvenes, sin glaciares en sus nacientes, tierras antiguas donde el tiempo ha lavado la mayor parte de los sedimentos.

Fue el mejor barco hasta ahora. La comida era abundante y variada. Almorzábamos tanto que llegábamos sin el más mínimo hambre a la cena, para volver a embucharnos como gansos de foie gras. La cubierta principal de hamacas sorprendentemente tenía aire acondicionado, un lujo inesperado para lo que normalmente se entiende por viajar en hamaca. Era un barco evangélico, no se vendía alcohol y hasta hubo misa. Y la calidad se reflejaba en el precio: 380 reales.

São Gabriel da Cachoeira es una población emplazada a unos treinta kilómetros por debajo de la desembocadura del río Vaupés en el extremo noroeste de Brasil. A esa altura ya se pueden ver algunas montañas que emergen aisladas entre la selva. El pueblo tiene 20 mil habitantes y el municipio unos 40 mil, donde el 85% son originarios. Es el municipio más indígena del país. Además del portugués, las lenguas oficiales también son el tucano, el ñe’engatú (un primo lejano del guaraní) y el kurripako. Cuando las aguas del Río Negro están bajas casi no hay forma de que llegue mercadería desde Manaos y eso era lo que había ocurrido justo antes de que llegáramos. Nosotros fuimos con la crecida, el día en que se reestableció el abastecimiento. La pequeña ciudad llevaba una semana sin huevos ni cerveza. La escasez de huevos no había generado demasiados problemas, pero la falta de cerveza produjo una situación tan tensa que estuvo a punto de hacer caer al gobierno local.

Saudade de cerveja.

Habíamos pensado pasar pocos días en São Gabriel pero la estadía fue extendiéndose. Primero porque el trámite de los permisos de la FOIRN y la FUNAI para entrar en tierras indígenas duraron dos semanas (que finalmente no eran necesarios, ya que nadie iba a pedirnos nada viajando por el río) y luego porque conseguir un barco que nos llevara más al norte costó esas dos semanas y otras dos más.

tel. 3471-1632 / foirn@foirn.org.br

Los primeros quince días lo pasamos en la casa de Alysson, único hospedador de couchsurfing de la ciudad, un biólogo muy buena onda con el que recorrimos la selva y los igarapés rojizos de los alrededores. En lo de Alysson además conocimos a Boban, un serbio también muy buena onda, que se alojaba en su casa, el couch más largo que hemos visto hasta ahora, hacía seis meses que vivía ahí. Caminamos por la selva, compartimos un San Pedro y rapé, nos reímos bastante.

Me río rojizo.

El resto de los días quisimos tomarnos unas vacaciones dentro del viaje y nos alojamos en el desvencijado Hotel Walpés con vistas a las sorprendentes playas blancas del rojizo Río Negro y también al puñado de ebrios que suelen quedar desmayados especialmente en esa zona, aunque no particularmente en un lugar determinado: notamos que los borrachos locales, aprovechando lo económica que es la cachaça por ahí (un dólar el medio litro) terminan quedando inconscientes en lugares variables de la vía pública, habitualmente con el cuerpo contorsionado sobre algún escalón, reflejando el momento determinante en que la lucidez es superada por el desnivel del terreno.

Mi lucidez es superada a todo nivel.

(Hay más fotos en el Instagram de Vane)

https://www.instagram.com/p/BhrVN4xgEFZ/

La pasamos muy bien en São Gabriel, lo único que nos preocupaba un poco era que la prolongada estadía mermaba nuestras reservas de doxiciclina, de la cual no quisimos prescindir en estos días en una ciudad que, con solo 20 mil habitantes, tiene 13 mil casos de malaria por año. Pudimos conseguir algunas pastillas más en el hospital, pero nada en las farmacias que siguen un poco desabastecidas por los últimos días de aguas bajas.

Si hay malaria, que no se note.

La primera opción de trasporte río arriba había sido un barco militar que prometió llevarnos gratuitamente hasta Cucuí, ya muy cerca de la frontera. Alguna vez se construyó una carretera interna para llegar hasta ahí, pero hace unos años la crecida de un río arrastró uno de los puentes, luego el arreglo se atrasó y ahora la vía está impasable y un poco engullida por la selva. Hoy en día solo se va por río, el mismo Río Negro que además conecta una enorme cantidad de comunidades originarias, según podemos ver en los excelentes mapas que con seguimos en ISA (Instituto Socio Ambiental). Pero el barco militar se atrasó un día, luego dos, luego tres y un sábado nos dijeron que no saldrían ni ese día ni el domingo, que tal vez el lunes. Cuando fuimos el lunes muy temprano ya habían salido el domingo y no habría otro barco militar hasta dentro de uno o dos meses. Probablemente alguien en la cadena de mando no quiso llevarnos.

