Primero la nieve se había convertido en selva y ahora la selva se convertía en pajonales. La última bajada del último día fue por una ladera de arbustos espinosos, siguiendo una senda polvorienta bajo un sol que castigaba.
El camino de nuestro mapa de juguete terminó en un caserío del cual se suponía que tendríamos movilidad hacia Coroico. Pero ahí lo único que se movían eran algunas gallinas, y un poco las ramas de los árboles. Alguien, en una de las casas, nos informó que desde ahí no había transporte hacia Coroico ni hacia ningún lado. Entonces seguimos caminando río abajo, un poco descreídos, hasta una quebrada que tuvimos que cruzar haciendo equilibrio entre dos troncos, y donde sospechamos que era verdad que no había transporte público.
Lo siguiente fue avanzar por un camino de tierra entre terrenos que ya casi no tenían vegetación, y cruzando cada tanto algún precario obrador y algunas imponentes máquinas excavadoras. Esas extensiones de tierra y piedras revueltas por momentos me parecieron canteras y por momentos los basamentos de un kilométrico aeropuerto que recién estuvieran empezando a construir y fueran a terminar dentro de un par de décadas.
Se hacía de noche. Pisábamos con mucho cansancio esos terrenos desolados.
Con poca luz llegamos a un camino que sí parecía transitado, por el que hicimos algunos kilómetros más en penumbras. Pasó un camión cargado de obreros, hicimos dedo y nos llevó. Llegamos ya de noche a las puertas de Coroico.
Lo que me sorprendió fue que todo el enojo que tenía con Mariano se convirtió en alegría al verlo entrar a la carpa. No sé si fue por la culpa o por la incertidumbre de cómo iba a terminar el conflicto, pero la idea de que mi amigo estuviera en algún lugar de la selva sin saber dónde habíamos acampado nosotros me intranquilizaba. Y eso fue lo que me sorprendió: ver a Mariano entrar a la carpa y que mi enojo quedara atrás instantáneamente.
No tengo idea de cómo logró encontrarnos, pero recuerdo que nos contó que se refugió en una parte espesa de la selva, donde llovía menos. Ahí fue que empezó a escuchar ruidos. No aguantó mucho y salió a mojarse y a buscarnos.
Al día siguiente caminamos a buen ritmo. La senda seguía en bajada pero no era tan abrupta y hasta había algunas subidas que agradecíamos porque, a pesar de que nos hicieron usar más los músculos, se aliviaba la tortura en las rodillas.
En algún momento pasamos por un puente colgante muy endeble hecho con troncos y sogas. Como Pablo se había retrasado un poco (tal vez fabricando alguna cerbatana) nos sentamos a esperarlo y a descansar. Entonces, apoyado en una piedra y mirando al cielo, me pareció escuchar un murmullo de fondo.
–Se escucha como agua, ¿no?
–Parece.
–Ahora cuando llegue Pablo nos fijamos.
Pablo llegó sin ninguna presa ni ninguna cerbatana y cruzó sin problemas el puente.
Entonces decidimos avanzar desviándonos del camino, hacia la derecha, entre la selva, apartando las ramas, siguiendo ese murmullo que parecía agua.
A la mañana siguiente Mariano salió como una locomotora (como siempre) y decidí que tenía razón, estábamos muy colgados, estaba bueno ir disfrutando tranquilos pero ya era hora de avanzar más rápido, no podíamos quedarnos tantos días, se iba a acabar la comida. Pero tampoco duró mucho el buen ritmo, las rodillas dolían; habían sido tres días en bajada y no recuerdo qué zapatillas estaba usando pero probablemente algunas no mucho más gruesas que unas Converse; por momentos deseábamos que el camino subiera un poco y que aflojara la tortura en las rodillas. Sobre el final del día tuvimos problemas en encontrar lugar donde acampar; el camino era angosto, inclinado, con montaña a la izquierda y precipicio a la derecha. Y esta vez el conflicto mayor no fue entre Andrés y Pablo, sino entre Mariano y yo. Ni siquiera recuerdo por qué discutimos (cualquier pavada probablemente) pero sí recuerdo que Mariano se fastidió, aceleró el paso y desapareció hacia adelante. Yo no pude o no quise seguirlo.
Finalmente, el único lugar plano que encontramos para acampar fue sobre una tumba que encontramos al costado del camino.
