En un cruce de rutas correntinas hicimos dedo durante ocho horas sin éxito (a veces pasa). El sol, de a poco, fue acercándose a los pastizales. Luego un obrero vial salido de la nada se nos sumó al intento de dedo y nos dijo que, con suerte, nos levantaría algún conocido de su pueblo pero si no, de todos modos, a las ocho y media pasaría un único bus, y si queríamos tomarlo íbamos a tener que hacer señas con luces, de otro modo no nos vería y seguiría de largo. Entonces a las ocho y cuarto comenzamos a mover nuestras linternas en la oscuridad a todo lo que de lejos se pareciera a un bus. Finalmente el Crucero del Norte clavó los frenos, corrimos detrás de las luces rojas y subimos los tres. Un par de horas después, el obrero vial bajó en Álvarez, su pueblo natal. Nosotros seguimos hasta Santo Tomé, el primer lugar con camping y rotonda. Era uno de esos pueblos del interior que se suelen conocer solo por casualidad. Esas pequeñas ciudades donde no ocurren demasiados acontecimientos fuera de lo ordinario. Por ejemplo, rara vez muere alguien asesinado. Algo que sería una gran noticia para un par de miles de personas. Y si por algún capricho probablemente más o menos intencional trascendiera en los noticieros nacionales, entonces se convertiría en una mínima preocupación de unos cuantos millones. Pero seguramente aún sería un suceso que pasara desapercibido para miles de millones de personas en el mundo. Hay tanta gente que vive en Santo Tomé y que yo ni sospechaba de su existencia, humanos con sentimientos parecidos a los de cualquiera. Tal vez muchos de ellos nunca piensen en mudarse. Adonde escarbemos hay gente, similar y anónima. En el futuro somos muchísimos.
Acampamos en el camping libre municipal, un agradable terreno ondulado con árboles y parrillas semi abandonadas detrás de un puesto de vigilancia de prefectura. Antes de armar la carpa grité hacia la cabaña elevada, pero nadie contestó. Acampamos mirando hacia el río que corre ahí abajo, y hacia las montañas del Brasil, solo un poco más allá, a tiro de cañón inexistente. Luego, mientras cocinábamos en la oscuridad iluminando la hornalla portátil con las linternas, alcancé a ver al hombre de prefectura ayudando a una mujer a bajar por la endeble escalera de madera.
A la mañana siguiente, desde fuera de la carpa alguien preguntó por El Colombia. Nosotros respondimos que no éramos. “Es el que me cagó anoche” respondió la voz en retirada y a modo de disculpas.
Ya saliendo del camping, cargando las pesadas mochilas y con el sol aún bien bajo y detrás de las nubes, nos cruzamos a dos hombres que venían paseando tetras.
–Hola, yo soy el que antes preguntó por El Colombia –dijo el más canoso y yo le tendí la mano.
–¿Qué te hizo El Colombia?
–Otro día te cuento –contestó sonriente.
Nos reímos.
–¿Ya desayunaron? –preguntó.
–Sí, gracias.
En el camino a la ruta un hombre nos regaló pomelos y, ya en la rotonda, tuvimos toda la suerte que nos faltó el día anterior: un camión nos levantó a los cinco minutos de comenzar a hacer dedo. El brasileño Silas se salteó las normas de la empresa, freno las cuarentaicinco toneladas y anotó el código de apertura de la puerta del acompañante en el teclado portátil. La señal rebotó en algún satélite y bajó a Sao Paulo. Otra señal volvió a subir para regresar al camión y habilitar la puerta. Entonces Vane y yo trepamos a la cabina. Pensábamos que Silas podría adelantarnos un par de pueblos acercándonos a Misiones o, con suerte, llegar hasta la rotonda de desvío a Posadas pero, debido a una de esas agradables casualidades que a veces ocurren, el recorrido del camionero continuaba aún más por nuestra particular ruta (la catorce) y entonces, después de unas cuantas horas e incontables subidas y bajadas de asfalto gris oscuro sobre tierra colorada entre la selva y las plantaciones de yerba mate, nos dejó en San Vicente. Luego él y su carga de veinticinco mil kilos de queso cruzarían a Brasil por la poco conocida frontera de Dionisio Cerqueira para llegar, cinco días después, al lejano nordeste brasileño, cerca de Fortaleza.
Vamos pra o Brasil, propuso Silas y por un momento dudamos tentándonos con la posibilidad de un gran salto hasta las exageradamente blancas playas del Caribe, pero nos mantuvimos en nuestro plan y bajamos en San Vicente. Luego, un micro hasta El Soberbio, donde acampamos y descansamos un par de días en el camping Puerto do Mario, una vez más con vistas a Brasil. Ahora estábamos en el poco visitado Este de Misiones, donde el portuñol se habla hasta en las escuelas. Finalmente tomamos un destartalado bus que fue subiendo y bajando por la ondulada ruta provincial número 2, que va conectando una o dos colonias (además de varias casitas de madera que aparecen cada tanto) donde viven rubios aindiados que hablan más portugués que portuñol y que alguna vez desmontaron parches de selva y ahora siguen surcando la tierra colorada con arados tirados por bueyes.
Entonces, guiados por el GPS, supimos bajar del colectivo a pocos metros de nuestro destino de estos días: la casa que nos prestó mi amigo Luis Riquelme, una cabaña en la selva, un elevado octógono de madera con tejas de madera y balcón de madera.
El balcón tiene vista a los árboles y a un arroyo con cascada. Un lugar ideal para reflexionar sobre algo que venimos pensando con Vane.