Chavín y Yungay, pueblos que fueron otra cosa

Pasamos unos días en Chavín de Huántar, un pequeño pueblo entre montañas abruptas. Ahí se encuentra el sitio arqueológico con las ruinas de los que fue el centro administrativo y religioso de la cultura chavín, la cual existió entre los años 1500 y 300 a. C.

 

 

Los chavines, dos o tres milenios antes que los incas, construían templos imponentes.

 

(El techo y el reflector no son originales)

 

Y monolitos como el obelisco Tello, que tiene grabada la chacana, la cruz andina, la más antigua que he visto hasta ahora.

 

 

Y monolitos dentro de túneles laberínticos intercalados entre acueductos donde los chavines podían escuchar el fluir del agua como el rugido de un jaguar.

 

 

Y donde los sacerdotes tomaban San Pedro.

 

 

Como se puede comprobar con la iconografía del lugar.

 

Al del wuachuma en la mano y peluca de serpientes parece que se le dilataron las pupilas.

 

Los chavines, hace unos 3000 años, dejaron marcas en las piedras y en nuestra cultura.

Luego nuestro viaje siguió hacia el norte por el Callejón de Huaylas hasta Yungay, la ciudad más afectada por el terremoto del 31 de mayo de 1970. Ese día, a las 3.23 de la tarde, el movimiento sísmico más destructivo de la historia del Perú desprendió un gran pedazo de hielo del nevado de Huascarán. El bloque cayó sobre lagunas glaciares y comenzó a descender por el valle arrastrando rocas y barro. Al principio los pobladores escucharon un fuerte rugido de procedencia desconocida, de ecos rebotando en los cerros, como de muchos aviones atravesando el cielo en todas las direcciones; luego vieron que, desde la Cordillera Blanca, se les venía encima una masa oscura de unos 40 metros de altura que largaba chispas de todos los colores. El alud sepultó a Yungay y a casi la totalidad de sus 25.000 habitantes. Solo se salvaron unos 300 repartidos en tres grupos: veinticinco campesinos en un cerro cercano, noventaidós pobladores que corrieron hacia el cementerio (construido en una elevación que sobre las ruinas de una fortaleza incaica) y casi doscientos niños y acompañantes que asistían a un circo ambulante en una zona alta en las afueras de la ciudad. Muchos niños huérfanos que esperaron durante dos días a que los rescatistas pudieran llegar por aire. Esperaron entre el barro y los hielos que no se derretían porque el sol apenas podía atravesar el cielo cargado de cenizas.

 

 

De la antigua Yungay, sobre la superficie, solo quedaron algunos restos de la iglesia, la parte alta de los troncos de las cuatro palmeras de la plaza y los hierros retorcidos de un bus.

 

 

 

 

La zona fue convertida en un campo santo y quedó prohibida cualquier tipo de excavación. La ciudad fue reubicada a un kilómetro al norte. Hoy en día Nueva Yungay cuenta con unos 8.000 habitantes, no muy emparentados con los anteriores.

 

 

Ahora viajaremos hacia Chimbote por el estrecho Cañón del Pato, sobre una de las carreteras más peligrosas del mundo. Luego seguiremos hacia Las Delicias, un poblado costero cercano a Trujillo. Fue ahí donde probé por primera vez San Pedro con una chamana en 1998. Hace poco Carlo Brescia me dio una pista de quién pudo haber sido aquella mujer y ahora veré si puedo encontrarla.

 

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Ceremonia de wachuma en Huaraz

Íbamos a comenzar el día recolectando San Pedros (Trichocereus pachanoi, los wachumas, los cactus visionarios de los Andes) en una quebrada a una hora en auto al norte de Huaraz. Conducía Louis-Marie y a su lado iba Antoine (ambos belgas). Atrás nos apiñábamos Carlo, Gustavo (ambos peruanos), Vane y yo. Íbamos por una ruta sinuosa con ranchos a los costados. En uno de ellos compramos algo de pan casero porque, según Carlo, es mejor así, sin tanto ayuno para un largo día de trabajo. Media hora después, en una curva hacia la izquierda, que a mí me pareció similar a varias que ya habíamos pasado, Louis-Marie salió de la carretera y nos estacionó entre las rocas. Bajamos, comenzamos a trepar la montaña y a los cinco minutos de subida aparecieron los primeroscactus.

Entonces Carlo y Louis-Marie prepararon una ceremonia para pedir permiso a los espíritus y seguir trepando. Carlo y Louis-Marie conocen cada uno de los wachumas que crecen en esa zona.

En la tarde fue la preparación: los pelamos, separamos la parte verde, los trituramos en un mortero y hervimos durante horas. Ellos tienen una forma particular de cocinarlo, lo hacen sin agua, simplemente machacando, hirviendo la pasta y colando con paciencia.

La ceremonia empezó al anochecer. Con bosque, río, instrumentos musicales, pututus, piedras, sin santos, sin padrenuestros ni avemarías. Los pututus también son instrumentos musicales, pero antiguos, son conchas de caracoles marinos de gran tamaño (Lobatus galeatus) con un agujero en la punta por donde se sopla a modo de trompeta. Se usaron desde tiempos inmemoriales en los andes. Se traían desde las costas de lo que hoy es Ecuador.

Fueron diez horas potentes en el bosque. La mayor parte la pasamos junto al fogón con cantos y música hipnótica donde primero predominaron los instrumentos de percusión tocados con suavidad y luego el sonido prolongado de unos largos instrumentos de viento que había llevado Gustavo. Hasta hubo lluvia de meteoritos esa noche brillante y sin luna. Los destellos se nos quedaron en las pupilas.

Vane y yo habíamos sido invitados por Carlo Brescia y, en esa jornada de sentidos sensibilizados, percibí con fuerza lo que ya sabía, que Carlo transmite paz, comprensión y empatía como pocos. En Perú, vivir una ceremonia de San Pedro bien natural es ir a Huaraz y pasar un gran día con Carlo y Louis-Marie.

Ahora cruzaremos la cordillera blanca para llegar a Chavín de Huántar, un pueblo junto a las ruinas de lo que fue el centro administrativo y religioso de la cultura Chavín que existió entre los años 1500 y 300 antes de Cristo. Ahí se encontró una piedra tallada de un chamán sosteniendo un wachuma, una de las más antiguas evidencias arqueológicas del uso del cactus visionario.

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Entrando a Perú por la selva

Después de salir de Bolivia y cruzar brevemente por el borde del selvático y lejano estado brasileño de Acre, entramos a Perú. Cruzamos de noche y con lluvia. El bus nos había dejado en la plaza del pueblo Assis Brasil. A esa hora los puestos de frontera estaban cerrados. Entonces simplemente caminamos tres kilómetros de sombras y cruzamos el puente sobre el río Acre. Del otro lado estaba el pueblo peruano de Iñapari, ahí acampamos, en una galería de madera de alguna tienda que no abriría antes del amanecer. Y si bien en principio no parecía una buena idea hacer camping libre en la triple frontera selvática de Bolivia, Brasil y Perú, en este caso sentimos que el clima de tranquilidad de los pueblos pequeños nos acunaba. Solo queríamos dormir unas horas esperando a que se hiciera de día y abrieran las aduanas.

Por la mañana viajamos en combi hasta Puerto Maldonado. Al llegar caminamos hacia la plaza de armas, esquivando el hormiguero de motorcars (que son como tuk-tuks hechos con una moto serruchada al medio y acoplada a un carro de madera). En la zona más céntrica, por primera vez en mucho tiempo, vimos algo de turismo. No turistas sino cierta infraestructura turística y algún que otro hostel para los viajeros provenientes de Cusco en busca de una aventura selvática o ayahuasquera.