Se hizo de noche, entramos en la carpa y se largó a llover. Me quedé un rato pensando en el cadáver del indio que estaba abajo de nosotros, y en Mariano, en algún lugar oscuro, bajo la lluvia.
Durante la mañana seguimos bajando por el valle neblinoso. Nos cruzamos con las primeras personas: pastores con sus cabras y sus bultos. Lo difícil del día fue calentar el agua de los fideos con ramitas húmedas; sin árboles y entre las nubes no es fácil hacer fuego.
No recuerdo qué intentaba hacer Mariano, tal vez atrapar una cabra para no comer fideos solos.
Fue todo el día en bajada y del frío de las cumbres pasamos al calor de los valles boscosos. En algún momento encontramos una mina abandonada, en la cual no nos adentramos demasiado, no por precaución sino porque llegamos hasta un derrumbe.
No recuerdo qué intentaba hacer Mariano, tal vez atrapar un murciélago para no comer los fideos solos.
Con cada metro que descendíamos aumentaba el calor, la vegetación, el dolor en mis rodillas y el hambre.
No recuerdo qué intentaba hacer Pablo, tal vez una cerbatana para cazar algo y no comer los fideos solos.
No recuerdo que intentaba hacer Pablo, tal vez encontrar alguna planta venenosa para los dardos y no comer los fideos solos.
Seguíamos bajando, el sendero era de cornisa; cuando nos venció la debilidad nos costó encontrar un lugar para armar la carpa. La armamos sobre el camino. A la mañana siguiente nos sentíamos mucho mejor.
En una oscura oficina de un segundo o tercer piso de algún edificio de La Paz, conseguimos un mapa (muy básico) para caminar hasta Coroico por las montañas.
Compramos arroz, fideos, galletas y algunas verduras y viajamos desde el barrio de Villa Fátima hasta La Cumbre en la caja de un camión de pasajeros.
Seguía sin poder tirar de la cadena
Cuando bajamos nos abrigamos con todo lo que teníamos: caminábamos entre parches de nieve.
Según lo que entendimos con el mapa, teníamos que ir hacia el noroeste. Era cuesta arriba. Subimos a la velocidad que pudimos con las mochilas pesadas. Lento, parando, con la sangre latiendo en los oídos. Nos desabrigamos todo lo que nos habíamos abrigado.
Pablo reflexionando a 5000 metros de altura
Después sería todo en bajada, hacia el noreste en un principio. Las primeras horas estuvimos dentro de una nube; primero entre crestas áridas, después sin nieve y con pastos cortos y oscuros, algunas pequeñas flores salvajes, todo entre la neblina. También aparecieron basamentos de ruinas incaicas, apachetas, tambos, corrales de piedra, arroyos helados. Íbamos pisando el empedrado de un antiguo camino preincaico.
Siempre nubes
El camino era fantasmal, daba un poco de miedo y un poco de ganas de ir al baño; aunque yo las ganas las traía hacía días y seguía sin poder liberarlas.
Mariano no tenía ese problema
Sobre el final del día, el cansancio y el hambre empezaron a afectar la sensatez de nuestros jóvenes cerebros. Básicamente: Pablo quiso parar y acampar (el lugar estaba muy bueno y ya era hora de pensar en la comida), Mariano quería seguir (a Mariano lo conozco desde chico y siempre quiere seguir, es un constante autodesafío), y Andrés y yo intentábamos terciar en el conflicto. Pablo se iba rezagando y haciendo amagues de parar y Mariano se adelantaba y caminaba firme como una mula. A mí básicamente me daba lo mismo, solo prefería que no hubiera conflicto, pero Andrés tomó una posición más activa y se puso a conversar con Pablo. Creo que nos faltaba glucosa en la sangre porque, sin demasiados argumentos, el conflicto pasó de Mariano y Pablo a Andrés y Pablo.
–Sé que después me cagás a trompadas, pero yo te meto una piña igual –llegó a decir Andrés en su particular estado donde pierde la capacidad de actuar convenientemente.
Pablo puso cara de póker.
Un poco funcionó: finalmente a Mariano le pareció que el lugar era mejor para acampar que para boxear.
Volvíamos de cenar por algún barrio de La Paz sorprendidos de lo temprano que cerraba todo; estábamos en la capital, pero caminábamos por calles oscuras a las once de la noche. Entonces una kombi frenó al lado de nosotros, se abrió la puerta y bajaron dos tipos.
