La holandesa desapareció rápido dejándome poco más que una guía Lonely Planet de Venezuela que alla ya no quería cargar. Entonces, otra vez solo en la playa, empecé a leer la guía de atrás hacia adelante, empezando por la letra zeta del glosario. Y duró poco la primera lectura porque en dos o tres renglones llegué a la palabra “Yopo”.
Lonely Planet lo definía, brevemente, como un polvo alucinógeno que consumen los indios de la selva del alto Orinoco, en el lejano y aislado estado de Amazonas y que, debido a la escasez de datos documentados sobre esta sustancia y su uso ceremonial, recomendaban a los turistas mantenerse alejados si llegara a ocurrir la poco probable situación de que alguien les ofreciera esta droga en aquellas remotas zonas del país.
Cerré la guía, la apoye sobre la arena y no me quedó la menor duda de cuál era el nuevo objetivo de mi viaje.
Tres días después, tras haber vuelto a atravesar todo Venezuela (esta vez hacia el suroeste) en un largo viaje que incluyó un Ferry y tres buses, me encontraba en Puerto Ayacucho, al final de la carretera, en el estado de Amazonas, el segundo más grande del país y el cuál apenas tiene cien kilómetros de ruta: el resto es selva virgen solo accesible por barco o avioneta. Ahí hasta los ríos se pierden y confunden la cuenca del Orinoco con la del Amazonas.
Me hospedé en un hotel antiguo con un patio central rodeado de balcones de madera y dominado por plantas y enredaderas de hojas grandes y brillosas. El lugar estaba atendido por dos jóvenes morenos que se la pasaban jugando al dominó y tomando cerveza en pequeñas botellas de vidrio marrón que se acumulaban a un ritmo notable por todos los rincones del hotel.
Después de instalarme en la habitación y de comer algo junto a la plaza Bolivar, me acerqué a un tipo para pedirle que me orientara:
–Buen día.
–¡Buenos días!
–¿Qué tal?… Quería hacerle una pregunta: ¿sabe cómo puedo llegar a los indios?
–Mmm… no sabría decirle… ¿Es un barrio?
–No… digo, los indios… los indios en general… los que viven como indios.
–…
–Quiero decir que me gustaría conocer cómo viven los indígenas…. ir a donde viven ellos.
–Bueno, algunos indígenas hay en La Esperanza –dijo por fin sonriente el hombre, que bien visto tenía bastante cara de indio.
–¡Ah qué bien! ¿Y qué es La Esperanza? –pregunté, deseando que ahora él sí estuviera hablando de un barrio y no del sustantivo.
–Un barrio… No está muy lejos.
–¿Y cómo podría hacer para ir hasta ahí?
–Es en las afueras… El bus 3 te lleva.
Eso hice. Y entonces caminé por el pequeño barrio La Esperanza (de originarios de la etnia Kurripako) constituido por unas quince casas distribuidas en unas pocas manzanas. Recorrí las calles sin saber bien qué preguntar. Hasta que pregunté.
–Buenas tardes. Disculpe, ¿sabría decirme dónde puedo conseguir yopo? –pregunté a un hombre de escasos bigotes sentado en la puerta de su casa.
–¿Yopo?
–Sí, es un polvo que se toma…
–¿Quieres yopo? –contestó con cara sorprendida y sonriente al mismo tiempo.
–Sí.
–¿Pero tú tomas yopo?
–Bueno, en realidad nunca lo probé.
El tipo rió y sacó un pequeño frasco del bolsillo de su camisa a cuadros.
–Dame la mano.
Al extender mi mano el indio volcó un montoncito de polvo marrón sobre la palma.
–Aspira fuerte.
Aspiré. El tipo volvió a reír y yo sonreí. El olor era acre, un poco a madera, un poco a cuero, un poco a tostado, o a no sé qué. Picaba en la nariz.
–¿Y tiene para vender?
–No, solo tengo esto para mí.
Como no supe qué decir, le di las gracias, lo saludé y me fui. Me fui sonriendo y escuchando la risa del indio a mis espaldas.
Un par de calles después me interceptaron varios niños para preguntarme de dónde era. Me pareció que los niños sonreían más de lo normal y sentí que mi cara estaba caliente. Todo brillaba un poco.
Creo que charlamos algunas pavadas hasta que les propuse tomarles una foto. Entonces lo que me sorprendió fue que las sonrisas de los niños desaparecieron al apuntarlos con la cámara. Y también ellos desaparecieron después de la foto.
Entonces caminé un poco. Pero no mucho, porque al rato volvieron los mismos niños y otros tantos más y con algunos no tan niños, a pedir que les tomara otra foto.
En esa segunda foto noté que ahora sí sonreían. Y que mis manos transpiraban. Y que dos de los niños parecían más indios que los demás. Y que un anciano también salía en la foto.
Cuando los niños volvieron a desaparecer me acerqué al anciano. Me dieron ganas de preguntarle muchas cosas y eso hice. Hablamos del tiempo, del lugar, de los niños, del barrio, del agua que da cagaderas, del sol y del yopo, porque también pregunté por el yopo. Y entonces el anciano entró en la casa y volvió a salir con un frasquito.
–¿Quieres caapi también?
Caapi, pensé, Banisteriopsis caapi. Entonces es por eso que se llama así: el nombre científico de la liana que constituye el ingrediente principal de la ayahuasca es debido al nombre que le dan los indios acá. Todo eso pensé durante unos instantes antes de decir que sí.
El anciano volvió con algunas cortezas de liana y me las regaló. Me pareció sorprendente encontrarme con la ayahuasca de esa forma tan inesperada.
–Hay que masticarlas mientras se toma el yopo.
Entonces lo que tiene el yopo son triptaminas, pensé. Y mastiqué. Era muy amargo, realmente muy amargo.
Después, en unos bancos y a la sombra de un techo de paja, hablamos del calor y de nuestros lugares de origen. Él me habló de una comunidad, más afuera, donde termina el camino. Me indicó como llegar, dónde tomar el camión y qué preguntar.