Amanita muscaria

(Perdón por los errores, estoy escribiendo rápido y sin corregir. Quiero mantener las crónicas al día.)

tranquera

Con la intención de elegir los caminos menos transitados, nos desviamos por una picada. Después de pasar dos tranqueras entre pinos, encontramos un pequeño cementerio, una veintena de lápidas con nombres alemanes.

cementerio de La Cumbrecita

Detrás del cementerio apareció la primera amanita. Sentí algo muy particular. Había imaginado ese momento hacía veinte años y ahora estaba ahí, con la leve sensación de irrealidad que dan las primeras veces muy esperadas.

Amanita muscaria en La Cumbrecita

Después aparecieron  muchas más.

Ahora está nevando.

Nieve en La Cumbrecita

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El LIBRO

La Cumbrecita

(Perdón por los errores, estoy escribiendo rápido y sin corregir. Quiero mantener las crónicas al día.)

En realidad son dos zorros, una pareja. Viven a unos veinte metros de nuestra casa, en una quebradita entre nosotros y nuestros vecinos. Nuestros vecinos se llaman Martín y Jésica. Él tiene 39 años y ella 24. Viven en una cabaña que empezó a construir un amigo de Martín y que él terminó. Anoche nos invitaron a bañarnos a su cabaña que tiene un termotanque a leña. Después cenamos juntos. Ellos nos contaron sobre los zorros y cómo conviven con Negra, su gata.

Acá nosotros, abajo los zorros, allá los vecinos.
Acá nosotros, abajo los zorros, allá los vecinos.

La Cumbrecita está muy muy bien. Es decir, está muy bien salvo las dos o tres cuadras del centro, que más bien parece una maqueta tirolesa, cuestiones del negocio del turismo. Aunque, a decir verdad, tampoco están tan mal esas cuadras. Pero lo demás está realmente bueno: ríos, cascadas, bosques, valles y montañas.

Y también hay abedules, pinos, humedad y días frescos, todo lo que necesitan las amanitas.

camino entre pinos   OLYMPUS DIGITAL CAMERA   OLYMPUS DIGITAL CAMERA

pastoVane

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El LIBRO

Amanita en La Cumbrecita 2016

El primer objetivo de este viaje es encontrar el hongo ceremonial Amanita muscaria. Crece en otoño en las sierras de Córdoba bajo abedules (Betula sp.) y algunos pinos, después de las lluvias. Esperé varios meses para salir. Ahora es otoño y llueve. Serán días de bosque, carpa y lluvia. El viaje durará hasta que los encuentre.

Esta vez no salí solo. Me acompaña Vanesa, un montón de rulos sobre dos ojos grises. Ella también es bióloga y también hace stand up científico.

Tren-a-Córdoba

Los pasajes de tren a Córdoba costaron 50 pesos, poco más de 3 dólares por un viaje de 20 horas en un tren casi nuevo. Un tren que puede ir a 120 kilómetros por hora pero que va a 36 de promedio. Gran parte de los pasajeros se dirigía a un recital de La Renga. Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no escuchaba el cantito más clásico de los fans de La Renga, una canción que siempre me resultó curiosa:

“Vamos La Renga con huevo vaya al frente, que se lo pide toda la gente (x2). Una bandera que diga Che Guevara, un par de rock and roles y un porro pa’ fumar. Matar un rati para vengar a Walter y en toda la Argentina comienza el carnaval”

Me resulta curiosa la combinación Rock and Roll-Carnaval y Che Guevara-porro. Y por supuesto la valoración sobre la idea de matar a un policía.

La locomotora se rompió en Marcos Juárez, un pequeño pueblo en algún lugar del interior de Córdoba, estuvimos detenidos unas dos horas. Desde nuestra ventanilla pudimos observar mucho el patio de la casa de una señora con cinco perros y un gato. El gato tenía una especie de casita sobre un árbol y no parecía que acostumbrara bajar mucho de ahí. La señora usó una escalera para subir al árbol y darle de comer. Los pibes de La Renga bajaron del tren. Cuando la locomotora ya estaba arreglada volvieron a subir.

