Salimos bien temprano. El chofer que nos puso el intendente se llama Ezequiel. No hablaba mucho: nos llevó casi en silencio en la camioneta 4×4, por una huella cruzando arroyos entre cerros bajos y arbolados. Hicimos once kilómetros hasta llegar al rancho donde debíamos encontrar al baqueano que podía guiarnos hasta el sitio arqueológico; pero no estaba, se había ido al monte a cortar leña.
Entonces le pedimos a Ezequiel que nos llevara hasta donde pudiera. El resto lo haríamos por nuestra cuenta. Seguiríamos guiándonos con el GPS del celular ya que, en uno de los papers que me pasó el doctor Nazar, había conseguido las coordenadas del sitio: 28°54’17.83″S; 65°25’16.15″O.
Nos llevó unos seis kilómetros más, hasta donde terminaba la huella (28°54’33.04″S; 65°25’56.44″O). Prometió venir a buscarnos al mediodía. La camioneta desapareció y Vanesa y yo nos metimos entre los árboles y arbustos espinosos, en una picada que fue oscilando alrededor de la dirección noreste.
La primera parte estaba más o menos bien marcada pero sobre el final se perdía entre huellas de animales.
En menos de una hora, en la que fui mirando más la pantalla del celular que el bosque, llegamos a un lugar realmente increíble. Guardé el celular en el bolsillo y me quedé mirando con piel de gallina. Una gran plataforma de piedra como si fuera el caparazón de una tortuga gigante; sobre el caparazón, en un equilibrio asombroso, otra enorme piedra en forma de paralelepípedo con aristas redondeadas; dentro de esta piedra, una cueva; en las cúpulas de la cueva, unas cincuenta pinturas que parecían de otro planeta. A Vanesa le brillaban los ojos.
Nos acostamos boca arriba en el suelo frío. Se me apuraba la vista: pinturas precolombinas en blanco, negro y rojo; hombres danzando con figuras geométricas sobre la cabeza; animales en las espaldas; flechas hacia el cielo; orejas que parecen alas; hombres dragón, hombres conejo, hombres extraterrestres; cuernos, flechas, escudos, máscaras, tridentes.
El escenario también era notable: si bien en todo el camino apenas habíamos visto unos pocos cebiles (Anadenanthera colubrina) desperdigados, ahí en La Tunita la cueva estaba rodeada de los árboles ceremoniales; y también estaban los morteros donde se puede moler sus semillas o su producto, la vilca (o huilca o willka). Las semillas de cebil contienen bufotenina, una sustancia que produce visiones, en cierta forma parecidas a las pinturas rupestres que estábamos viendo.
Estaban ahí las pinturas, los cebiles, los morteros y hasta las vainas con semillas de cebil caídas a centímetros de los morteros.
Además, muchos de los cebiles que rodean la cueva parecían ser de maduración tardía. Todos los cebiles que había visto antes ya tenían sus vainas secas y abiertas. Estos las tenían verdes y con sus semillas dentro. Me dio la sensación de que debieron haber sido plantados por los indios para obtener semillas en diferentes temporadas; o bien que los indios fueron llevando semillas para moler en diferentes épocas y algunas cayeron y germinaron.
Junté unas cuantas vainas y me las llevé para intentar hacer el rapé visionario.
Un dato extra que no me parece menor: en todo el camino no habíamos visto ningún achuma (Echinopsis terscheckii) y sin embargo, ahí sí, ahí había un gran ejemplar que parecía crecer directamente de las piedras.
Cuando ya estábamos por emprender el camino de vuelta pensando en la hora en que nos vendría a buscar la camioneta, llegó, jadeante y con machete en mano, Alberto, el baqueano que iba a ser nuestro guía. Le había avisado Ezequiel y vino corriendo con la seguridad de que iríamos a perdernos.
–¿Y hay más pinturas por la zona?
–Sí, hay alguna más.
–¿Por dónde?
–A unos ochocientos metros hacia allá.
–¿Y podríamos ir?
–No hay camino, está muy cerrado el monte.
Lo convencimos.
Reamente no se podía avanzar el línea recta. Tuvimos que ir un buen tramo hacia el este y luego hacia el norte abriéndonos camino a machetazos entre las espinas.
Era una cueva más chica. La marqué en el GPS (28°54’7.10″S; 65°25’26.70″O). Entre varios dibujos, había tres muy interesantes: en uno se alcanzaba a distinguir una hilera de figuras antropomorfas donde el primero de la fila era mucho más grande y los demás parecen ir de la mano o atados al primero; otro dibujo con una figura zoomorfa de proporciones muy agradables que parecía tener algo de jaguar, algo de camaleón y algo de vainas de cebil; y el tercero, una pintura simétrica en la que no quedaba claro si eran uno o dos animales, o ambas cosas al mismo tiempo.
–Acá no viene casi nadie… solo lo conocen unos pocos lugareños.
–Qué bueno.
En el camino de vuelta pasamos por una cueva aún más pequeña donde pudimos ver dibujos irreconocibles y semi cubiertos de tierra salpicada. Dan ganas de pasar un pincel y ver qué aparece.