Hubiera sido un golazo ir gratis.
Qué pena

La segunda opción fue una canoa techada de una familia tucano que tardaría varios días en llegar a Cucuí. Una mañana lluviosa no nos entendimos del todo y también partieron sin nosotros. Tal vez así haya sido mejor porque no daba la sensación de que entrara más gente en esa canoa. La tercera opción fue otra canoa con techo al mando de Rafael (venezolano) y Norberto (colombiano) que podría llevarnos hasta San Felipe, ya en Colombia, frente a Venezuela, siempre y cuando lograran vender un motor fuera de borda para comprar combustible. Cosa que nunca ocurrió.

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Vane con Saudade.

Finalmente, luego de extenuantes jornadas yendo y viniendo bajo el sol  por largas calles de tierra amazónica, conseguimos un agradable y crepitante navío de madera, el barco del Bamba, para continuar rumbo a la recóndita frontera con Colombia y Venezuela.

Lleva mercadería pero también tiene espacio para algunas hamacas. Cobra 250 reales hasta San Felipe e incluye la comida de los tres días de viaje que hay por delante.

Por el Amazonas hacia Manaos

Lo más curioso de Leticia fue que el primer día conocimos a un cabo del ejército que nos ofreció invitarnos con cerveza, marihuana y cocaína (esta es la segunda vez que visito Colombia y en ambas oportunidades me ocurrió que me ofrecieran dadivosamente cocaína en el primer día en que piso el país). Algunas cosas aceptamos, otras no.

En un momento de la noche, a mi pedido, el cabo nos contó sobre un enfrentamiento con la guerrilla. Era una historia larga en la que hubo siete muertos, incluyendo un niño de doce años que pasó su última noche escondido en la selva. Fue una persecución de ocho días en las que los militares sufrieron demasiada hambre y envidiaron la Coca-Cola y el tabaco de los guerrilleros. Con potentes binoculares podían verlos beber y fumar en la ladera opuesta del valle y se les estrujaba aún más la panza. La tortura del hambre y de la envidia terminó con un avión de apoyo que llegó con pollo asado. No recuerdo bien cómo terminaba la historia pero el saldo de muertos era a favor de los militares.

Tardamos tres días y medio en barco desde la triple frontera hasta Manaos. Pagamos 200 reales. En Brasil los barcos son mucho más caros que en Perú, pero también mucho más cómodos y la comida pasa de ser miserable a exageradamente abundante. Viajamos en O Rei Davi. Pasamos horas en las hamacas, miramos la selva, compramos una cachaça en una de las pocas paradas en algún pueblo selvático, pescamos e hicimos amistades y charlamos con unas uruguayas porque siempre es bueno charlar con uruguayos. Aunque creo que lo mejor que hicimos fue este video de Vane, un proyecto titánico:

Manaos nos recibió con el calor de la selva talada. Es una ciudad agradable y aplastante. Terminamos durmiendo en un hotel antiguo en el barrio más picante del centro. A las tres de la mañana nos despertamos por golpes en la puerta. Del otro lado un murmullo en portugués decía que era la policía. Dormido, me tomé un tiempo para pensar opciones que no tenía. Pedir identificación, hacer preguntas, hablar en portugués a través de la puerta robusta. Finalmente decidí abrirles.

Parecían policías. Eran dos. Entraron y revisaron superficialmente las mochilas y nos explicaron que venían por una denuncia, buscaban a una pareja con un bebé. Y se fueron. Tal vez porque no parecía haber bebés en las mochilas.

Visité tres veces Manaos en los últimos veinte años y lo que más me ha llamado la atención es como se ha ido deteriorando mi capacidad de sacar fotos en la gran ciudad amazónica. Saqué cuatro fotos analógicas en 1999, tres fotos digitales en 2012 y solo una con el celular en estos días.

Actualidad. Ayahuasca en Parque do Minfdú.

