Íbamos a dedo hacia el oriente ecuatoriano, hacia comunidades del alto Mangosiza, poblaciones shuar bien metidas en la selva amazónica. Como viajar a dedo es lento y a veces cansador habíamos planificado hacer una parada y pasar algunos días en algún pueblo a mitad de camino. Paramos en Méndez y nos resultó tan agradable el lugar que los dos o tres días se convirtieron en un mes.
(Si están pensando uhhh hay que leer mucho, acá abajo Vane cuenta nuestro paso por Méndez en un corto y ameno video)
La zona está muy bien: montañas, selva, cascadas, cuevas, comunidades indígenas, sitios arqueológicos, aguas termales y casi nada de turismo, más no se puede pedir. En el pueblo hay un mercado en el que Vane no puede parar de comer pescado frito y en las afuera hay unas espartanas y poco concurridas piscinas municipales con vistas a las montañas, a las que accedemos sin más trámite que llegar caminando y zambullirnos.
Uno de esos días caminamos, un poco orientados y un poco desorientados con el GPS, hasta el pueblo shuar Chupiantza. Ya estamos en zona de la etnia shuar pero aún no en las comunidades del aislado oriente sino en los pueblos más cercanos y occidentalizados, de esos en los que las costumbres originarias son más parte de la tradición que de la vida ordinaria. Aunque lo más curioso del día fue que, en el camino a Chupiantza, nos encontramos con un carrito con roldanas para cruzar el río, un medio de transporte no poco común en Sudamérica pero que nunca habíamos usado. La peligrosidad de este sistema de cruce de ríos (que acá llaman tarabita) ha quedado bien registrada en uno de los cuentos del libro Rigor Mortis de nuestro amigo Álex Ayala Ugarte. Nosotros cruzamos el río en el tambaleante carrito sin mayores perjuicios exceptuando el gran cansancio que nos quedó en los brazos de tanto tironear del cable, una tarea mucho más pesada de la que habíamos imaginado.
Otro día, después de haber visitado la comunidad de Patuca, orientados por unas vagas indicaciones de un local seguimos un sendero hacia unas cascadas del río Churo. Luego de caminar un buen rato por las montañas selváticas, un par de horas en las que no fuimos muy seguros de haber seguido bien las indicaciones, llegamos acertadamente a la triple cascada, donde el río cae entre grandes rocas en una angosta quebrada selvática. Ahí nos zambullimos varias veces a pesar de lo fresca que estaba el agua.
Pero lo particular de ese día fue que, en lugar de emprender la vuelta regresando por nuestros pasos, decidimos seguir hacia adelante. Esta decisión era en parte por la natural tentación de seguir un sendero que simplemente continúa pero, sobre todo, porque el GPS, a pesar de que en la zona no mostraba ningún camino ni nada en particular, sí marcaba un puente sobre el río Namangoza a unos kilómetros más adelante. Suponíamos que si había un puente habría un camino y ese camino parecía un gran atajo para volver a Méndez.
Un par de horas después el sendero de la selva se desvaneció entre pastizales de pendientes suaves en los que tuvimos que seguir apenas orientados por el GPS y, cada tanto, metiéndonos en el barro hasta las rodillas. Finalmente, después de una bajada abrupta en que reapareció la selva, encontramos el puente.
Era un puente abandonado y casi comido por la naturaleza. Por un momento la situación pareció sacada de una película de Disney para adolescentes.
Imaginé volviendo todo el camino hacia atrás, muy cansados adivinando el sendero con linternas en la oscuridad ya que casi eran las cinco de la tarde, porque pensé que Vane no iba a querer cruzar por motivos comprensibles como el hecho de que faltaban muchas tablas del puente y la que quedaban se notaban oscuramente podridas. Pero fue Vane la primera en cruzar. Yo la seguí, mirando a mis pies sobre las maderas hongueadas a muchos metros sobre el río y, una vez más, me sentí casi mágicamente afortunado por las coincidencias de los caminos.
Otro día, charlando sobre los shuar y luego sobre la cultura indígena en general, el dueño del hostal en el que estábamos nos comentó que en la finca de su infancia habían encontrado dibujos extraños tallados sobre una gran roca. Preguntamos si era posible que nos los mostrara, pero nos respondió que era difícil, que la finca ya hacía años que no le pertenecía y que en todo caso la selva ya habría tapado la roca y no iba a ser fácil encontrar el lugar. A partir de esa conversación nos fue creciendo la curiosidad sobre petroglifos en la zona y, luego de mucho indagar con los locales, finalmente un empleado de la alcaldía nos dijo que podíamos caminar hasta la comunidad de Bella Unión y preguntar a una familia que ahora no recuerdo su nombre. Ellos tal vez podían indicarnos dónde había dibujos de los antiguos.
Eso hicimos, caminamos hasta Bella Unión y encontramos a la familia. Al principio no nos dieron mucha bola pero, mencionando al empleado de la municipalidad y con un poco de paciencia, finalmente nos mandaron con uno de sus hijos, machete en mano, hacia la selva.
Siguiendo un camino y luego desviándonos un poco a campo a través, llegamos a una piedra que el niño limpió con el machete. Aparecieron dibujos muy locos: desde algunos muy simples como círculos concéntricos o círculos solapados, pasando por otros más figurativos donde se intuyen tallados de monos, hasta otros más simbólicos como la figura de un sol con rostro y rayos, que da la sensación de tener influencia incaica, a pesar de que, según tengo entendido, los incas nunca lograron conquistar esa zona, nunca lograron conquistar a los shuar, a los bravos y temible reductores de cabezas.
Y ahora sí, seguimos hacia el profundo oriente, hacia el río Mangosiza.