No fue tan inmediata la vuelta de Andrés. Cuando se dice que Bolivia es un país que te atrapa, muchas veces es en forma literal. Un día después de despedirnos, mi primo y sus ansias de compartir felicidad con su novia se encontraban en un piquete en Challapata, en la ruta entre Oruro y Uyuni. Dos días después también.
Según nos contó, los piqueteros parecían bastante decididos en su emprendimiento. Habían bloqueado la ruta utilizando ataúdes con ventanita en la tapa. La ventana era para ver a los muertos, por si alguien tenía alguna duda del estilo de las de Mirtha. Además, como en Bolivia la dinamita se vende en puestos callejeros, para hacer ruido usaban los violentos cartuchos como si fuera pirotecnia. Las explosiones levantaron el polvo del desierto como en una película de Rambo.
El reclamo en Challapata venía de parte de los indígenas Qaqachacas y era muy simple de entender: pedían al estado que les provea de armas.
El argumento era que sus enemigos ancestrales, los Laimes, habían conseguido las suyas y los habían tiroteado. Los ataúdes con ventanitas claramente constituían parte de la argumentación.
Si bien el reclamo y el argumento eran simples, la solución no lo parecía. A nadie se le ocurría pensar que el gobierno les fuera a entregar armas a los Qaqachacas para que tiroteen a los Laimes y fin del conflicto.
Lo que recuerda mi primo es que, durante la noche, espontáneamente se fueron agrupando los argentinos de los distintos buses estacionados en caravana. Y claro, se discutió sobre derechos y obligaciones (incluso por teléfono con la embajada argentina) hasta llegar a la conclusión de que lo mejor era alquilar entre todos uno de los buses parados y volver a La Paz para hablar en persona con el embajador. Después de largos negociados, un chofer aceptó llevar a la treintena de argentinos a La Paz y nadie reflexionó mucho sobre los derechos y obligaciones de la treintena de bolivianos que habían llegado en ese bus y que quedaron a pata, disfrutando del clima extremo del altiplano.
Ya en La Paz, el embajador argentino, al cual probablemente no le hiciera gracia la palabra ataúd, ordenó contratar otro bus y sacar de Bolivia al numeroso grupo de argentinos con sus derechos y obligaciones por el camino de Santa Cruz, un camino largo y con varios bloqueos de rutas, pero bloqueos naturales, porque estaban en estación de lluvia, bloqueos sin ataúdes y que no solían durar más de doce horas hasta que bajara el río en cuestión.
Tardaron algo más de una semana en salir de Bolivia.
Tengo pocos recuerdos del barco de Copacabana a Isla del Sol, pero sí me viene a la memoria lo que vino después, haber subido las montañas ni bien llegamos, cargando nuestras mochilas pesadas por unos cuantos cientos de escalones de piedra que trepaban la ladera empinada. Al llegar a la parte más alta quedamos sorprendidos con la bahía que ahora podíamos ver al otro lado, unos trescientos metros de playa de agua cristalina, sin olas, rodeada de montañas en semicírculo, como un gran anfiteatro. Ahora puedo imaginarme a mí mismo imitando la curva de la bahía con los labios.
(:
Bajamos hasta la arena y acampamos en cualquier lado, donde quisimos, con la puerta de la carpa apuntando hacia el agua.
Titicaca
No recuerdo bien qué fue lo que cenamos esa noche, pero sé que al día siguiente hicimos una comida de hongos que habíamos recolectado. Deben haber sido hongos bastante tóxicos (Psilocybe cubensis, por ejemplo) porque quedamos con los sentidos notablemente alterados.
Así
Primero sentí nauseas, después temblores y finalmente frío. Me abrigué y empecé a filosofar en voz baja. Varias veces durante la tarde creí entender la verdad del universo. Y estuve discutiendo un buen rato sobre la velocidad del tiempo (conmigo mismo).
En algún momento mi diálogo interno fluyó hacia la mitología inca, en particular la parte en que explica que los inicios de la civilización incaica fueron precisamente ahí, en la Isla del Sol, el lugar desde el cual salieron Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar la ciudad de Cuzco. Entonces se me hizo reveladora la frase “Todo comenzó, algún tiempo atrás en la Isla del Sol”. Me quedé helado. Estuve tarareándola enfermizamente un buen rato, sintiendo que era un mantra y que todo su significado entraba en mi cuerpo. El verso que venía a continuación me inquietaba: “se cruzaron nuestros caminos por casualidad, en la isla del Sol”. Como todavía no nos habíamos cruzado con nadie, imaginé que el encuentro era inminente, y al no haber senderos a la vista, supuse que esos caminos llegaban desde otras dimensiones. Me asusté.
