El Zonte y El Tunco, El Salvador

28 de octubre


Pensaba quedarme un día más en Copán Ruinas, pero un belga que estaba en el hostal iba para El Salvador y como yo quería ir para allá y los belgas siempre son buena onda, lo acompañé. Nos tomamos un bus hasta Santa Rosa y otro hasta San Salvador. La idea era llegar temprano para ir directo a las playas. Cuando llegamos a San Salvador fuimos a tomarnos otro bus.

Íbamos a El Tunco, pero nadie nos avisó la parada y terminamos en El Zonte. Ahí conocimos a Annika (finlandesa) y a Pascal (canadiense). Era una playa de surfers y para mi sorpresa, lo único que había para hacer ahí era surfear cosa que yo nunca había hecho en mi vida. Y bueno, vamos a surfear, le dije a Tom, que así se llama el belga.

Fuimos a alquilar tablas con Tom y Pascal y, como no tenían tablas grandes para principiantes, me dieron una mediana. Le pregunté al tipo que nos las alquilaba por qué la mía tenía dos aletas y las demás tres y me dijo que con dos era menos estable pero que te daba más versatilidad al girar. ¡Perfecto! Era lo que necesitaba. No sea que en mi primer día de surf me vaya a aburrir yendo todo derecho. Cuando llegamos a la playa había unas olas que daban miedo. Eran unas bestias que hasta sin tabla había que tomar coraje para enfrentarlas. Empecé a dudar un poco de lo que estaba haciendo.

No hubo forma, luchar contra las olas era una salvajada. En cinco minutos estaba sacudido y agotadísimo y sin ninguna esperanza de cruzar la rompiente. Finalmente una ola me dio la tabla contra la cabeza y salí totalmente derrotado, cansado y dolorido. Después, mientras estaba en la arena sentado meditando en rompientes de olas y rompientes de frentes, vi que Annika estaba con su instructor que le enseñaba a pararse barrenando en la espuma de las olas ya rotas. Evidentemente era lo que tenía que hacer. Fui, agarré una buena espuma, barrené, me paré, tambaleé y caí: triunfo total. Me quedé practicando toda la mañana parándome sobre la tabla como un poliomielítico. Al final, parecía más fácil de lo que pensaba.

A la tarde me dije, nada de arruga barrena, y me fui a cruzar la rompiente. Enseguida entré en un lavarropas. Una cosa que me sale bien es aguantar la respiración. Y ahí estaba, dando vueltas en una ola inmensa, tranquilo, con oxígeno para rato. Cada tanto, unos tirones me hacían recordar que había una tabla atada a mi tobillo girando en algún lado. En un momento sentí el piso y pude saber donde era arriba y donde abajo. Salí a respirar poco antes de que otra ola me invitara una segunda vuelta. Así, por momentos girando y por momentos nadando como un calamar con un parásito adherido a un tentáculo, terminé pasando la rompiente. Y ahora estaba allá, del otro lado de la violencia, pero no tenía ningún sentido lo que estaba haciendo. El problema de esas olas no solo era su tamaño, sino que no eran para surfear, aparentemente. Eran esas que un segundo después de que se forman, ya rompen y lo hace toda la ola al mismo tiempo. Era un pasaje directo de nuevo al lavarropas que desde ese ángulo se veía todavía más duro. Y ahí estaba yo, elevándome con las olas y viendo como rompían con furia ahí abajo, dos metros más adelante. No sabía cómo volver. Desde arriba de la ola parecía muy fuerte la caída. Me acerqué y reculé cobardemente varias veces. Al final, fue fácil: una ola extraña rompió mucho antes y me fui barrenando en una gran espuma. Para ese momento me dolían todos los músculos. Intenté volver a pararme, pero ya ni tenía fuerza en los brazos para separarme de la tabla. Al día siguiente nos fuimos los cuatro a El Tunco. Annika, Tom y Pascal se fueron a surfear y yo me quedé en el hostal disfrutando de mis dolores musculares.

Un día después fuimos a unas cascadas. Estaban cerca de un pueblito perdido en la montaña, donde termina un camino. Había unos pozos para saltar relativamente altos y me pregunté por qué estaba haciendo eso. Es algo que me pregunto cada vez que voy a saltar de algún lado. Pero esta vez pensé que esa pregunta no tiene respuesta en muchas otras situaciones diferentes y en esta particularmente era pura cobardía y me dije: hagamos una cosa (ya asumiendo que mi cerebro era otra persona), primero te tirás y después te preguntás por qué lo hiciste. Después de tirarme me tiré en otros lados más y finalmente quise hacerme la pregunta pero me pareció aburridísima.

 

Tamanique
Saltar o no saltar, esa no es la cuestión.

 

Cuando estábamos en el pueblo, esperando el bus de vuelta, se nos acercó un tipo muy borracho y muy pesado que me terminó cayendo bien. Había combatido en la guerra civil. Le pregunté que en qué bando y me dijo que en la derecha, según se enteró mucho después. Tenía una esquirla en la mano. Me dijo que era francotirador. En el pueblo había música fuerte y cada tanto el borracho se ponía a bailar. Yo me puse a bailar un poco también, para reírnos un rato. Le pregunté si había matado a alguien y me dijo noooooo. Le dije: ¿Cómo? ¿Eras muy malo con la puntería, no le pegaste a nadie? Me dijo: no sé, yo disparaba en la selva puf puf puf puf puf, no sé qué pasaría ahí abajo —estaba muy borracho y apenas se le entendían los balbuceos—. Habló de mucha pobreza y de que le daban de comer.

Estuve otros dos o tres días más practicando surf y finalmente me pude subir a algunas olas de las grandes. De esas de allá a lo lejos, mucho después de la rompiente y que en realidad no rompen sino que se van como desmoronando de un lado al otro. Tampoco era fácil. Arrancaban en cualquier lugar y había muchos surfistas y yo no conocía las reglas. Tuve que bajarme de más de una, cuando vi que ya estaba ocupada. Además eran muy grandes y daban un poco de vértigo y me caía al toque y de nuevo a bracear agotadoramente. Encima, el fondo era de piedra y no daba mucha gracia. Prefería divertirme en las olas de la costa que eran menos cansadoras y además me copiaba de las instrucciones que le daban los morenos profesores locales mientras les daban empujoncitos a las tambaleantes turistas blancuzcas (tanto de día como de noche).

