Manaos, Guyana y Venezuela 1999

Desperté con un fuerte dolor de cabeza cuando el avión descendía en mitad de la noche sobre una selva inmensamente oscura. La despresurización, pensé. Entonces traté de incorporarme, mirando hacia la ventana negra enmarcada de pared de plástico amarillento apenas iluminado. El resto de los pasajeros, no más de cinco, también estaban desparramados en varios asientos cada uno.

Llegaba a Manaos después de un extraño viaje con escalas en Lima, Guayaquil, Quito y Guayaquil. Dos veces Guayaquil. Fue la única vez en mi vida que hice escala dos veces en la misma ciudad durante el mismo vuelo. No fue por error o por emergencia, así estaba programado.

En Quito pasé algunas horas entre vuelo y vuelo y , por razones que no vienen al caso, tuve tiempo de conocer a la prima de mi abuelo. Era viejita y parecía contenta, a pesar de que ya casi no podía levantarse de la cama.

–¿Y cómo anda Cholo? –preguntó por mi abuelo ya fallecido.
–Bien –mentí.

Era 15 febrero de 1999 y empezaba mi primer viaje en solitario. Ni a Pablo ni a Andrés ni a Mariano los había convencido con la idea de ir a Guyana o Trinidad y Tobago. Tampoco fue fácil comprar el pasaje en aquella época en la que no existían las compras de vuelos online.

–Hola. Quiero un pasaje a Georgetown, Guyana –había dicho en Buenos Aires a uno de los vendedores de ASATEJ cuando tocó mi turno, luego de mucha espera en sillones coloridos leyendo revistas de turismo de varios años atrás.

El pibe estuvo un rato tecleando con el ceño fruncido.

–No me sale nada, no sé cómo venderte eso.
–¿Y a Trinidad y Tobago?
–¿Cuál sería la capital?
–Puerto España.

Siguió tecleando un buen rato concentrado en su monitor monocromo.

–Menos… No encuentro ni el código del aeropuerto.
–¿Tenés un mapa de Sudamérica? –se me ocurrió preguntar.
–A ver…

Desapareció por unos segundos y volvió con un mapa político que, desplegado, ocupaba la mayor parte del escritorio y colgaba por dos de los laterales.

–Acá parece haber una ruta que conecta Manaos con Georgetown… Podría ir por Manaos –dije pensando en voz alta y saltando miles de kilómetros en el continente.
–Ah, eso sí.
–¿Podrías hacerme la vuelta por Caracas?
–Sí, eso no hay problema.
–¿Y podría ser por Chile con un stop de cinco días en Santiago? –dije, por las puras ganas de visitar a la chilena.
–Claro –contestó y estuvo tecleando un rato más con cierto gesto de satisfacción.

En mitad de la noche, el aeropuerto de Manaos no parecía ser más que unas cuantas paredes enchapadas en fórmica de los ’70, que marcaban un camino no muy evidente. Fui adivinando el rumbo junto a los otros cuatro o cinco pasajeros.

Después de que un somnoliento empleado de migraciones nos sellara el pasaporte, mis compañeros de vuelo desaparecieron en taxis latinoamericanos y yo me quedé en la puerta del aeropuerto mirando hacia la oscuridad, que imaginé que debía ser la selva.

Era mi primera vez viajando solo y me faltaba aprender muchas cosas. Para empezar, no tenía moneda local y mis dólares eran un par de billetes de cien que los sentí inadecuados para trasladarme a la ciudad. Entonces regresé al aeropuerto para intentar cambiar dinero.

Volví a caminar por solitarios pasillos de paredes de fórmica que ahora me parecían de un edificio abandonado. Lo más cerca que estuve de poder cambiar dólares fue con un mozo que barría un restaurante cerrado y en penumbras y que me ofreció cambiárselos a él a una taza de cambio ridícula.

Entonces volví a salir.

Entre la selva y el aeropuerto había una especie de plazoleta. En el centro de la plazoleta me pareció ver una cabina de teléfono público con los vidrios rotos y un poco tapada por unos arbustos, pero después entendí que era un cajero automático. Entré en la cabina cerrando la puerta de vidrios rotos e introduje la tarjeta en la ranura, dudando bastante. Al teclear los botones adiviné cómo se decía “caja de ahorro” en portugués y, para mi gran sorpresa, salieron billetes.

Un rato después, el cielo empezaba a clarear y un nuevo avión había llegado con otro puñado de pasajeros. Entonces, a un par de pibes que parecían nórdicos les propuse compartir taxi. Así fuimos por avenidas anchas y por el centro de una ciudad que empezaba a oler a frutas podridas. Finalmente, al llegar al centro, los rubios dijeron que no me preocupara, que ellos pagaban el taxi.

Caminé, con todos mis billetes en los bolsillos y con mi pesada mochila por las calles que aún estaban frescas, hasta encontrar un hotel barato. Elegí uno con patio interno y balcones de madera.

Los siguientes días en Manaos fueron de caminatas y carnaval. Un carnaval no tan exaltado como suele verse en otras ciudades de Brasil. Tiene algo de carnaval uruguayo, pensé. Los días eran calurosos y húmedos. Las noches con mosquitos y ventilador. Recuerdo haber pasado por delante del antiguo teatro de ópera y por calles que hoy, tal vez, me darían un poco de miedo.