La parte de “la herida abierta” y lo de “muero por vos” tampoco eran muy tranquilizadoras. ¡El símbolo!
Tener tres piernas también me preocupaba
Mariano, por el contrario, decidió que hacía demasiado calor y que esa temperatura no era la adecuada para filosofar y sí para estar en malla tomando sol sin preocuparse demasiado por la velocidad del tiempo, los símbolos o las dimensiones paralelas.
(Puede que hiciera frío, puede que hiciera calor, puede que Pablo también estuviera filosofando para adentro)
–Julián, vení… mirá… hay un sapo en el fondo del lago –gritó Pablo con el agua hasta las axilas.
Me saqué la campera, entré en el lago y fui acercándome a Pablo hasta que el agua helada me llegó al cuello.
–¿Dónde?
–Ahí… mirá… ¿Ves eso que se parece a una piedra?
Después de tres segundos de observar la piedra, con indignación volví mi mirada hacia Pablo por unos segundos más y regresé tiritando hacia la playa, prometiéndome no volver a hacerle caso durante esa tarde.
Parece que las ovejas eran reales
En realidad fui un poco injusto con mi juicio hacia Pablo: un tiempo después me enteré de la existencia de un sapo que vive en el lago Titicaca (Telmatobius culeus); solo está ahí y se lo considera una especie rara y amenazada de extinción. Por otro lado, tampoco es que yo estuviera en ese momento en condiciones de distinguir un sapo de una piedra.
Aún así tal vez hubo algo de acertado en la decisión de no seguir a Pablo porque, no muchos minutos después de ese episodio, pude divisar a mi intrépido amigo sobre unos altos y escarpados peñascos, que ahora los recuerdo bastante peligrosos.
Pablo
Después Pablo se encargó de contarnos que desde allá arriba se podía ver el fondo del lago con algas fluorescentes que se movían sinusoidalmente alrededor del sapo.
En algún momento Mariano rectificó su decisión de no filosofar para adentro y me pidió un cuaderno. Estuvo varias horas escribiendo, aunque sin dejar de tomar sol. Yo me preocupé por quedarme sin hojas, y un poco por la salud de la espalda de Mariano que parecía prendida fuego. Me abrigué más.
(Conservo ese cuaderno pero parece escrito en algún idioma extraño)
Aunque, a decir verdad, fue Andrés el que más raro estuvo. En algún momento pidió prestado mi walkman de última generación, uno al que no hacía falta darle vuelta el cassette, sino que reproducía los dos lados en loop, sin más trámites que escuchar un chasquido entre vuelta y vuelta. La cinta que estaba puesta en ese momento era una que había llevado Pablo, con Vox Dei de un lado y el unplugged de MTV de Spinetta del otro. Andrés se puso los auriculares, se metió en la carpa, luego desapareció dentro de su bolsa de dormir y ahí estuvo varias horas escuchando, quién sabe cuántas veces, los discos de Vox Dei y Spinetta, uno atrás del otro resonando dentro de su cráneo.
Las pocas interrupciones que tuvo fueron cuando alguno de nosotros se acercaba para ver si estaba bien; a las cuales él respondía con una carcajada demoníaca, para luego inmediatamente volver a desaparecer dentro de la bolsa.
Al día siguiente los cuatro nos sentimos un poco apaleados, pero Andrés, además de eso, nos reveló una frase que extrajo como resumen de toda su experiencia del día anterior y que no repitió más de dos veces pero que la recuerdo muy bien:
“La felicidad solo es real cuando es compartida”
Sí, unos cuantos años antes del estreno de la película Into the Wild, Andrés, palabras más, palabras menos, y tan intoxicado como Christopher McCandless, llegó a esa misma conclusión que cada tanto vuelvo a ver enfatizada en las redes sociales.
Solo que Andrés no murió, y en cambio decidió actuar en consecuencia. No escribió la frase en ningún lado, no la volvió a repetir; pero sí armó su mochila y decidió volver ese mismo día a Buenos Aires, a compartir su felicidad con la persona que en ese momento él consideró que era la indicada, su novia.