 

rocas
Fondo de piedras, ideal para principiantes.

 

El Zonte

 

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Tegucigalpa, Gracias y Copán Ruinas, Honduras

24 de octubre

Estuve un día en Estelí y arranqué hacia Honduras. Primero pasé por Ocotal. Mientras estaba esperando un bus a la frontera en una estación sombría, se me acercó una chica. Era bien morena y estaba vestida con una camisa anudada por encima del ombligo, jeans azul oscuro y botas. Me empezó a hablar no sé de qué, algo del turismo. Cuando supo que yo era de Argentina me dijo que ella era fan de Gabriel Corrado. Hasta le había escrito una poesía; me la recitó y después le pedí que me la escriba en un papelito:

“Cuando estaba pequeña lloraba por un helado

Ahora que estoy grande lloro por Gabriel Corrado

Que es un bello enamorado

Cada vez que pienso en Gabriel Corrado

Se ilumina todo el día

Tengo fe en Dios, conocerlo

En Argentina algún día“

Me despedí de ella y me fui en un bus destartalado hacia la frontera. Me pidieron el certificado de la vacuna de la fiebre amarilla por primera vez en mi vida. Me resultó raro que fuera en ese paso tan pequeño. Después me tomé un school bus hasta un pueblito llamado El Paraíso. Luego una combi hasta Danlí, donde pensaba dormir, pero me deprimió y me fui a Tegucigalpa, según dicen, la capital más violenta del mundo.

Llegué de noche. Así como Managua es una capital sin centro, Tegucigalpa es una capital sin terminal de buses. La combi me dejó por ahí, en algún lugar en las afueras de la ciudad. Estaba oscuro y había un solo taxi que me quería cobrar bastante más de lo que había pagado por la combi (buen truco). Salí a caminar un poco, sin muchas ganas de conocer la noche de los suburbios de la capital más violenta del mundo y enseguida encontré un tipo que me confirmó que a esa hora ya no había buses urbanos. Pasó un taxi, lo paré y me llevó al centro por el 10% de lo que me quería cobrar el primero.

Me alojé en el Hotel Boston. Estuve dos días en Tegucigalpa. No hice nada en especial pero me gustó.

Tegucigalpa
Ya me habían avisado que en Tegucigalpa hay muchos chorros: te salen de cualquier lado.

 

Después, pasé por un tranquilo pueblito llamado Gracias donde no me preocupe de nada. Fue fundado antes que Buenos Aires, pero se quedó en el tiempo. A solo una cuadra de la plaza central ya hay una calle de tierra. Pasé una noche ahí y me fui a Copán Ruinas. En Copán estuve como cuatro o cinco días. A un kilómetro del pueblo están las ruinas de una antigua ciudad Maya. La entrada costaba 15 dólares y decidí que me iba a colar. No fue fácil; tuve que trepar un alambrado muy alto entre la selva. Todo el tiempo mientras daba vueltas intentando colarme, mis pensamientos saltaban entre encontrar la mejor forma de hacerlo y calcular que tan pendejada era lo que estaba haciendo. Al final, el esfuerzo tuvo una recompensa extra que fue ver un ciervo. Yo iba sin hacer ruido y me lo encontré. Se me quedó mirando de costado, después me mostró su culo paradito y se fue caminando entre el bosque. Escuché que había otro cerca, pero no lo vi. Las ruinas están buenas.

Copan Ruinas
¡Sí que era alto el alambrado!

 

Estelí - Copán Ruinas

 

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Bluefields, Managua y León, Nicaragua

17 de octubre

Llegamos a Bluefields y nos fuimos rápido.

Dios es amor
De nuestra tercera pasada por Bluefields solo me llevo este mensaje.

 

Tomamos una lancha a Rama y después un bus a Managua. Llegaba a las 12 de la noche y le preguntamos si podíamos quedarnos a dormir en el bus hasta que amaneciera. Nos dijeron que sí. Cuando llegó a la terminal, bajaron casi todos y seguimos ruta hasta una especie de taller/estacionamiento de buses al aire libre. Había otros cuatro pasajeros que también se quedaban: una chica, un tipo y una pareja. Yo no me pude dormir porque se pusieron a martillar algo en el motor. Después pararon los martilleos y dormité. Sophia, Claudia y Martina estaban desparramadas en los asientos.

tiroteo
A la mañana parecía que alguien las había ametrallado.

 

Cuando amaneció, nos quisimos tomar un colectivo al centro, pero aparentemente Managua no tiene centro. Me pareció raro. Había visto unos pocos pueblitos sin centro, pero nunca una capital. Terminamos en un shopping llamado Metro Centro, que por lo menos incluía la palabra “Centro” en el nombre.

todo bien
Todo bien con Managua. Hasta el baño del Metro Centro nos sonreía.

 

Estuvimos dos días ahí y nos fuimos a León. En la terminal nos tomamos un triciclo taxi. No me gustaba la idea de que alguien nos llevara pedaleando, pero todos insistían (sobre todo el que iba a pedalear). Viajamos los cuatro con las tres mochilas en ese mini triciclo hasta el centro.

carabana
Tardamos con el triciclo porque había embotellamiento.

 

Conocimos León Viejo, unos hervideros y un pequeño río termal que normalmente solo van los locales. Por la zona de los hervideros, había un niño vendiendo restos arqueológicos. Eran bastante buenos para ser partes y estaba claro que eran originales. Hasta había una vasija entera. Le dije al niño, un poco en joda, que eso era ilegal, que no podía comprarle nada y que si la policía me veía con restos arqueológicos me iba a llevar preso. Me dijo que no, que la policía ya sabe. Le pregunté de donde los sacaba. Parece que salen cuando pasan el arado. Me dijo que si quería me podía llevar al lugar.

melenas de león
Melenas de León.

 

Después de mucho viajar con las austríacas, me despedí de ellas con bastante pena. Habíamos pasado muchos buenos momentos juntos. Ahora ellas iban a empezar a bajar hasta Ecuador y yo seguía para arriba.

austriacas
Chau, chicas, así se quedan en mi memoria y las dejo en buena compañía; espero volver a verlas.