Un día visité un pequeño zoológico en las afueras de la ciudad. Un zoológico entre la selva. Me pareció extraño. Incluso llegué a ver un mono confianzudo del lado de afuera de una jaula. Tal vez atraído por los hermanos enjaulados, o por la comida de los hermanos enjaulados.

También recuerdo haber pedido un gran pescado asado en el puerto. Venía con arroz y plátano frito. Una niña de la calle se me acercó y me pidió que le regalara la cabeza del pescado. Se la regalé.

Un día de carnaval conocí una batucada dirigida por un niño. No una batucada profesional sino cinco o seis negros que tocaban relajados mientras esperaban que anunciaran los resultados de las escolas ganadoras. El niño parecía drogado, o simplemente muy joven. Cada tanto alguien le daba un golpe en la nunca cuando se colgaba y se olvidaba de dirigir con su tamborcito.

En el carnaval también conocí a una morena con la que no pasó casi nada. No recuerdo bien si nos besamos. Estaba con amigas y me dejó su número de teléfono. Al día siguiente la llamé desde un público y me atendió una mujer con un portugués muy complicado. Imaginé una señora gorda del otro lado del tubo, en una casa en las afueras de la ciudad, una casa con chapas y maderas. No pudimos entendernos mucho. Tal vez fuera la madre de la joven morena, o tal vez me habían dado cualquier número de teléfono.

Recuerdo que un día compré una sandía. Hacía tanto calor que hasta la sandía estaba caliente. Antes de eso pensaba que las sandías nunca estaban calientes. Comí la mitad y la otra mitad pedí guardarla en una heladera que había al final de un pasillo del hotel. Ahí la olvidé y no sé hasta cuándo habrá estado. Trece años después, al final del pasillo ya no estaba la heladera.

Era la época de las cámaras analógicas y no era algo habitual sacar muchas fotos, pero aún así me sorprende haber sacado solo cuatro en Manaos.

Finalmente salí de la ciudad en un bus por una ruta amurallada de selva, hacia el norte, hacia Boa Vista. Ahí dormí en una habitación que daba a un patio con rosas y, al día siguiente, otro bus hacia la frontera con Guyana.

Fotos del libro

Pag. 16
… casi no había ángulo para mirar sin ver sangre: se volvió a desparramar…
Pag. 19
… me acerqué adivinando que eran San Pedros. Echinopsis pachanoi, parecían…
Pag. 28
… en una casita de madera y paja donde vivía una pareja joven con varios niños…

Pag. 34

… emergían unos puestitos de madera en el medio del agua…

Pag. 35

… Además está el tema de los cráneos de vaca…

Pag. 39

… Lo tomamos en un afluente rodeado de selva y viajamos hasta agarrar el río principal…

Pag. 45

… vi un caminito que entraba en la selva y me metí…
Pag. 49
… Para pasar del bar al barco había otras tablas por las que caminamos hasta alcanzar una de las cubiertas…

Pag. 53

… se quedó un rato en mitad de la cascada, mirándola, hasta que se tiró…

Pag. 59

… Como no llegaba a ver el fondo, avancé más…

Pag. 65

… ahí estuvimos un rato rodeados de color esmeralda…

Pag. 67

… Al terminar de hacer el té de San Pedro ya era de noche…

Pag 80

…  y todo terminaba pareciendo un enorme pecho de una india mirando hacia el cielo…

Pag. 81

…nos pusimos a hablar con la gente de los barquitos para que nos lleven más adentro del Amazonas…

Pag. 99

… Hace dos días que estamos en Playa Brava y no hemos hecho mucho más que estar echados por ahí, cocinar y sacar agua potable de los cocos…

Pag. 106

… Debía estar murmurando sueños de mono…

Pag. 112

… Estábamos sentados en un banco al sol y su hija pintaba un libro junto a una negrita que se había acercado a ayudarla…

Pag. 116

… avanzamos lentamente hacia una hilera de casas de paja y caña que parecían flotar sobre el agua, pero que evidentemente debían estar sobre una pequeña isla…

Pag. 121

… Martina se hizo amiga de dos niños…

Pag. 125

… Le dije a Claudia que me esperara ahí con las mochilas mientras yo iba a buscar un lugar para dormir…

Pag. 128

… Mientras escribo, recostado en un banco junto al mar sin olas, veo pasar cada tanto a algún kuna flotando sobre un tronco ahuecado, impulsado por el viento que empuja las velas hechas con dos palos y retazos de sábanas…

Pag. 139

… la presencia de Martina nos está ayudando mucho en esto de viajar a dedo…

Pag. 142

… Panamá City…

Pag. 148

… nos movíamos con dificultad, entre las rocas, en la oscuridad, con el agua hasta la cintura…

Pag. 165

… La comunidad se llama Raitipura y está habitada por indios de la etnia miskito…

Pag. 184

… un montón de niños remontando barriletes, algunos subidos a las tumbas más altas…

Pag. 190

… muchos estaban vestidos a lo hippie, otros un poco como indios y había varios en pelotas…