Coroico estuvo bueno, La Paz volvió a estar buena y Copacabana estuvo bien hasta que mis intestinos llegaron a una situación límite.
Cholas negras de Corioco
No recordaba haber ido al baño de una forma significativa desde hacía muchos días (puntualmente desde el exceso de pastillas antidiarreicas en Potosí). Ahora en Copacabana, cuando el tránsito lento había llegado a un punto máximo de embotellamiento, me encontraba en un restaurante. O más bien saliendo al patio interno de un restaurante, para entrar en su pequeño baño de techo inclinado donde pretendía hacer un último intento. Apoyé la mano en el picaporte, entré y me senté. Hice mucha fuerza. No pude. Me levanté los pantalones, equilibré mi peso en el picaporte oxidado una vez más, abrí la puerta, hice unos pasos de regreso por el patio, me arrodillé, me senté, me acosté en el piso y ya no pude levantarme. Tenía el vientre inflado, como un embarazo de unos cinco o seis meses. No sé si llegué a gritar o alguien avisó que yo estaba inmovilizado en el suelo, pero un rato después sentí que Pablo, Andrés y Mariano me arrastraban hasta una camioneta donde negociaron precio con el conductor. El hospital estaba cerca, Copacabana es un pueblo pequeño.
Me ingresaron a una salita mientras mis amigos esperaban en algún otro lado. Entonces escuché un grito de alguien pidiendo que traigan oxígeno y después ruidos de corridas que podían ser de varios médicos apurados. Mis amigos se asustaron, pero el alboroto no era por mí, era por un bebé que entró en brazos de una chola, más o menos al mismo tiempo que yo, aunque evidentemente en una situación mucho más crítica.
Los movimientos destinados al bebé eran de médicos desesperados, en cambio los movimientos destinados a mi eran los de las manos suaves de una joven enfermera. Sus palmas y sus dedos se movían en forma circular y acompasada por mi vientre. Yo estaba recostado en una camilla y la miraba a los ojos. Era delgada, de rasgos mestizos, de pelo negro y lacio. Sonreía y preguntaba cosas como: ¿qué ha comido? Yo le devolvía la sonrisa y solo recordaba una bolsa de maíz inflado y seis bananas en Coroico. Me pareció que le hacía gracia mi dieta. En esa situación estuvimos un buen rato: yo contestando preguntas, sus manos cobrizas masajeando mi panza, ella sonriendo y yo tirándome gases tóxicos uno atrás del otro, casi sin interrupción. Si fuera por mí, me habría quedado así toda la noche.
Pero algún médico entró a la sala y mi enfermera favorita dijo algo de un enema. El hombre contestó que creía que no hacía falta. Yo, con sentimientos encontrados, decidí no opinar.
Al final me dieron unas pastillas laxantes y me aconsejaron que vuelva al hotel caminando, que de esa forma iba a seguir removiendo un poco mi interior. Como no encontré excusas para quedarme, tuve que despedirme de la enfermera y caminar de regreso al hotel junto a mis amigos.
Las pastillas terminaron haciendo efecto y pasé gran parte de esa noche adelgazando en un pequeño baño.
Primero la nieve se había convertido en selva y ahora la selva se convertía en pajonales. La última bajada del último día fue por una ladera de arbustos espinosos, siguiendo una senda polvorienta bajo un sol que castigaba.
El camino de nuestro mapa de juguete terminó en un caserío del cual se suponía que tendríamos movilidad hacia Coroico. Pero ahí lo único que se movían eran algunas gallinas, y un poco las ramas de los árboles. Alguien, en una de las casas, nos informó que desde ahí no había transporte hacia Coroico ni hacia ningún lado. Entonces seguimos caminando río abajo, un poco descreídos, hasta una quebrada que tuvimos que cruzar haciendo equilibrio entre dos troncos, y donde sospechamos que era verdad que no había transporte público.
Lo siguiente fue avanzar por un camino de tierra entre terrenos que ya casi no tenían vegetación, y cruzando cada tanto algún precario obrador y algunas imponentes máquinas excavadoras. Esas extensiones de tierra y piedras revueltas por momentos me parecieron canteras y por momentos los basamentos de un kilométrico aeropuerto que recién estuvieran empezando a construir y fueran a terminar dentro de un par de décadas.
Se hacía de noche. Pisábamos con mucho cansancio esos terrenos desolados.