–¿Quieren venir a tomar San Pedro? –preguntó el de la izquierda, un tipo grande, de pelo largo y barba.
–Puede ser –contesté yo.
–Vamos –dijo Pablo.
–Yo paso –dijo Andrés, mirándome con cara de “esto es cualquiera”.
–Me voy a dormir –dijo Mariano.
Entre los viajeros se suele escuchar que uno no encuentra al San Pedro sino que el San Pedro lo encuentra a uno. En este caso parecía ser eso mismo.
Entonces Pablo entró a la camioneta. Yo le pasé casi toda mi plata a Andrés y también subí. En la oscuridad nos presentaron a dos más.
–¿Tendrían diez bolivianitos para la kombi? –preguntó el de barba.
–¿No es de ustedes?
–No… Ya terminaba su recorrido… nos hizo buen precio.
Pagamos, entonces. Después nos enterábamos que el de barba era argentino, que vivía en Bolivia hacía años y que los demás eran bolivianos. Todos artistas, o algo parecido.
–¿Los San pedros hay que comprarlos?
–No, yo sé dónde hay… vamos y los cortamos ahí –dijo el argentino abolivianado.
–¿Y dónde es?
–En Achocalla… pero primero vamos a El Alto a comprar alcohol.
Al llegar a El Alto me sorprendió el contraste con La Paz. Esta ciudad no se había ido a dormir: muchos puestos callejeros coloridos brillaban bajo lamparitas colgantes; en la mayoría vendían principalmente alcohol y golosinas; y mucha gente daba vueltas en actitud de sábado a la noche (no sé qué día de la semana era y no creo que lo supiera en ese momento). Tampoco sabía que El Alto es uno de los lugares más peligrosos de Bolivia, pero por el ambiente un poco lo sospechaba y decidí quedarme en la camioneta. Nuestros nuevos amigos se encargaron de comprar alcohol y agua para bajar el San Pedro. El alcohol era 96%, el que normalmente se vende en las farmacias para limpiar heridas; y el agua vino en una bolsa negra, tipo de residuos pero no muy llena.
Así seguimos rumbo a Achocalla, charlando y bebiendo alcohol en botella de plástico con crucecita roja.
–Hasta acá llego, no más –dijo el chofer parando la kombi.
–Eh… Quedamos en que nos llevabas hasta Achocalla –dijo el argentino abolivianado.
–Más para ahí es peligroso.
–Te hemos pagado para que nos lleves a Achocalla, amigo.
–No, no voy a pasar de aquí, no me arriesgo.
–Es ahicito nomás, podemos ir caminando –interrumpió uno de los Bolivianos.
Bajamos. No era ni lejos ni cerca, pero sí la suficiente distancia como para que el arg
Le dicen La Paz
entino abolivianado tenga tiempo de tragar una cantidad de alcohol como para ponerlo verborrágico hasta un punto notablemente cansador.
Cuando encontramos los San Pedros, que en este caso no resultaron ser Trichocereus pachanoi sino Trichocereus bridgesii (sinónimo: Echinopsis lageniformis), nos dimos cuenta que no teníamos nada para cortarlos ni para prepararlos. Entonces arrancamos las plantas sagradas a las patadas y les fuimos sacando pedacitos con un alicate. Entonces decidí no probarlo, porque había que tragar cachos de cactus con un gusto muy desagradable y porque todo estaba lleno de tierra. Además no me sentía bien de la panza, supongo que por el hecho de que continuaban pasando los días y yo seguía sin poder ir al baño.
Lo que vino después fue una pregunta obvia que ahora no recuerdo quién pronunció, pero que sí recuerdo que yo me sentí un poco raro al escucharla.
–¿Ahora como volvemos?
Estábamos muy lejos de La Paz y debía ser como la una de la mañana.
–Vayamos por el sendero viejo, es todo en bajada –propuso uno de los bolivianos y creo que a nadie se le ocurrió ninguna otra opción. Y así fuimos descendiendo, por un camino de tierra que parecía abandonado, entre montañas secas que se intuían bajo la luz de la luna.
Caminamos mucho, alguien vomitó, hablamos mucho.
Cerca del amanecer llegamos a un poblado. Poco después encontramos una kombi que se dirigía hacia La Paz con algunos trabajadores tempraneros.