En la plaza encontramos a tres mochileros, tres hippies latinoamericanos, esa variante de hippies que la escasez de dinero los tiñe un poco de punkies.

–Hola, hermanos. Saben de algún lugar barato para hospedarse –pregunté, porque eso es lo que se acostumbra, ir a la plaza y preguntar a la familia dónde se puede ranchar.
–Mejor que barato: un lugar gratis –respondió el que estaba mascando coca.
–¿Cómo es eso?
–¿Tienen carpa?
–Sí.
–Hay una buena gente que nos deja acampar en su patio.

No eran tres latinoamericanos: si bien dos de ellos efectivamente si lo eran (colombiano y peruano), el tercero no, el de la gran sonrisa llena de hojas de coca picada era Eneko, un vasco que supo tener algunos emprendimientos de restaurantes gourmet pero que ya no, ahora había comprendido que lo mejor era viajar sin un peso en el bolsillo. Eneko no solo no tiene dinero sino que tampoco lo busca. Simplemente duerme donde se lo permitan (con una gran tolerancia a los mosquitos) y come lo que le regalen las mamitas del mercado, normalmente verduras que hierve en una pequeña olla sobre un fogón hecho de ramas y maderas de cajón. Eneko hace una gran apología de su estilo de vida que transmite con sonrisa serena y ojos abiertos.

A pesar del calor aplastante, decidimos seguir las intricadas indicaciones de los hippies: unas cuadras hacia el río, un cartel, un camino serpenteante, varias calles de tierra, una leve curva hacia la derecha y otra hacia la izquierda. Reconocimos la casa por las carpas desvencijadas de proporciones poco armónicas, costuras chinas y colores brillantes apagados por muchos días a la intemperie, carpas latinoamericanas. Esperamos un par de horas por ahí hasta que llegaron los dueños de la casa, Tita y Jorge, que nos recibieron muy bien (primero un poco desconfiados, pero luego muy bien). Dijeron que podíamos acampar donde quisiéramos en el terreno de su rancho pero que tengamos cuidado con nuestras pertenencias porque estábamos, por casualidad, entre dos puntos de venta de pasta base. Después nos dijeron que para bañarnos podíamos ir a la casa de un primo de Tita, o al río, al Madre de Dios, pero con cuidado con las rayas y las anguilas eléctricas. Vane eligió bañarse con los parientes y yo me saqué la pasta de sudor y tierra en el río de bordes abruptos, sosteniéndome de una canoa para que no me llevara la corriente. El único problema de nuestro hospedaje era que para ir al baño solo había una letrina y estaba inundada, tenía soretes flotando y el borde del “agua” llegaba a la suela de las zapatillas. Decidimos que pasaríamos una noche ahí y luego seguiríamos hacia Cusco.

Pero no fue así, al día siguiente conseguimos alojarnos por couchsurfing y nos quedamos tres días más. Nuestro couch resultó ser un anfitrión de lujo. Era el capitán del Puerto. Nuestra habitación tenía camas con sábanas blancas impecables y el desayuno fue servido por el mayordomo.

Con el capitán charlamos de muchas cosas, entre ellas, de políticas de drogas. Yo le conté que escribía para una revista que militaba por la despenalización y él me contó cómo tenía que ir en lancha por los ríos de la selva disparando a los narcotraficantes. Fue una charla larga en la que, sorprendentemente, nos entendimos muy bien. Él nos contó su vida, cómo había llegado hasta ese punto, y nosotros le contamos la nuestra, como habíamos llegado hasta el punto delante de él.

A Cusco viajamos en un bus nocturno. Sé que es un camino de montaña largo y sinuoso, pero nosotros no nos enteramos de mucho, prácticamente nos dormimos en Puerto Maldonado y despertamos en la prolija y turística capital incaica. Pasamos tres días ahí, aprovechando un ofertón hotelero de temporada baja.

En el mercado de San Pedro, el mercado principal de la ciudad, se puede comprar hojas de coca, cactus alucinógenos y ayahuasca con tarjeta de crédito, un poco como para demostrar que dónde hay muchos turistas con plata se puede cambiar fácilmente la etiqueta de “droga” por la de “planta sagrada”.

Sin pasar por Machu Picchu (y no es que no creamos que no están buenas las ruinas, pero nos parecen muy infladas turísticamente, demasiada gente y demasiada artificialidad local), bajamos a la costa y seguimos en bus nocturno hacia Lima.

Tampoco nos quedamos mucho tiempo en la capital, sentimos que tres días fueron suficientes para la ciudad gris y seguimos viaje hacia las sierras en otro bus nocturno a Huaraz, donde tenemos un amigo, Carlo Brescia. Lo conocimos en el último Congreso de Arqueología de Argentina. Él es documentalista, docente, comunicador y consultor en desarrollo sostenible y conoce el wuachuma, el cactus visionario de los Andes, como pocas personas en el mundo. Nos invitó a una ceremonia.

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Cristo y ayahuasca

En los años 30 en el estado de Acre de Brasil nació la religión del Santo Daime. Toman ayahuasca y adoran a Cristo.

Nos recibieron con toda la hospitalidad posible. Pasamos algunos días en una de sus comunidades.

Ellos toman ayahuasca más o menos una vez por semana. Junto a Cristo y la liana.

Banisteriopsis caapi

La ayahuasca (que ellos llaman Daime) es una bebida potentemente psicoactiva que es consumida por varias etnias amazónicas desde tiempos inmemoriales. Se prepara con dos plantas: la liana Banisteriopsis caapi y la chacruna (Psychotria viridis). La liana contiene inhibidores de la enzimas monoamino oxidasas que abundan en nuestro organismo. La chacruna contiene DMT (N,N-dimetiltriptamina), un agonista de los receptores 5-HT2A de serotonina del cerebro. La DMT se degradaría rápido en nuestro organismo si no fuera por los inhibidores de las monoamino oxidasas de la liana. Es así que se requieren las dos plantas para escuchar a Cristo.

Chacruna (Psychotria viridis)

Por supuesto compartimos una ceremonia con ellos.

Una ceremonia con hinos (cantos en portugués) que duran toda la noche. La religión del Santo Daime fue creada por Raimundo Irineu Serra en los años treinta en el estado de Acre de Brasil. Se dice que es un sincretismo entre tradiciones católicas, indígenas y africanas.

Con los cantos en portugués y el Daime entre mis neuronas sentí que era de África de donde venía la repetición rítmica de música y palabras, de las ceremonias nativas la emoción hiperconsciente y, del catolicismo, la imagen benevolente de Cristo y la virgen.

No se lee la biblia, no hay palabras de Cristo y no hay pastores ni ningún tipo de jerarquías. Todos beben el Daime y cantan con serenidad.

Gente con lo mejor que pueden tener las personas: un gran corazón.

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Navegando el Mamoré

Luego de un descanso en Trinidad seguimos viaje hacia el norte navegando por el río Mamoré.

«Un descanso en Trinidad»

No fue fácil conseguir barco, tuvimos que ir varios días seguidos a Puerto Almacén hasta encontrar alguien que nos llevara. Puerto Almacén queda sobre un afluente del Mamoré a unos diez kilómetros al este de Trinidad y no es más que unas cuantas casas de madera junto a un río semi cubierto de camalotes.