Ahora conseguimos alojamiento por couchsurfing en la casa de Amanda y Claudio en un barrio alejado (en Brasil todo es alejado). Tenemos que esperar unos días hasta que parta el Lady Luiza, el barco que puede llevarnos subiendo varios días por el Río Negro hacia São Gabriel da Cachoeira, la ciudad más indígena del Brasil. La idea es seguir hacia el norte e intentar entrar a Venezuela por una recóndita zona del estado de Amazonas. Tendremos que tramitar permisos para atravesar tierras indígenas.

(La llaga del brazo se me está curando.)

Trekking Isla Grande – Días 17 a 19

Teníamos por delante el camino más difícil, el sendero entre las pequeñas playas de Caxadaço y Santo Antonio. Desde que empezamos la caminata venimos pensando en este tramo. Porque es un camino que no figura en ningún mapa, porque nos alertaron de que es fácil perderse, porque nos dijeron que los que lo hicieron fueron atando cintitas en los árboles para marcar el trayecto y porque sabemos que hubo casos de gente que murió al perderse en la isla. Pero no nos preocupa tanto: tenemos comida, agua, carpa y GPS. Tal vez lo más intrépido de la situación sea que nadie sabe que estamos acá y, si ocurre algún accidente, nadie vendrá a rescatarnos.

Día 17. Aunque salimos de la carpa poco después del amanecer y lo más sensato hubiera sido comenzar la caminata bien temprano, Vane me pidió que pasáramos medio día en Caxadaço. Eso hicimos porque esa pequeña bahía es muy agradable: agua turquesa rodeada de rocas enormes y de selva.

Después del almuerzo, machete en mano, empezamos a trepar la montaña por lo que suponíamos que era la senda a Santo Antonio. Por momentos parecía que íbamos bien encaminados y por momentos no. A veces creíamos claramente que avanzábamos por una trilha y a veces simplemente parecía que trepábamos por esos rastros que dejan los desagües naturales de las lluvias. Nos tranquilizaba el hecho de que, cada tanto, encontrábamos una rama macheteada o marcada con una cinta plástica ya reseca y desteñida por el tiempo.

Pero en algún momento nos dimos cuenta de que estábamos un poco perdidos, avanzábamos haciéndonos camino entre ramas y ya solo nos guiábamos por escasos cortes que aparecían esporádicamente sobre los troncos y que parecían estar hechos hace años. Probablemente estuviéramos siguiendo los rastros de alguien tan perdido como nosotros. Acabábamos de salir y ya habíamos extraviado el camino, la travesía iba a durar más de lo que pensábamos. Y Vane se atrasaba aún más, porque sus frondosos rulos se enganchaban en todas las enredaderas.

Pensamos en volver por nuestros pasos, pero íbamos subiendo y bajando el morro con las mochilas pesadas y las gotas de transpiración cayendo por la frente, volver era muy desmoralizante.

Decidimos que, mientras no tuviéramos que gatear bajo las ramas, íbamos a seguir avanzando. Funcionó. Resultó que el que se había perdido antes que nosotros aparentemente pudo reencontrar el camino, porque sus rastros nos devolvieron a la senda. Y ahora sí no había duda que íbamos por una trilha. Aunque no muy ancha porque, finalmente, Vane tuvo que hacerse un par de rodetes a lo Princesa Leia para no quedar colgando de las ramas cada cuatro pasos. Todavía debe haber parte de la selva entre sus rulos.

Luego, todo lo que habíamos subido lo descendimos hasta llegar a un arroyo. Entonces me fijé la hora y las coordenadas en el GPS. Había transcurrido una hora y solo avanzamos 480 metros. Entendimos que, sí queríamos llegar a Santo Antonio ese mismo día, teníamos que apurarnos y, aun así, probablemente llegaríamos con el sol bastante bajo, algo incómodo para encontrar lugar donde acampar. Entonces decidimos quedarnos ahí mismo y volver a arrancar al día siguiente. Porque, además, el lugar estaba muy bien. Teníamos bastante leña, agua potable y salida al mar para intentar pescar algo.

Entonces bajamos un poco por el arroyo hasta encontrar un buen espacio para acampar.

No pesqué nada, solo se me enredó la tanza entre las rocas, pero pasamos uno de los mejores días de la vuelta a la isla en ese lugar tan salvaje.

Cuando se hace camping libre no hay mucho para hacer una vez que cae la noche. El fuego, la comida y lavarse las manos y la cara en el río. Después nuestras risas dentro de la carpa oscura, bajo la selva oscura, entre las montañas oscuras. Porque Vane siempre me hace reír. Estamos lejos de todos y nadie sabe que estamos acá. Eso está muy bien. Eso y los ruidos de la selva.

