La descompostura había durado solo doce horas y desde entonces no volví a ir al baño. Y así, después de dos o tres días de bloqueo intestinal, me di cuenta de que tenía que dejar de tomar las pastillas contra la diarrea; evidentemente, la falta de oxígeno en el aire liviano de Potosí y sus cuatro mil metros de altura no me estaban dejando pensar bien, por momentos me sentía como en un sueño y por momentos simplemente me sentía estúpido.
Una mañana, cuando salíamos del hotel a dar una vuelta por la ciudad, nos cruzamos a las dos argentinas que estaban entrando.
–Justo estábamos saliendo –dije a Ojos Oscuros.
–Qué lástima.
–Mirá que me quedo.
–Dale –contestó sonriendo.
–Y vamos para tu cuarto.
–Dale.
Me reí, se rió y asumimos todo como un chiste. Yo seguí camino con mis amigos y ella con su amiga.
Esa misma noche las dos argentinas viajaron hacia Oruro y nosotros hacia La Paz.
–¡Cómo dormiste! –dijo Andrés cuando ya estábamos en el bus.
–¿Por?
–La piba estaba entregada.
–Mmm no sé, no me pareció.
–Flor de apurada que te pegó hoy a la mañana.
–Era joda.
–Igual le tendrías que haber dado para adelante. Que arrugue ella, en todo caso.
–Sí, capaz que sí, tendría que haber seguido con la apuesta, ¿no? Capaz que iba en serio… ¿Vos que decís, Mariano?
–Estaba entregada… En un momento le preguntaste qué era lo que más le gustaba y te dijo “Poto sí”.
Nos reímos.
–Dormiste –concluyó Mariano coincidiendo con Andrés.
–¿Vos qué decís, Pablo?
–Qué sos un pelotudo.
La de ojos oscuros se negaba al principio, pero no me pareció claustrofóbica: se habría negado más rotundamente en todo caso. Estaba seguro de que menos gracia le hacía quedarse sola con los mineros de la entrada, en ese lugar tan inhóspito, seco, sin árboles, nublado.
(Y una niña empujando una carretilla)
Nos ofrecieron un casco a cada uno y nos pareció una exageración pero lo aceptamos. Primero entró Mariano con el guía (un niño de unos diez o doce años), después la de ojos claros, después Ojos Oscuros luchando consigo misma, por último Andrés y yo. Pablo se había ido por otro lado, ahora no recuerdo qué conflicto nos había distanciado momentáneamente. Tal vez alguna discusión sobre la ética de hacer un show de la explotación humana, pagar por ver mineros en un trabajo que los va a consumir en pocos años. Pero no creo, en los noventa no importaba mucho el tema, eso vino después.
(Un buen documental de otro niño de esa misma edad en esas mismas minas: acá)
Fuimos agachados por el túnel oscuro, pisando entre rieles rústicos. A pocos metros de la entrada choqué la cabeza contra una roca que sobresalía del techo y agradecí haber aceptado el casco. Después tuvimos que dejar paso a un carro lleno de piedras que iba saliendo a bastante velocidad empujado por un minero. Para dejarlo pasar tuvimos que retroceder un poco hasta una zona más ancha del túnel y pegarnos contra la pared. Pasó el carro gruñendo en los rieles y pasó el minero inclinado sobre el carro, con la cara teñida de negro y un cachete del tamaño de un puño. Más adelante nos desviamos hacia la izquierda entrando por un agujero estrecho que empezaba a la altura de nuestras caderas. Trepamos. Después varias bifurcaciones de túneles angostos y oscuros, agarrándonos de las piedras, de sogas gastadas, de tablas incrustadas, sin dejar de chocar los cascos en diferentes piedras. La montaña estaba agujereada como un queso.
Al llegar al Tío, un demonio multicolor al fondo de un túnel, dejamos ofrendas de alcohol y hojas de coca junto a más alcohol y más coca.
(Hola)
Después encontramos a un minero en algún otro rincón de la mina y estuvimos charlando un rato hasta que mostró una dinamita. Nos alejamos, prendió la mecha, nos alejamos más. Los segundos parecieron minutos.
Sentí como si la explosión viniera desde adentro de mi pecho.
–Me laten las orejas.
–Caminemos más despacio… estamos a 4000 metros.
Potosí es una ciudad colonial con subidas y bajadas que oscilan por los cuatro mil metros de altura. Las calles son secas y luminosas. Los árboles solo están en las plazas. Las fachadas, en general, tienden al ocre; aunque el hotelito que elegimos era un pequeño patio rodeado de dos pisos de habitaciones pintadas de variados colores. Nosotros estábamos en una de las de abajo y las chicas en una de las de arriba.