Con poca luz llegamos a un camino que sí parecía transitado, por el que hicimos algunos kilómetros más en penumbras. Pasó un camión cargado de obreros, hicimos dedo y nos llevó. Llegamos ya de noche a las puertas de Coroico.
Si te gustaron estas historias, puede gustarte el libro:
Una ceremonia con sacrificios y un barco que atraviesa la selva amazónica, chamanes que toman sustancias desconocidas y niños huicholes que consumen plantas alucinógenas, islas habitadas por nativos que viven del intercambio de cocos y grutas inexploradas, estafadores y contrabandistas, comunidades hippies que viven fuera del sistema y comunidades menonitas que viven fuera del tiempo; las crónicas que conforman este libro son parte de un viaje, tan real como extraordinario, en el que se encuentra involucrado un neurobiólogo casi sin proponérselo.
Un libro de viajes, aventuras e historias de vida, que no escatima humor y frescura. Parte de existencia es una narración verídica que combina la fluidez de las buenas crónicas, la calidez de un diario íntimo y el vértigo de un cuaderno de bitácora. En todo caso, permiten una aproximación a la mirada viajera de un científico –rol del que se desmarca con elegante ironía– muy distinta de las que suelen tener las típicas crónicas de viajes.
Parte de Existencia
– Un biólogo por Latinoamérica –
por Julián de Almeida
296 páginas
ISBN 978-987-33-6159-3
Precio: AR$ 390
*
El libro se encuentra momentáneamente agotado en librerías pero, durante este mes y sujeto a stock disponible, pueden encargármelo directamente a mí por ➮ Facebook o Instagram: @partedeexistencia
Lo que me sorprendió fue que todo el enojo que tenía con Mariano se convirtió en alegría al verlo entrar a la carpa. No sé si fue por la culpa o por la incertidumbre de cómo iba a terminar el conflicto, pero la idea de que mi amigo estuviera en algún lugar de la selva sin saber dónde habíamos acampado nosotros me intranquilizaba. Y eso fue lo que me sorprendió: ver a Mariano entrar a la carpa y que mi enojo quedara atrás instantáneamente.
No tengo idea de cómo logró encontrarnos, pero recuerdo que nos contó que se refugió en una parte espesa de la selva, donde llovía menos. Ahí fue que empezó a escuchar ruidos. No aguantó mucho y salió a mojarse y a buscarnos.
Al día siguiente caminamos a buen ritmo. La senda seguía en bajada pero no era tan abrupta y hasta había algunas subidas que agradecíamos porque, a pesar de que nos hicieron usar más los músculos, se aliviaba la tortura en las rodillas.
En algún momento pasamos por un puente colgante muy endeble hecho con troncos y sogas. Como Pablo se había retrasado un poco (tal vez fabricando alguna cerbatana) nos sentamos a esperarlo y a descansar. Entonces, apoyado en una piedra y mirando al cielo, me pareció escuchar un murmullo de fondo.
–Se escucha como agua, ¿no?
–Parece.
–Ahora cuando llegue Pablo nos fijamos.
Pablo llegó sin ninguna presa ni ninguna cerbatana y cruzó sin problemas el puente.
Entonces decidimos avanzar desviándonos del camino, hacia la derecha, entre la selva, apartando las ramas, siguiendo ese murmullo que parecía agua.
A la mañana siguiente Mariano salió como una locomotora (como siempre) y decidí que tenía razón, estábamos muy colgados, estaba bueno ir disfrutando tranquilos pero ya era hora de avanzar más rápido, no podíamos quedarnos tantos días, se iba a acabar la comida. Pero tampoco duró mucho el buen ritmo, las rodillas dolían; habían sido tres días en bajada y no recuerdo qué zapatillas estaba usando pero probablemente algunas no mucho más gruesas que unas Converse; por momentos deseábamos que el camino subiera un poco y que aflojara la tortura en las rodillas. Sobre el final del día tuvimos problemas en encontrar lugar donde acampar; el camino era angosto, inclinado, con montaña a la izquierda y precipicio a la derecha. Y esta vez el conflicto mayor no fue entre Andrés y Pablo, sino entre Mariano y yo. Ni siquiera recuerdo por qué discutimos (cualquier pavada probablemente) pero sí recuerdo que Mariano se fastidió, aceleró el paso y desapareció hacia adelante. Yo no pude o no quise seguirlo.