 

Me fui a Estelí.

Bluefields-Estelí

 

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Bluefields y Corn Island, Nicaragua

9 de octubre

Cuando volvimos a Bluefields, nos fuimos a un barsucho a comer algo y a planear cómo íbamos a hacer para llegar a Corn Island. Entramos en el bar, nos sentamos y pedimos unas hamburguesas con papas fritas. Había otras tres mesas ocupadas. Al fondo estaban dos indios tomando cerveza. Cerca de la puerta había dos tipos de unos 50 años con dos mujeres regordetas, bastante maquilladas y vestidas con ropa colorida y ajustada, todos tomando cerveza. Y en una esquina, estaba nuestro amigo, el estafador Cleveland, con peluca. En cuanto me vio, se la sacó.

Mientras esperábamos la comida, uno de los cincuentones de la mesa de la puerta, el único blancuzco de todo el bar (exceptuando nosotros), me llamó y me preguntó de dónde era. Le dije que de Argentina y no me respondió ni Messi ni Maradona: me dijo «Ginóbili», confirmando que la gente de Bluefields es de otro planeta. Los abandoné porque la cosa se veía venir de chistes de borrachín pesado. Después, llegó un tipo que se sentó solo y pidió comida. Y más tarde, apareció un lustrabotas, todo sucio y oscuro, que parecía que se había intentado lustrar a sí mismo. Entró, se acercó a los cajones de envases de cerveza y se puso a tomar los restos de cada botella y se quedó por ahí.

Cuando ya estábamos comiendo, se acercó el blancuzco a nuestra mesa y nos pidió permiso para sentarse; sabía disimular la borrachera decentemente. Nos vino a avisar que el tipo que estaba en la esquina era peligroso. Le dije que sí, que lo conocía, Cleveland McCoy. Después nos dijo que él era policía y que su amigo que estaba en la mesa con las regordetas coloridas era un abogado, “el abogado del diablo” lo apodaba. Defendía a narcos (según el supuesto policía). Yo le daba un poco de charla por el detalle de haber venido a alertarnos sobre Cleveland. El mismo Cleveland también estaba muy borracho y ahora charlaba a los gritos con la mesa de los indios. Escuché que les hablaba en rama (supongo) y que los indios le decían que ellos no hablaban rama, sino miskito y se puso a hablar en miskito (creo). Con esto, ya lo había escuchado hablar en español, rama, miskito, inglés y alemán. No sé en qué momento el abogado del diablo se acercó a nosotros, apoyó la mano en la mesa, cargando todo su cuerpo, casi hasta doblarla, y balbuceó borrachísimo algunas cosas entre las que solo entendí: “ustedes le faltaron el respeto a Rubén Darío, analfabéticos (sic)”. El blancuzco policía le dijo que no moleste a los gringos. El abogado del diablo le contestó algo y se pusieron a discutir en voz suave hasta que el blancuzco se calentó y le dijo que se lo llevaba preso y empezaron los forcejeos. El abogado del diablo hacia lo mejor que podía hacer, que era dejar caer todo su cuerpo sobre una silla aprovechando tanto su falta de fuerzas como las del contrario. Tipo un judoca, pero al revés. La música estaba fuerte, como siempre, y todos opinaban un poco en voz alta. Las encargadas del bar no opinaban pero estaban paradas intentando resolver el problema con la mirada y frunciendo el ceño, como si tuvieran telepatía o algo así. La miré a Martina y estaba atenta a la escena con media papa frita saliendo de la boca. En un momento, el blancuzco dijo algo de refuerzos y salió por la puerta llevándose a las dos regordetas coloridas. El solitario de la mesa de atrás (que yo pensé que era el único normal) empezó a decir que el abogado del diablo no había hecho nada, que nadie se lo iba a llevar preso y que él estaba de testigo (algo que a nadie parecía importarle mucho) y siguió argumentando un rato largo. Hasta se había puesto de pié. El abogado del diablo pidió otra cerveza y una de las encargadas le dijo que ya no había. Nosotros finalmente decidimos que habíamos terminado de comer y enfilamos hacia afuera. Cuando estábamos pasando por la puerta, el abogado, ultraborrachísimo, se paró e intentó decirme algo y agarrarme del brazo. Yo lo esquivé apenitas y perdió el poco equilibrio que le quedaba. Terminó en el piso haciendo saltar una silla de plástico por el aire.

El único barco a Corn island en esos días era un carguero que salía al día siguiente a las ocho de la mañana del Bluff, un puerto trash en una pequeña isla en la boca de la bahía de Bluefields. Como no sabíamos bien qué onda dormir ahí (ni siquiera si se podía dormir ahí) decidimos dormir en Bluefields y salir hacia el Bluff al día siguiente en una panga bien temprano. Nos fuimos a un hotel mejor del que habíamos estado antes, pero a la noche también me desperté por el olor de la pieza y me fui a las dos de la mañana al restaurante de la entrada a hacerle compañía al sereno y a distraerme escribiendo el resto de la noche. A las cuatro de la mañana se escucharon tiros que el sereno me convenció de que eran petardos por el día de no sé qué virgen. Después se despertaron las chicas y a las seis de la mañana nos tomamos la panga al Bluff y llegamos a tiempo para subirnos al carguero. Cuando el carguero llegó a alta mar se movía mucho. Después de varios intentos de colgar la hamaca entre las nauseas, encontré un lugar donde no se movía tanto, y con el sueño que tenía, dormí las seis horas que duró el viaje.

Bluff
Que se llame Bluff da desconfianza.

Corn Island está muy bien. Nos costaba un poco encontrar dónde comer variado. Por ejemplo en un lugar que preguntamos, solo tenían langosta o caracoles.

Corn Island
Es lo que tienen las islas del Caribe.

 

Lo de Martina y las rosas chinas se está volviendo preocupante. Creo que voy a esconder mis papeles en algún lugar seguro.

rosa china comestible
Temo por sus futuros pretendientes.