Finalmente encontramos embarcación: el Santa María, un carguero de madera que, durante seis suaves días, empujaría dos balsas cargadas con medio millón de litros de gasolina hasta Guayaramerín, en la frontera con Brasil. Los caminos de tierra de la selva boliviana son impredecibles en épocas de lluvia y por eso los combustibles tienen que ser trasportados por ríos para garantizar el abastecimiento de los pueblos del norte.

Seis días.

Seis atardeceres.

Seis amaneceres.

Muchos cormoranes.

Algunos peces extrañísimos.

Una minúscula mariquita negra de puntos dorados.

Durante el día había que echar agua sobre toda la superficie de las balsas para que el sol no las recalentara. Así evitaban que explotaran por el aumento de la presión. Había que tomarse el trabajo de regarlas cada dos o tres horas.

Nosotros no, los tripulantes.

Gladys tampoco. Ella era la cocinera y estaba en sus mejores días. Porque los peores ya habían pasado.

Cuando era muy chica, Gladys fue entregada por su tía a una mujer que la esclavizó durante algún tiempo en un barrio de los alrededores de Trinidad.

Luego logró pasarse a trabajar con otra mujer que le pagaba poco pero no la esclavizaba y la dejaba salir los fines de semana.

A los dieciséis años, una prima, o amiga, o algo, la convenció para que la acompañara como ayudante de cocinera en un barco carguero. Ella al principio no quería porque alguna vez su madre le había dicho que la gente de los barcos es peligrosa, pero la prima la persuadió con insistencia, ella tenía una especie de novio ahí y no quería perderlo y tampoco quería viajar sin compañía.

El día que zarpaban ella llegó temprano y el capitán del barco la apuró para subir a bordo explicándole que partirían enseguida y que habían quedado en buscar a la prima en un puerto más adelante. Por supuesto que eso nunca ocurrió y cuando Gladys se dio cuenta del engaño ya estaban lejos y ahora ella era la única cocinera para los seis marineros.

En la primera noche el capitán levantó de su cama a la niña virgen de dieciséis años, la arrastró hasta su camarote, le avisó que no se molestara en gritar porque nadie la iba a ayudar y entonces la violó.

La secuestró, la violó y le pegó durante muchos años en los que tuvo tres hijos. El secuestro era en parte con candados y en parte con amenazas. En una ocasión ella pudo denunciarlo a la policía pero el capitán solo estuvo una noche preso. Probablemente salió pagando. Gladys quedó libre recién cuando el capitán se consiguió a otra. Ahora ella trabaja en este otro barco del Mamoré y es feliz. Se le nota en su buen humor, su risa fácil. Parece haber logrado dejar, de alguna forma, todo su pasado atrás. Se la ve realmente feliz.

Luego de despedirnos de todos, con Vane continuamos viaje por tierra.

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Con los T’simanes

Después de día y medio en tractor estamos en la comunidad T’simane Areruta, en el corazón amazónico de Bolivia. Ningún mapa muestra más que selva y ríos en esta zona. Incluso Google Earth está atrasado: marca que estamos sobre el río Sécure y ya no es así. Hace unos meses el río se corrió un par de kilómetros al sur. En la cuenca amazónica los ríos se mueven lentamente agrandando sus curvas, y cuando las curvas de un mismo río se agrandan tanto que se tocan entre sí, se forma un atajo y toda una gran vuelta del río pasa a formar una laguna en herradura o directamente se seca. Y eso es lo que le pasó a la gente de Areruta, el Sécure los abandonó.

Ahora viven de un arroyito. Es delgado, verdoso, burbujeante y el agua apenas corre. Ahí nos bañamos, lavamos la ropa y los platos y tomamos agua todos: los T’simanes, nosotros y los animales de la comunidad. Con Vane tratamos de ir río arriba para juntar agua. La sacamos entre unas ramas donde parece filtrarse un poco.

Luego la pasamos a través de un trapo con la esperanza de separar algo de tierra y parásitos macroscópicos, y finalmente le agregamos algunas gotas de iodo para potabilizarla.

Areruta no necesita un plan de viviendas, necesita con urgencia una simple bomba de agua.

En la comunidad hay dos autoridades, los únicos dos que no son T’simanes: el maestro de secundaria, que es de origen quechua y la maestra de primaria que es yuracaré. El maestro llegó hace poco enviado por el gobierno desde Potosí. Tiene cuatro o cinco alumnos. La Maestra, que también es la Cacique, llegó a la comunidad por su propia cuenta hace unos veinte años. Tuvo que aprender a hablar tsimané y lenguaje de señas. Todos en la comunidad saben hablar lenguaje de señas (uno propio de ellos) ya que una gran proporción de los T’simanes son sordo mudos. No tengo muy claro si esto es debido a complicaciones en el nacimiento (acá nadie nace con un médico al lado) o a la alta endogamia.

(Si estás pensando ufff hay que leer mucho, acá ve el video de Vane) :

Pasamos tres días en Areruta. Nos hubiera gustado quedarnos más pero nos resultaba un poco perturbador tomar tanta agua turbia. En el tercer día participamos de una ceremonia en el pequeño cementerio de la comunidad, que no era más que un sector de pasto con seis o siete cruces. Los niños llenaron las cruces de flores de patujú y cantaron en español y en tsimané. El Maestro cantó en quechua. Yo fui obligado a tocar el charango mientras Vane bailaba a mi alrededor.

El cuarto día pedimos que nos indiquen como llegar a Oromomo, otra comunidad T’simane río arriba (del río que ya no está, aunque en Oromomo vuelve a aparecer). Nos dijeron que eran un par de horas caminando por la selva. Nos acompañó un sordo mudo para guiarnos.

Por pasos elevados.
Pasos abiertos.
Pasos cerrados.
Y pasos muy cerrados.

Oromomo resultó ser una comunidad notablemente más grande y no solo de indígenas T’simanes, también vivían varios moxeños y yuracarés.

Y el recibimiento no fue tan agradable como en Areruta. Si bien con la mayoría de los comunarios hubo buena onda, algunos no llegaron a comprender qué hacíamos ahí (siempre nos cuesta explicarlo).

Con los niños mucha buena onda.

El TIPNIS es una zona de conflicto por los recelos entre etnias, el avance de los coyas cocaleros y la pesca, entre otros. La conclusión fue que debíamos abandonar el TIPNIS.

Entonces, al día siguiente conseguimos que un comunario nos llevara río abajo durante unas seis horas en canoa con motorcito hasta la comunidad yuracaré de Santo Domingo, adonde llega el tortuoso camino que viene desde la comunidad mojeña Monte Grande.

La mujer del comunario iba marcando la profundidad navegable.

Acampamos en Santo Domingo y a la mañana siguiente tuvimos la suerte de encontrar una camioneta todo terreno que se había acercado por otro plan de viviendas del estado. Pasamos un día de charlas y matanza de mosquitos y viajamos de noche.

Para hacer tiempo quise cortar este árbol pero no pude porque tenía el machete al revés.

La camioneta nos regresó a San Ignacio de Moxos. En el camino paramos un par de veces para que nuestros acompañantes cazaran una pava de monte y un mapache. Se me ocurrió correr entre la selva detrás de los cazadores y sus linternas, filmando la cacería del mapache. Me sorprendieron los disparos de los rifles y el machetazo final. No voy a mostrar el video.

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Rumbo al Sécure

Una vez más intentamos entrar al TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure). Por momentos nuestra insistencia por meternos en el corazón inhóspito de Bolivia nos parece patológica y por momentos totalmente racional. O al menos eso es lo que siento yo, no tengo tan claro qué es lo que piensa Vane.