Sí, eran los ’90 y yo tenía el pelo largo
A la noche, cansados y hambrientos entramos a comer a un local notablemente rústico donde Andrés y yo exageramos con los sándwiches de lomito. Comimos tan rápido que los últimos churrascos empezaron a llegar un poco crudos. Además, notamos que no los cocinaban ahí mismo, los traían de un puesto callejero.
Hecho bolsa de dormir
Después, trepando unas callecitas oscuras, nos cruzamos a un grupo de músicos que salían de tocar en un restaurante y que nos invitaron a seguir la fiesta, tocando y tomando singani en un centro cultural a puertas cerradas. Estaba claro que las puertas cerradas se nos habían abierto por las dos chicas. Exageramos con el alcohol y con el baile de altura. Y nos costó un poco encontrar el camino de vuelta al hotel.
Esa noche procesé rápidamente los lomitos y los largué en varias visitas al baño. Andrés no llegó a lograr eso y los dejó semi digeridos en una bolsa de basura junto a su cama.
Al día siguiente volábamos de fiebre, 39 grados, recuerdo. Fiebre, descompostura y apunamiento. Andrés y yo parecíamos tan enfermos que Pablo y Mariano fueron a buscar a un médico. El diagnóstico dudoso era salmonelosis. El tratamiento: pastilla para no vomitar para Andrés, pastillas para no ir al baño para mí y antibióticos para ambos.
Volando de fiebre en la cama, me dieron ganas de llamar a la de ojos oscuros y pedirle que se quedara a cuidarme; pero pero no lo hice, por falta de autoconfianza y por el olor a moribundos con flatulencias que había en la pieza.
El trámite en la frontera fue fácil. “Hola, estamos yendo a Bolivia”, informamos viniendo desde Bolivia y a nadie le importó por dónde estuviéramos llegando ni el hecho de que no hubiera mochilas para revisar porque ya estaban en el hotel boliviano.
La calle casi recta resultó ser un mercado de mercadería importada. Mucha baratija, mucho caos. El resto del pueblo era similar a cualquier otro en Argentina: casas antiguas, plaza en el centro, esas cosas.
Por la tarde incorporamos a nuestro grupo a dos argentinas aparecieron en el pueblo, una de pelo oscuro y ojos claros y la otra de pelo claro y ojos oscuros. La terminal de buses parecía hecha de pedazos de maderas encontrados en la basura.
–¿Cuánto vale a Potosí?
–Treinta.
Recorrimos el lugar preguntando en un par de tablones más, pero ya no quedaban pasajes y volvimos al primero.
–Justo quedan seis lugares… Serían treinta y cinco bolivianos cada uno.
–Antes nos dijiste treinta.
–Pero ahora es treinta y cinco.
–¿Por qué?
–Porque solo quedan estos lugares, si no, tienen que esperar hasta mañana… Es la ley de la oferta y la demanda.
Ese último comentario inflamó mi mente casi adolescente que empezó a esbozar un discurso sobre lo mal que le había hecho el capitalismo (y todas sus leyes teóricas y prácticas) a nuestro querido continente. Pero por suerte mis amigos intervinieron para concretar la transacción y poder viajar esa misma noche a Potosí, por unos insignificantes treinta y cinco bolivianos.
O Mueras… Amos en casa
Después, esperando a subir al bus, hice como que le sacaba una foto a la morocha de ojos claros, con la oculta intención de sacarle a unas cholas que estaban atrás con sus bebes ocultos en los aguayos y que me parecían geniales. Por supuesto se dieron cuenta. Juntaron un poco de Pachamama y me bendijeron: me tiraron tierra. Se levantaron y se fueron.
Me huele que estoy haciendo algo mal, pensé.
Y el bus por dentro sí que olía mal.
–¿Cuánto le cobraron hasta Potosí? –pregunté a un viejito lleno de arrugas que iba sentado a nuestro lado.
–Veinticinco.
En mitad de la noche paramos detrás de un par de vehículos detenidos por la crecida de un río. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos ahí, pero en un momento un tipo metió un pie en el río, después metió un palo un poco más lejos y finalmente dijo «ya está». Entonces todos cruzamos con los vehículos haciendo espuma, una espuma iluminada por la claridad de la noche.
Era mi primer viaje por Sudamérica. Éramos cuatro: Mariano, Andrés, Pablo y yo. Íbamos con curiosidad adolescente. Yo particularmente en busca de las plantas sagradas de los chamanes sudamericanos. Tal vez Pablo también, pero con él nunca se sabe.
Primero fue un tren lento de Buenos Aires a Tucumán, después varios buses, parando un día en Purmamarca y terminando en La Quiaca a altas horas de la noche.
Siempre fue así
–Parece que está cerrada la aduana.
–Pasemos igual.
–¿Mañana cómo volvemos a cruzar? Nos van a pedir los papeles.
–No sé, les explicamos… No quiero pagar un hotel en Argentina, mejor acá.
–No lo imaginaba tan oscuro.