Día 18. Nos despertamos al amanecer, desayunamos y armamos las mochilas.

Entonces volvimos a la senda y seguimos avanzando.

Después de un par de horas de caminata, llegamos a la conclusión de que el sendero, a pesar de tener algún que otro tramo un poco complicado, no es tan difícil.

Y es de los más agradables de la isla, el más salvaje.

Spilotes pullatus

Al llegar a la pequeña playa de Santo Antonio decidimos pasar el resto de la tarde ahí.

El objetivo final era Lopes Mendes, que es considerada una de las diez playas más lindas del mundo, pero preferíamos llegar bien tarde, porque no está permitido acampar y sí que suele ir bastante gente a esa playa, llegan cruzando la montaña por el otro lado, por un camino relativamente sencillo que viene desde la bahía de Pouso. Por eso pensábamos armar la carpa cuando ya no hubiera nadie en la playa.

Antes de dejar Santo Antonio tuve que meterme con el agua hasta la cintura durante unos cien metros subiendo el arroyo que hay ahí, para llegar a las piedras donde la cosa se pone más potable. Porque, según veíamos en el mapa, esa era la única fuente de agua que teníamos en muchos kilómetros a la redonda.

Para llegar a Lopes Mendes tuvimos que volver a subir y bajar los morros. Llegamos de noche, iluminando el sendero con las linternas.

A esa hora no hay absolutamente nada más que una larga playa de arena muy fina y muy blanca que chilla bajo las botas.

Acampamos por ahí, sobre las hojas crujientes de los almendros malabares (Terminalia catappa).

Día 19. Desarmamos la carpa muy temprano, desayunamos y pasamos el resto de la mañana metiéndonos en el agua turquesa. Teníamos una enorme y solitaria bahía para nosotros solos. Eso estuvo muy bien.

Luego, una caminata larga subiendo y bajando morros hasta llegar a Abraão, donde completamos la vuelta entera a la isla en diecinueve días.

Lo próximo será Buenos Aires.

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El LIBRO

Trekking Isla Grande – Días 13 a 16

En teoría no está permitido caminar desde Aventureiro hasta Parnaioca, pero en la práctica sí se puede. Se supone que no se debe pasar porque es zona de reserva natural, pero en ese lugar no hay nadie, y nadie va a preocuparse porque estemos caminando por playas salvajes.

Entonces, en nuestro día número 13 del largo trekking alrededor de la isla, una vez más cargamos las mochilas y caminamos.

Algunas partes del camino fueron fáciles.

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Otras no tanto.

https://www.instagram.com/p/BXYIAnel-ro/

Recorrimos seis kilómetros sobre la arena y tuvimos que parar a descansar varias veces.

Vamos pesados, llevamos bastante comida. El lado sur de la isla es el más salvaje y no sabemos dónde podremos volver a conseguir una despensa. Tal vez consigamos en el pueblito de Dois Rios, pero para eso falta mucho.

Además, en todo el día no hemos encontrado agua potable y, al llegar al final de Praia do Leste, sentados sobre marcas arqueológicas de miles de años de antigüedad, llegamos a la conclusión de que estábamos un poco justos con el agua. Todavía teníamos que subir el morro, acampar, cenar y desayunar al día siguiente.

Entonces decidimos juntar un poco de mar y cenar sopa. El truco es prepararla con una taza de agua salada y dos de agua dulce. Eso iba a ser suficiente para el resto del día y nos sobraba algo para la mañana siguiente.

En la cima del morro costó encontrar un lugar plano para acampar. Encontramos uno más o menos.

Amanecimos acurrucados en una esquina de la carpa.

Día 14. Parnaioca es muy agradable. Tiene solo cuatro pobladores fijos y tres campings rústicos (a una razón de 1,33 pobladores por camping). El lugar es un relajo, una bahía muy tranquila. Nos quedamos en el camping Dona Marta. Estábamos solos, no había nadie más acampando.

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Ahí conocimos a Xermar, un tipo muy agradable. Trabaja en el camping desde hace poco. Él nos mostró el camino hasta un mirador de piedra oculto entre la selva. Subimos a la gran roca trepando por un árbol.

https://www.instagram.com/p/BXg6XqclBp2/

Día 15. Xermar nos regaló dos pescados. Los metí en la mochila y seguimos rumbo hacia Dois Rios.