 

Tendríamos que haber ido a Little Corn Island que es una islita que queda cerca de ahí, pero no fuimos. Estuvimos varios días haciendo playa caribeña y volvimos a Bluefields. En el barco, iba un misionero católico y pasamos un buen rato charlando. Era muy simpático y siempre estaba como riendo.

sombrero que ríe
Su sombrero también sonreía.

 

Le pregunté cómo traducía evangelio al idioma misquito y me dijo que lo traducían literalmente como “palabra de Dios”, pero que Espíritu Santo lo decían en inglés.

 

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Pearl Lagoon, Raitipura, Awas, Nicaragua

6 de octubre

Nos fuimos a Pearl Lagoon. En la lancha íbamos 18 negros, un indio y nosotros: éramos más pasajeros de lo permitido. La policía se quejó, pero no le dieron bola. Hasta había uno metido entre los equipajes. Al principio no entendí muy bien qué pasaba con ese tipo. Lo ayudaban a caminar; era un negro de veintipico de años que no podía mover una de sus piernas. Me pareció que estaba demasiado serio. Lo metieron en la parte de adelante de la panga, sobre los equipajes. Lo que me resultaba raro era que la pierna que no movía no estaba más flaca que la otra; debía haber sido algo reciente. No se me ocurría una enfermedad que te pueda dejar la pierna dura en poco tiempo. En un momento del trayecto, le pregunté disimuladamente a uno de los pasajeros si sabía lo que le había ocurrido al negro de la punta. Me dijo que lo habían tiroteado. Es verdad, un balazo es una cosa que te puede dejar la pierna dura en poco tiempo.

negro
Tal vez prefería un chaleco anti balas.

 

Me fijé mejor y vi que tenía cicatrices que parecían de bala en varias partes del cuerpo (tal vez no recientes). También tenía cicatrices de tajos en los brazos que me sonaba que se las había hecho él mismo. Me hacía acordar mucho a unos ex presos que conocí en Marruecos que se habían hecho unas cicatrices similares. El negro también tenía tatuajes caseros onda carcelarios, que apenas se distinguían en su piel oscura; solo llegué a identificar una calavera (tampoco quería mirar mucho); ahora su seriedad la interpretaba de otra forma. Lo dejamos en una pequeña comunidad y seguimos viaje. Le pregunté al otro, cómo había ocurrido. Me dijo que fue en su comunidad y que fue un tipo del pacífico que ya se había escapado.

Llegamos a Laguna de Perlas y me sentí cómodo. Era un pueblo tranquilo, de negros que hablan un inglés raro y creole. También había indios. Uno de los días, fuimos caminando por el campo hasta unas comunidades de indígenas miskitos.

camino inundado
El camino era raro.

 

Primero llegamos a Raitipura, que son unas 30 casitas en una llanura junto a una playa de la laguna. Me estaba por meter al agua cuando pasó un viejito caminando y nos dijo que iba a llover y que nos pongamos bajo techo. Lo seguimos hasta a una casa nueva que él se estaba haciendo.

Raitipura
Raitipura.

 

Cuando entramos se largó a llover. Estuvimos charlando un rato largo mientras llovía. Él tenía 72 años, se llamaba Samuel y trabajaba en el campo. Cuando paró, salimos y nos fuimos para Awas, que es otra comunidad miskito. Samuel dijo que nos acompañaba y seguimos charlando en el camino. Me enseñó algunas palabras en misquito: Raitipura significa patio sobre un cementerio, Awas significa pino y jején se dice claxa. Ahora, si me encuentro en un lugar que solo se habla misquito y necesito un patio sobre un cementerio, o un pino, o un jején, ya sé cómo pedirlos.

Samuel
Samuel.

 

Awas era parecido a Raitipura, salvo por un charlatán que nos decía ‘hello’ y nos quería bajar unos cocos. Yo solo quería que se callara y le pregunté qué era eso, señalando a una bosta de vaca que había en el piso. Me dijo solamente: «Es de la vaca». Yo le dije que no, que era chocolate (estaba oscura y recién hecha). Me dijo que no. Yo unté un poco de caca con mi dedo mayor y en un rápido y disimulado intercambio de dedos me metí el índice a la boca, haciéndole creer que me comía la bosta. El charlatán se quedó como anestesiado, con el ceño fruncido y balbuceando algo así como «Es de la vaca». Parecía sorprendido, asqueado y triste al mismo tiempo. Nos fuimos, tratando de contener un poco las risas (las chicas ya sabían el truco porque les había hecho la misma payasada con el agua del puerto de Bluefields). Me salió bien, el charlatán no nos habló más. Después, invitamos a Samuel a tomar unas cervezas en un bar que estaba construido sobre el agua y más tarde nos despedimos y nos volvimos al hotel.

Finalmente, en Laguna de Perlas me dio la sensación de que todos ahí tenían algo de negro y algo de indio. Todos parecían estar mezcladitos, desde el más oscuro hasta el más achinado. Me entretuve un buen rato mirando a cada uno y tratando de separar mentalmente los rasgos de negros de los rasgos indígenas. Me agradaban todas las caras.

Zamba
Zamba de mi esperanza.

 

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San Carlos y Bluefields, Nicaragua

4 de octubre

A Nicaragua cruzamos por Los Chiles, un paso que usa muy poca gente. Es muy cerca de San Francisco, que es por donde pasan los ilegales. Nos tomamos una lancha colectivo lenta, fue por un río entre la selva y entre pájaros acuáticos. El paseo estuvo bueno. Salimos directo al lago de Nicaragua.

Dormimos en San Carlos y me sentí muy bien. Ahora sí estábamos en Centroamérica. Había casitas de madera pintada, mercados, pescado barato, y esas cosas que hacen pensar en Bolivia (solo faltaban las cholas).

 

San Carlos
Desde el hotel se podía ver un volcán en el medio de un lago: bien.

 

Estuvimos dos días ahí haciendo nada y nos tomamos un bus a Rama. Fuimos en uno de los viejos buses escolares norteamericanos.

 

school-bus
Lo malo es que los asientos son para niños.