Pag. 196

… y enseguida a una poza de agua cristalina y de fondo celeste…

Pag. 197

… Las luces se acabaron abruptamente en unos espacios altos donde varias estalactitas se unían con sus estalagmitas y formaban columnas…

Pag. 205

… unos niños que estaban jugando a tirar un CD viejo desde el muelle para después sumergirse y buscarlo entre las ruinas subacuáticas…

Pag. 207

… Sobre la parte más alta vi a dos indios y a una india en una ce-remonia maya…

Pag. 210

… fuimos en expedición hasta una comunidad cercana; nos guió un indio local…

Pag. 220

… dando una especie de sermón, chapoteando en un balde lleno de barro…

Pag. 222

… Me pareció ver al fotógrafo dudando un poco y sacarla igual…

Pag. 236

…elegí un templo sobre una loma y dormí hasta el amanecer…

Pag. 242

… me encontré otra vez a Eugenia y nos quedamos un rato mirando el espectáculo de los sablazos afilados entre los lentos movimientos del yoga…

Pag. 262

… Unos kilómetros después me crucé con una pareja de menonitas…
Pag. 263
… Todos los varones vestían enterito negro, camisa clara a cuadros y sombrero blanco tipo cowboy…
Pag. 276
… parece que a Real de Catorce se entra por un túnel…
Pag. 281
… Entonces su padre se le acercó y empezó a recitar en huichol, moviendo la cabeza del animal por el cuerpo de ella y hacia los cuatro puntos cardinales…
 

 

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El LIBRO

 

Introducción del libro Parte de existencia

No recibí una carta de despedida ni un mail ni nada. Sospechaba que simplemente iban a dejar de depositarme dinero. El contrato decía bien claro que era solo por dos años y probablemente lo único que iba a pasar era eso: una ausencia de depósitos. Entonces me fijé en el balance de mi cuenta bancaria y sí, ya no tenía sueldo.

Introducción Parte de existencia (Large)

Seguí yendo al trabajo durante otro par de meses sin cobrar, no quería dejar las cosas inconclusas. Podía subsistir un tiempo prescindiendo de una entrada de dinero, sobre todo porque no tenía que pagar alquiler: el departamento era mío, comprado con ahorros de muchos años, y era prácticamente lo único que tenía. Eso y otro escaso resto de dinero que, me di cuenta enseguida, no iba a alcanzar para mucho tiempo más.
Entonces pensé en mis opciones. En la situación en la que estaba tenía pocas chances de encontrar algo productivo en Argentina y empecé a buscar en el exterior. Al fin apareció algo que realmente me interesó. Esto es lo que me contestaron desde México:
“Tengo la posibilidad de ofrecerle un puesto. No hay ningún problema pero, ¿le gustaría venir y conocer el laboratorio, la gente y los proyectos? Creo que es muy importante que nos veamos, hablemos y vea el ambiente. El lugar tiene todo lo que una persona como usted busca para desarrollarse, pero quiero que nos conozca.”
Arreglamos una entrevista. O algo parecido.
Apuré todo lo que tenía que terminar en Buenos Aires, trabajando incluso más horas que cuando cobraba. El resto del trabajo, que era bastante, podía terminarlo con la computadora. Armé la mochila, alquilé el departamento y me fui. Según mis cálculos, con la entrada del alquiler, lo que quedaba de los ahorros y viajando barato, tenía que alcanzarme para llegar.
El bus salió de Retiro y pasó por unas cuantas provincias llenas de pasto en las que debo haber pensado demasiado. Cuando se hizo de noche, me tomé una pastilla y me quedé mirando por la ventana. Recuerdo las líneas del asfalto que pasaban una atrás de la otra.
Me desperté en La Quiaca, bajé del bus, miré la brújula y caminé hasta Bolivia. Dormí en Villazón, en Tupiza y en Uyuni. Ahí tomé otro bus hacia el salar. Primero por caminos de tierra, después entró directamente en la superficie blanca. Cuando habíamos recorrido un par de kilómetros, me bajé. El bus se fue y desapareció en el horizonte. Yo me quedé mirando la enorme planicie de sal con las montañas en el fondo, bien lejos. Cerré los ojos y corrí hasta cansarme.
Después volví, un poco caminando y un poco a dedo hasta Uyuni y tomé un bus destartalado por caminos de ripio, entre montañas secas y de curvas suaves hasta Potosí.
Hasta ese momento no había sido necesario escribir nada.

 

 

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El LIBRO

 

Desde Montañita. Final de la historia.

Lo pasamos muy bien en los días nublados y luminosos de Montañita. En las sierras bajas y verdes, en las playas llenas de vegetación podrida y todo eso. Hasta que llegó el momento de volver: un día después de que la chilena rubia y la chilena morocha se fueran a Guayaquil, nos dimos cuenta de que estábamos llegando al final de nuestros cien dólares de emergencia. Entonces empezamos a viajar por primera vez hacia el sur, emprendiendo la vuelta a casa, que parecía tan lejos.

Caminos latinoaméricanos (Large)

Y calculamos mal: después de dos buses y muchas horas por las carreteras ecuatorianas, llegamos a la terminal de Guayaquil para darnos cuenta de que, con los pocos dólares que teníamos, no íbamos a poder llegar a la frontera peruana.