Pero no teníamos intención de llegar hasta el pueblo. Habíamos salido un poco tarde y eran más de ocho kilómetros subiendo y bajando por la selva. Preferimos acampar a mitad de camino, cerca de una vertiente de agua (23°11’28″S, 44°12’36″W). Después, usando piedras y ramas verdes, improvisamos una parrilla para cocinar los pescados.

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Día 16. Antes del medio día llegamos a Dois Rios, un pequeño pueblo que supo albergar una cárcel hasta el año 1994. Ahora la mitad de las casas del lugar están en ruinas.

Ahí almorzamos y compramos víveres en el único negocio del lugar y seguimos camino hacia Caxadaço, una pequeña bahía encerrada entre las montañas. Está tan oculta que desde la playa no se puede ver el mar abierto.

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Acampamos.

https://www.instagram.com/p/BX4CN9MFD50/

La idea es salir al día siguiente hacia la playa Santo Antonio por un supuesto sendero que nos dijeron que hay por ahí. No figura en ningún mapa y más de un lugareño nos recomendó no intentarlo. Dicen que no va casi nadie, que está muy cerrado, que podemos perdernos. No nos preocupa, tenemos comida para dos o tres días. Lo intentaremos.

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El LIBRO

Vuelta a Isla Grande – Días 9 a 12

En el octavo día de caminata alrededor de la isla nos dirigimos hacia la Gruta do Acaiá. No sabíamos bien qué había en el extremo oeste de la isla, tan fuera del sendero principal. Y tampoco estábamos seguros de encontrar un lugar dónde armar la carpa. Suponíamos que no vivía nadie por ahí y temíamos que el terreno fuera demasiado escarpado para acampar. Calculábamos que habría cierta posibilidad de que tuviéramos que dormir en la hamaca colgada entre los árboles del camino. Pero, al llegar descubrimos que sí, que alguien vivía ahí, una sola familia, descendientes de indios guaraníes que solían habitar la isla. Acampamos en sus terrenos. Ya atardecía.

En la mañana del noveno día nos metimos a la gruta. La entrada era angosta. Primero entre rocas y luego bajando por un gran tajo horizontal por el cual tuvimos que ir reptando varios metros en la oscuridad.

El viento entraba y salía con fuerza, como si la gruta respirara. Son las olas del mar que empujan por el fondo. La cueva tiene dos entradas: una es el tajo por el que ingresamos, la otra es bajo el agua. Entonces, al llegar al final hicimos silencio, al menos por un rato. Porque es hipnótico. El lado norte de la cueva es agua turquesa que entra y sale haciendo ruidos rítmicos en las rocas.

Después de un rato de relajarnos en la oscuridad turquesa nos acercamos más al agua. Y, sopesando levemente la peligrosidad, nos desnudamos y nos metimos.

Sumergidos se podía ver mejor la salida. Y los peces.

Le dije a Vane que quería bucear y salir por el mar. Me pidió que no lo hiciera y le hice caso. Una de las pocas cosas que me salen bien es aguantar la respiración y nadar en apnea y calculé que no sería más de un minuto de buceo, pero entendí que sería un minuto un poco angustiante para ella. Y bueno, yo tampoco soy un fanático de la adrenalina. Además, el agua marina no es muy cómoda para nadar en apnea, la sal genera mucha flotabilidad y te empuja hacia arriba, hacia las rocas del techo en este caso. Será la próxima.

Ese mismo día levantamos campamento y caminamos hacia el sur de la isla. Fue un trayecto duro con dos grandes subidas. No llegamos a bajar del otro lado, se nos hizo de noche y acampamos en lo más alto de la última subida.

En el décimo día pasamos por Provetá, la segunda población más grande de la isla, un tranquilo pueblo dominado por el evangelismo. Ahí hay una despensa pequeña con una agradable variedad de productos. Compramos fideos, arroz, galletas, dulces y alguna que otra cosa más y descansamos en la playa.

Luego seguimos hacia Aventureiro, pero tampoco llegamos. En realidad no quisimos llegar: preferimos dormir otra vez en lo alto de la selva.

El onceavo día nos despertamos al amanecer, desayunamos y bajamos la montaña.

En Aventureiro, por primera vez en la vuelta a la isla, dormimos dos noches en el mismo lugar, en un camping rústico en la playa. Dos noches de luna llena.

