Antonio, el intendente de Ancasti, más conocido como El Gato Córdoba, una ayuda invaluable para nosotros en este momento, había prometido llevarnos en camioneta hasta La Jarilla, un caserío de siete familias sobre una huella a mitad de camino entre Ancasti e Icaño, donde podíamos encontrar un baqueano que nos guiaría hasta las cuevas con pinturas rupestres de la zona llamada Campo de Piedras. Pero, sorpresivamente, un chico del pueblo murió de meningitis y Antonio tuvo que ir al velorio.
Al día siguiente nos puso un chofer.
Hicimos unos cuantos kilómetros por el terreno ondulado, cruzando ríos entre pastizales y bosques xerófitos. Un poco antes de llegar, nos encontramos con el Pollo Luna, un hombre mayor, que venía en su mula en sentido opuesto al nuestro. El chofer bajó la ventanilla.
–¿Cómo le va?
–¡Buenos días!
–Qué bueno que lo encuentro… ¿Va a andar por su casa hoy?
–Voy para Ancasti a buscar un caballo y vuelvo.
–Acá le traigo unos chicos para ver si usted los puede guiar hasta el Campo de Piedras.
–Va tener que ser mañana… Tardo dos horas de ida y dos de vuelta hasta Ancasti.
El chofer nos preguntó si podíamos esperar hasta el día siguiente. Asentimos.
–Se los dejo para que acampen en su casa.
–No hay problema.
–¿Anda su señora por ahí?
–¡Ojo, eh!
Nos reímos.
El Pollo Luna volvió por la noche con su mula, su nuevo caballo y con malas noticias.
–Chicos, mientras volvía me alcanzó un sobrino para avisarme que acaba de fallecer un cuñado mío… No voy a poder acompañarlos, tengo que ir al velorio… pero no se preocupen que ya buscaremos a alguien.
El día que estuvimos en Tatón habíamos hablado con el director de la escuela y, un rato después, murió su hermano. Luego, en Ancasti, hablamos con el intendente y, un rato después, murió un niño del pueblo. Ahora habíamos hablado con el Pollo Luna y, un rato después, muere su cuñado. Nos sentimos un poco extraños.
Cenamos huevos fritos con el Pollo, su mujer y Desgraciado, un gato gris y gordo.
La noche fue fría, pero la mujer del Pollo nos prestó un poncho para taparnos en la carpa. Dormimos bien.
Al Campo de Piedras nos llevó Ramón, un vecino. Las pinturas rupestres no eran gran cosa comparadas con las de La Tunita y La Candelaria, pero la pasamos muy bien caminando con Ramón entre las espinas.
–¿Usted nació aquí?
–Sí, siempre viví acá.
–¿Y qué es la jarilla?
–Es una planta de flores amarillas.
–Ah… ¿cuál?
–Por acá no crece.
–¿Más por el lado del pueblo?
–No, ahí tampoco.
–Ah… y ¿por qué le pusieron así al pueblo?
–La verdad es que no sé.
Nos cayó muy bien Ramón en toda esa mañana de larga caminata.
–¿Cómo llaman a ese cactus?
–Cardón moro.
–¿Y a ese otro?
–Achuma.
–Ah, qué bueno… ¿sabe si se usa para algo en particular?
–Algunas personas lo ponen en sus casas como adorno.
Cortamos un pedazo de achuma y lo guardamos en un bolso.
Ya de vuelta en el rancho de Ramón tomamos mate y almorzamos con él y con su madre de setenta años.
–¡Cuántas gallinas!
–Hay unas cien… Esas de ahí las trajeron del INTA.
–¿Y por qué las trajeron?
–No sé, será que les sobran.
Por la tarde, un par de vecinos se ofrecieron a llevarnos en moto hasta Icaño (a nosotros y a nuestras pesadas mochilas), por un largo y ondulado camino de tierra. Nos dejaron frente al camping municipal.
Con Vane nos estamos convirtiendo en habitantes de campings vacíos. A veces nos cuesta elegir el mejor lugar para armar la carpa por exceso de opciones. Por momentos me siento ridículo caminando de acá para allá evaluando las ventajas de cada rincón, pero me relajo sabiendo que no hay nadie para verme. El camping de Icaño es el mejor hasta ahora. En esta época del año es gratis y es arbolado y con buen pasto. También tiene baños muy limpios con agua bien caliente para ducharse a gusto. De hecho, me parece un poco exagerado un camping gratis con baño de hombres que incluye bidet con agua caliente.