En ese momento ni siquiera entendí bien por qué estaba llorando, supongo que era debido a mi juventud y al hecho de haber pasado tantos días sin hablar con nadie. Era mi primer viaje solo, todavía me faltaban aprender varias cosas. Por ejemplo, que si paso muchos días dejando fluir mi monólogo interno, enloquezco. Está muy bien la introspección, pero en algún momento hay que hablar con alguien.
Digo esto porque, antes de secarme las lágrimas, pensé en mis padres. Y entonces recordé que en algún lugar de la mochila tenía una especie de almanaque que me habían dado ya hacía un año en la estación de Retiro con teléfonos para llamar a Argentina desde diferentes países por cobro revertido. En esa época casi nadie usaba Internet ni celulares, la comunicación era otra cosa. Así, con la mochila en el hombro y el almanaque en la mano, caminé unos escasos metros hasta un teléfono público, pensando en que estaba en una isla del Caribe y que esos números no iban a funcionar y que, de todos modos, probablemente no habría nadie en casa a esa hora. Pero después de marcar y e indicarle el número a la operadora, escuché la voz de mi madre. Me sorprendió sentir una felicidad instantánea, como un despertar. Sé que me cuesta evocarlo completamente, pero en ese momento sentí como que se me acomodaban fichas en la cabeza. Era la primera vez que hablaba con mi madre a tanta distancia y, con la inmediatez del acto, no mucho más que alargar el brazo y hablar por un tubo, el mundo se me achicó. Y entonces me salió decirle que me encontraba en Isla Margarita y que estaba todo muy bien, y me sorprendí al darme cuenta de que lo decía con sinceridad.
Un poco confundido pero alegremente recuperado, entré en la primera posada que encontré, sintiendo que el precio de ese lugar horrendo era de las cosas menos importantes del mundo. Y tan era así que ni siquiera pasé esa noche ahí. Esa misma tarde conocí a una chica holandesa en la playa, que me invitó a dormir a su habitación, al otro lado de la isla.