Era de noche y la terminal se iba apagando cuando tuvimos que ponernos de acuerdo en elegir entre dos opciones: intentar hacer dedo (que parecía complicado a esa hora y en esos barrios periféricos) o llamar a las chilenas para pedirles plata prestada (ellas nos habían dejado un dudoso número de teléfono).

Las llamamos, claro.

La respuesta fue sí y entonces nos dimos cuenta de que, hasta donde estaban ellas, solo podíamos ir en taxi. Eso nos dejaba con apenas unos centavos de resto.

Fuimos, claro.

El taxi pasó por barrios pobres, por debajo de autopistas y por más barrios pobres hasta dejarnos frente a un paredón interrumpido por fuertes rejas custodiadas entre dos uniformados con ametralladoras.

Pasamos, claro.

Caminamos a oscuras por callecitas prolijas de un barrio privado. No recuerdo de quién era la casa, creo que de algún pariente lejano de alguna de las dos. Y extrañamente solo las vimos a ellas, no sé si los dueños del lugar dormían o qué, pero ahí nos quedamos hasta el amanecer.

Al día siguiente los diez dólares sí nos alcanzaron hasta la frontera. De ahí en más el camino por Perú fue largo pero a ritmo constante: Piura, Trujillo, Chimbote, Lima, Nazca. Otra vez muchos transportes y puentes derrumbados. En un mínimo almacén frente a la playa de algún pueblo costero, llamé a la rubia metiendo una moneda tras otra en un pequeño teléfono público. Me dijo que le gustaba mucho que la hubiera llamado. Me pareció que lo decía sorprendida. Después me contó que de Guayaquil volarían a Nueva York. Habían conseguido unos pasajes baratos y alargaban su viaje.

Unos días después ya estábamos en Chile haciendo dedo, caminando por el desierto o durmiendo al aire libre. De caminar en el desierto recuerdo el ruido, un suelo seco que se quebraba bajo nuestros pies con el chasquido que hace una maceta al romperse. De dormir al aire libre recuerdo enroscarme en la bolsa de dormir para protegerme del frío y un perro que vino a olisquearnos en mitad de la noche (aunque esto último puede que lo haya soñado).

Cien (Large)

Cuando llegamos a Santiago devolvimos los diez dólares en la dirección que teníamos anotada en un papel arrugado y dedicamos nuestros últimos días de vacaciones a caminar por la ciudad, gastando los restantes pesos en empanadas y refrescos. Finalmente subimos a un último bus a Buenos Aires justo a tiempo para retomar las clases en la universidad.

Al desarmar la mochila, me sorprendió encontrar un San Pedro; había olvidado que lo llevaba. Lo plante en mi jardín.

Lo que siguió después fueron varios meses en los que las cartas iban y venían de Buenos Aires a Santiago. Y no solo las cartas, yo también, las veces que podía, ahorrando dólares y encontrando días libres para visitar a la rubia en su ciudad: buses o aviones ida y vuelta a Chile y pasando los mejores días en hoteles antiguos y descascarados.

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El LIBRO

Montañita, Ecuador

Nos habían dicho que de Trujillo hacia el norte quedaban pocos puentes en pie. Eso hizo que nos desviáramos hacia el oeste, hacia las montañas. Después de muchas horas en buses antiguos cruzamos de Perú a Ecuador por el paso fronterizo de Macará. Al día siguiente, mientras viajábamos en un bus nocturno a Guayaquil, nos despertaron varias veces y nos hicieron bajar a punta de ametralladora a firmar cuadernos (solo a nosotros dos). Lo recuerdo como en sueños, contestando casi dormido. No sé por qué tanta militarización; tal vez fuera por la guerra entre Perú y Ecuador; el último conflicto armado había ocurrido hacía solo tres años y aún faltaban unos meses para firmar la paz definitiva. O tal vez tuviera algo que ver con Sendero Luminoso, que por aquellos años había controlado zonas cercanas en el Perú. O quién sabe.

En Guayaquil nos enteramos de que nuestras tarjetas de débito no funcionaban en Ecuador y aun así seguimos viaje hacia el norte con un billete de cien dólares que yo había escondido en la mochila para esas situaciones. Vivimos varios días con esos pocos dólares, la mayor parte del tiempo en Montañita, que en aquel entonces era un pueblo pequeño y tranquilo. Nos hospedamos en un hotel casi abandonado en el que dormíamos solo nosotros dos y tres murciélagos.

murciélagos (Large)
Tres hembras con chapa arriba

Una noche, parados bajo un techo de paja de un bar de la playa, Pablo despertó.

–Julián, encaremos a esas dos pibas.

Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no estaba con nadie. Creo que eso me hizo pensar en “¿y qué les decimos?”.

Eran chilenas y no sé qué fue lo primero que dijimos, pero finalmente Pablo se quedó hablando con la más morocha y yo con la más rubia.

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El LIBRO

Micha blanca

Estábamos a punto de lograr nuestro objetivo. Habíamos llegado al norte de Perú, habíamos conseguido los San Pedros y habíamos encontrado a una chamana para que los preparara. Ahora ella nos traía una olla con rodajas de cactus flotando en un líquido caliente.

Barco con ojos cerrados (Large)

–Le agregué micha blanca.
–¿Qué es?
–Una planta de aquí.

