El trámite en la frontera fue fácil. “Hola, estamos yendo a Bolivia”, informamos viniendo desde Bolivia y a nadie le importó por dónde estuviéramos llegando ni el hecho de que no hubiera mochilas para revisar porque ya estaban en el hotel boliviano.
La calle casi recta resultó ser un mercado de mercadería importada. Mucha baratija, mucho caos. El resto del pueblo era similar a cualquier otro en Argentina: casas antiguas, plaza en el centro, esas cosas.
Por la tarde incorporamos a nuestro grupo a dos argentinas aparecieron en el pueblo, una de pelo oscuro y ojos claros y la otra de pelo claro y ojos oscuros. La terminal de buses parecía hecha de pedazos de maderas encontrados en la basura.
–¿Cuánto vale a Potosí?
–Treinta.
Recorrimos el lugar preguntando en un par de tablones más, pero ya no quedaban pasajes y volvimos al primero.
–Justo quedan seis lugares… Serían treinta y cinco bolivianos cada uno.
–Antes nos dijiste treinta.
–Pero ahora es treinta y cinco.
–¿Por qué?
–Porque solo quedan estos lugares, si no, tienen que esperar hasta mañana… Es la ley de la oferta y la demanda.
Ese último comentario inflamó mi mente casi adolescente que empezó a esbozar un discurso sobre lo mal que le había hecho el capitalismo (y todas sus leyes teóricas y prácticas) a nuestro querido continente. Pero por suerte mis amigos intervinieron para concretar la transacción y poder viajar esa misma noche a Potosí, por unos insignificantes treinta y cinco bolivianos.
Después, esperando a subir al bus, hice como que le sacaba una foto a la morocha de ojos claros, con la oculta intención de sacarle a unas cholas que estaban atrás con sus bebes ocultos en los aguayos y que me parecían geniales. Por supuesto se dieron cuenta. Juntaron un poco de Pachamama y me bendijeron: me tiraron tierra. Se levantaron y se fueron.
Me huele que estoy haciendo algo mal, pensé.
Y el bus por dentro sí que olía mal.
–¿Cuánto le cobraron hasta Potosí? –pregunté a un viejito lleno de arrugas que iba sentado a nuestro lado.
–Veinticinco.
En mitad de la noche paramos detrás de un par de vehículos detenidos por la crecida de un río. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos ahí, pero en un momento un tipo metió un pie en el río, después metió un palo un poco más lejos y finalmente dijo «ya está». Entonces todos cruzamos con los vehículos haciendo espuma, una espuma iluminada por la claridad de la noche.