Esta vez entramos desde el norte, desde San Ignacio de Moxos avanzando hacia el sudeste lo más que pudiéramos. Lo ideal era llegar al alto Sécure, la zona de los T’simanes, que son los indígenas menos trasculturizados de Bolivia.

Primero una mujer de San Ignacio nos llevó en auto (es raro ver una mujer taxista en Bolivia) durante dos o tres horas hasta la comunidad Monte Grande de la etnia moxeño trinitaria. Ahí nuestras opciones aumentaban en cantidad pero disminuían notablemente en calidad. En Monte grande el camino se bifurca: hacia la izquierda (hacia el este) continúa en condiciones más o menos aceptables pero alejándose un poco de nuestro objetivo; y hacia adelante, continuando hacia el sur, solo se puede seguir en moto o con un vehículo de doble tracción.

Esa es mi cara cuando sonrío.

Nuestra taxista se ofrecía a llevarnos hacia la izquierda durante algunas horas más hasta donde termina el camino en la comunidad moxeño trinitaria San Lorenzo. Ahí ya estaríamos sobre el río Sécure donde podíamos intentar conseguir una canoa que nos llevara río arriba. Era una opción viable pero dudábamos bastante, nos desviaríamos mucho e íbamos a necesitar varios días por agua para llegar hasta el alto Sécure.

Otra opción era continuar a pie por el camino del sur que sigue hasta Santo Domingo, una comunidad de la etnia yuracaré, también sobre el Sécure pero bastante más arriba que San Lorenzo. Preguntamos en Monte Grande por esta opción y, por lo que nos respondieron, nos pareció demasiado complicada. Eran unos cincuenta kilómetros en los que cruzaríamos tan solo una pequeña comunidad llamada Jorori y nadie nos garantizaba que pudiéramos encontrar agua potable en el resto del camino. Solamente la uña de gato, dijo un comunario refiriéndose a la liana que larga agua al cortarla de un machetazo, un buen recurso para sobrevivir en la selva; pero también nos avisaron que hay otras lianas parecidas que son tóxicas. Y además está el tema del tigre, como le dicen acá. Hay yaguaretés en la zona y todos nos desaconsejan acampar fuera de las comunidades.

Uña de gato

El mismo hombre que nos habló de la uña de gato nos planteó dos alternativas más: intentar conseguir un par de motos (había algunas en la comunidad) que nos llevaran hasta Santo Domingo o esperar en el camino hasta que apareciera una camioneta que fuera hacia allá.

Se hacía tarde y decidimos acampar ahí en Monte Grande e intentar una de las dos últimas opciones al día siguiente. Pero, al anochecer, sorpresivamente surgió una alternativa más: llegó un tractor que, según otro de los comunarios, se dirigía hacia Areruta, una comunidad T’simane en el alto Sécure. Iría por un camino del cual no teníamos idea de su existencia (cosa que era lógica porque la huella había sido abierta hacía unos pocos meses por ese mismo tractor). Era ideal, se dirigía exactamente a donde queríamos ir.

Nuestra duda fue si podríamos aguantar el viaje. El tractor tiraba de un carro cargado de bolsas de cemento (el cemento era para construir viviendas de ladrillo y chapa por un plan del gobierno que había sido pedido por los propios T’simanes que querían dar el gran salto tecnológico a las casas duraderas y calurosas). Suponíamos que debíamos ir arriba de las bolsas y el viaje podía ser largo y particularmente incómodo.

El tractor y el carro (que en la oscuridad de la comunidad parecían extraordinariamente rústicos) estaban estacionados frente a una choza. Adentro cenaban el chofer y los dos ayudantes. Entramos.

–Permiso…
–Pasé.
–Buenas noches.
–Buenas.
–¿Qué tal? ¿Ustedes son los que manejan el tractor?
–Siéntense… Coman algo…

Nos sentamos.

–Nosotros andábamos queriendo ir hacia Areruta… Queríamos saber si podían llevarnos.
Hubo una pausa.
–¿Van a aguantar el viaje? –dijo entonces el que parecía el jefe.
–Eso es lo que estábamos dudando… ¿Cuánto dura?
–Tres días.
–Ah…

Vane me miró con los ojos bien abiertos y yo me quedé pensando que era probable que, por primera vez, estuviéramos por rechazar un viaje debido a sus condiciones de comodidad.

–Vengan, pues. –dijo el ayudante mayor.

El otro ayudante no dijo nada porque era casi un niño y porque era sordomudo.

–¿Cómo hacen con la comida? –pregunté tratando de entender la situación.
–Lo que encontremos por ahí en el monte. –contestó el jefe.
–¿Y hay comida por ahí en la selva?

Se rieron.

–Mañana desayunamos en una comunidad, luego ya no hay nada en todo el día y en toda la noche. –aclaró el ayudante.
–¿Y después?
–Después ya llegamos a Areruta.
–¿No eran tres días?
–Claro.
–De acá a pasado mañana a la mañana es un día y medio.
–Tres días –insistió el jefe– y a veces hasta cinco cuando el agua está alta.
–Pero mañana a la noche sería un día, y una noche más sería medio día más.
–Dos días… Dos días –medió el ayudante, pero el jefe seguía con cara de tres días.

No sé cómo calcularían. Aunque, a decir verdad, el viaje así planteado iba a ocupar tres días calendario: esa noche, el día siguiente y la mañana del otro. Pero quién sabe cómo lo pensaban.

En definitiva, si bien con Vane volvimos a dudar un rato, finalmente la fuerza de un tractor penetrando la selva nos hizo aceptar el desafío.

Entonces subimos a la bestia y nos acomodamos como pudimos sobre las bolsas de cemento. El motor rugió con ecos de caños metálicos, una pequeña lamparita amarillenta se encendió en la cabina de manejo, las luces delanteras iluminaron las chozas, más caños crujieron y comenzamos a avanzar. La mujer que nos había preparado la cena levantó su mano y la agitó en el aire.

–¡Adiós!… ¡Traigan chancho! –gritó.
–¡Traeremos! –contesté sonriente.

Avanzamos quince metros, doblamos, pasamos por una zanja, los ruidos de los hierros entrechocándose se hicieron más fuertes y nos detuvimos. Como el motor y las luces del tractor siguieron encendidas, con Vane nos despreocupamos mirando las estrellas desde nuestra cama de cemento ondulado. Pero volvimos rápido a nuestra realidad material cuando notamos que el jefe y los ayudantes deambulaban por los alrededores escrutando el suelo con sus linternas.

–Parece que perdimos algo. –observó Vane.
–¿Qué puede ser tan chiquito como para buscarlo con linternas y tan fundamental como para que no podamos seguir?
–Tal vez sea el tornillo que une el tractor con el carro –contestó Vane y nos reímos.

Y era eso. Habíamos perdido uno de los dos pasadores de la barra de tiro, el izquierdo. Buscamos un buen rato hasta concluir que se había caído hacía tiempo pero que recién se había hecho notar cuando el tractor quiso doblar a la izquierda.

–Esto no tiene solución, ¿no? –comenté entre luces de linternas.
–Claro que tiene… Lo único que no tiene solución es la muerte –contestó el ayudante.

Y de hecho unos minutos después el jefe estaba insertando un pedazo de hierro en la barra de tiro que sirvió de perfecto sustituto de la pieza perdida.

Pero entonces noté que el cabezal del perno derecho estaba quebrado, soldado y vuelto a fisurar. Daba la sensación de que el tractor, a falta del perno izquierdo, había estado cargando toda la fuerza en el derecho y estaba a punto de partirse. Entonces se lo hice notar al jefe.