 

En Rama tomamos una lancha a Bluefields. Bluefields es una ciudad (más bien pueblo) en la costa Caribe, que ahora está relativamente accesible, pero que por mucho tiempo estuvo muy aislada del resto de Nicaragua, y del resto de mundo en general. La lancha era una panga, una lancha rápida de cinco bancos con cuatro personas en cada uno. El viaje duraba una hora y cuarenta minutos por el río Escondido, atravesando la selva hasta llegar al mar. En mitad del trayecto, se puso a llover fuerte y nos tapamos todos los pasajeros con un único plástico; cada uno lo agarraba por una punta. Tenía olor como a barco carguero o a cama de hotel barato. La lancha iba muy rápido y la lluvia pegaba fuerte. También caían rayos muy cerca en la selva. Estábamos todos metidos debajo del plástico y yo cada tanto levantaba un poquito para ver los rayos.

Cuando llegamos me enteré que Sophia y Claudia estuvieron muy asustadas; no entendí bien por qué. Parece que pensaban que un rayo iba a caer en la lancha o algo así. Llegamos de noche y el ambiente era denso, oscuro y sucio. Terminamos en un hotel apestoso después de evitar uno que tenía muchas cucarachas sobre las camas.

Al día siguiente quisimos ir a Corn Island y vimos que en el pueblo también había una pareja de mochileros franceses y también querían ir a isla. Pensamos en hablar con algún lanchero para que nos lleve.

 

Bluefields
De día no era tan oscuro.

 

De camino al puerto, los franceses se encontraron con un tipo local que lo habían conocido en San Juan del Norte. Nos dijo que era imposible alquilar una lancha y nos fuimos a tomar un café con él. El tipo se llamaba Cleveland, o algo así, hijo de un pastor protestante. Entonces averiguamos que había un barco que salía en tres días y Cleveland nos propuso ir a Rama Ki, mientras esperábamos el transporte a Corn Island. Su familia tenía un hotel ahí. Después, en el medio de la charla, llegó una joven pareja de alemanes y se sumó al grupo. Más tarde salimos todos del bar, menos los alemanes que se quedaron con Cleveland. Cuando ya estábamos en la calle, más de uno dijo que había algo raro en nuestro nuevo amigo. Yo les dije que era fácil: si había que poner dinero antes para comprar gasolina o algo así, era estafa; si no, no.

Nosotros nos fuimos al hotel y cuando volvimos a ver a los franceses, ellos ya habían decidido sacarse las dudas y habían averiguado que Cleveland era un estafador. Yo dije, bueno, voy a avisarles a los alemanes; pero cuando llegué al bar ya no estaban. Parece que se habían ido a comer a la casa de la madre de Cleveland. Di unas vueltas para ver si los veía, pero nada. Pregunté por todos lados dónde vivía Cleveland y parecía que nadie lo conocía, o que nadie me quería decir que lo conocía. Al final, el dueño del hotel donde habíamos estado antes me dijo: hijo, Cleveland… Cleveland McCoy es un estafador; les ha sacado dinero a muchos turistas; yo los he visto llorar. Le dije que justamente lo estaba buscando para alertar a unos amigos que estaban con él. Me indicó un poco un camino y llegué hasta una villa que no daba para entrar.

Finalmente, nosotros decidimos ir a Laguna Perlas, que es un lugar que yo tenía muchas ganas de ir, por un libro que había leído hacía tiempo. Los franceses y los daneses se cansaron de esperar opciones y sacaron pasaje en avioneta directo a Corn Island.

Nos quedamos un rato haciendo tiempo en el restaurante del hotel con los franceses y, en un momento que yo estaba hablando con un pesado que teníamos adherido desde hacía rato, cayó un supuesto hermano de Cleveland preguntando si íbamos a ir a Rama Ki o no. Aproveché y le dije que sí y que quería hablar con los alemanes, y me fui con él para su casa. En el camino, el señor estafador me empezó a decir que el negro que me estaba hablando nos quería sacar dinero. Yo, que ya no me estaba tomando en serio nada de la situación, le dije que ya sabía, pero que no es fácil estafar a un argentino, y lo miré a los ojos y sonreí para dentro. Él me dijo que sí, que los otros son más fácil (no sé a quién se refería) y que los norteamericanos también. Pensé que no podía ser tan estúpido, pero, después de un rato, me encontraba caminando por unos barrios muy feos, entre pasillos angostos de paredes de madera, pensando que el estúpido era yo: ahí no había ningún alemán que se animara a meterse y yo estaba siguiendo a un estafador al interior de una villa. Me puse un poco alerta. Me quedé pensando en quién me manda a hacerme el héroe por unos alemanes de los que ni siquiera sé los nombres. Entonces decidí que iba a acompañar al estafador mientras hubiera a la vista viejas gordas sentadas en sillas coloridas, o similar. Cuando llegamos a la casa, estaba Cleveland y no quise pasar para no perder de vista a las viejas. La casa del supuesto hijo del pastor de la iglesia más grande de la ciudad era poco más que una vieja habitación de madera sin pintar y podrida. Les pedí que llamaran a los alemanes que quería terminar de decidir un tema de dinero con ellos. Me dijeron que estaban comiendo y que ahora venían. Pero no venían. Después de un rato, Cleveland se puso a hablar por celular y pensé que ya era suficiente, ahí no había nadie. Les dije que nos encontrábamos en el hotel y me fui apretando el paso entre las casas de madera.

Volví al restaurante, conté lo que había pasado y los franceses querían llamar a la policía. Yo les dije que estaban locos. ¿Qué le van a decir a la policía? ¿Creemos que en una casa de un tipo que creemos que es estafador hay dos alemanes que no sabemos cómo se llaman? ¿Vayan con sus pistolas a la villa y averígüenlo? Yo estaba seguro de que ahí no había ningún alemán. No me imaginaba a esa tímida parejita metiéndose tan adentro.

Cuando ya me había olvidado del tema, cayó el supuesto hermano de Cleveland y los alemanes. Les abrí la puerta a los alemanes y se la cerré al tipo, que entendió perfectamente y se fue a paso apurado. Finalmente yo me había equivocado, los niños alemanes sí que estaban un paso más allá de donde yo había llegado y habían almorzado gratis.