Mucho tiempo después me enteré de que “micha blanca” es el nombre local del floripondio (Brugmansia sp), una planta alucinógena que es, al mismo tiempo, similar y opuesta al San Pedro (Echinopsis pachanoi). Similar en la clasificación más amplia: el conjunto de todas las plantas que distorsionan los sentidos. Y opuesta en su relación con la conciencia: con el San Pedro todo parece ser más brillante o más sonoro o con más textura, incluso los pensamientos se sienten claros y reveladores, en cambio con el floripondio los sentidos pasan a un segundo plano y la percepción se nos arma con nuestros delirios internos; la conciencia parece quedar detrás de un vidrio empañado. Si el San pedro es un despertar, el floripondio es un sueño.

Y entonces tomamos el líquido amargo y contradictorio sin saber muy bien adónde íbamos.

–¿Puedo llevar un poco para mi marido?
–Claro.
–Es que está mal del hígado.

Cuando la chamana salió con su taza para el marido, nosotros hundimos las nuestras en el líquido espeso, entre las rodajas de San Pedro y las hojas grisáceas. Micha blanca. Yo recién empezaba a conocer los nombres de todas esas plantas.

Entonces.

Se hizo de noche (Large)

Se hizo de noche.

Pablo me habló de rayos verdes.

Me encontré solo en la playa, mirando un barco en el horizonte, con ojos verdes.

Los cangrejos también miraban al barco.

Estuve angustiado, dando pasos con dificultad, sin saber bien a qué altura estaba el piso.

Caminé entre la costa nocturna y la villa que había traído el mar revuelto.

Me encontré boca abajo en la playa, entre cuatro encapuchados y con un arma enfriándome la nuca.

Vi colores en la arena.

Me pareció que los encapuchados no eran cuatro sino tres.

Uno de los encapuchados buscó en mi bolsillo y extrajo dos dólares y una goma para atar el pelo.

Me pareció que los encapuchados eran cinco.

Se fueron caminando por la costa y miré sus espaldas hasta que desaparecieron en la oscuridad.

Me sentí bien, como despabilado por un baldazo de agua.

Me encontré en una calle de tierra sin poder distinguir el ancho del largo, y sobre todo sin saber hacia dónde debía ir.

Me sentí angustiado una vez más.

Reconocí lugares sin poder ubicarme.

Me di cuenta de que también me habían robado las llaves de la habitación.

Encontré el camino de vuelta a la posada por una calle sin luces, atravesada por ladridos de perros.

Le dije a Pablo que me habían robado las llaves de la habitación y Pablo miraba el cielo.

Entré a otra habitación.

Le pregunté a Pablo si las realidades eran dos o varias, y Pablo miraba el cielo.

Apagué la luz y las paredes se combaron hacia adentro.

Prendí la luz, las paredes volvieron a su lugar y en la más cercana había una araña grande.

Apagué la luz y Pablo me preguntó si sabía que había una araña muy cerca mío y le respondí que sí, que era mi amiga.

Sentí unas patas peludas caminando sobre mi mano y pegué un grito.

Prendí la luz y la araña no estaba en ningún lado.

Apagué la luz, las paredes se combaron hacia dentro y no podía dejar de pensar en las ocho patas peludas.

Prendí la luz, las paredes volvieron a su lugar y la araña estaba en el suelo.

Pisé fuerte y no me animé a levantar el pie, no estaba totalmente seguro de que hubiera muerto (la araña).

Arrastré con fuerza mi pie contra el áspero cemento convirtiendo al bicho en una delgadísima mancha de un color oscuro casi uniforme.

Vi muchas hormigas coloradas recorrer la mancha con olor a araña.

Me pareció imposible la velocidad de las patas de esas muy minúsculas y muy veloces hormigas.

En algún momento me dormí.

Fue una noche difícil.

Sobre todo para la araña.

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El LIBRO

Salaverry, Perú

El norte de Perú nos tenía con los ojos abiertos. Habíamos juntado San Pedros en Huanchaco y en Las Delicias, dos pueblitos costeños cercanos a Trujillo. No recuerdo cómo ni por qué caímos en Las Delicias, probablemente alguien de Trujillo nos lo haya recomendado. El lugar resultó ser poco más que un balneario de turismo local de unas diez cuadras de largo por cinco de ancho, que se encontraba casi vacío en esos meses de corriente de El Niño. Casi vacío, nublado y abandonado, aunque alguna que otra familia insistía en tomar sol en la neblina.

Las Delicias, Perú (Large)

Nos hospedamos con el hijo del chamán del pueblo. Como habíamos preguntado al mismo tiempo por un hospedaje y por un chamán, alguien nos dijo que ese era el lugar indicado. El hostal consistía en unas habitaciones básicas que rodeaban un patio con San Pedros en las esquinas. El chamán había muerto ya, su hijo no continuó con la vocación del padre pero su hermana sí, y entonces estuvimos hablando de plantas alucinógenas y hasta de peces alucinógenos durante un largo rato. Nos contó que a los peces suelen hacerlos en sopa, pero que con este mar revuelto no salen. Y fue ella misma quien se ofreció a preparar los San Pedros: había que cocinarlos durante varias horas.