–Así está bien –contestó.

Quise responder que si se nos quebraba en el medio de la selva no iba a tener solución, pero recordé la respuesta reciente del ayudante sobre las cualidades únicas de la muerte y preferí callar.

Arrancamos una vez más y, a los tumbos, empezamos a penetrar en la selva. Adelante el motor rugía y las luces iluminaban la boca de lobo interminable. Atrás, el movimiento iba encajándonos entre las bolsas densas, que se sentían tan duras como si el cemento ya hubiera fraguado. Pero aun así, sorprendentemente nos quedamos dormidos. Había luna y dormimos mientras las sombras de las ramas nos recorrían el cuerpo. Pero cuando fueron las ramas mismas las que nos arañaron la piel despertamos violentamente. Me costó entender dónde estábamos, incluso cuando ya me había dado cuenta de donde estábamos. Y esas fueron las primeras ramas de incontables más. No pudimos volver a dormir sobre la bestia esa noche, tuvimos que estar alerta de los rameríos tapándonos con una lona plástica cada vez que nos atacaban.

Luego de luchar varias horas contra las ramas y sus bichos, en algún momento de la noche llegamos a la comunidad en la que podíamos dormir un rato y luego conseguir la única comida del viaje (15°47’22″S, 65°59’04″W). La bestia quedó estacionada bajo la luna. Vane y yo armamos la carpa mientras el jefe y los ayudantes tapaban las bolsas de cemento con lonas para que no se mojaran ya que parecía que se venía la lluvia. Ahora que estábamos en un claro podíamos ver las nubes que se acercaban por el este.

Antes de meterme en la carpa busqué y encontré el arroyo, se bajaba por un terraplén hasta un par de troncos tallado en forma de canoa. Sacudí el borde del agua espantando a las posibles rayas ponzoñosas y me sumergí para sacarme la crema de tierra, cemento y sudor que me cubría el cuerpo.

A la mañana siguiente desayunamos bollos de masa y pescado frito. Estábamos en San Salvador, la primera comunidad T’simane que visitábamos, era una relativamente nueva, como se intuye por su nombre cristiano.

Y como era de esperarse, una vez más la curiosidad fue mutua. A mí, lo que más me llamó la atención fueron cuatro cosas: ningún T’simane usaba zapatillas, varias de las mujeres y niñas vestían un vestido color  blanco crema hechos por ellas mismas, varios hombres y niños llevaban collares con garras de águilas, dientes de yacarés, bolsitas de cuero con contenidos que desconozco y otras extrañas partes de animales, y todos en la comunidad eran muy callados, incluso los niños.

–Vamos a buen ritmo, si todo va bien llegaremos esta noche –nos animó el jefe masticando pescado.
–¿Y por qué nos habías dicho que eran tres días?
–El viaje es duro… Quería saber si tendrían voluntad.

Es lo que se lleva ahora.

Al arrancar nuevamente el tractor se nos sumaron doce pasajeros, una gran familia que aprovecharía el aventón para ir a visitar parientes de Areruta. Era una buena opción para ellos, la otra consistía en caminar varios días por la selva. Entre los doce había unos cuantos niños y un bebé de pocos meses. Saltaron todos en patas al carro, cargando poco más que sus arcos y flechas. Nosotros nos acomodamos en la parte de adelante y los T’simanes atrás. Solo logré hablar con uno de los adultos que me contestaba en un español extraño, el resto respondía con sonrisas. Ellos hablan chimán (también llamado chimané o mosetén tsimané), un idioma aislado que no está emparentado con ninguna otra familia lingüística.

Debí haberle comprado ese collar de caracoles.

El día fue larguísimo, una verdadera tortura. Con Vane usábamos la lona para cubrirnos del sol y de las ramas. El calor era tan violento que teníamos que levantar un poco el plástico con los pies para que corriera aire por debajo evitando que nos cocináramos al vapor. Nosotros teníamos la lona, los T’simanes atajaban el sol y las ramas con el cuerpo.

Fueron muchas horas en las que el tractor nos arrastró subiendo y bajando el terreno desparejo y cruzado de arroyos. Pasamos por arriba de árboles caídos, pasamos por debajo de árboles caídos. Las ramas espinosas nos tironeaban de la lona que teníamos que sostener con fuerza. Los bichos nos invadían constantemente. Algunas ramas tenían colonias de hormigas que al sacudirlas caían sobre nosotros. Si sentía una picadura sabía que no era la primera, enseguida iba a sentir una tras otra hasta sacar todos los cadáveres apretados entre mis dedos y entre mis ropas. Las ramas más gruesas incluso fueron rompiendo el carro. Hubo que parar varias veces a machetear troncos para destrabarnos y cortar otras ramas para usar de cuñas y así reconstruir los laterales. El agua del radiador había que renovarla cada dos o tres horas. Lo hacíamos juntándola de cualquier charco.

En un momento avisé que el cable del malacate había quedado por fuera de la bifurcación de la barra de tiro y el roce lo estaba desgastando. Me hicieron caso y se tomaron un rato para corregirlo. Por un instante me sentí una desgastada pieza más de una bestia indestructible.

Hubo otra comunidad en nuestro camino: Naranjal. La huella no llegaba ahí pero pasaba cerca. Como el agua que llevábamos para beber (no me animo a decir potable ya que era agua marrón sacada del río) nos escaseaba, dejamos a la bestia a la sombra para ir a pedir más en la comunidad. Fuimos el jefe, el ayudante mayor, Vane y yo a pie durante unos kilómetros por un sendero entre la selva. Al llegar a Naranjal el cacique nos recibió y nos invitó a tomar chicha. El jefe y el ayudante aceptaron, pero con Vane inventamos alguna excusa y volvimos al tractor. Mi estómago ya no está para chicha fermentada, lo único que le faltaba al viaje eran vómitos y descompostura.

Comunidad Naranjal

Después de muchas y largas horas diurnas llegaron muchas y larguísimas horas nocturnas. Las hormigas y los bichos en general se multiplicaron con la oscuridad. Ahora no los veía, solo los sentía entre la ropa. A Vane le picó algo que le dejó acalambrada la pierna durante una media hora. Yo tenía mucho sueño pero no podía dormir: debajo de la lona hacía demasiado calor y si me destapaba tenía que estar pendiente de las ramas. A pesar del movimiento y los bichos, se me cerraban los ojos, comenzaba a soñar con la luz del tractor cuando las espinas volvían a despertarme a los arañazos.

Para esa altura las ramas ya nos habían robado una remera, un aislante y unas gafas. Tal vez todavía sigan colgados por ahí en la selva.

Fue el viaje más duro que hemos hecho nunca. Siento que de ahora en más no podré quejarme de la incomodidad de otro transporte. Sobre todo si me pongo a recordar a los niños T’simanes que, a pesar de haber estado un día entero sin comer y constantemente arañados por las ramas, no se quejaron ni una sola vez. No dejo de pensar en eso, en lo diferente que deben ser la cultura de ellos y la nuestra como para que un niño se comporte así.

–Feliz cumpleaños, Juli –me dice Vane en la oscuridad.

A las doce de la noche cumplí cuarenta y dos años, sobre el carro de un tractor, en un camino selvático que no figura en ningún mapa. Entonces vi la luz amarillenta de la bestia reflejada en los ojos de Vanesa y sentí que aún había cosas que me costaba creer. Tampoco dejo de pensar en eso.