La descompostura había durado solo doce horas y desde entonces no volví a ir al baño. Y así, después de dos o tres días de bloqueo intestinal, me di cuenta de que tenía que dejar de tomar las pastillas contra la diarrea; evidentemente, la falta de oxígeno en el aire liviano de Potosí y sus cuatro mil metros de altura no me estaban dejando pensar bien, por momentos me sentía como en un sueño y por momentos simplemente me sentía estúpido.
Una mañana, cuando salíamos del hotel a dar una vuelta por la ciudad, nos cruzamos a las dos argentinas que estaban entrando.
–Justo estábamos saliendo –dije a Ojos Oscuros.
–Qué lástima.
–Mirá que me quedo.
–Dale –contestó sonriendo.
–Y vamos para tu cuarto.
–Dale.
Me reí, se rió y asumimos todo como un chiste. Yo seguí camino con mis amigos y ella con su amiga.
Esa misma noche las dos argentinas viajaron hacia Oruro y nosotros hacia La Paz.
–¡Cómo dormiste! –dijo Andrés cuando ya estábamos en el bus.
–¿Por?
–La piba estaba entregada.
–Mmm no sé, no me pareció.
–Flor de apurada que te pegó hoy a la mañana.
–Era joda.
–Igual le tendrías que haber dado para adelante. Que arrugue ella, en todo caso.
–Sí, capaz que sí, tendría que haber seguido con la apuesta, ¿no? Capaz que iba en serio… ¿Vos que decís, Mariano?
–Estaba entregada… En un momento le preguntaste qué era lo que más le gustaba y te dijo “Poto sí”.
Nos reímos.
–Dormiste –concluyó Mariano coincidiendo con Andrés.
–¿Vos qué decís, Pablo?
–Qué sos un pelotudo.
La de ojos oscuros se negaba al principio, pero no me pareció claustrofóbica: se habría negado más rotundamente en todo caso. Estaba seguro de que menos gracia le hacía quedarse sola con los mineros de la entrada, en ese lugar tan inhóspito, seco, sin árboles, nublado.
(Y una niña empujando una carretilla)
Nos ofrecieron un casco a cada uno y nos pareció una exageración pero lo aceptamos. Primero entró Mariano con el guía (un niño de unos diez o doce años), después la de ojos claros, después Ojos Oscuros luchando consigo misma, por último Andrés y yo. Pablo se había ido por otro lado, ahora no recuerdo qué conflicto nos había distanciado momentáneamente. Tal vez alguna discusión sobre la ética de hacer un show de la explotación humana, pagar por ver mineros en un trabajo que los va a consumir en pocos años. Pero no creo, en los noventa no importaba mucho el tema, eso vino después.
(Un buen documental de otro niño de esa misma edad en esas mismas minas: acá)
Fuimos agachados por el túnel oscuro, pisando entre rieles rústicos. A pocos metros de la entrada choqué la cabeza contra una roca que sobresalía del techo y agradecí haber aceptado el casco. Después tuvimos que dejar paso a un carro lleno de piedras que iba saliendo a bastante velocidad empujado por un minero. Para dejarlo pasar tuvimos que retroceder un poco hasta una zona más ancha del túnel y pegarnos contra la pared. Pasó el carro gruñendo en los rieles y pasó el minero inclinado sobre el carro, con la cara teñida de negro y un cachete del tamaño de un puño. Más adelante nos desviamos hacia la izquierda entrando por un agujero estrecho que empezaba a la altura de nuestras caderas. Trepamos. Después varias bifurcaciones de túneles angostos y oscuros, agarrándonos de las piedras, de sogas gastadas, de tablas incrustadas, sin dejar de chocar los cascos en diferentes piedras. La montaña estaba agujereada como un queso.
Al llegar al Tío, un demonio multicolor al fondo de un túnel, dejamos ofrendas de alcohol y hojas de coca junto a más alcohol y más coca.
(Hola)
Después encontramos a un minero en algún otro rincón de la mina y estuvimos charlando un rato hasta que mostró una dinamita. Nos alejamos, prendió la mecha, nos alejamos más. Los segundos parecieron minutos.
Sentí como si la explosión viniera desde adentro de mi pecho.
–Me laten las orejas.
–Caminemos más despacio… estamos a 4000 metros.
Potosí es una ciudad colonial con subidas y bajadas que oscilan por los cuatro mil metros de altura. Las calles son secas y luminosas. Los árboles solo están en las plazas. Las fachadas, en general, tienden al ocre; aunque el hotelito que elegimos era un pequeño patio rodeado de dos pisos de habitaciones pintadas de variados colores. Nosotros estábamos en una de las de abajo y las chicas en una de las de arriba.
