Con los yanomamis

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Estamos en Venezuela. Íbamos en un bote de la guerrilla bajando el río Casiquiare, los originarios baré nos llevaban remando hasta una comunidad yanomami. Todo esto me intranquilizaba un poco. Sé que las cosas suelen salir bien, pero en este caso tenía incertidumbre (más que otras veces) por lo que sería nuestra recepción en la comunidad, los yanomamis son una etnia notablemente cerrada a la cultura occidental y temía que no fuéramos bienvenidos. Mientras nos acercábamos dudé si pedirles a los baré que vinieran a buscarnos después de un par de días o ya quedarnos con los yanomamis y depender de que estos últimos nos regresaran remando. En un momento pensé que tal vez hubiera sido mejor haber avisado a los militares venezolanos en San Carlos, pero solo lo pensé por unos segundos, no más de dos o tres, porque si les hubiéramos avisado podían haberlo tomado como un pedido de permiso para entrar a territorio venezolano y sé muy bien que cuando pedimos permiso a los militares, sin importar lo que sea, la respuesta casi siempre es no.

Salimos del brazo Casiquiare para entrar por un arroyo crecido, con la vegetación inundada en sus bordes. De la misma forma que en el río principal, las aguas del afluente eran rojizas y límpidas. Remamos suavemente río arriba por unos minutos y paramos sobre la derecha donde había dos canoas de tronco y nacía un sendero.

Desengarzar.

Ahí amarramos el bote a unas ramas y bajamos todos: Omar, Ana, sus dos nietos y Vane y yo cargando las mochilas. La aldea (2°00’19″N, 66°57’57″W) apareció enseguida, cinco o seis chozas construidas con ramas y hojas. Los niños y los perros también aparecieron rápido, luego varias mujeres, aunque algunas volvieron a esconderse en las chozas. Era nuestro encuentro con los yanomamis tanto tiempo esperado. Lo primero que noté (me fijé porque era una duda que venía teniendo) fue que las mujeres no estaban usando los típicos palitos que suelen tener incrustados alrededor de la boca. Sí tenían los agujeros pero sin los adornos puestos. Por otro lado, algunas de las mujeres estaban vestidas solo con faldas y la mayoría de los niños andaban desnudos.

Comunidad yanomamis.

Entonces Omar se acercó a una de las chicas que conocía y que sabía que hablaba español y le explicó que nosotros queríamos quedarnos unos días con ellos. Ella contestó que no estaban los hombres de la comunidad, que se habían ido a no sé dónde y regresarían al día siguiente. Entonces Omar preguntó si había problema en que nos quedáramos de todos modos. La mujer dudó un rato pero luego respondió que no había problema. La totalidad de los niños de la aldea, que serían unos veinte, permanecían callados, boquiabiertos y no nos sacaban los ojos de encima.

La mirada de confianza que nos ofrecía la mujer que hablaba español me dejó más tranquilo y por eso le dije a Omar que no se preocupara, que nos quedaríamos ahí y que ya veríamos como volver a Solano con los yanomamis. Los baré se fueron saludando amablemente y nosotros fuimos invitados a entrar a una de las chozas de paja. A diferencia de la puerta, que me pareció muy pequeña, la casa me resultó notablemente grande, imaginé que era una choza multifamiliar, al estilo yanomami. Luego me enteraría de que efectivamente la aldea estaba formada por cinco chozas en las que se repartían doce familias. En realidad los yanomamis suelen vivir en un shabono, una gran estructura de ramas y paja en forma circular y sin techo en el centro en la que vive toda la comunidad. La mujer que hablaba español, que se llamaba Sharama, nos explicó que la aldea de ellos era relativamente nueva, antes pertenecían a otro grupo que vive río arriba y ahí sí vivían en shabono, pero hubo problemas entre las familias y entonces decidieron irse. Ahora están acá y optaron por construir las casas cuadradas copiando el estilo de los kurripako, les resulta más fácil siendo una comunidad pequeña. Tal vez las casas separadas les den más intimidad y menos roce. En todo caso la división de hogares debe haber cambiado sustancialmente su forma de vida.

Paja hacer un shabono.