Luego el camino se puso todavía más complicado. Los terraplenes de los ríos se volvieron más profundos y las ruedas del tractor resbalaban en el barro de las subidas. Varias veces tuvimos que soltar la barra de tiro y subir de a tramos con el malacate: primero unos metros el tractor, luego tirar del carro con el malacate, después unos metros más el tractor y así sucesivamente hasta completar la subida.

Y finalmente el cabezal derecho de la barra de tiro terminó por quedrarse.

Entonces la solución fue atar el cable del malacate directamente al eje delantero del carro. No fue algo fácil porque ya hacía rato que nuestros guías habían empezado a tomar alcohol puro y sus movimientos comenzaban a entorpecerse. Lo más complicado de la nueva situación era que ahora el tractor y el carro debían ir muy juntos y apretados uno contra el otro, sobre todo en las bajadas, para que el carro no se desplome sobre el tractor. Tan juntos y tan mal articulados íbamos que el soporte de grúa trasera del tractor se fue comiendo con fuerza las primeras bolsas de cemento. Esto era a centímetros de mis piernas. Yo intentaba encogerme lo más que podía calculando distancias extrañas en la oscuridad. Un dinosaurio de hierro masticaba bolsas de cemento a mis pies.

Finalmente las ruedas traseras del carro cayeron en un arroyo lateral y el tractor comenzó a rugir más que nunca y a maniobrar acercándose y alejándose mientras tiraba con el malacate. La maniobra se prolongó en el tiempo al punto de que me quedé dormido. O en un estado de somnolencia donde mi conciencia fluctuaba entre ramas amarillentas y sueños.

Y en algún momento el tractor se alejó y no volvió a acercarse. Nos abandonó.

Vane me despertó en la oscuridad.

–Los T’simanes se van.
–¿A dónde?
–No sé… ¿Qué hacemos?
–Quedémonos –respondí dominado por el sueño.
–¿No es peligroso?
–Puede ser –contesté entendiendo que ahora hablábamos del tigre.

Entonces nos apuramos a juntar nuestras cosas para seguir a los T’simanes que no parecían tener intención de esperarnos, simplemente agarraron sus pequeños bultos, sus arcos y sus flechas y saltaron del carro.

Según el GPS calculé que estaríamos a unos cuatro o cinco kilómetros del Sécure, ahí debía estar Areruta.

Y no habían pasado quince minutos de caminata cuando se largó a llover.

–Juli, las bolsas de cemento quedaron descubiertas.
–Uh, es verdad… ¿Qué hacemos? ¿Volvemos?
–No, no da.

La lluvia comenzó a caer más fuerte. Nosotros pusimos los impermeables en las mochilas y los T’simanes cortaron hojas grandes para formar ramilletes que sostenían a modo de paraguas sobre sus cabezas y sus bultos.

Acá el video que hizo Vane:

Sorprendentemente, en el camino encontramos al sordomudo. El tractor y sus conductores ebrios también lo habían abandonado a él. Intenté explicarle con palabras y gestos que las bolsas de cemento habían quedado destapadas. Me vi moviendo mis dedos apuntando hacia abajo delante de mi cara, imitando a la “lluvia”, el gesto más inútil dada nuestra circunstancia de empapados. No sé si me entendió. Me hizo señas apuntando hacia adelante y hacia atrás y volvimos a perderlo en la oscuridad.

La tormenta se convirtió en un diluvio ensordecedor. Caminamos chorreantes y con frío. Noté que los pies desnudos de los T’simanes eran más hábiles que nuestras botas en los pozos de barro.

Entonces ocurrió al mismo tiempo que la selva se abrió, la lluvia disminuyó y el cielo comenzó a clarear.

Antes de que saliera el sol ya estábamos en Areruta, una comunidad sorprendente, una gran ronda de unas treinta o cuarenta chozas de madera y paja. En el centro: los cimientos de un futuro extraño.

Areruta

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Autos chutos

El chofer, Vane y yo vamos en un auto sin patente. Es un Toyota Ipsum que no tiene placa, ni adelante y atrás. Pero tiene una en la guantera que, aunque no es exactamente la de nuestro auto modelo 94 sino de una caminoneta del 90, será una opción para mostrar a la policía si llegara a pararnos.

Yo voy en el asiento del acompañante, Vane atrás. Nos dirigimos hacia el sudeste entre charcos y pastizales por un camino de tierra que es transitable solo en temporada seca. Llevamos un par de horas atravesando terrenos privados: la inmensa estancia de los Nogales, terratenientes bolivianos que viven en Estados Unidos y que solo llegan a sus campos en avioneta. El chofer frena al entrar en un bosque, apaga el motor y abre la puerta. Tengo el cinturón de seguridad puesto, es la primera vez que lo uso en Bolivia. El chofer baja del auto, tira su bolo de coca al piso y camina hacia atrás.

Pasan un par de minutos en el que los mosquitos van invadiendo el coche. Cuando el chofer regresa de hacer pis, se mete otro gran bolo de coca y bicarbonato en el cachete y vuelve a arrancar el Ipsum.

–Supongo que un auto sin placa no puede tener seguro contra terceros.
–No –contesta el chofer sonriendo y si sacar la vista del camino.
–¿Y qué pasa si atropellamos a alguien?
–Hay que pagar.
–¿A la familia?
–Y a la policía… Si mato a alguien tendría que pagar entre 7.000 y 10.000 pesos a la familia y unos 1.500 o 2.000 a la policía… ellos te dan un papel con la lista de infracciones.
–¿Y si la familia no quiere la plata?
–Es raro. Más bien te lo agradecen.
–Y el que no paga va preso.
–La policía te molesta hasta que pagues.
–¿Y si atropellás a alguien de una familia con mucho dinero?
–Ahí sí que puedes ir a la cárcel.

Desde hace un tiempo vengo pensando en el tema de legalidad y costumbres en Bolivia. Más exactamente desde hace unos meses en Puerto Villarroel. Estábamos esperando un barco cuando nos enteramos de que no zarparíamos porque el capitán había quedado demorado en la oficina de policía de Cochabamba y ahora le tocaba explicar cómo acababa de ahogarse uno de sus pasajeros.

En aquel momento estábamos con nuestros amigos bolivianos Liliana y Edmundo y supuse que ellos eran los ideales para preguntarles cómo se resolvían esos tipos de problemas en un país donde casi nadie usa chaleco salva vidas en los botes, ni cinturón de seguridad en los autos, ni casco en las motos y donde la cantidad de los pasajeros de los taxis compartidos suelen duplicar el número de asientos. Y la respuesta fue la misma: pagando a la familia y a la policía.

–En Bolivia lo que manda es el dinero –resume ahora el chofer.
–Como en todos lados –contesto yo.

Pero es verdad que Bolivia parece un país muy ortodoxo en esa religión. Tal vez por eso sea difícil viajar a dedo acá, muchas veces a la gente le cuesta entender por qué alguien viajaría sin pagar su pasaje.

El chofer también nos contó que, si el asesinato es intencional pero más o menos justificado, la cifra puede subir a 17.000 o 20.000 pesos bolivianos (menos de 3.000 dólares). Y que en el otro extremo de la tabla están las infracciones menores, como pasar un semáforo en rojo que corresponde a unos 50 pesos. Y que incluso no habiendo ninguna infracción evidente el policía podría inventarse alguna, pero entonces eso serían unos simples 10 pesos, casi a modo de limosna.