La primera noche la pasamos con Facundo, también del mundo del stand up científico. Cenamos pizza y cervezas en el bar “Los infernales de Güemes”. En algún momento pareció que iba a armarse una guerra de chacareras. La gente empezó a juntar las mesas formando dos bandos. En algún momento parecía que yo estaba borracho.
Sobre el final del trayecto en bus desde Córdoba capital hasta Villa General Belgrano, justo llegando a la terminal, cruzamos al bus de La Cumbrecita. Al bajar lo corrimos con un taxi.

Lluvia y frío. Llegamos de noche a un ex centro cultural, un gran terreno de bosque entre las montañas, propiedad de Archi, un amigo de un amigo. La idea era acampar, pero Archi nos dijo que no, que estaba todo demasiado húmedo y que nos había preparado una habitación en una cabaña.

Al despertarnos vimos un zorro.

Pseudalopex griseus
Pseudalopex griseus.

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El LIBRO

Recorriendo el interior


(Una excepción al tema viajes, creo)
Necesito monedas de un peso. Muchas. El lavarropas de mi edificio funciona con cinco monedas de un peso (exclusivamente). El secarropas, otras cinco. Si quisiera lavar dos veces a la semana, se me irían 80 monedas al mes.
monedas

También tenía que pagar una boleta de gas vencida. Y como estaba vencida, tuve que ir a pagar a las oficinas de Metrogas de Parque Centenario.

Todo bien. Pagué. Y enfrente de Metrogás había un banco (no recuerdo cuál, Patagonia, creo). Entonces decidí entrar a buscar monedas.

Pasé la primera puerta de vidrio semicubierta de publicidades con gente sonriendo, pasé frente a los cajeros automáticos, pasé la segunda puerta de vidrio y me puse en la única cola que había. Solo tres personas esperaban delante de mí.

Diez minutos después seguíamos siendo cuatro en la cola; y yo, sin saber mucho por qué, me puse a mirar al tipo de seguridad que cuidaba la puerta. Él no me miraba, no parecía mirar nada. Qué embole, me dije, ocho horas de pie, pensando, interrumpiendo los pensamientos para dar una indicación simple a algún cliente despistado, y volviendo a pensar. Después miré a otros empleados y sentí que eso era peor: se movían, hablaban, llevaban papeles, ¿qué hacían?; manejaban dinero de otros, probablemente; le ponían energía a algo que no aparentaba ir muy lejos. Al menos el de seguridad podía pensar en sus cosas: en cosas que le hicieran sentir bien, pensamientos en general. Pero los demás estaban perdiendo el tiempo en cosas particulares. ¡Yo estaba perdiendo el tiempo en cosas particulares! Todavía había dos personas delante de mí, en esa cola lenta y sin significado. Yo sí que estaba perdiendo el tiempo. Sentía pasar minutos de vida para conseguir unas monedas para un estúpido lavarropas.

Me voy, pensé, no aguanto más, no soporto las colas. Pero después cambié de idea sintiendo que en realidad todo estaba bien, qué yo estaba ahí y todo estaba bien. Tengo que relajarme. Puedo pensar en mis asuntos, o en los pensamientos posibles del tipo de seguridad. Tranquilo, veinte minutos no son ocho horas.

En eso estaba cuando llegó mi turno. Pasé por unas mamparas en curva, esas que hay ahora para que no se vea lo que ocurre en las cajas. Entonces ya estaba adentro, de algo, de las mamparas, de los vidrios del banco, entre tres paredes de biombo y una de fórmica y vidrios. Y detrás, los cajeros. Ellos parecían estar más adentro todavía. Eran dos. Y nosotros también éramos dos. Mi habitación de mamparas y vidrio la compartía con una mujer. Me pareció linda, pero solo la vi de perfil, haciendo su trámite en la caja de al lado. Tenía un vestido de flores y el pelo negro, atado en una coleta alta.