 

como llegar a Bluefields

 

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Las Delicias, Panamá y Muelle de San Carlos, Costa Rica

1 de octubre

Nos despedimos de Jim y nos fuimos a Isla Colón unos días. Después nos despedimos de Babsi también, que se volvía para Austria, y seguimos hacia el lado de Costa Rica. Yo quería ir a Las Delicias, una comunidad en Panamá pegada a la frontera pero metida un poco más hacia el interior. Alguien nos convenció de que ir por Costa Rica era más rápido. Era verdad; era más corto y nos dejaba mucho más de paso para seguir subiendo. Yo no había pensado en esa posibilidad porque en ningún lugar había escuchado que hubiera paso a Las Delicias desde Costa Rica.

Cruzamos por Guabito-Sixaola, que es dónde se puede sellar los pasaportes, y nos fuimos hacia Las Delicias. El último tramo lo hicimos en un taxi que nos dejó en un río. Ahí solo había una topadora, un par de coches, unas pocas personas y el río. Para cruzarlo, había unas lanchitas gratis, pero no nos querían llevar. Estaban puestas por la licorería de enfrente y eran para los que iban a contrabandear alcohol. Al final nos cruzaron, pero terminamos justamente frente a una licorería.

licorería
Sospechábamos de cierta ilegalidad de este cruce.

 

La gente que cruzaba ni siquiera sabía que por ahí había un pueblo. Solo vimos un camino, la licorería y una casa de venta de cosas contrabandeables en general: paraguas, bicicletas, cortadoras de pasto. Estaba atendida por una mujer árabe a la que le preguntamos por Las Delicias y nos dijo que siguiéramos el camino. Empezamos a caminar al rayo del sol y al rato pasó una camioneta taxi, que paró y nos llevó gratis sin que le pidamos.

Las Delicias es un pueblito de unas viente casas entre selva y montañas. Charlamos bastante con un empleado de la escuela y con una maestra muy joven (cuando digo escuela, digo un salón de madera). La maestra nos contó que era de Panamá City y que por suerte le había tocado ahí, porque casi aplica para otra que quedaba mucho más lejos. Para llegar a esa otra escuela había que, primero llegar hasta ahí, después cruzar el río por la licorería, tomarse un bus por Costa Rica, volver a cruzar el río hacia Panamá y caminar cuatro horas por la selva.

media casa
Veinte casas y media. Yo hacía de director de obra.

 

Al día siguiente me desperté temprano y la maestra, de puro buena onda, me preparó un desayuno con unos plátanos fritos y un té de unos yuyos que cortó frente a la casa. Después nos despedimos de todos y volvimos a cruzar a Costa Rica por otro paso ilegal y gratuito.

Costa Rica lo pasamos en tres días. El turismo internacional y los precios un poco altos nos empujaron hacia Nicaragua.

como ir de Bocas del Toro a Los Chiles

 

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Panamá City, Las Tablas, Boquete y Bocas del Toro, Panamá

23 de septiembre

En Panamá City nos encontramos con las amigas de Claudia: Sophia y Babsi. Ahora viajo con tres mujeres y una niña, todas austríacas. Me estoy enloqueciendo de escuchar alemán.

 

Panama-City
Panamá \ City

 

Pasamos por Las Tablas y Boquete y llegamos a Bocas del Toro cerca de la frontera con Costa Rica. Nos alojamos con Jim, un couchsurfer que contactó Claudia. Es un norteamericano que vive en una casona de madera en la isla Solarte. La casa está sobre una montañita frente al mar y entre la selva.

 

Solarte
Gracias, Jim.

 

El primer día, Jim nos llevó con su lancha hasta una playa con buenas olas en isla Bastimentos. Ahí, jugué un buen rato a guerra de arena con Martina. ¡Gané!

 

padre
Apoyando moralmente a la derrotada.

 

Al día siguiente, salimos a caminar por la selva. Cuando volvíamos, yo me había quedado con ganas de más y me alejé un poco. Me perdí, me perdí de verdad. Hace días que no tengo mi brújula y sin brújula es muy fácil perderse en la selva (con brújula también). Anduve caminando por dónde podía, subiendo y bajando pendientes y metiéndome en pantanos con el barro hasta las rodillas. Estaba nublado y ni siquiera podía mantener una dirección guiándome por el sol. Traté de mirar de qué lado estaban los líquenes en los troncos de los árboles, pero en estas latitudes eso no funciona. Transpiré muchísimo. Vi varias ranitas rojas que, según Jim, en el mercado negro cuestan 400 dólares. No me servían de mucho. En la mochila tenía agua, repelente, linterna, encendedor y varias cosas útiles para andar perdido, pero las cambiaba todas por una brújula. Al final, caminé mucho por un pantano y sorprendentemente llegué a dónde había terminado nuestra ruta con Jim. Habíamos llegado hasta ahí porque el camino se hacía intransitable (yo llegué por la parte intransitable). Cuando logré volver a la casa, estaban todos preparando el almuerzo lo más tranquilos. Yo estaba exhausto y todo embarrado. Estrujé mi remera y calló como medio litro de transpiración.

 

Oophaga pumilio
Oophaga pumilio. Rana flecha roja y azul.

 