Con más provisiones nos hubiéramos quedado más días.

Lo siguiente será caminar por las largas playas prohibidas de Praia do Sul y Praia do Leste.

Son parte de la Reserva Biológica Estadual da Praia do Sul y en teoría no está permitido pasar por ahí. Pero necesitamos cruzarlas para dar la vuelta entera.

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El LIBRO

Vuelta a Isla Grande – Días 2 a 8

El segundo día caminamos hasta Praia do Funil, una playa más ancha que larga.

Acampamos cerca de ahí, en la selva. Nos costó encontrar un lugar plano pero lo logramos. Limpié las raíces con el machete y la carpa entró justa. Cuando ya estaba armada y con todo adentro, despejé unas últimas ramas y nos dimos cuenta de que la habíamos armado al borde de la entrada de una madriguera. Ya era casi de noche y no daba para buscar otro lugar. Entonces dejamos el alerón de atrás abierto para que, esa noche, saliera lo que tuviera que salir de la cueva.

El tercer día caminamos hasta Baleia, una playa solitaria bien al norte de la isla. El acceso no es fácil, usamos una soga para descender la última parte.

Acampamos ahí.

El cuarto día nos despertamos al amanecer.

Y caminamos por un sendero casi oculto hasta Lagoa Azul, un pedazo de mar  calmo y transparente entre islas.

Donde nos zambullimos a mirar los peces.

Ahí nos relajamos hasta el mediodía.

Luego desacampamos y continuamos caminando hacia el oeste.

Después de unos tres o cuatro kilómetros llegamos a Bananal, un pequeño pueblo de unas veinte o treinta casas donde pudimos comprar pescado, bananas y pan casero. Luego seguimos un par de kilómetros más subiendo y bajando por la montaña selvática. Al anochecer llegamos a Matariz, un pueblo aún más chico que Bananal, una pequeña bahía que alguna vez supo tener una fábrica enlatadora de sardinas instalada por inmigrantes japoneses. Ahora son sorprendentes y agradables ruinas que le dan al pueblo un aire de abandono aletargado.

Nos gustó mucho Matariz y ahí dormimos. Alquilamos una habitación barata para poder descansar sobre un colchón. Hacía semanas que veníamos durmiendo en la carpa. Esa noche el dueño de la casa nos comentó que al día siguiente habría festejos en Praia Longa. Sería San Pedro, la fiesta anual del pueblo.

En el quinto día caminamos ocho kilómetros y medio cruzando dos pasos de unos ciento cincuenta metros de altura y con barro muy resbaladizo. Queríamos llegar a Praia Longa para la fiesta.

En algún momento de la tarde pasamos por Tapera, una bahía con cinco casas en tierra y un bar flotante. A pedido de Vane, nadé hasta ahí y volví flotando con una cerveza en la mano.

Llegamos a Praia Longa al atardecer, justo antes de que se largara la lluvia y comenzara la fiesta. Hubo procesión náutica con el santo. Tres barcos de madera desaparecieron por un rato. A la noche hubo baile.

Por la madrugada hubo gritos y un cuchillo.

En el sexto día lloviznaba pero caminamos igual. Llegamos hasta Lagoa Verde. Acampamos por ahí. No había nadie.

En el séptimo día ya no llovía en Lagoa Verde.

Y caminamos hasta Araçativa.

En el octavo día podríamos haber cruzado hacia el sur de la isla, pero sabemos que hay una cueva bien al oeste, la Gruta do Acaiá. Una cueva que se conecta con el mar. Hacia allá vamos. Aunque luego tengamos que volver un poco por nuestros pasos.

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Trekking vuelta completa a Ilha Grande – Día 1

Darle la vuelta a Ilha Grande, caminando. Eso fue lo que le propuse a Vanesa el día que empezamos a salir. Entonces ella renunció a su trabajo.

Desde aquel momento pasamos más de un año viajando juntos antes de llegar a la isla. En el camino recorrimos Bolivia y el norte de Argentina.

Luego, una vez bajados del ferry, pasamos otros diez días en las playas de agua cristalina cercanas a Vila do Abraão, el pueblo principal de la isla, descansando y relajándonos antes de salir a caminar. Calculábamos que iban a ser más de quince días de trekking.