Pasé 100 pesos por la ranura de la ventanilla y pedí monedas.

–Solo puedo darte veinte –me dijo el cajero rubio y bien peinadito.
–Está bien –dije yo sin preguntar por qué.

Junté el cambio y las veinte monedas. Diecinueve, en un principio, porque una se me escapó, cayó al piso y se fue rodando hacia la mujer guapa. Pasó casi rozando sus talones, rebotó en una esquina de nuestro habitáculo compartido y quedó ahí, bastante cerca del vestido floreado.

Me acerqué, me agaché (a una distancia desde donde casi podía verle la bombacha), junté la moneda y me fui.

Pasé las mamparas en curva, pasé junto a la cola de los que seguían esperando, pasé la primera puerta de vidrio y, cuando cruzaba frente a los cajeros, sentí que me tocaban el hombro.

–Disculpá –me dice el cajero rubio bien peinado, que no sé por cuál pasadizo secreto había salido y cuanto debió haber corrido rápido para alcanzarme.
–Sí… –contesté.
–¿Por qué te agachaste a lado de la señora?
–Porque se me cayó una moneda.
–Ah… es que… viste… están las cámaras y eso… la próxima avisá.
–Ah, bueno.

Me fui.

Crucé la calle.

Entré al banco Provincia.

Era un edificio antiguo, con las paredes y las columnas (enormes) tapadas de mármol. Hice una cola frente a unas mamparas un poco desaliñadas que dejaban ver algo de las cajas. Todo el lugar era muy grande y casi no había nadie: el seguridad de la puerta (pensando en sus cosas), alguna persona que pasaba y un tipo detrás de un escritorio. Este último era un hombre mayor, unos sesenta años o más. Estaba en un rincón oscuro, un espacio que debió haber quedado después de que instalaran las mamparas. El hombre repasaba unos papeles tamaño oficio detrás de un escritorio, iluminado por un velador de luz amarillenta. Vestía camisa a cuadros y chaleco de lana. Unos anteojitos fijos le colgaban del cuello (imaginé que había migas de pan sobre los anteojitos). Detrás, a su derecha, en una pequeña mesa, me llamó la atención una máquina de escribir eléctrica. Era color crema.

Más lejos se escuchaba una impresora a matriz de puntos.

Tocó mi turno. Pasé entre las mamparas (casi sin tener que doblar) y me paré delante de una ventanilla de vidrio y madera, que extrañamente me hizo acordar a una oficina de correos de Guyana. Digo extrañamente porque eso fue hace muchos años. No sabía que esa oficina de correos estaba en mi memoria.

–¿Podría darme monedas de un peso?
–Solo puedo darte diez pesos –contestó la cajera, una señora de unos cuarenta años, con un moño azul sobre el pecho.
–Está bien.

Pasé veinte pesos por la ranura.

–Cómo cuesta juntar monedas para el lavarropas –dije, aunque sentí que solo lo había pensado.
–Tomá, te doy veinte, me caíste bien –dijo la cajera de moño, con una sonrisa.
–Gracias.

Y me fui.

 

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El LIBRO

 

Asunción, Ciudad del Este, Foz do Iguaçu, Puerto Iguazú y Posadas

Del chaco paraguayo fui a dedo hasta Asunción. Me llevó Ray Riquelme y fuimos coqueando, escuchando The Cure y charlando todo el viaje. Me contó muchas cosas de su vida y de su mujer. Las historias incluían masones y morfina.

Pasé demasiado rápido por Paraguay porque quería llegar al casamiento de mi primo en Buenos Aires. En Asunción estuve dos noches, caminando por los barrios. En el hostel conocí a una holandesa, Jolisa, y con ella seguí hasta Ciudad del Este.