Finalmente, el único lugar plano que encontramos para acampar fue sobre una tumba que encontramos al costado del camino.
Se hizo de noche, entramos en la carpa y se largó a llover. Me quedé un rato pensando en el cadáver del indio que estaba abajo de nosotros, y en Mariano, en algún lugar oscuro, bajo la lluvia.
Durante la mañana seguimos bajando por el valle neblinoso. Nos cruzamos con las primeras personas: pastores con sus cabras y sus bultos. Lo difícil del día fue calentar el agua de los fideos con ramitas húmedas; sin árboles y entre las nubes no es fácil hacer fuego.
No recuerdo qué intentaba hacer Mariano, tal vez atrapar una cabra para no comer fideos solos.
Fue todo el día en bajada y del frío de las cumbres pasamos al calor de los valles boscosos. En algún momento encontramos una mina abandonada, en la cual no nos adentramos demasiado, no por precaución sino porque llegamos hasta un derrumbe.
No recuerdo qué intentaba hacer Mariano, tal vez atrapar un murciélago para no comer los fideos solos.
Con cada metro que descendíamos aumentaba el calor, la vegetación, el dolor en mis rodillas y el hambre.
No recuerdo qué intentaba hacer Pablo, tal vez una cerbatana para cazar algo y no comer los fideos solos.
No recuerdo que intentaba hacer Pablo, tal vez encontrar alguna planta venenosa para los dardos y no comer los fideos solos.
Seguíamos bajando, el sendero era de cornisa; cuando nos venció la debilidad nos costó encontrar un lugar para armar la carpa. La armamos sobre el camino. A la mañana siguiente nos sentíamos mucho mejor.
En una oscura oficina de un segundo o tercer piso de algún edificio de La Paz, conseguimos un mapa (muy básico) para caminar hasta Coroico por las montañas.
Compramos arroz, fideos, galletas y algunas verduras y viajamos desde el barrio de Villa Fátima hasta La Cumbre en la caja de un camión de pasajeros.
Seguía sin poder tirar de la cadena
Cuando bajamos nos abrigamos con todo lo que teníamos: caminábamos entre parches de nieve.
Según lo que entendimos con el mapa, teníamos que ir hacia el noroeste. Era cuesta arriba. Subimos a la velocidad que pudimos con las mochilas pesadas. Lento, parando, con la sangre latiendo en los oídos. Nos desabrigamos todo lo que nos habíamos abrigado.
Pablo reflexionando a 5000 metros de altura
Después sería todo en bajada, hacia el noreste en un principio. Las primeras horas estuvimos dentro de una nube; primero entre crestas áridas, después sin nieve y con pastos cortos y oscuros, algunas pequeñas flores salvajes, todo entre la neblina. También aparecieron basamentos de ruinas incaicas, apachetas, tambos, corrales de piedra, arroyos helados. Íbamos pisando el empedrado de un antiguo camino preincaico.
Siempre nubes
El camino era fantasmal, daba un poco de miedo y un poco de ganas de ir al baño; aunque yo las ganas las traía hacía días y seguía sin poder liberarlas.
Mariano no tenía ese problema
Sobre el final del día, el cansancio y el hambre empezaron a afectar la sensatez de nuestros jóvenes cerebros. Básicamente: Pablo quiso parar y acampar (el lugar estaba muy bueno y ya era hora de pensar en la comida), Mariano quería seguir (a Mariano lo conozco desde chico y siempre quiere seguir, es un constante autodesafío), y Andrés y yo intentábamos terciar en el conflicto. Pablo se iba rezagando y haciendo amagues de parar y Mariano se adelantaba y caminaba firme como una mula. A mí básicamente me daba lo mismo, solo prefería que no hubiera conflicto, pero Andrés tomó una posición más activa y se puso a conversar con Pablo. Creo que nos faltaba glucosa en la sangre porque, sin demasiados argumentos, el conflicto pasó de Mariano y Pablo a Andrés y Pablo.
–Sé que después me cagás a trompadas, pero yo te meto una piña igual –llegó a decir Andrés en su particular estado donde pierde la capacidad de actuar convenientemente.
Pablo puso cara de póker.
Un poco funcionó: finalmente a Mariano le pareció que el lugar era mejor para acampar que para boxear.
Volvíamos de cenar por algún barrio de La Paz sorprendidos de lo temprano que cerraba todo; estábamos en la capital, pero caminábamos por calles oscuras a las once de la noche. Entonces una kombi frenó al lado de nosotros, se abrió la puerta y bajaron dos tipos.