Otro día fuimos a una gruta. Jim nos llevó hasta un manglar donde nos esperaba un indio con el que ya habíamos acordado el día anterior. Subimos a su canoa todos en fila y no cabía nadie más. El indio nos llevó como veinte minutos, remando muy lentamente por un arroyo angosto y abovedado entre manglares. Toda la primera parte era una gran extensión de raíces aéreas, que se sumergían en el agua, y el arroyo era solo la ausencia de raíces. Cuando llegamos, nos metimos en la gruta con un guía de la zona. La gruta era en realidad un arroyito que corría por dentro de la montaña. Es decir, que nos íbamos metiendo casi siempre por el agua. Claudia le puso a Martina sus alitas salvavidas. En los cien primeros metros había muchos murciélagos. Íbamos iluminados con linternas en la cabeza. Nos movíamos con dificultad, entre las rocas, en la oscuridad, con el agua hasta la cintura y ayudando a Martina casi todo el tiempo. Me resultaba muy raro ver una niña con alitas naranja en una cueva oscura, inundada y con murciélagos. Martina resaltaba tanto que yo casi me sentía parte de la cueva. Después de caminar bastante entre el agua, las rocas, las estalactitas y las estalagmitas, llegamos a un lugar donde había un agujero en el techo y entraban algunos rayos de sol, haciendo dibujos movedizos en el agua. El guía nos dijo que con los turista solo llegaba hasta ahí. Le pregunté hasta donde iba la cueva, entonces. Me dijo que no se sabía; que una vez él y su hermano entraron a las 7 de la mañana y salieron a las 6 de la tarde y no llegaron al final. Le pedimos si podíamos seguir un poco más y aceptó. En seguida nos dimos cuenta por qué llegaba hasta ahí con los turistas. A pocos metros había unas piedras chatas, que bajaban del techo y llegaban casi hasta el agua. Dejaban el espacio justo para que quepa la cabeza. El resto del cuerpo tenía que ir sumergido. Después de eso seguimos bastante tiempo y el guía intentó convencernos de volver un par de veces. Había un lugar que se caminaba por una cornisa con el agua hasta la cintura y el que se resbalaba caía a una parte bastante profunda y tenía que ir nadando. A Martina la mandé directamente a nadar, eran las partes más fáciles para ella: iba flotando con sus alitas como si fuera un patito mutante de las cavernas. En un momento llegamos a un punto que invitaba a regresar. El techo se acercaba al agua hasta dejar unos diez o quice centímetros de aire y en el pozo no se hacía pié. Había que ir nadando, aguantando la respiración, sumergidos hasta la nariz. Solo los ojos y la linterna quedaban entre el agua y el techo de piedra. En realidad, se podía respirar llevando la boca hacia el techo; pero no hacía falta, era un par de metros y se hacía perfectamente sin respirar. Solo lo cruzamos Martina y yo. Cuando estuve del otro lado, miré un poco las paredes y la oscuridad que continuaba y volvimos porque las chicas no querían pasar por el tema de no hacer pié. Regresamos todos con un poco de frío. Hacía una hora y media que estábamos adentro. Me volví pensando que si alguien quiere intentar llegar al final, tendría que ir con un traje de neopreno, además de comida y bolsa de dormir metidos en algo impermeable, para pasarlos por ahí abajo.

 

Quebrada-Sal
Yo, pensando en que nadie sabe dónde termina esto.

 

Ese mismo día, en nuestro hogar de la selva apareció una serpiente. Jim la agarró y lo mordió. Yo me quedé pensando en qué posibilidades teníamos de quedarnos con la casa, una vez que Jim estuviera muerto. Pero resultó ser una Boa constrictor imperator, esas serpientes que terminan midiendo 2,5 metros, y hasta entonces no son demasiado peligrosas.

 

Boa constrictor imperator
Para reconocer a una serpiente hay que agarrarla de la cola. Si se da vuelta y te muerde, es peligrosa.

 

como ir de Panama City a Bocas del Toro
  

 

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Aligandí, Tupile, Playón Chico y Panamá City

14 de octubre

En Aligandí nos quedamos por el muelle y los alrededores buscando a alguien que nos pudiera llevar un poco más. Finalmente llegó un carguero y le pedimos que nos lleve hasta Playón Chico.

Y sí que eran diferentes todas las islas. Playón Chico nos parecía mucho menos auténtica. Ahí encontramos unos turistas. Resultaron ser también austríacos. Nos dijeron que Martina parecía uno de los kunas. La miré y me pareció que no se parecía a los kunas. Ella estaba muy sucia y los kunas no. Eran los primeros turistas que nos encontrábamos desde la frontera con Colombia. Después nos enteramos que ese suele ser el límite arrancando por el otro lado. Los turistas suelen venir desde Panamá y rara vez van más allá de Playón Chico. Los que llegan hasta acá se alojan en hoteles en islas privadas. A las cinco de la tarde los traen a dar unas vueltas por el pueblo, y es el momento en que salen algunos indios con unas flautas y las tocan cuando pasan los gringos. También hay niños que piden un dólar para que les saques una foto. Ahí, ya nadie nos miraba demasiado, ni les interesaba la edad de Martina.

isla
Me parece que mi tonito anterior era de pura envidia a los otros turistas.

 

Dimos una vuelta por la isla buscando los lugares menos accesibles, intentando recuperar algo de lo vivido en las anteriores. Un poco lo logramos. La isla era tan chica como Caledonia, pero tenía una parte con pasillos estrechos. En el más angosto tuve que pasar de costado y agachándome, con las rodillas cerca del pecho (puede que eso no fuera un pasillo). Encontramos una familia que estaba haciendo pan y le compramos un poco y nos quedamos charlando un rato.

Dormimos en hamaca, nos despertamos a las cuatro de la mañana y partimos antes de las cinco en una lancha rápida hacia Cartí.

Salimos lentamente del muelle, supongo que navegando entre cayos de coral, porque había un tipo en la proa marcando el camino con los brazos, de una forma similar a lo que habíamos visto en Caledonia, solo que esta vez estaba todo oscuro. No sé cómo se guiaba. Cuando tomamos velocidad, tomamos mucha velocidad: íbamos a los pedos en la noche y a ambos lados de la lancha se formaba una lluvia de mar y noctilucas luminosas que salían despedidas por el aire.

Cuando empezó a clarear el día, el oleaje se puso fuerte y los golpes eran violentos. Era como ir al galope. Con los golpes y el brillo del plancton fosforescente por detrás, me sentía en el trineo de papá Noel pero montado en los renos. Era un poco tortura, al ritmo de un golpazo por segundo durante un par de horas. Yo apenas aguantaba. Miré a Martina y estaba como desmayada sobre Claudia, con los labios un poco azulados. Me asusté, le apreté la mano y chilló.

Más tarde, el archipiélago tenía más islas y los golpes fueron más suaves. Había islas de todos los tamaños. Llegué a ver una tan pequeña que solo tenía dos palmeras, como la de las caricaturas.

Llegamos a Cartí y tomamos una de las todo terreno de los kuna que te llevan a Panamá City.