Soy consciente de que en todos los países existen conflictos de solapamiento de derechos entre lo que dice la ley y lo que dicen las costumbres, pero en Bolivia es realmente notable. Por ejemplo, no sé si podríamos considerar totalmente ilegal al auto chuto (así le dicen acá a los autos sin patente) en el que viajábamos ahora, porque la placa trucha que llevamos en la guantera no es falsificada ni comprada en el mercado negro, es una patente entregada por DIPROVE (Dirección de Investigación y Prevención de Robo de Vehículos), un organismo del estado que acá en el Beni, entre otras cosas, se dedica a entregar placas de vehículos en desuso a los autos chutos que funcionan como transporte público, así pueden registrarlos, controlarlos y cobrarles la correspondiente cuota por derecho a funcionar como taxis. Lo curioso es que ese truco es solo válido para la jurisdicción del DIPROVE local del estado del Beni, porque si te agarra una inspección del DIPROVE nacional con una patente trucha, podés perder el auto. Así es, DIPROVE local te da la placa falsa y el mismo organismo a nivel nacional puede penar ese acto embargándote el vehículo. Y eso ocurre principalmente porque no todos los autos chutos vienen de Chile o Brasil, algunos son robados en La Paz (muchas veces luego de asesinar al taxista, y esto también nos lo confirmó Álex Ayala, que ha investigado mucho el tema). Aunque quien lo compra puede sospecharlo, porque no es lo mismo un auto con documentación de Chile que uno sin ningún papel.

Para entender la magnitud del tema, es bueno saber que la gran mayoría de los vehículos del estado del Beni no tienen patente. Y lo curioso es que estos autos chutos no pueden circular por toda Bolivia. El chofer nos explica que solo los dejan circular por el norte del país. Es decir, por la carretera de las yungas no se les permite ir más allá de Caranavi y por el oriente, no más al sur de Trinidad.

Y, para que se entienda un poco más lo borrosa que es la frontera de lo legal y lo ilegal en este tema, en el pueblo del que salimos hoy hay otro buen ejemplo: el ex alcalde de Santa Rosa y candidato para las próximas elecciones usa una camioneta sin patente que acaba de comprar en Brasil.

Ahora Estamos en San Ignacio de Moxos. Desde acá queremos entrar a la selva del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure) por el norte. Hay caminos hasta cierto punto (aún no sabemos hasta dónde), luego veremos cómo seguir. Idealmente nos gustaría llegar al alto Sécure, a la selva de montaña. Ahí viven los indígenas de la etnia T’simane. Nos han dicho que son los menos occidentalizados de Bolivia y que viven prácticamente igual que en las épocas precolombinas.

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Flotando el Yacuma

De Rurrenabaque seguimos viaje por la única ruta nacional que sigue hacia el norte boliviano. La carretera de tierra amarillenta nos llevó hasta Santa Rosa, un pequeño pueblo cerca del río Yacuma, afluente del Mamoré. Allá las casas son bajas, algunas de material y otras de madera y paja. Las calles son pocas, las asfaltadas menos. El calor es denso. Fuimos hasta ahí porque se lo había prometido a Vane, sabía que en la zona hay delfines rosados, tenía la certeza de que le iba a gustar verlos. Esa especie particular de delfines (Inia boliviensis) solo se encuentra en Bolivia, confinados al río Mamoré y sus afluentes desde hace 2,87 millones de años.

El Yacuma pasa a cinco kilómetros del pueblo. Es un río delgado y serpenteante. Mirando las fotos satelitales en Internet habíamos visto que teníamos dos caminos que nos llevaban al agua, dos bajadas separadas por unos cinco o seis kilómetros más o menos. Entonces nos tentamos con una idea: flotar por el río desde una bajada hasta la otra. Primero pensamos en usar cámaras de camión y, si bien encontramos un par de gomerías improvisadas sobre la ruta, ninguna tuvo espíritu colaborador. Luego se nos ocurrió armar nuestras propias balsas con bolsas de arpillera y botellas de plástico y eso hicimos: juntamos cuatro bolsas de papas (que abundan en Bolivia) y sesenta botellas de plástico (que abundan mucho más en Bolivia). Las bolsas las pedimos en una verdulería y las botellas las juntamos de los costados de las calles polvorientas. Metimos las botellas dentro de las bolsas y las cosimos formando dos flotadores que deberíamos apurarnos a patentar.

El primer día fuimos al río a reconocer el lugar de partida. Ahí pasamos la tarde a la sombra de los árboles de la orilla relajándonos e intentando pescar. Vane pescó una piraña (Pygocentrus nattereri), yo nada.

Pygocentrus nattereri

Aunque casi atrapo algo y lo que viene ahora parece una mentira de pescador exagerado pero fue tal cual así:

En un momento se me enganchó la línea y decidí meterme al agua para recuperarla. Mientras Vane sostenía la caña fui siguiendo el nylon con la idea de sumergirme a desenganchar el anzuelo pero, al llegar cerca de la punta, noté que la tanza comenzaba a ceder y tiré un poco hacia arriba. Me dio la sensación de que estaba enganchada a un tronco hundido que costaba reflotar. Eso pensé hasta que emergieron del agua una cola y dos patas de lagarto (Caiman yacare); solté la línea y le grite a Vane “tengo un yacaré”, pero lo de “tengo” era muy relativo, dos segundos después la tanza se cortó y yo regresé a la orilla evaluando que tan cerca estuvo mi mano de una mordida violenta.

Al día siguiente volvimos a caminar los cinco kilómetros hasta el río, pero esta vez sin caña de pescar, solo con la ropa puesta, un par de empanadas, un poco de agua y los flotadores, que iban sobre nuestras cabezas cubriéndonos del sol tropical.

Una vez en el agua la suerte estaba echada: el río corría bordeado de vegetación tupida, la única salida era hacia adelante, no podíamos volver a contracorriente.

Fueron unas cuatro o cinco horas en las que flotamos muy lentamente por las curvas y contra curvas del Yacuma rodeado de selva. Vimos más yacarés, tortugas (Podocnemis sp.), carpinchos (Hydrochoerus hydrochaeris), una gran variedad de pájaros, un amarronado mamífero que desapareció entre la vegetación antes de que supiéramos qué era, monos capuchinos (Cebus sp.) y las figuritas difíciles: delfines rosados pescando entre nosotros.

Caiman yacare
Podocnemis sp.
Hydrochoerus hydrochaeris
Tigrisoma lineatum
Los delfines no se dejaban fotografiar mucho.

Acá el video que hizo Vane, que lo explica mucho mejor:

Ahora abandonamos Santa Rosa, seguimos hacia el sudeste por caminos secundarios.

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Ayahuasca

Bajamos de las montañas pensando en la ayahuasca, la antigua bebida visionaria de la selva, un brebaje ceremonial utilizado desde tiempos inmemoriales por chamanes de varias etnias del Amazonas.

(Otra mirada a esta historia se encuentra publicada en este número de la Revista THC)

Desde Caranavi viajamos en bus a Rurrenabaque. Ahí conocimos al chamán chileno Phillip y la chamana peruana Ángela. Phillip no es un originario shipibo ni pretende serlo, pero aprendió su arte con los shipibos del norte de Perú y extendió su formación en Ecuador, Colombia y México. Ángela es de la zona del lago Titicaca, se inició en Iquitos y toma ayahuasca desde los catorce años. Ahora ambos viven en Bolivia, en la selva de Rurrenabaque.

La primera vez que visité Rurre fue en un viaje que comenzó en 1999. En aquella ocasión había ido preguntando por chamanes hasta llegar a una anciana. No recuerdo su nombre. Ella me dijo que no había ayahuasca en la zona, que solo usaban floripondio para tener visiones. En aquel momento le creí, pero ahora, dieciocho años después, Phillip me cuenta que, si bien los últimos abuelitos ya han muerto, siempre ha habido ceremonias de ayahuasca no muy lejos de Rurrenabaque, principalmente en las comunidades de la etnia tacana.

