A La Tunita desde Icaño

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Volvimos a ir a La Tunita, quisimos volver con más tiempo para relajarnos mirando las pinturas rupestres hasta que se nos cansaran los ojos, o algo parecido. Desde Icaño seguíamos estando cerca, mirando en el mapa parecía factible llegar con la ayuda del GPS.

A las once de la mañana tomé un poco de té preparado con el achuma que trajimos de Jarilla y salimos a la ruta a caminar y a hacer dedo para acercarnos a la zona, antes de meternos en el bosque.

(Otra mirada sobre esta historia se encuentra publicada en este número de la Revista THC)

Después de un par de kilómetros nos levantó un Renault 12 destartalado. Dentro iba una pareja y dos niñas. A las niñas las reconocí del día anterior. Habíamos ido a un circo ambulante y se me había quedado la cara de una de ellas porque fue la más consentida de toda la carpa, con golosinas, juguete de luces y hasta foto en el pony. Ahora no había ningún juguete en el Renault oxidado y su cara era un poco más diabólica. Tal vez no era la misma niña. No creo que fuera la misma niña. La cara diabólica me pide ayuda.

Ellos también nos reconocían: en estos momentos somos los únicos visitantes de Icaño y ya nos tienen vistos la mayoría de los pobladores. Los pelos de Vane se ven desde muy lejos y nos viene bien a la hora de hacer dedo.

Nos dejaron junto a una huella que sale hacia el sursuroeste, que ya la tenía identificada por las imágenes satelitales (28°53’59″S, 65°22’39″W). Es el único camino por la zona, la entrada a Casas Viejas, un lugar donde hay una sola casa y no es vieja.

Antes de entrar a la huella Vane tomó su parte del achuma.

mochilera

Dos kilómetros más adelante, al final de la huella, a orillas del río Icaño, Vane vomitó por primera vez (28°54’39″S; 65°23’11″O).

El lugar era notable: un río entre piedras, plantas acuáticas, plantas flotantes, plantas palustres, pastos, árboles, pájaros, mariposas.

Vane volvió a vomitar y ahí, con la vista fija en las pasas de uva del desayuno, tuvo una revelación.

–Juli, acabo de tener la primera revelación del achuma.
–¿Qué?
–Tengo que masticar más la comida.

Yo la dejé descansando un rato y fui a probar qué tan factible era cruzar el río, nuestra orilla se había hecho intransitable por los desniveles del terreno y por el exceso de arbustos espinosos. Según el GPS debíamos remontar el río durante dos o tres kilómetros antes de empezar a subir la montaña hacia el oeste. El primer cruce lo hice desnudándome para no mojar la ropa, creo.

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Los siguientes cruces, que fueron más de diez, los hicimos así nomás, sin sacarnos ni siquiera las botas.

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Debíamos ir cambiando de orilla y alejándonos y acercándonos al río intentando avanzar lo mejor posible entre la maleza. Hubo momentos en los que fuimos casi gateando debajo de los arbustos espinosos. Me doy cuenta de que voy a tener que comprarme un machete si pienso seguir haciendo caminatas guiadas por el GPS.

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Cuando cruzamos el río por última vez (28°54’36″S, 65°24’13″W) para empezar a subir la montaña, ya eran más de las dos de la tarde y aún nos quedaban cerca de tres kilómetros abriéndonos camino entre el bosque. Nos apuramos.

Empezaron a aparecer los cebiles. Eran más abundantes cuanto más nos acercábamos al sitio. También, curiosamente, fueron apareciendo varias plantas aromáticas para las que imaginé diferentes y antiguos usos ceremoniales (entre tantas otras cosas que iba imaginando).

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Metros antes de llegar a La Tunita volvimos a encontrarnos con el gran cactus. El único achuma en todo el camino, tanto desde Ancasti como desde Icaño. Se me hacía muy extraño llegar a un lugar conocido por un camino tan diferente. Y encontrarnos con la singular roca La Sixtina fue tan impactante como la primera vez. Incluso más, porque claro, ahora nuestro contexto neuroquímico se acercaba un poco al de los autores de las pinturas.

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Saqué de mi bolsillo el rapé de cebil  y aspiré.

Entonces: la escasez de las palabras. Con Vane nos acostamos bajo el alero de La Sixtina para mirar las ya conocidas pinturas rupestres. Sentí que las miraba por primera vez.

–Estoy viendo secuencias que no había visto antes –dijo Vane, como desde mis pensamientos.

Entonces una figura me hipnotizó: una pintura con sonrisa diabólica, media cara pintada de rojo en diagonal y círculos concéntricos saliendo de su cabeza. En los círculos no pude ver orejas ni sombreros, sino más bien reconocí los planos esféricos que había visto un día antes con los ojos cerrados.

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En otra figura, en la que antes había visto grandes orejas, ahora veía las semiesferas vistas de perfil. Ni orejas, ni ojos, ni boca: solo un fantasma con brazos y una minúscula cabeza con arcos proyectándose hacia los costados.

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Una tercera figura, que apenas me había llamado la atención pocos días antes, ahora me miraba también con media cara pintada de rojo en diagonal y otra vez los círculos concéntricos. En este caso, unidos a la cabeza por líneas proyectándose hacia arriba.

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Incluso el demonio del tridente emitía semicírculos hacia el cielo.

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Y entonces también apareció: ahí estaba dibujado el achuma con sus espinas.

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Y el achuma con sus flores.

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Me resultó extraño no haberlos visto antes. Ni siquiera puedo darle otra interpretación a esos dibujos. Si no fuera por las fotos habría pensado que los imaginé. Los indios molieron las semillas de cebil, consumieron las semillas, consumieron los cactus, dibujaron los cactus, dibujaron las líneas saliendo de los pensamientos.

Aún más: pude ver un hongo pintado, un dibujo en negro con la forma exacta de una seta partida al medio. ¿Los aborígenes de la cultura Aguada conocerían los hongos de psilocibina? ¿Por qué no?
La roca me enfriaba la espalda.

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Cuando decidimos volver ya eran las cuatro de la tarde, solo teníamos dos horas de luz para hacer todo el camino de vuelta. Al menos hasta Casas Viejas necesitábamos algo de luminosidad para no perdernos. Bajamos rápido. Con los dibujos en las retinas.

Temimos perdernos varias veces en el bosque pero, ya en el río, parecíamos flotar.

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El sol se había puesto cuando llegamos a Casas Viejas. A pesar de la oscuridad, una vez más conseguimos que nos llevaran a dedo.

Al llegar al camping se nos mezclaban las emociones agradables.

Por la noche, ya acostados dentro de la carpa, volvieron a aparecer las figuras.

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