Mientras la olla hervía en casa de la chamana Pablo se quedó leyendo en el hostal y yo salí a caminar por la playa. Fui hacia el sur, descalzo sobre una arena oscurecida e invadida de ramas que habrían sido arrastradas por los ríos desbordados y que el mar devolvió a la playa. En el primer tramo pasé junto a una villa de chapas y maderas que también parecía haber llegado del mar revuelto. Después casi la nada, un largo trecho entre las olas y una zona semidesértica con montañas bajas en el fondo.

La playa terminaba en otro pueblo, un pueblo tranquilo, rodeado de un cerro bajo y desértico, y con un pequeño puerto industrial en la punta donde se unían la playa y la montaña. Caminé unas cuatro cuadras hasta la Plaza. Era amplia y sin un solo árbol. Estaba rodeada de casas bajas y una iglesia de cúpulas blancas y paredes de un color amarillo apagado que daba la espalda al cerro, de un color amarillo aún más apagado.

Había una sola persona en esa plaza sin árboles, un anciano sentado en un banco.

–Buenas tardes, ¿Me podría decir cómo se llama este pueblo?
–Salaverry.

El viejo se quedó mirándome. Yo esperé unos segundos y lo saludé y me fui.

Entonces me pareció buena idea subir al cerro para ver el pueblo desde arriba. No era muy alto, no sería mucho más de cien metros, pero fue un poco cansador y caluroso a pesar de que el sol ya estaba bajo. En la cima corría un aire más agradable. Y ahí no fue el pueblo visto desde arriba lo que más me sorprendió, sino lo que había del otro lado: la playa más grande que había visto nunca. No digo por lo largo (que no se veía dónde terminaba pero eso ocurre con muchas playas, y en todo caso el aire brumoso tampoco ayudaba a ver el final) sino por lo ancho: desde donde yo estaba habría más de dos kilómetros hasta el agua. Una playa enorme y grisácea con un punto negro en el medio. Tal vez el color de la arena la hiciera parecer aún más grande, un color que no se diferenciaba demasiado del mar revuelto y del cielo uniformemente nublado, y todos los límites borroneados por la bruma.

Bajé del cerro caminando hacia el punto negro. Me cansaba en la arena floja, los pasos se hacían pesados y el paisaje uniforme casi no parecía cambiar.

Después de largos minutos pude distinguir a una persona en el centro de lo que había sido la mancha negra, y ya más cerca, pude ver a ese hombre rodeado de bultos oscuros, vestido con harapos y con el pelo canoso y enmarañado. Nos miramos un rato antes de seguir mi camino. No sé si lo saludé o pensé en saludarlo. Estoy casi seguro de que él no me saludó.

Unos diez minutos después logré llegar a la orilla. Sentí los ojos enrojecidos y algo duro en la garganta. No sé si tenía que ver con el mendigo, con la playa inmensa, con la bruma o con algo que involucraba todo eso y algo más, tal vez Salaverry, tal vez Perú, o tal vez yo en esos días.

Salaverry, Perú (Large)

No estoy seguro de haber lagrimeado, en todo caso había mucha humedad. Caminé por la orilla hasta el puerto. Pasé por un portón abierto que sentí que era apenas una interrupción en el cerro que continuaba hasta el mar. Ahí solo vi a dos empleados con cascos sucios caminando de un galpón a otro entre grandes máquinas oxidadas.

–¿Se puede pasar por acá?
–Pase nomás.

Atravesé el puerto y al volver a cruzar por Salaverry me levantó un camión que me llevó de vuelta a Las Delicias.

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El LIBRO

Avión a Lima, puentes destruidos y huesos en Chimbote.

La corriente del Niño de 1997-1998, la más catastrófica de los últimos 130 años, nos había dejado con pocos caminos en buenas condiciones entre Cusco y Lima. Eran demasiados los valles y quebradas con ríos desbordados que teníamos que pasar. En condiciones ideales el viaje en bus tenía un mínimo de treinta y seis horas de duración, y en este caso podían llegar a ser varios días. Una buena opción era conseguir un avión.

Eso hicimos, fuimos al aeropuerto a pedir el pasaje más barato. Al día siguiente estábamos embarcando por una pista soleada y ventosa en dirección a un pequeño avión con motores a hélice.

vuelo Cusco Lima (Large)

Entramos por la “panza”, como en los hércules, por una rampa que se abría y cerraba mediante un malacate y su cable de acero que recorría el centro del avión.

malacate (Large)

Adentro estaba todo escrito en ruso. Me pareció que la base de los asientos tenía más hierros de los necesarios, como si fueran antiguas sillas de dentista. Había máscaras de oxígeno que colgaban de trapitos con cuatro hilos en las puntas. La puerta de la cabina de los pilotos era una floreada cortina de tela.

Cuando ya estábamos en el aire tuve miedo. Recuerdo que en un momento Pablo me hablaba de Rusia y de cómo su abuelo lo había mandado a estudiar ruso al comité del partido comunista. Parte de la historia no la pude escuchar bien porque el ruido de las hélices era ensordecedor, pero parece que el abuelo aseguraba que el socialismo se iba a imponer en el mundo y que entonces el ruso sería el idioma del futuro. La historia se interrumpía cada tanto por las sacudidas de nuestro pequeño avión remachado. Las máscaras de oxígeno se balancearon durante todo el viaje.

