24 de julio de 2013
En el río Isiboro habíamos acampado en un chaco de coca abierto en el medio de la selva, alejado de la picada. Se accedía cruzando un arroyito y pasando entre las plantas.
Al día siguiente, como ya conté, volvimos en canoa. No seguimos hacia arriba porque, según Rosendo, ya estábamos cerca de una comunidad de originarios. Andrés se los había cruzado cerca de Isiboro y le habían preguntado si teníamos «orden». Si intentábamos subir sin orden de la Alcaldía íbamos a perder todas nuestras cosas. Andrés les preguntó quién nos las iba a quitar y los originarios respondieron que ellos. Ya estábamos avisados.
La noche siguiente acampamos río abajo en el Jordán, después de la confluencia del Isiboro con el Isinuta y el Bolivar. Ahí la zona ya era más chaco que montaña. A la noche vimos pasar botecitos a motor y Mauricio nos dijo que llevaban cosas para las cocinas de cocaína. Mucho más abajo tampoco convenía ir porque ya varios nos habían dicho que era zona de narcos.
La siguiente noche fue de vuelta en Villa Tunari. Leonardo y Andrés se levantaron bien temprano para volver a Argentina. Nos despedimos de ellos y con Mario seguimos viaje hacia Cochabamba para encontrarnos con otro amigo, Ramiro. Pero no salió bien. Nos desentendimos y, mientras nosotros viajábamos hacia Cochabamba, él hacía el camino contrario. Entonces dormimos en Cocha y a la mañana siguiente, antes de volver para Villa Tunari, aprovechamos para ir a cortar unos San Pedros que yo había visto el año pasado desde el teleférico.
En el camino de vuelta a Tunari se largó a llover y cuando llegamos hacía un frío increíble. Dos días atrás estábamos más o menos a treinta grados y ahora estábamos abrigándonos con todo lo que teníamos y largando vapor por la boca. Después fueron tres días de lluvia finita y sin ver el sol (en la supuesta temporada seca). Tres días fríos y húmedos como un invierno porteño pero en la selva.
Una de las noches fuimos a pescar con Marco, un local que conocimos en una ferretería. No pescamos mucho, pero caminamos bastante en la oscuridad junto al río.
—Marco, ¿qué es ese resplandor que se ve a lo lejos?
—Los militares… para reducir coca.
—¿Qué es «reducir coca»? —dije después de pensar un rato.
—Solo se puede un cato por familia.
—Ah… ¿Un cato?
—Cuarenta metros por cuarenta metros.
Con Ramiro y Mario decidimos volver al TIPNIS (Territorio indígena y parque nacional Isiboro-Secure) para intentar llegar más adentro, pero esta vez buscando el permiso de la Alcaldía. Primero fuimos en coche hasta Eterazama y nos enteramos que ni ahí ni en Isinuta había Alcaldía. Entonces Ramiro volvió a Villa Tunari a tramitar el permiso. Como iba a tardar como tres horas en ir y volver, tuve tiempo para conocer un poco ese pueblo polvoriento y para afilar el machete en la ferretería.
—No vienen muchos extranjeros por acá, ¿no? —le pregunté a la ferretera.
—No, casi ninguno.
—Pero vi muchos cartelitos de compra de dólares.
—Sí, hay bastantes.
—¿Y de dónde vienen los dólares, entonces?
La ferretera hizo una pausa y sonrió mirando hacia un costado.
—Será del narcotráfico —dijo tranquila.
—Ah, eso suena lógico —dije yo, sonriendo como un tonto.
Ramiro llegó cuando se hacía de noche y decidimos dormir ahí.
A la mañana siguiente fuimos a Isinuta, la última población antes del parque. Ahí tuvimos lo que Mario consideró como un «encuentro del tercer tipo». Al final del pueblo vimos a unas siete figuras de color verde y de estatura baja. En un momento se nos acercó uno y en su camisa pudimos leer «Guardaparques».
—Buena día —dijo el guardaparques.
—Buen día… Los estábamos buscando —dije yo.
—¿A dónde se dirigen?
—Queremos dar unas vueltas por el TIPNIS
—¿Tienen permiso?
—Ah… —dijo el de verde y se le notó que pensaba un poco— Mejor deberían hablar con Nemensio Yuco Parada.
Finalmente, uno de los guardaparques, después de pensar un rato, dijo que entonces debíamos hablar con Nemensio Yuco Parada.
—Está bien —dijimos algo así nosotros después de escuchar al segundo tipo que nos mandaba con Nemesio, y entonces empezamos a levantar las mochilas, dispuestos a enfrentar nuestro «encuentro del tercer tipo».
—¿Dónde se encuentra Nemesio? —preguntó Mario con la mochila sobre una pierna.
—Es él —dijo otro, señalando al único guardaparque que todavía no había abierto la boca.
Ahí suspendimos el ascenso de las mochilas, que volvieron a caer sobre el polvo, y creo que todos volvimos a discutir lo que ya se había dicho. Finalmente Nemesio dijo que nos dejaban entrar y que vayamos a las comunidades indígenas de San José de la Angosta, Carmen y 3 de Mayo, que les mostremos el permiso que teníamos y que dijéramos que habíamos hablado con él, pero que no sabía hasta dónde nos iban a dejar pasar los indios, y que corríamos riesgo de que nos confisquen las mochilas. También nos dio los nombres de los comunarios de cada lugar.
Esperamos hasta el mediodía para que se llene el Unimog y partimos. Al salir éramos veinte pasajeros parados en la caja del camión, con un par de cholas sentadas sobre sacos de algo. Iban a ser cuatro horas por la selva vadeando varios ríos.
—Más adelante hay una tranca y no están dejando pasar a nadie —nos dijo uno antes de bajarse en una comunidad de dos o tres casitas.
Pasadas un par de horas, ya solo quedábamos nosotros tres en el camión.
—¿A dónde van ustedes? —preguntó de pronto el chofer cuando quedamos solos.
—Hasta el final… a Ichoa —dije como si supiera a que me refería.
El chofer sonrió y seguimos camino cortando ríos entre lomas, selva y pastizales. Las montañas más altas siempre quedaban a la izquierda.
—¡Ahí esta la tranca! —dijo Mario y se agachó.
Yo me agaché también y Ramiro ya estaba sentado: el Unimog pasó sin que nadie lo detenga.
Cuando se apagó el motor ya estábamos en la comunidad de Ichoa pero, según entendimos, lejos del río Ichoa, que era a donde queríamos ir. Preguntamos por San José de la Angosta y nos indicaron una dirección y nos dijeron que eran unos treinta minutos caminado. Y, sorprendentemente, había mototaxis. Fuimos en moto porque el sol ya estaba cayendo y queríamos llegar de día. Y así ahora nos tocó ir en dos ruedas, vadeando riachos por la selva.
Nos dejaron donde terminaba el camino, en un río que supusimos que era el Ichoa.
—¿Dónde es San José?
—Del otro lado —dijeron los de las motos y se fueron.
El río parecía sacado de un documental sobre algún lugar escondido en el continente africano. El sol ya estaba detrás de los árboles. Nos sacamos las botas y cruzamos lentamente, sin poder ver demasiado las piedras, que lastimaban los dedos bajo el agua.
En la comunidad nos recibió el cacique corregidor Silvio y nos dijo que sin orden de la SERNAP no podíamos estar.