Nos habíamos enterado de que íbamos a encontrarnos con pequeñas poblaciones de pescadores en el camino, pero nadie nos pudo informar con certeza si había algún lugar donde comprar comida. Entonces cargamos las mochilas con alimentos para una semana y agua para un par de días y empezamos a subir entre los morros por un paso de unos doscientos metros de altura, el único sendero que va hacia el norte de la isla.

Arrancar subiendo la montaña con las mochilas pesadas siempre es duro pero, luego de unas horas de aguante, el cuerpo (el cerebro) se acostumbra.

Cargar el agua estuvo de más: justo al pasar el primer morro nos cruzamos con un arroyo potable (23°07’31″S, 44°11’16″W). Pero con el agua siempre es así, es lo indispensable, siempre hay que llevar de más por las dudas. Llegar a una vertiente con las botellas llenas incomoda, pero hay que acostumbrarse a la idea de que es lo normal cuando no se conoce el camino.

Avanzamos unos seis kilómetros subiendo y bajando por el morro, por la selva, por la playa.

Alouatta guariba

El primer día dormimos en la bahía de Ensenada das Estrelas, en una estrecha franja de arbustos altos entre el mar y un pantano con manglares. Cocinamos fideos con aceite, farofa y condimentos.

Nos despertamos al amanecer.

Desayunamos avena con pasas de uvas, frutos secos, leche condensad y café y volvimos a caminar.

Hoy arrancamos temprano, queremos hacer más kilómetros que ayer.

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Cataratas del Iguazú

Tengo un amigo en Puerto Iguazú. Lo conocí hace mucho tiempo cuando estudiábamos comportamiento de monos en la selva formoseña. Ni bien llegamos a Misiones nos invitó a alojarnos en su casa. Ahora trabaja en el Parque Nacional Iguazú y, por supuesto, también nos invitó a recorrerlo.

La olla de oro en el medio del arcoíris.

https://www.instagram.com/p/BVZ1W1MFAXs/

Y a pasear en lancha por debajo de las cataratas.

Cataratas en los ojos.

Y a alojarnos diez días en una reserva privada que se encarga de contribuir a la formación de un corredor ecológico entre los parques provinciales Urugua-í y Foerster en el Norte de la provincia.

Un mirador con ojos.

Donde vimos una cantidad descomunal de mariposas.

Myscelia orsis

https://www.instagram.com/p/BVa2X9yFqeR/

Y de hongos.

Y de arañas.

Y donde hicimos un temazcal. Para conectarnos con las costumbres de los antiguos de México. Y con el vapor del agua caliente, el frío del río, los sonidos en la oscuridad, la mirada hacia adentro.

La curiosidad revivió al jaguar.

Luego, nuestro amigo nos contactó con el cacique de la comunidad guaraní Yriapú para que pasáramos unos días acampando en la aldea.

Apolillamos cuatro noches ahí.

Con quienes la pasamos mejor fue con los niños.

Caramelos rústicos.

Y sus juegos.

Juguetes rústicos.

Y conocimos a los policías adolescentes con sus cachiporras de madera tallada con la cruz cristiana.

Cachiporras rústicas.

Hubiéramos indagado más en las costumbres organizativas y punitorias actuales de los guaraníes, pero la comunidad en la que estábamos tiene mucho contacto con la cultura occidental. Eso hace que no tengan mucha curiosidad por los visitantes. Al menos no con los que traen poco dinero. Y entonces recorrimos el lugar casi como fantasmas, sin enterarnos demasiado de sus asuntos.

Al salir de Argentina buscamos una forma barata de viajar hasta São Paulo. Preguntando, encontramos a un hippie que nos contó sobre los sacoleiros, gente que trabaja de mula llevando productos importados comprados en Ciudad del Este, Paraguay. Se los puede encontrar preguntando en el Puente Internacional de la Amistad. Con ellos hicimos unos mil kilómetros en bus por el módico precio de 120 reales (unos 36 dólares). Están muy organizados, cada bulto en la bodega del bus tiene el nombre de un pasajero y la mercadería no debe superar los 300 dólares, que es lo permitido por persona entrando a Brasil. Además todos los pasajeros deben memorizar qué mercadería les fue asignada para responder en los controles de aduana. También, se suman productos extras que van repartidos en el equipaje de mano y bolsillos de cada uno de los sacoleiros. Para entrar al bus pasamos entre rejas que formaban pasillos, como si estuviéramos entrando a la cancha o a pabellones carcelarios. A todos los pasajeros nos revisaron con minuciosidad y hasta nos hicieron descalzar para revisarnos dentro de las zapatillas. En mi caso, incluso me abrieron el celular, pero solo encontraron una batería. Todo este control de seguridad no está a cargo de la policía sino de la propia “empresa”. Su preocupación es que alguien les cuele drogas: cuidan su negocio “legal”. Nosotros no éramos parte de la gran movida y solo aprovechábamos el pasaje económico. Supongo que aceptar “pasajeros normales” legaliza un poco la cuestión. Pero, aun así, nos ofrecieron llevar la caja de un IPhone a cambio de darnos 10 reales (solo por transportar la caja vacía). Por las dudas, ante el río revuelto, dijimos que no.