Después fue todo por tierra. Desde Lima hacia el norte hicimos cientos de kilometros por la costa en varios buses. Cada bus terminaba en un puente destruido, cruzábamos el río a pie o cómo se pudiera, subíamos al siguiente bus y seguíamos viaje hasta el próximo puente destruido.

Corriente de El Niño de 1997-1998 (Large)

Almorzamos en un bar de la plaza de Chimbote, una pequeña y tranquila ciudad portuaria a mitad de camino entre Lima y Ecuador. La quietud del lugar me pareció más de pueblo que de ciudad. Un pueblo grande y tranquilo donde predominaban las casas bajas y las calles de tierra. El color de la tierra estaba en todos lados.

En la televisión del bar pasaban “Boca – Independiente”. Los jugadores corrían por una cancha casi sin pasto y los escasos espectadores miraban sentados desde unas tribunas de tablones de madera.

–Disculpe, ¿qué es esto de “Boca – Independiente”? –pregunté al mozo, un señor de pelo blanco y delantal celeste.
–¿Ustedes son argentinos? –dijo sonriendo.
–Claro.
–Aquí apreciamos mucho el fútbol argentino… y por eso tenemos varios equipos con nombres de su país.

(Era verdad y acá están sus páginas en Facebook: Boca Independiente.)

–Han llegado justo… Aquí, hace dos días, estuvo horrible por el alud.
–¿Acá también hubo alud?
–Sí, un desastre en el pueblo.
–¿Murió mucha gente?
–No, no es por eso… Bueno, sí hubo muertos por acá, pero muertos de antes. El alud arrasó el cementerio y quedaron los huesos desparramados por todo el pueblo.

Nos fuimos de Chimbote sin saber cómo terminó Boca – Independiente.

Unas horas después llegamos a Huanchaco, cerca de Trujillo, y entonces vimos que los San Pedros crecían por todos lados.

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El LIBRO

Alud

Como no podíamos hacer el camino del Inca porque a Mariano se le acababan los días de vacaciones, desde Cuzco viajamos en tren directo hasta Aguas Calientes, ese pueblo oscuro, apretado entre montañas con selva, unas cuantas casas hechas de cascotes y madera.

Aguas Calientes (Large)

Trepamos la ladera hasta las ruinas de Machu Picchu para sorprendernos con las piedras que encajan justo y con la caída de un imperio, pero sobre todo, para sorprendernos con el paso del tiempo.

Machu Picchu bis (Large)

Finalmente, como a Mariano le sobró un día, decidimos tomarnos el tren no hacia Cusco sino hacia el otro lado, porque nos había dado la sensación de que no había nada hacia aquel lado, como si se acabara el escenario pero las vías continuaran.

El vagón, que solo lo ocupábamos nosotros, hizo unos doscientos metros y se detuvo. Un rato después pasó el guarda.

–¿Ustedes qué hacen aquí?
–Vamos hacia allá.
–¿Hasta dónde?
–Hasta el final.
–Pero no llega al final.
–¿Cómo?
–Por el desmoronamiento.
–Hasta donde llegue, entonces.
–Esta bien, pero además estos vagones no llegan a ningún lado, los desenganchamos y aquí se quedan, son solo para los turistas, van a tener que pasarse para allá.

Del cómodo vagón vacío pasamos a uno con mucha gente y alguna que otra gallina. Me pareció bien. Y todo me pareció bien de ahí en más: el tren bajando por el cañón profundo y selvático, las hojas oscuras y brillantes por la lluvia, las nubes en las cumbres, los puentes de hierro, no tener idea de a dónde íbamos, todo eso.

Tren de Machu Picchu (Large)

Durante un buen rato fuimos en ese tren rústico, a veces yendo hacia adelante y hacia atrás en zigzag para descender por alguna ladera demasiado abrupta, y alguna que otra vez parando en caseríos perdidos que parecían vivir de la plantación de bananas; hasta que frenó definitivamente.

Me sorprendió. El tren se había detenido frente a una laguna. Una vez más el escenario acababa y los rieles continuaban, pero en este caso continuaban bajo el agua.

Las casas también continuaban bajo el agua; a algunas solo se les veía el techo sobre la superficie de la laguna. Era un pueblo llamado Santa Teresa, o lo que quedaba del pueblo después del alud. Estábamos en un año de Corriente de El Niño, y no una normal, sino la más devastadora de los últimos 130 años. Y el derrumbe de montaña que estábamos viendo en ese momento fue el primero de los muchos que luego vimos a lo largo de todo el país.

Alud en Santa Teresa, Perú, 1997, 1998 (Large)

Un rato después volvimos a subir al mismo tren, para que nos lleve de regreso a Cusco.

Y Mariano emprendió la vuelta a Buenos Aires.

Mariano Marletto vuelve (Large)

Ahora seguimos solo dos en busca del San Pedro, el cactus sagrado de los indios del Perú.

