Río Napo

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Después de que Vane actuara un par de veces en Quito gracias a nuestro querido amigo y comediante Juan José Abedrabbo, volvimos hacia el oeste, hacia la selva.

En un bus nocturno bajamos entre las montañas hasta Puerto Francisco de Orellana, más conocido como Coca, en las orillas del río Napo. La siguiente noche dormimos en un hostal barato. A la mañana partimos en la única lancha de pasajeros que desciende por el río hacia el lejano oriente del país.

Fueron muchas horas hasta Pañacocha, una comunidad kichwa fundada en 1930. Bajamos en el muelle junto a una hilera de casas de madera. En una de las casas conocimos a un hombre llamado Jorge que nos ofreció la planta alta de su hogar para que colgáramos nuestras hamacas y pasáramos la noche.

Esa tarde logré pescar un pez mota (Calophysus macropterus) que fue nuestra cena.

Al día siguiente continuamos bajando en lancha por el Napo y, un par de horas antes del anochecer, llegamos a Nueva Rocafuerte, ya muy cerca de Perú. Nuevo Rocafuerte es un desolado pueblo de frontera donde, por pura casualidad, nació el actual presidente del país. Ahí sellamos la salida en el pasaporte en una oficina de migraciones entre matorrales selváticos.

Habíamos pensado armar la carpa en algún descampado, pero un lanchero ofreció llevarnos en ese mismo momento a Pantoja, Perú, por un precio razonable. Viajaríamos con dos tipos, un brasileño y un alemán que habían llegado el día anterior.

La lancha, que era simplemente un bote con motor fuera de borda, arrancó con la oscuridad del atardecer empeorada por una gran tormenta eléctrica que se venía sobre nosotros. La primera parada fue a pocos metros de la partida. El lanchero realizó una maniobra en curva hasta dejarnos escondidos entre un carguero oxidado y los yuyales de la ribera de enfrente. Entonces, con la ayuda de un pibe que apareció entre el óxido del barco, cargaron dos barriles de petróleo.

Con la noche llegó la lluvia, una tormenta eléctrica violenta. Los cuatro pasajeros nos cubrimos con un nylon de color negro. El lanchero no, él se mantuvo de pie sosteniendo el motor, empapado y tiritando. Se notaba que conocía el río muy bien porque lograba esquivar los bancos de arena a gran velocidad bajo la tormenta, en plena oscuridad. Salvo uno, en el que quedamos encallados y tuvimos que bajar del bote a empujar. Luego fueron dos horas en las que fuimos mojados y acurrucados bajo el plástico, dos horas frías y vertiginosas.

La historia hasta acá también se puede ver en el video que hizo Vane:

Cuando ya estábamos del lado peruano la tormenta paró y poco después anclamos en una playa. Al encender el GPS noté que nos habíamos pasado un poco de Pantoja y ahora estábamos en una isla en el medio del río. Entonces el lanchero comenzó a bajar los barriles de petróleo pidiendo que lo ayudáramos. Con Vane nos negamos pero el brasileño y el alemán se mostraron colaboradores. Los tres, en la oscuridad, apenas alumbrados por linternas, hicieron un gran esfuerzo para subir la carga trepando por un terraplén.

Luego volvimos hacia el este (dirección que solo se notaba en el GPS ya que afuera todo era agua y negrura) y en pocos minutos estuvimos en la comunidad Cabo Pantoja.

Cuando el lanchero ya se había ido pedí disculpas al alemán por no haberlos ayudado.

–Es que después de semejante viaje arriesgado no teníamos muchas ganas de involucrarnos en un contrabando de petróleo.
–No sabía que era contrabando –respondió el alemán con el ceño fruncido.
–¿Qué pensabas que era?
–Pues no lo sé –respondió ahora sonriendo un poco pero sin dejar de fruncir el ceño.

Sellamos los pasaportes en una rústica oficina en una zona alta en las afueras de la comunidad. Ahí preguntamos cuál era la forma más económica para llegar a Iquitos y nos dijeron que había un carguero que era muy barato, pero que tardaba varios días en llegar a la ciudad, que solo pasaba cada quince días más o menos y que justo había salido esa misma tarde. La otra opción era una lancha rápida que saldría por la madrugada y que llegaría a Iquitos en solo día y medio.

Bajamos al pueblo entristecidos por nuestra mala suerte con los horarios del carguero y, con muy poca voluntad, nos dispusimos a armar la carpa en la ribera. Pero entonces alguien, salido de entre las sombras, nos ofreció una habitación barata y no lo dudamos. Teníamos la ropa mojada y teníamos hambre.

La última actividad del largo día fue ir a comprar algo para comer en el único negocio abierto de la comunidad. Bajo una luz amarillenta charlamos con el dueño del local y le comentamos nuestra desgracia con los horarios del barco carguero. Nos respondió que ese transporte no era una aventura muy agradable y que era muy lento, que ellos nunca viajaban ahí. Que era tan lento que en todo caso podíamos tomarnos la lancha al día siguiente y en pocas horas lo alcanzaríamos.

Nos pareció una idea genial y eso fue lo que nos propusimos hacer, tomar la lancha rápida hasta alcanzar el barco. Así nos fuimos a la cama, con la tranquilidad de estar durmiendo mientras el barco se nos alejaba muy lentamente.

El LIBRO