–¿Quieren venir a tomar San Pedro? –preguntó el de la izquierda, un tipo grande, de pelo largo y barba.
–Puede ser –contesté yo.
–Vamos –dijo Pablo.
–Yo paso –dijo Andrés, mirándome con cara de “esto es cualquiera”.
–Me voy a dormir –dijo Mariano.
Entre los viajeros se suele escuchar que uno no encuentra al San Pedro sino que el San Pedro lo encuentra a uno. En este caso parecía ser eso mismo.
Entonces Pablo entró a la camioneta. Yo le pasé casi toda mi plata a Andrés y también subí. En la oscuridad nos presentaron a dos más.
–¿Tendrían diez bolivianitos para la kombi? –preguntó el de barba.
–¿No es de ustedes?
–No… Ya terminaba su recorrido… nos hizo buen precio.
Pagamos, entonces. Después nos enterábamos que el de barba era argentino, que vivía en Bolivia hacía años y que los demás eran bolivianos. Todos artistas, o algo parecido.
–¿Los San pedros hay que comprarlos?
–No, yo sé dónde hay… vamos y los cortamos ahí –dijo el argentino abolivianado.
–¿Y dónde es?
–En Achocalla… pero primero vamos a El Alto a comprar alcohol.
Al llegar a El Alto me sorprendió el contraste con La Paz. Esta ciudad no se había ido a dormir: muchos puestos callejeros coloridos brillaban bajo lamparitas colgantes; en la mayoría vendían principalmente alcohol y golosinas; y mucha gente daba vueltas en actitud de sábado a la noche (no sé qué día de la semana era y no creo que lo supiera en ese momento). Tampoco sabía que El Alto es uno de los lugares más peligrosos de Bolivia, pero por el ambiente un poco lo sospechaba y decidí quedarme en la camioneta. Nuestros nuevos amigos se encargaron de comprar alcohol y agua para bajar el San Pedro. El alcohol era 96%, el que normalmente se vende en las farmacias para limpiar heridas; y el agua vino en una bolsa negra, tipo de residuos pero no muy llena.
Así seguimos rumbo a Achocalla, charlando y bebiendo alcohol en botella de plástico con crucecita roja.
–Hasta acá llego, no más –dijo el chofer parando la kombi.
–Eh… Quedamos en que nos llevabas hasta Achocalla –dijo el argentino abolivianado.
–Más para ahí es peligroso.
–Te hemos pagado para que nos lleves a Achocalla, amigo.
–No, no voy a pasar de aquí, no me arriesgo.
–Es ahicito nomás, podemos ir caminando –interrumpió uno de los Bolivianos.
Bajamos. No era ni lejos ni cerca, pero sí la suficiente distancia como para que el arg
Le dicen La Paz
entino abolivianado tenga tiempo de tragar una cantidad de alcohol como para ponerlo verborrágico hasta un punto notablemente cansador.
Cuando encontramos los San Pedros, que en este caso no resultaron ser Trichocereus pachanoi sino Trichocereus bridgesii (sinónimo: Echinopsis lageniformis), nos dimos cuenta que no teníamos nada para cortarlos ni para prepararlos. Entonces arrancamos las plantas sagradas a las patadas y les fuimos sacando pedacitos con un alicate. Entonces decidí no probarlo, porque había que tragar cachos de cactus con un gusto muy desagradable y porque todo estaba lleno de tierra. Además no me sentía bien de la panza, supongo que por el hecho de que continuaban pasando los días y yo seguía sin poder ir al baño.
Lo que vino después fue una pregunta obvia que ahora no recuerdo quién pronunció, pero que sí recuerdo que yo me sentí un poco raro al escucharla.
–¿Ahora como volvemos?
Estábamos muy lejos de La Paz y debía ser como la una de la mañana.
–Vayamos por el sendero viejo, es todo en bajada –propuso uno de los bolivianos y creo que a nadie se le ocurrió ninguna otra opción. Y así fuimos descendiendo, por un camino de tierra que parecía abandonado, entre montañas secas que se intuían bajo la luz de la luna.
Caminamos mucho, alguien vomitó, hablamos mucho.
Cerca del amanecer llegamos a un poblado. Poco después encontramos una kombi que se dirigía hacia La Paz con algunos trabajadores tempraneros.