Ahora ya estamos en Ilha Grande.

Rascándonos en el paraíso.

Lo próximo será darle la vuelta a la isla. Serán varios días caminando por morros, selva y playas solitarias de agua cristalina. Suena bien.

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Descendiendo hasta el Caribe

Después de aquellos pocos días en Guyana, volví a cruzar el río Tacutu hacia Brasil. El mismo tipo que me había llevado volvió a cruzarme en su canoa en sentido opuesto. Y yo volví a estrecharle la mano.

–¿Qué llevas en tu mochila?
–Ropa y no mucho más.
–Ah…

Entonces atravesé el extremo norte del gran país amazónico, donde me pareció ver menos casas de madera recién pintadas.

Vende-se picole e sorvete

Al cruzar a Venezuela tuve que esperar varias horas en Santa Elena de Uairén. Después de dejar la mochila en la casilla donde vendían los pasajes, salí a caminar por los valles de los tepuis.

Julián de Almeida Besonias (Large)

Y una vez más seguí viaje en bus, cruzando la Gran Sabana, sin detenerme en el monte Roraima ni en el salto del Ángel.

Tras varias horas de sufrir un frío desproporcionado, en un viaje nocturno con aire acondicionado delirante, bajé en Ciudad Bolívar, muy temprano en la mañana. Desde la terminal tome un bus al centro en el que fuimos escuchando música caribeña a todo volumen. Me pareció que, por momentos, los pasajeros aplaudían al ritmo de la música; sensación que atribuí a la falta de sueño o a la hipertermia.

En el centro caminé por calles un poco sucias, entre negocios que aún no abrían. Y entonces me di cuenta de que no tenía ni idea qué era lo que estaba haciendo ahí. O más bien entendí que no quería estar ahí. También puede ser que no haya entendido nada, pero de todos modos, casi sin pensarlo, volví a tomar otro bus de regreso a la terminal. Y sí, este también tenía parlantes gigantescos y la música a todo volumen. Y también la gente, cada tanto, daba dos aplausos al ritmo de la música. Me pareció raro y me quedé observándolos a todos. Qué extraño es acercarse al Caribe, pensé, la gente es muy feliz acá.

Aunque había algo que no me convencía: era demasiado temprano para aplaudir al ritmo de la música. Además, los rostros cansados de madrugadores rumbo al trabajo no parecían coincidir con el alegre sonido de las maracas y los tambores. Entonces, al observar que no había timbres en nuestro vehículo, comprendí mejor la situación: los aplausos eran para indicar la parada al conductor y con ese volumen de música resultaba imposible no aplaudir a ritmo.

Una vez más varias horas en bus, hasta el final del camino. En Puerto La Cruz, después de haber recorrido dos mil kilómetros hacia el norte, metí los pies en el mar Caribe por primera vez en mi vida. El agua me pareció sucia y no muy cálida.

No recuerdo mucho qué hice ese día. Probablemente recorrer a pie la ciudad portuaria esperando el ferry nocturno que me llevaría a Isla Margarita. Solo me viene a la mente la imagen de haber entrado a tomar un helado en una especie de mercería en la que tenían tres o cuatro tachos de algo congelado de colores pastel.

El ferry me pareció inmenso, uno de esos barcos a los que cuesta contarles la cantidad de cubiertas. Una vez más el viaje era nocturno y tuve que tirar mi bolsa de dormir sobre una de esas frías cubiertas exageradamente iluminadas durante toda la noche.

Ya en Isla Margarita caminé por las calles de Porlamar buscando alojamiento. Recorrí varias pensiones que me parecieron un poco caras, preguntando, caminando y cargando la mochila por barrios de casas bajas y paredes descascaradas. Entonces me senté en el cordón de la vereda y me puse a llorar.

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