Desde Montañita. Final de la historia.

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Lo pasamos muy bien en los días nublados y luminosos de Montañita. En las sierras bajas y verdes, en las playas llenas de vegetación podrida y todo eso. Hasta que llegó el momento de volver: un día después de que la chilena rubia y la chilena morocha se fueran a Guayaquil, nos dimos cuenta de que estábamos llegando al final de nuestros cien dólares de emergencia. Entonces empezamos a viajar por primera vez hacia el sur, emprendiendo la vuelta a casa, que parecía tan lejos.

Caminos latinoaméricanos (Large)

Y calculamos mal: después de dos buses y muchas horas por las carreteras ecuatorianas, llegamos a la terminal de Guayaquil para darnos cuenta de que, con los pocos dólares que teníamos, no íbamos a poder llegar a la frontera peruana.

Era de noche y la terminal se iba apagando cuando tuvimos que ponernos de acuerdo en elegir entre dos opciones: intentar hacer dedo (que parecía complicado a esa hora y en esos barrios periféricos) o llamar a las chilenas para pedirles plata prestada (ellas nos habían dejado un dudoso número de teléfono).

Las llamamos, claro.

La respuesta fue sí y entonces nos dimos cuenta de que, hasta donde estaban ellas, solo podíamos ir en taxi. Eso nos dejaba con apenas unos centavos de resto.

Fuimos, claro.

El taxi pasó por barrios pobres, por debajo de autopistas y por más barrios pobres hasta dejarnos frente a un paredón interrumpido por fuertes rejas custodiadas entre dos uniformados con ametralladoras.

Pasamos, claro.

Caminamos a oscuras por callecitas prolijas de un barrio privado. No recuerdo de quién era la casa, creo que de algún pariente lejano de alguna de las dos. Y extrañamente solo las vimos a ellas, no sé si los dueños del lugar dormían o qué, pero ahí nos quedamos hasta el amanecer.

Al día siguiente los diez dólares sí nos alcanzaron hasta la frontera. De ahí en más el camino por Perú fue largo pero a ritmo constante: Piura, Trujillo, Chimbote, Lima, Nazca. Otra vez muchos transportes y puentes derrumbados. En un mínimo almacén frente a la playa de algún pueblo costero, llamé a la rubia metiendo una moneda tras otra en un pequeño teléfono público. Me dijo que le gustaba mucho que la hubiera llamado. Me pareció que lo decía sorprendida. Después me contó que de Guayaquil volarían a Nueva York. Habían conseguido unos pasajes baratos y alargaban su viaje.

Unos días después ya estábamos en Chile haciendo dedo, caminando por el desierto o durmiendo al aire libre. De caminar en el desierto recuerdo el ruido, un suelo seco que se quebraba bajo nuestros pies con el chasquido que hace una maceta al romperse. De dormir al aire libre recuerdo enroscarme en la bolsa de dormir para protegerme del frío y un perro que vino a olisquearnos en mitad de la noche (aunque esto último puede que lo haya soñado).

Cien (Large)

Cuando llegamos a Santiago devolvimos los diez dólares en la dirección que teníamos anotada en un papel arrugado y dedicamos nuestros últimos días de vacaciones a caminar por la ciudad, gastando los restantes pesos en empanadas y refrescos. Finalmente subimos a un último bus a Buenos Aires justo a tiempo para retomar las clases en la universidad.

Al desarmar la mochila, me sorprendió encontrar un San Pedro; había olvidado que lo llevaba. Lo plante en mi jardín.

Lo que siguió después fueron varios meses en los que las cartas iban y venían de Buenos Aires a Santiago. Y no solo las cartas, yo también, las veces que podía, ahorrando dólares y encontrando días libres para visitar a la rubia en su ciudad: buses o aviones ida y vuelta a Chile y pasando los mejores días en hoteles antiguos y descascarados.

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