Como todo pueblo originario los yanomamis sufren la inevitable y progresiva occidentalización, pero en este caso es mucho más reciente y menos profunda debido a que, si bien fueron contactados desde el año 1800, no fue hasta mitad de siglo pasado que han tenido una interacción más permanente con misioneros, médicos o antropólogos. Y, de todos modos, los más conectados son los que viven en las zonas bajas de los ríos; en cambio en la cabecera de los afluentes, pasando los rápidos, hay yanomamis con muy poco contacto. Los garimpeiros que hemos conocido en estos días nos han contado de esas tribus, dicen que viven ahí alimentándose de la selva, curándose con sus hierbas, enseñándose entre ellos. Incluso más alejados hay comunidades no contactadas, que los propios yanomamis llaman moxateteus. Puedo imaginar cómo viven en esos shabonos viendo documentales de los años ’70 sobre los yanomamis recién contactados en aquella época.

En algunos videos se puede ver la peligrosidad de cruzarse con pueblos que pueden ponerse agresivos como en este caso:

The Ax Fight (1975) de Raymond James.

No duramos mucho dentro de la choza, enseguida nos hicieron dejar las mochilas y salir. Luego Sharama nos presentó a un adolescente diciéndonos que nos iba a llevar a recorrer el lugar.

No fuimos muy lejos, el pibe nos mostró las plantaciones de yuca, de plátano y un arroyo con agua cristalina donde sacan para tomar y pescan. También nos contó que Sharama había ido a vivir un tiempo a San Carlos donde estuvo estudiando algunos años.

Cuando volvimos a la comunidad Sharama nos invitó a instalarnos en una galería que estaba a continuación de la choza que entramos al principio. Nos preguntó si teníamos chinchorro. Le dijimos que sí, que teníamos hamacas y carpa.

Nos hamacamos con carpa.

El resto del día fue un poco raro, casi no pudimos interactuar con la gente salvo, como siempre, con los niños. En algún momento encontramos a una mujer tostando semillas y me mostré interesado en saber qué eran. Algunos niños me explicaron algo pero ahí quedó el intento de conversación. Me quedé con ganas de probar las semillas.

Al caminar por la aldea no nos cruzábamos con casi nadie más que los niños, aunque sí nos sentíamos muy observados. A diferencia de los shabonos, que son ventilados y luminosos y donde toda la comunidad está a la vista todo el tiempo como en un panóptico sin guardias, las chozas en cambio, por la falta de aberturas, son notablemente oscuras. Esto hace que, a través de las paredes de ramas, uno no pueda ver hacia adentro de la choza pero sí de adentro hacia afuera. Nosotros, como en un panóptico de puros guardias, caminábamos por la aldea sintiéndonos observados todo el tiempo.

Luego especulamos con que la indiferencia en el trato que nos daban provenía de la ausencia de los hombres de la comunidad y la duda de las mujeres sobre cómo recibirnos, qué decisiones tomar.

Luego encontramos a una señora que estaba pelando yuca brava y me ofrecí a ayudarla. Ahí estuvimos un rato desconchando tubérculos y casi sin hablar. Fue un momento duro con los jejenes, que me picaron por todos lados, no es fácil pelar yuca y espantarse los bichos al mismo tiempo.

Luego los jejenes (subfamilia Phlebotominae, que acá le dicen plaga y en otros lugares los llaman mosquitos de forma general y diferenciándolos de los mosquitos zancudos, familia Culicidae) se pusieron más violentos a medida que avanzaba la tarde. A diferencia de los mosquitos zancudos, los jejenes pican de día y a plena luz del sol, algunas especies son muy resistentes a los repelentes y otras pican tan fuerte que dejan puntitos rojos en la piel que pueden persistir por semanas.

¿Dios creó a los mosquitos?

Cuando nos saturamos de las picaduras de bichos hicimos lo que solemos hacer en estos casos, fuimos a armar la hamaca con el mosquitero junto al río. Pasamos un buen rato metiéndonos al agua y descansando en el capullo de aislamiento. En la selva, en épocas de calor, la hamaca y el mosquitero nos resultan un momento de relajo mental, un microclima donde no tenemos que estar pendientes de casi nada.

Red no social.

Como suele ocurrir en todas las comunidades, en algún momento llegaron los niños para jugar en el agua y, por supuesto, nos unimos a chapotear en el líquido rojizo espantando peces y pájaros. La mayor diversión era trepar por las ramas de un árbol seco fructificado de niños y tirarnos al agua gritando y riendo.

Y trepando.
Y nadando.
Y volando.
Y buceando.

Al caer la noche supimos que no iba a haber comida en todo el día. Al contrario de lo habitual, esta vez nadie vino a convidarnos nada y nosotros tampoco nos sentimos cómodos como para ponernos a cocinar. Entonces nos metimos en la carpa, comimos unas galletas y nos echamos sobre las bolsas con los ojos cerrados mientras escuchábamos a un niño cantar del otro lado de la pared de paja.