El chamán nos llevó en canoa subiendo por el río Beni y luego un poco caminando por la selva montañosa hasta Sacha Runa, su albergue, un puñado de chozas de madera y paja dedicado exclusivamente al chamanismo.

Acá Vane hizo un video mostrando el lugar:

Recorrimos la zona, caminamos por la selva y hablamos de las plantas, de la espiritualidad y de la ciencia.

https://www.instagram.com/p/BcxxAi2ACKX/

https://www.instagram.com/p/BbR4PKXlWCJ/

El ingrediente principal de la ayahuasca es la Banisteriopsis caapi, una liana que contiene harmalina que es un inhibidor de la enzima monoaminooxidasa de nuestro sistema nervioso central y tejidos periféricos. La planta complementaria mayormente usada es la chacruna (Psychotria viridis) y su principal sustancia neuroactiva es la DMT (N,N-dimetiltriptamina), una molécula que se une a varios tipos de neuroreceptores. El DMT por vía oral produciría poco efecto si no fuera por la Banisteriopsis, ya que sería rápidamente degradado por la monoaminooxidasa. Es así que se requieren de la sinergia de ambas plantas para producir un efecto visionario potente.

Banisteriopsis caapi
Chacruna (Psychotria viridis)

En la noche del primer día fue la ceremonia y todo cambió. Las plantas visionarias, a menudo, son como un despertar. O por lo menos un rotundo cambio de la percepción, como si se terminara una película y empezara otra…

Acabo de tomar el líquido marrón. Estoy en una maloca de madera y paja, una casa circular en el medio de la selva, entre las montañas. El chamán canta en idioma shipibo. Estamos a oscuras. Todavía tengo el gusto en la garganta. Se me ocurre pensar en un yogurt sabor madera. Unos minutos después creo ver una luz a mi izquierda. Creo.

En el círculo somos ocho: la pareja de chamanes, cuatro pacientes que no conozco, Vane y yo. Por momentos el chamán y la chamana cantan juntos, por momentos se turnan. En la oscuridad suenan instrumentos que no puedo reconocer. Vientos, tambores, plumas. En la oscuridad veo filamentos luminosos. Ahora la chamana canta en español y los filamentos se convierten en patrones caleidoscópicos difíciles de describir. Eso me lleva a pensar en lo que sentirían los antiguos indígenas ante estos colores brillantes y exageradamente nítidos, pienso en el contraste mágico con su selva habitual: la rusticidad comparada con el brillo eléctrico. La aparición indudable de lo mágico. Luego me surge la duda sobre qué tan seguro estoy de que los antiguos pudieran ver eso, me pregunto si un cerebro que nunca hubiera visto una pantalla digital sería capaz de imaginar tanto. Entonces me doy cuenta de que “tanto” puede tener otras dimensiones. Ahora el chamán recita mantras en sánscrito.

Pienso en la posibilidad de que los inhibidores de la monoaminooxidasa de la enredadera estén dejando pasar algo más que el DMT de la chacruna. Trato de imaginar qué puede haber en mis intestinos después de veinticuatro horas de ayuno. O en mi sangre. Pienso en lo orgánico, en lo orgánico en nosotros. Y eso me lleva a pensar en las motivaciones de los humanos, desde el que busca su comida hasta el que toca un instrumento, desde el que busca sexo hasta el que ahorra para comprar un celular.

El paciente que está a mi derecha vomita con fuerza. Vomita durante una hora. Creo. Y los cantos de los chamanes me dicen que la Pachamama es el planeta tierra. Los colores que habían comenzado en dos dimensiones pasan a tres dimensiones y, tiempo después, entran por mi cara en forma de maderas, digo telas. Creo.

Me voy cayendo sobre mi manta, no puedo mantenerme sentado. No es que todo gire a mi alrededor sino que todo se mueve hacia todos lados. Todo hacia todos lados. Menos el lobo que presiona su hocico contra mi garganta. Tengo el cuello entre el suelo y el hocico del dragón luminoso, digo, del lobo. Y los tentáculos.

Tanteo en la oscuridad brillante en busca de mi balde para intentar vomitar. No tengo claro si siento nauseas, pero veo todos los tentáculos a la deriva. Estoy realmente mareado. Me aferro al balde como apoyo de referencia. Trato de expulsar el vómito pero no sé hacia dónde hacer fuerza. Me doy cuenta de que, a pesar de todo, la ceremonia me contiene, los cantos de los chamanes me dan sostén. El viaje sería notablemente complicado sin ese contexto.

Ahora los cantos de los chamanes dicen que todas las religiones son una, que un Dios y todos los dioses son lo mismo, que la ciencia y todas las religiones hablan de lo mismo. Y luego: que el tiempo es la mente.

En algún momento los brillos disminuyen. Las náuseas aflojan pero se hacen más reales. Me preocupo por Vanesa, ella suele ser más sensible a las náuseas que yo. Entiendo por qué el chamán nos colocó en lugares apartados del círculo. Escucho al paciente de mi derecha que sigue vomitando con fuerza. Por momentos lo escucho dentro de una habitación de telas y por momentos lo escucho afuera de la choza. Siento un perro que pasa por mis espaldas, pero enseguida me doy cuenta de que no hay ningún perro a kilómetros a la redonda, no de nuestro lado de los ríos, no en Sacha Runa, este tranquilo albergue ceremonial de la selva. Luego presiento gente caminando a mi alrededor. Alguno de ellos podría ser el chamán.

Poco después la psicodelia desaparece y reaparece la oscuridad. Los chamanes callan y ahora se escuchan los grillos, las ranas y algún pájaro que gruñe cada tanto desde su nido negro. Hay oscuridad más o menos durante una hora y de pronto vuelven las náuseas y vuelven los colores. Ahora me siento muy confundido por el regreso de las visiones.

Otra vez pienso en las motivaciones y siento que en mi vida siempre fueron muy rápido, que no me dan descanso. Es difícil disfrutar el momento cuando una agenda invisible te empuja. Ahora el canto de los chamanes me dice que la cura y la cosmovisión son lo mismo.

Pienso en mis padres y quiero abrazarlos, pienso en la muerte y quiero que me abrace. Siento que con la muerte acaba lo orgánico, acaban las motivaciones. Queda lo que hemos modificado, el orden y desorden particular que le fuimos dando a las cosas y, sobre todo, a nuestros seres queridos.

Las náuseas vuelven con fuerza. También las visiones, pero esta vez noto que son diferentes a las del principio. Ahora son menos luminosas y más imaginativas, más figurativas, con presencias. Me pregunto si las primeras tendrán que ver principalmente con la chacruna y las segundas más con la liana. Y entonces presiento al chamán parado delante de mí, hasta que me doy cuenta de que el chamán no tiene dos metros y no es oscuro como el centro de una tormenta. Tanteo el balde del vómito y veo adentro una serpiente acurrucada. Expulso todo. Con fuerzas. Vomito aun cuando ya no sale nada. Siento que alguien me da la mano en la oscuridad. Primero pienso que es Vanesa, luego que es la chamana, luego el chamán, luego una mano sin cuerpo. Ahora los cantos de los chamanes hablan de expansión de la conciencia. No una gran expansión sino una conciencia que crece un poco más allá de sus límites.

El resto de la noche es una lucha contra la tridimensionalidad que apenas me deja levantar la cabeza del suelo de serpientes.

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