Asunción Asumir Ascender (Medium)
¿Asunción viene de asumir o de ascender?

Llegamos de noche. Primero pensé en caminar hasta la aduana, pero después reflexioné y me dio la sensación de que la triple frontera no era un buen lugar para pasear a una ultra rubia a esas horas. Entonces caminamos por tres o cuatro cuadras oscuras hasta un policía con ithaca. Me pareció que usaba el arma de bastón.

—Buenas noches —dije.
—Buenas noches —me contestó el del bastón de hierro, sonriendo y con un aliento a alcohol que me hizo dar un paso atrás.
—Disculpe… una pregunta…
—Diga…

Noté que su sonrisa iba en aumento. Su mirada me pasaba cerca y terminaba más atrás, en alguna parte perteneciente a Jolisa.

—¿Qué nos podemos tomar hasta la frontera?
—Ahí noma’ pasa un colectivo pal centro… al chofer le preguntan dónde bajar.
—Gracias —dije, imitando un poco su cara y levantando el pulgar.

Era sábado a la noche. El chofer había puesto cumbia. El colectivo, medio vacío, adornado con flecos y luces de colores, parecía una bailanta móvil. Fue un paseo agradable y lleno de miradas.

Por suerte intuí dónde bajar, porque el conductor iba muy colgado y no nos avisó. Bajamos en una avenida ancha y junto a una especie de feria cerrada y mal iluminada. Apenas cargamos las mochilas se nos acercó un joven moreno, de rulitos y bien afeitado.

—¿Van para Foz? —preguntó en un portugués un poco contaminado de español.
—Sí, pero conocemos, gracias…

El tipo siguió caminando a mi lado y me miraba de reojo.

—Voy con ustedes.
—Está bien, gracias, ya conocemos el camino —dije yo, mintiendo para esquivarlo.
—¿Pero puedo ir con ustedes?… El camino es muy feo.
—Ah… sí.
—Gracias.
—¿Dices que esta parte es peligrosa?
—Nunca pasé a esta hora por acá… no está muy lindo.
—Ah…
—¿De dónde eres?
—De Argentina… Ella de Holanda… ¿y tú?
—De Paraguay.
—¿Y por qué estamos hablando portugués?
—Porque vivo en São Paulo.
—Ah… —dije yo como si fuera una buena razón.
—¿Andan viajando?
—Si, un poco… ¿tú?
—Vine a una pelea.
—¿Una pelea?
—De box… Me invitaron a pelear por el título nacional que está vacante… 66-70 kilos.
—Qué bueno…
—Sí, tengo que entrenar duro.
—Pero sigo sin entender por qué estamos hablando en portugués.
—Podemos hablar en español —me dijo en español.

Y así fuimos, durante unos cuatrocientos metros más o menos, la holandesa rubiecita de ojos celestes y yo protegiendo al posible nuevo campeón nacional paraguayo de peso superwélter.

—Yo doblo acá… ¿Cómo es tu nombre?
—Julián, ¿y el tuyo?
—Javier… Suerte en el puente, Julián.
—Gracias… suerte en la pelea.

Dormimos en un hostal de Foz de Iguazú y al otro día vimos las cataratas.

Cataratas del Iguazu (Medium)
Y un arcoiris que salía de un bolso.

Me despedí de Jolisa que se volvía para Holanda, crucé a Argentina y en Puerto Iguazú, más precisamente en las cataratas del lado argentino, conocí a tres francesas: Camille, Pauline y Carine. Con ellas seguí para Posadas y visitamos Encarnación. Como queríamos viajar a Buenos Aires barato, estuvimos averiguando bastante. Fuimos de tugurio en tugurio como buscando drogas, preguntando por cosas como Chuchi o el cordobés, hasta que dimos con Luis Córdoba, que organiza tours de compras a la salada y que nos vendió pasajes de ida por 300 pesos.Y acá estoy otra vez en Buenos aires.

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