Sí, eran los ’90 y yo tenía el pelo largo
A la noche, cansados y hambrientos entramos a comer a un local notablemente rústico donde Andrés y yo exageramos con los sándwiches de lomito. Comimos tan rápido que los últimos churrascos empezaron a llegar un poco crudos. Además, notamos que no los cocinaban ahí mismo, los traían de un puesto callejero.
Hecho bolsa de dormir
Después, trepando unas callecitas oscuras, nos cruzamos a un grupo de músicos que salían de tocar en un restaurante y que nos invitaron a seguir la fiesta, tocando y tomando singani en un centro cultural a puertas cerradas. Estaba claro que las puertas cerradas se nos habían abierto por las dos chicas. Exageramos con el alcohol y con el baile de altura. Y nos costó un poco encontrar el camino de vuelta al hotel.
Esa noche procesé rápidamente los lomitos y los largué en varias visitas al baño. Andrés no llegó a lograr eso y los dejó semi digeridos en una bolsa de basura junto a su cama.
Al día siguiente volábamos de fiebre, 39 grados, recuerdo. Fiebre, descompostura y apunamiento. Andrés y yo parecíamos tan enfermos que Pablo y Mariano fueron a buscar a un médico. El diagnóstico dudoso era salmonelosis. El tratamiento: pastilla para no vomitar para Andrés, pastillas para no ir al baño para mí y antibióticos para ambos.
Volando de fiebre en la cama, me dieron ganas de llamar a la de ojos oscuros y pedirle que se quedara a cuidarme; pero pero no lo hice, por falta de autoconfianza y por el olor a moribundos con flatulencias que había en la pieza.
El trámite en la frontera fue fácil. “Hola, estamos yendo a Bolivia”, informamos viniendo desde Bolivia y a nadie le importó por dónde estuviéramos llegando ni el hecho de que no hubiera mochilas para revisar porque ya estaban en el hotel boliviano.
La calle casi recta resultó ser un mercado de mercadería importada. Mucha baratija, mucho caos. El resto del pueblo era similar a cualquier otro en Argentina: casas antiguas, plaza en el centro, esas cosas.
Por la tarde incorporamos a nuestro grupo a dos argentinas aparecieron en el pueblo, una de pelo oscuro y ojos claros y la otra de pelo claro y ojos oscuros. La terminal de buses parecía hecha de pedazos de maderas encontrados en la basura.
–¿Cuánto vale a Potosí?
–Treinta.
Recorrimos el lugar preguntando en un par de tablones más, pero ya no quedaban pasajes y volvimos al primero.
–Justo quedan seis lugares… Serían treinta y cinco bolivianos cada uno.
–Antes nos dijiste treinta.
–Pero ahora es treinta y cinco.
–¿Por qué?
–Porque solo quedan estos lugares, si no, tienen que esperar hasta mañana… Es la ley de la oferta y la demanda.
Ese último comentario inflamó mi mente casi adolescente que empezó a esbozar un discurso sobre lo mal que le había hecho el capitalismo (y todas sus leyes teóricas y prácticas) a nuestro querido continente. Pero por suerte mis amigos intervinieron para concretar la transacción y poder viajar esa misma noche a Potosí, por unos insignificantes treinta y cinco bolivianos.
O Mueras… Amos en casa
Después, esperando a subir al bus, hice como que le sacaba una foto a la morocha de ojos claros, con la oculta intención de sacarle a unas cholas que estaban atrás con sus bebes ocultos en los aguayos y que me parecían geniales. Por supuesto se dieron cuenta. Juntaron un poco de Pachamama y me bendijeron: me tiraron tierra. Se levantaron y se fueron.
Me huele que estoy haciendo algo mal, pensé.
Y el bus por dentro sí que olía mal.
–¿Cuánto le cobraron hasta Potosí? –pregunté a un viejito lleno de arrugas que iba sentado a nuestro lado.
–Veinticinco.
En mitad de la noche paramos detrás de un par de vehículos detenidos por la crecida de un río. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos ahí, pero en un momento un tipo metió un pie en el río, después metió un palo un poco más lejos y finalmente dijo «ya está». Entonces todos cruzamos con los vehículos haciendo espuma, una espuma iluminada por la claridad de la noche.