Bajamos de las montañas pensando en la ayahuasca, la antigua bebida visionaria de la selva, un brebaje ceremonial utilizado desde tiempos inmemoriales por chamanes de varias etnias del Amazonas.
(Otra mirada a esta historia se encuentra publicada en este número de la Revista THC)
Desde Caranavi viajamos en bus a Rurrenabaque. Ahí conocimos al chamán chileno Phillip y la chamana peruana Ángela. Phillip no es un originario shipibo ni pretende serlo, pero aprendió su arte con los shipibos del norte de Perú y extendió su formación en Ecuador, Colombia y México. Ángela es de la zona del lago Titicaca, se inició en Iquitos y toma ayahuasca desde los catorce años. Ahora ambos viven en Bolivia, en la selva de Rurrenabaque.
La primera vez que visité Rurre fue en un viaje que comenzó en 1999. En aquella ocasión había ido preguntando por chamanes hasta llegar a una anciana. No recuerdo su nombre. Ella me dijo que no había ayahuasca en la zona, que solo usaban floripondio para tener visiones. En aquel momento le creí, pero ahora, dieciocho años después, Phillip me cuenta que, si bien los últimos abuelitos ya han muerto, siempre ha habido ceremonias de ayahuasca no muy lejos de Rurrenabaque, principalmente en las comunidades de la etnia tacana.
El chamán nos llevó en canoa subiendo por el río Beni y luego un poco caminando por la selva montañosa hasta Sacha Runa, su albergue, un puñado de chozas de madera y paja dedicado exclusivamente al chamanismo.
Acá Vane hizo un video mostrando el lugar:
Recorrimos la zona, caminamos por la selva y hablamos de las plantas, de la espiritualidad y de la ciencia.
https://www.instagram.com/p/BbR4PKXlWCJ/
El ingrediente principal de la ayahuasca es la Banisteriopsis caapi, una liana que contiene harmalina que es un inhibidor de la enzima monoaminooxidasa de nuestro sistema nervioso central y tejidos periféricos. La planta complementaria mayormente usada es la chacruna (Psychotria viridis) y su principal sustancia neuroactiva es la DMT (N,N-dimetiltriptamina), una molécula que se une a varios tipos de neuroreceptores. El DMT por vía oral produciría poco efecto si no fuera por la Banisteriopsis, ya que sería rápidamente degradado por la monoaminooxidasa. Es así que se requieren de la sinergia de ambas plantas para producir un efecto visionario potente.
En la noche del primer día fue la ceremonia y todo cambió. Las plantas visionarias, a menudo, son como un despertar. O por lo menos un rotundo cambio de la percepción, como si se terminara una película y empezara otra…
Acabo de tomar el líquido marrón. Estoy en una maloca de madera y paja, una casa circular en el medio de la selva, entre las montañas. El chamán canta en idioma shipibo. Estamos a oscuras. Todavía tengo el gusto en la garganta. Se me ocurre pensar en un yogurt sabor madera. Unos minutos después creo ver una luz a mi izquierda. Creo.
En el círculo somos ocho: la pareja de chamanes, cuatro pacientes que no conozco, Vane y yo. Por momentos el chamán y la chamana cantan juntos, por momentos se turnan. En la oscuridad suenan instrumentos que no puedo reconocer. Vientos, tambores, plumas. En la oscuridad veo filamentos luminosos. Ahora la chamana canta en español y los filamentos se convierten en patrones caleidoscópicos difíciles de describir. Eso me lleva a pensar en lo que sentirían los antiguos indígenas ante estos colores brillantes y exageradamente nítidos, pienso en el contraste mágico con su selva habitual: la rusticidad comparada con el brillo eléctrico. La aparición indudable de lo mágico. Luego me surge la duda sobre qué tan seguro estoy de que los antiguos pudieran ver eso, me pregunto si un cerebro que nunca hubiera visto una pantalla digital sería capaz de imaginar tanto. Entonces me doy cuenta de que “tanto” puede tener otras dimensiones. Ahora el chamán recita mantras en sánscrito.
Pienso en la posibilidad de que los inhibidores de la monoaminooxidasa de la enredadera estén dejando pasar algo más que el DMT de la chacruna. Trato de imaginar qué puede haber en mis intestinos después de veinticuatro horas de ayuno. O en mi sangre. Pienso en lo orgánico, en lo orgánico en nosotros. Y eso me lleva a pensar en las motivaciones de los humanos, desde el que busca su comida hasta el que toca un instrumento, desde el que busca sexo hasta el que ahorra para comprar un celular.