Por la madrugada llegaron los hombres de la aldea pero uno solo de ellos se acercó a hablarnos, se llamaba Yon. Trajo un cuenco de agua con harina de yuca diciéndonos que los yanomamis no desayunaban fuerte, solo eso, harina con agua. Luego nos contó que habían ido a no sé dónde a buscar alimento pero que no habían conseguido mucho. Nos explicó que están en una situación muy complicada, que hay crisis, que el gobierno no los ayuda. Nos contó que están comiendo básicamente yuca con algo de plátano y algunos bagres que logran pescar con anzuelo, ya que los ríos en la zona son de aguas negras y no tienen muchos peces. Con una claridad de análisis histórico que me sorprendió, nos dijo que sus antepasados sabían vivir bien en la selva, pero que luego llegaron los misioneros y los ayudaron y les enseñaron a vivir de otra forma y ahora ya no hay ayuda y todo es muy difícil. Primero nos dan la mano y luego nos la quitan, fue lo que dijo. Han pasado muchos años y se han perdido gran parte de los conocimientos originarios. Los yanomamis solían reconocer hasta 500 plantas diferentes para uso culinario, medicinal o de construcción. Ahora, en las poblaciones de los ríos principales, poco queda de eso. Nosotros les dimos casi toda la comida que llevábamos, pero no era mucha, solo arroz y fideos, nunca podemos cargar demasiado en las mochilas.

Si bien había buena onda con Yon, no parecía lo mismo con el resto. Un par de hombres más que se nos acercaron solo mostraron intenciones de sacar alguna ventaja de nosotros.

Incluso el chamán de la aldea no quiso ni vernos. Cuando pregunté por el shapori, Yon fue a buscarlo pero no quiso aparecer. También pregunté por el yopo, el polvo visionario que se usa en la zona. Los yanomamis lo toman soplándoselos unos a otros en la nariz mediante una caña que llaman mokohiro. Yon volvió a consultar con el chamán y una vez más se reusó a aparecer pero de todos modos Yon trajo un poco del polvo marrón para nosotros. Luego, en tono amistoso, me alentó a que lo probara. Entonces agarré un poco con la punta de los dedos y aspiré. Sentí un olor similar al yopo que había probado en otras ocasiones pero no tan igual. Me hizo estornudar. Uno de los niños que nos observaba preguntó algo en idioma yanomami y Yon respondió también en su idioma. ¿Qué dijo? pregunté con curiosidad. Dice que por qué no te emborrachas, me respondió y nos reímos. El yopo no me emborrachó porque tomé muy poco, no era mi intención desconectarme demasiado de lo que estaba pasando.

Luego se me ocurrió preguntar cómo lo preparaban. Cuando Yon empezó a explicar que se hacía con la resina de la corteza de un árbol lo interrumpí para asegurarme de que no era a partir de semillas. No, porque esto es epená, me dijo. Una vez más me encontraba con una nueva planta visionaria sin buscarla. El epená o virola a veces se confunde con el yopo por su aspecto y por sus componentes, ambos son polvos marrones que se toman por la nariz y que contienen los alcaloides triptamínicos N,N-DMT, 5-OH-DMT (bufotenina) y 5-MeO-DMT. El yopo se produce en base a semillas del árbol Anadenanthera peregrina y el epená a partir de la resina de la corteza de diferentes árboles del género Virola.

Te deja virola.

Acá se puede ver un antiguo documental sobre el uso chamánico del yopo:

En otro deambular por la aldea volvimos a terminar en el río y encontramos un caracol manzana. Era muy grande y estaba tan cerca de la comunidad que imaginé que no los estaban recolectando. De todos modos se lo llevé a una mujer y le di a entender que se comía. Me lo negó con la cabeza. Sé perfectamente que hay comunidades que los comen e imagino que el hecho de que ellos no lo hagan a pesar del hambre debe tener que ver con la pérdida de sus costumbres.

¿Quieres otro caracol, hijo?
Ya no, mami.

Luego, en algún momento, Yon se acercó a nosotros para decirnos que volvían a irse. Esta vez sería una excursión de tres días remando río arriba por el Casiquiare y por algún afluente para pescar e intentar cazar algo. Dijo que estábamos invitados a ir con ellos.

Si bien en primera instancia parecía un buen plan, sentí que el clima humano (exceptuando nuestro trato con Yon) no era muy adecuado para una excursión de tres días en condiciones de comodidades mínimas, si es que se las puede llamar así. Le pregunté a Vane y ella me miró con su cara hambrienta y llena de picaduras, la misma que debería poder verme yo si tuviera un espejo.