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El LIBRO

El valor del papel

Mi salida de Bolivia tampoco fue simple. En Buenos Aires no me había alcanzado el tiempo para hacer el pasaporte argentino y entonces salí con el DNI. Como en aquella época se podía cruzar a Bolivia sin pasaporte pero no a Perú, mi truco era cruzar la segunda frontera con mi otro pasaporte, el español, el comodín bordó que en ese momento estaba sin estrenar.

–Aquí no hay sello de entrada –me informó el tipo de verde detrás del escritorio.
–¿Y qué tengo que hacer?

El boliviano se quedó un rato mirando seriamente mi pasaporte, pasando las hojas vacías de un lado al otro.

–Por unos diez dólares se podría arreglar esto –dijo de pronto, sin sacar la vista de alguna hoja probablemente elegida al azar.
–Está bien.

Revolví en mi mochila hasta encontrar un billete falso de diez dólares, que llevaba sin saber muy bien para qué. En aquella época, en la Argentina del 1 a 1, el dólar corría casi con tanta naturalidad como los pesos, y también los billetes falsos de ambas monedas. Recuerdo que los truchos de cinco pesos solían encajártelos en los taxis. Desconozco como sería el sistema, pero estaba claro que, de a cinco en cinco, necesitaban una gran red de distribución que justifique falsificar billetes tan chicos, y los taxis debieron parecer una buena opción para los falsificadores o para los clientes de los falsificadores o quién sabe cómo se maneja eso. Y bueno, también había dólares falsos y este que yo estaba entregando ahora se lo habían enchufado a mi padre. Él me lo pasó a mí porque probablemente no tendría ganas de poner cara de póker al volver a pasarlo.

El boliviano uniformado me ofreció un libro, yo deposité el papel falso entre las hojas y se lo devolví. Él agarró el pasaporte español y el libro y se fue atravesando un umbral que daba a una habitación oscura. Entonces pasaron unos minutos en los que me puse un poco nervioso, hasta que el tipo regresó con mi pasaporte adornado de dos sellos, uno de entrada a Bolivia y otro de salida.

Me fui de la oficina de migraciones boliviana intentando alcanzar a Pablo y a Mariano, que ya debían estar haciendo el segundo trámite al otro lado de la frontera. Me dirigí hacia el gran arco en el que estaba escrito, sobre chapas un poco oxidadas, “Bienvenidos a Perú”.

Pero algunos metros antes de llegar, alcancé a ver por el rabillo del ojo al tipo de verde que venía corriendo hacia mí. El primer instinto fue salir corriendo también, hacia la frontera, como en las películas; pero alguna voz responsable dentro de mi cabeza dijo: Julián no corras escapando de la policía, eso en las películas no siempre termina bien.

No corrí entonces, pero sí apuré el paso como para llegar a la frontera antes que el policía. En algún lugar de mi cerebro estaba despejándose una X para calcular la velocidad justa que me dejaba a salvo del lado de Perú, mientras que de alguna otra parte encefálica salía una voz a destiempo que advertía: Julián no sobornes a la policía con dólares falsos, eso tampoco suele terminar bien en las películas.

Llegué a Perú antes que mi perseguidor pero, a diferencia de las historias de Hollywood, en este caso el tipo de verde atravesó sin ningún problema ese límite imaginario.

–¡Señor! –gritó el policía pisándome los talones.
–¿Qué pasa? –pregunté yo, dándome vuelta y transpirando tanto como el boliviano.
–Este billete no sirve, pues –y me mostró el papel verdoso.
–¿Por qué no?
–No es de lo buenos.
–¿Cómo que no?
–Es falso.
–Ah… no sabía… ¿Pero qué hace usted aquí? Estamos en Perú.
–Tiene que regresar –dijo con una sonrisa en la cara, que la sentí cómplice, de hermanos latinoamericanos.

Pensé en negarme. Tenía el pasaporte sellado y estaba en Perú; en las películas ese debía ser el mejor lugar para estar, en vez de volver a Bolivia, a la tierra de mi perseguidor. Pero no, de pronto sentí que tenía que volver, que en la sonrisa del boliviano había una paz que necesitaba, y además probablemente él tenía que rendir cuentas a su superior, de seguro el próximo dueño del mayor porcentaje de ese billete. Entonces volví, siguiendo un instinto que en realidad aún me cuesta un poco entender.

–Pero solo tengo nueve dólares de los buenos –dije cuando ya estábamos otra vez en la oficina.
–Está bien –contestó, ladeando un poco la cabeza y repitiendo la sonrisa, que ahora la interpreté como conciliadora, como para que nadie se sienta demasiado estúpido.

Volví a revisar en mi mochila y extraje unos billetes que ya tenía en mente porque estaban casi en las mismas condiciones que el falso. Estaban tan estropeados que no me los habían aceptado en ninguna casa de cambio. Eran un billete de cinco y cuatro billetes de uno que parecían haber trabajado de dólar de la suerte en muchas billeteras.

–Aquí tiene –y estiré la mano con los billetes sobados, ya sin la pantomima del libro.
–Está bien –contestó el boliviano, otra vez con su sonrisa, ahora presente de un solo lado de la cara, tal vez conforme con haberse quedado con la última palabra.

Sellé el pasaporte en Perú, alcancé a mis amigos y subimos en triciclos empujados por niños en bicicleta, descalzos.

Hola Perú (Large)

 

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El LIBRO