El paciente que está a mi derecha vomita con fuerza. Vomita durante una hora. Creo. Y los cantos de los chamanes me dicen que la Pachamama es el planeta tierra. Los colores que habían comenzado en dos dimensiones pasan a tres dimensiones y, tiempo después, entran por mi cara en forma de maderas, digo telas. Creo.
Me voy cayendo sobre mi manta, no puedo mantenerme sentado. No es que todo gire a mi alrededor sino que todo se mueve hacia todos lados. Todo hacia todos lados. Menos el lobo que presiona su hocico contra mi garganta. Tengo el cuello entre el suelo y el hocico del dragón luminoso, digo, del lobo. Y los tentáculos.
Tanteo en la oscuridad brillante en busca de mi balde para intentar vomitar. No tengo claro si siento nauseas, pero veo todos los tentáculos a la deriva. Estoy realmente mareado. Me aferro al balde como apoyo de referencia. Trato de expulsar el vómito pero no sé hacia dónde hacer fuerza. Me doy cuenta de que, a pesar de todo, la ceremonia me contiene, los cantos de los chamanes me dan sostén. El viaje sería notablemente complicado sin ese contexto.
Ahora los cantos de los chamanes dicen que todas las religiones son una, que un Dios y todos los dioses son lo mismo, que la ciencia y todas las religiones hablan de lo mismo. Y luego: que el tiempo es la mente.
En algún momento los brillos disminuyen. Las náuseas aflojan pero se hacen más reales. Me preocupo por Vanesa, ella suele ser más sensible a las náuseas que yo. Entiendo por qué el chamán nos colocó en lugares apartados del círculo. Escucho al paciente de mi derecha que sigue vomitando con fuerza. Por momentos lo escucho dentro de una habitación de telas y por momentos lo escucho afuera de la choza. Siento un perro que pasa por mis espaldas, pero enseguida me doy cuenta de que no hay ningún perro a kilómetros a la redonda, no de nuestro lado de los ríos, no en Sacha Runa, este tranquilo albergue ceremonial de la selva. Luego presiento gente caminando a mi alrededor. Alguno de ellos podría ser el chamán.
Poco después la psicodelia desaparece y reaparece la oscuridad. Los chamanes callan y ahora se escuchan los grillos, las ranas y algún pájaro que gruñe cada tanto desde su nido negro. Hay oscuridad más o menos durante una hora y de pronto vuelven las náuseas y vuelven los colores. Ahora me siento muy confundido por el regreso de las visiones.
Otra vez pienso en las motivaciones y siento que en mi vida siempre fueron muy rápido, que no me dan descanso. Es difícil disfrutar el momento cuando una agenda invisible te empuja. Ahora el canto de los chamanes me dice que la cura y la cosmovisión son lo mismo.
Pienso en mis padres y quiero abrazarlos, pienso en la muerte y quiero que me abrace. Siento que con la muerte acaba lo orgánico, acaban las motivaciones. Queda lo que hemos modificado, el orden y desorden particular que le fuimos dando a las cosas y, sobre todo, a nuestros seres queridos.
Las náuseas vuelven con fuerza. También las visiones, pero esta vez noto que son diferentes a las del principio. Ahora son menos luminosas y más imaginativas, más figurativas, con presencias. Me pregunto si las primeras tendrán que ver principalmente con la chacruna y las segundas más con la liana. Y entonces presiento al chamán parado delante de mí, hasta que me doy cuenta de que el chamán no tiene dos metros y no es oscuro como el centro de una tormenta. Tanteo el balde del vómito y veo adentro una serpiente acurrucada. Expulso todo. Con fuerzas. Vomito aun cuando ya no sale nada. Siento que alguien me da la mano en la oscuridad. Primero pienso que es Vanesa, luego que es la chamana, luego el chamán, luego una mano sin cuerpo. Ahora los cantos de los chamanes hablan de expansión de la conciencia. No una gran expansión sino una conciencia que crece un poco más allá de sus límites.
El resto de la noche es una lucha contra la tridimensionalidad que apenas me deja levantar la cabeza del suelo de serpientes.