A falta de espejo Vane se miró el tobillo.

Cuando rechazamos la oferta, si bien tuve una sensación de estar perdiéndome algo único, también sentí un gran alivio. El hambre y los insectos nos estaban debilitando la voluntad y, además, la tensión con los yanomamis podía convertirse en demasiado sacrificio durante tres días en los que estaríamos perdidos en las profundidades de la selva venezolana. Habría muchas posibilidades de sufrir situaciones tensas y no tendríamos autonomía como para regresar por nuestra cuenta.

Entonces le pedimos a Yon si podíamos aprovechar la remada por el Casiquiare para que nos regresaran a la comunidad baré. Yon, con cierta expresión indescifrable, primero nos dijo que no había problema pero luego, cuando ya habíamos desarmado el campamento y nos encontrábamos con las mochilas en la orilla, hubo una secuencia de cruces de diálogos en idioma yanomami que no entendimos pero que generó una situación en la que nosotros quedábamos en tierra. Dos canoas partían y comenzaban a remar y nosotros permanecíamos en la orilla llenos de dudas. Sin embargo, a poco de salir, una regresó y nos levantó.

Luego me preguntaron si sabía remar y como les contesté que sí me pasaron un remo, pero no de la forma más amable. La situación siguió tensa durante unos minutos en los que nosotros remábamos en silencio y ellos remaban charlando en su idioma en un tono más bien serio. Al final alguien nos preguntó cuál era el motivo de nuestra visita. Entonces devino una larga conversación a la que estamos acostumbrados y en la que intentamos explicarles que, en resumen, no tenemos ningún interés comercial, que siempre estamos dispuestos a ayudar en todo lo que se pueda y que no venimos a robarles nada, que solo nos gusta viajar, conocer y colaborar. En estas circunstancias suelo escuchar mi propia voz y llenarme de dudas tanto como ellos. De todos modos, la conversación fue de a poco mechándose con algunas sonrisas y terminamos el viaje en un clima más distendido.

La remamos hasta el final.

Al llegar a Solano Ana y Omar nos recibieron con cariño y nos invitaron a desayunar. Les contamos nuestra experiencia con los yanomamis que, a decir verdad, fue mucho más corta de lo que habíamos imaginado. Luego la abuela Ana nos pidió si no teníamos medicamentos para sus dolores. Le dimos todos los ibuprofenos que llevábamos.

(La historia hasta acá también se puede ver en el nuevo videíto de Vane)

Al despedirnos nos abrazamos y Ana lagrimeó. A mí se me hizo una piedra en la garganta. No habíamos pasado mucho tiempo tampoco con los baré, pero Ana y Omar son personas mayores, muy carenciados y viven lejos de todo. Suponíamos que no íbamos a volver a vernos y un abrazo es algo movilizante.

Regresamos rápido a San Carlos, íbamos mucho más livianos y con apuro, queríamos llegar temprano para poder cruzar a San Felipe y acampar. Fueron cinco horas de caminata a paso firme y casi sin descansar.

San Felipe, Colombia.

Los siguientes dos días continuamos intentando salir de la zona. El avión militar colombiano había llegado y se había vuelto a ir mientras estábamos con los yanomamis y no volvería a pasar hasta dentro de un mes. Norberto ya había partido a rescatar al barco varado en el Casiquiare y el carguero del combustible no salía aún de Puerto Ayacucho ni daba la impresión de que fuera a hacerlo pronto. Finalmente llegó el DC-3, el avión a hélice de la segunda guerra mundial. Le explicamos a la gente de la aeronave nuestra situación y logramos que aceptaran llevarnos por 300 mil pesos colombianos hasta Puerto Inírida. Era la solución final para salir de aquella zona de tan difícil navegación.

Fueron cincuenta minutos de vuelo en los que viajamos junto a la carga. Estuvimos un buen rato mirando por la ventanilla. Podíamos ver la densa selva amazónica, los ríos serpenteantes.

Al aterrizar en Inírida comprendimos que tampoco iba a ser fácil seguir en barco desde ahí, dudábamos de cuánto tardaríamos en conseguir algo que nos llevara por el extenso río Guaviare. Entonces les preguntamos a los pilotos del avión si seguían vuelo. Nos dijeron que seguirían hacia Villavicencio. Eso nos dejaba mucho mejor, ahí ya había carretera. Negociamos el pasaje por casi 400 mil pesos más, que era todo lo que teníamos incluyendo unos reales que nos habían quedado, y volvimos a levantar vuelo.