–Me laten las orejas.
–Caminemos más despacio… estamos a 4000 metros.
Potosí es una ciudad colonial con subidas y bajadas que oscilan por los cuatro mil metros de altura. Las calles son secas y luminosas. Los árboles solo están en las plazas. Las fachadas, en general, tienden al ocre; aunque el hotelito que elegimos era un pequeño patio rodeado de dos pisos de habitaciones pintadas de variados colores. Nosotros estábamos en una de las de abajo y las chicas en una de las de arriba.
A la noche, cansados y hambrientos entramos a comer a un local notablemente rústico donde Andrés y yo exageramos con los sándwiches de lomito. Comimos tan rápido que los últimos churrascos empezaron a llegar un poco crudos. Además, notamos que no los cocinaban ahí mismo, los traían de un puesto callejero.
Después, trepando unas callecitas oscuras, nos cruzamos a un grupo de músicos que salían de tocar en un restaurante y que nos invitaron a seguir la fiesta, tocando y tomando singani en un centro cultural a puertas cerradas. Estaba claro que las puertas cerradas se nos habían abierto por las dos chicas. Exageramos con el alcohol y con el baile de altura. Y nos costó un poco encontrar el camino de vuelta al hotel.
Esa noche procesé rápidamente los lomitos y los largué en varias visitas al baño. Andrés no llegó a lograr eso y los dejó semi digeridos en una bolsa de basura junto a su cama.
Al día siguiente volábamos de fiebre, 39 grados, recuerdo. Fiebre, descompostura y apunamiento. Andrés y yo parecíamos tan enfermos que Pablo y Mariano fueron a buscar a un médico. El diagnóstico dudoso era salmonelosis. El tratamiento: pastilla para no vomitar para Andrés, pastillas para no ir al baño para mí y antibióticos para ambos.
Volando de fiebre en la cama, me dieron ganas de llamar a la de ojos oscuros y pedirle que se quedara a cuidarme; pero pero no lo hice, por falta de autoconfianza y por el olor a moribundos con flatulencias que había en la pieza.