 

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Mamitupu, Kuna Yala, Panamá

12 de septiembre

Bajamos en el muelle de una isla muy pequeña y otra vez nos encontramos con las caras de curiosidad. Preguntamos dónde dormir. Nos dijeron que con Pablo. No sé cómo terminamos en una casita de paja, y de ahí unas mujeres nos guiaron hasta la otra punta de la isla. La isla nos pareció muy agradable. Era tan pequeña como Caledonia, pero más verde. Donde nos llevaron había palmeras y playitas. Cuando llegamos, mi mochila ya estaba ahí, aunque yo había dejado en el muelle. La casa a la que habíamos ido primero era la casa de Pablo y este otro lugar era donde Pablo tenía cuatro chocitas para turistas. No debería tener muchos clientes (no hemos visto ningún turista desde la frontera con Colombia).

Las mujeres que nos llevaron no hablaban español, con lo cual no pudimos negociar un precio. Solo nos quedaba esperar a Pablo.

Entonces fuimos a dar una vuelta. La isla era realmente chica y en diez minutos habíamos pasado por casi todas las calles y ya estábamos de vuelta. Improvisamos un merienda con leche en polvo, avena y canela y nos fuimos a meter al agua. En un momento llegó un indio en una canoa y nos pusimos a charlar. El tipo me pareció inteligente. Hablamos de un par de cosas, nos reímos un rato y le ayudé a subir el cayuco sobre unos troncos. Entonces nos preguntó que queríamos por ahí y le dijimos que pensábamos acampar en esa playita o, si alguien nos llevaba, en la isla de enfrente que se veía solitaria. Nos dijo que para ir a la isla de enfrente habría que hablar con el dueño, que en la playita en la que estábamos tal vez no era lo más cómodo y que además había reglas en la isla y que podíamos dormir en las cabañas. Le dijimos que estábamos esperando a Pablo para hablar de eso y nos dijo que él era Pablo. Nos reímos y, después de charlar un rato más, nos dejó las cabañas a 5 dólares.

hamaca
Sí, era más cómodo que la playita.

 

Ese día estuvimos bastante con él. Iba y venía, como nuestro guía en Caledonia. En un momento, llegó a la playa un chico con seis pescados y Pablo nos preguntó si queríamos aprovechar y comprarle algunos. Nos vendió los tres más grandes por 2 dólares. Pablo nos preguntó si no queríamos encargarle unas langostas. El chico prometió que al día siguiente iba a bucear y a ver si nos encontraba algunas.

Esa noche cenamos los pescados y después fuimos a conocer la casa de Pablo y a su familia. Nos presentó a algunos hijos, algunos nietos y a su mujer, Asinta, que andaba vestida tradicionalmente y con una linterna en la cabeza (no hay luz en la isla y todos andan con linternas). Estuvimos charlando un rato en la casa, echados en las hamacas y a la luz de las linternas. El piso era de tierra y casi todo lo demás era de caña, paja o madera.

En un momento le preguntamos a Pablo dónde quedaba isla cuero. Nos dijo que estábamos en isla cuero. Nos reímos. Nos contó que con ese nombre la conocen algunos colombianos. Le pusieron isla cuero porque, hasta hace un tiempo, todos los chicos y chicas menores de dieciocho años andaban desnudos. Después llegaron los misioneros y se acabó todo. No sé qué habrá sido de los misioneros porque ahora no había nadie más que los kunas.

Al día siguiente teníamos la opción de ir remando hasta la isla de enfrente (Pablo nos prestaba su cayuco) o acompañar a Pablo y a otro chico a buscar mariscos a unas rocas. Ambos planes se pincharon cuando se largó una tormenta. Fue lluvia, viento y rayos caribeños. Al atardecer, cuando ya no llovía, llegó el de las langostas. Había encontrado tres. Nos costaron un dólar cada una. A la noche saqué mi pasaporte español y cociné una paella de pura langosta, que nos costó unos 4 dólares en total. Cenamos junto a la playa, entre las palmeras.

langosta
Ahora que lo veo no se si llamarlo paella, pero qué rico.

 

A la mañana siguiente, fuimos al muelle a ver si había alguien que nos llevara. Nos habríamos quedado más tiempo en Mamitupo, pero Claudia se tenía que encontrar con unas amigas en Panamá y se estaba quedando sin días. Si ellas llegaban en avión desde Austria y no la encontraban, se iban a preocupar y no había forma de avisarles.

En un momento llegó un carguero colombiano y enseguida se acercó una mujer con veinte cocos. Los del carguero le pagaron 4 dólares. Después una con cincuenta cocos y le pagaron 10 dólares. A ambas las trataron muy mal y les rechazaron algunos cocos diciendo que eran de mala calidad. Yo le dije al capitán que se había olvidado de decir gracias y no me dio bola. Al rato vino y le regaló un paquete de galletitas a Martina. En un momento, le pregunté a uno de los kunas por qué no ponían una planta procesadora de cocos como las de Colombia. Me dijo que en las reuniones se estaba discutiendo justamente eso y que lo de los colombianos era un abuso. Después me quedé pensando que si los colombianos no vienen a comprar los cocos, entonces quién viene a traer el resto de los productos. Los Kunas tendrían que encargarse de eso también. Además, me puse a pensar en cómo quedaría una planta industrial entre esas islas. Realmente, no sé qué pensar. Supongo que esas reuniones de sailas deben ser largas.

tratando como el culo
Tratada como el culo.

 

Al final llegó al muelle la panga que pertenecía a la comunidad de la isla, porque tenían que llevarla a Aligandí a hacerle un cambio de aceite, o algo así, y nos ofrecieron llevarnos. Pablo vino con nosotros para ir hasta Achutupo, una isla a mitad de camino, dónde había una fiesta de tres días porque le cortaban el pelo a una chica que cumplía quince años (es una especie de bautismo, nos explicaron).

Llegando a Achutupu, vi que había un barco que parecía más de altamar que los pequeños cargueros que solíamos ver. Me sorprendió que diera la profundidad para que esté ahí. Pablo me dijo que estaba a la venta. Se lo habían encontrado a la deriva y no saben lo que ocurrió con la tripulación. Le dije que lo podrían identificar por el nombre y me dijo que sí, que era un barco jamaiquino. No pude saber más porque llegamos al muelle.

Nos despedimos de Pablo y continuamos hasta Aligandí.

 

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