Acabábamos de cruzar a Villazón en un horario que evidentemente no era el más normal. Las luces se acababan en el puente. Después pasamos entre las paredes de la aduana cerrada y Bolivia era una boca de lobo. Hacia adelante teníamos una calle más o menos recta y hacia la izquierda una calle más o menos curva. No sé por qué elegimos la menos evidente, la curva. No quedaba nada claro cómo tomábamos las decisiones, pero en esas penumbras daba un poco lo mismo.
Caminamos unos cincuenta metros. No todo era oscuridad, también había tachos con fuego. Alguno cerca y algunos lejos. Las primeras personas que vimos fueron dos jóvenes revisando un contenedor de basura iluminando con linternas.
Enseguida encontramos un cartel: «Residencial». Y caminamos por un pasillo estrecho. Nuestra habitación tenía una pared pintada de cada color.
Cuando preguntamos por comida nos mandaron ahí nomás, a un par de cuadras, al único lugar que seguía iluminado. Ahora no puedo recordar cómo es que lograban iluminarlo. Sí recuerdo que solo había sopa. Y eso cenamos, sopa.
Necesito monedas de un peso. Muchas. El lavarropas de mi edificio funciona con cinco monedas de un peso (exclusivamente). El secarropas, otras cinco. Si quisiera lavar dos veces a la semana, se me irían 80 monedas al mes.
También tenía que pagar una boleta de gas vencida. Y como estaba vencida, tuve que ir a pagar a las oficinas de Metrogas de Parque Centenario.
Todo bien. Pagué. Y enfrente de Metrogás había un banco (no recuerdo cuál, Patagonia, creo). Entonces decidí entrar a buscar monedas.
Pasé la primera puerta de vidrio semicubierta de publicidades con gente sonriendo, pasé frente a los cajeros automáticos, pasé la segunda puerta de vidrio y me puse en la única cola que había. Solo tres personas esperaban delante de mí.
Diez minutos después seguíamos siendo cuatro en la cola; y yo, sin saber mucho por qué, me puse a mirar al tipo de seguridad que cuidaba la puerta. Él no me miraba, no parecía mirar nada. Qué embole, me dije, ocho horas de pie, pensando, interrumpiendo los pensamientos para dar una indicación simple a algún cliente despistado, y volviendo a pensar. Después miré a otros empleados y sentí que eso era peor: se movían, hablaban, llevaban papeles, ¿qué hacían?; manejaban dinero de otros, probablemente; le ponían energía a algo que no aparentaba ir muy lejos. Al menos el de seguridad podía pensar en sus cosas: en cosas que le hicieran sentir bien, pensamientos en general. Pero los demás estaban perdiendo el tiempo en cosas particulares. ¡Yo estaba perdiendo el tiempo en cosas particulares! Todavía había dos personas delante de mí, en esa cola lenta y sin significado. Yo sí que estaba perdiendo el tiempo. Sentía pasar minutos de vida para conseguir unas monedas para un estúpido lavarropas.
Me voy, pensé, no aguanto más, no soporto las colas. Pero después cambié de idea sintiendo que en realidad todo estaba bien, qué yo estaba ahí y todo estaba bien. Tengo que relajarme. Puedo pensar en mis asuntos, o en los pensamientos posibles del tipo de seguridad. Tranquilo, veinte minutos no son ocho horas.
En eso estaba cuando llegó mi turno. Pasé por unas mamparas en curva, esas que hay ahora para que no se vea lo que ocurre en las cajas. Entonces ya estaba adentro, de algo, de las mamparas, de los vidrios del banco, entre tres paredes de biombo y una de fórmica y vidrios. Y detrás, los cajeros. Ellos parecían estar más adentro todavía. Eran dos. Y nosotros también éramos dos. Mi habitación de mamparas y vidrio la compartía con una mujer. Me pareció linda, pero solo la vi de perfil, haciendo su trámite en la caja de al lado. Tenía un vestido de flores y el pelo negro, atado en una coleta alta.
Pasé 100 pesos por la ranura de la ventanilla y pedí monedas.
–Solo puedo darte veinte –me dijo el cajero rubio y bien peinadito.
–Está bien –dije yo sin preguntar por qué.
Junté el cambio y las veinte monedas. Diecinueve, en un principio, porque una se me escapó, cayó al piso y se fue rodando hacia la mujer guapa. Pasó casi rozando sus talones, rebotó en una esquina de nuestro habitáculo compartido y quedó ahí, bastante cerca del vestido floreado.
Me acerqué, me agaché (a una distancia desde donde casi podía verle la bombacha), junté la moneda y me fui.
Pasé las mamparas en curva, pasé junto a la cola de los que seguían esperando, pasé la primera puerta de vidrio y, cuando cruzaba frente a los cajeros, sentí que me tocaban el hombro.
–Disculpá –me dice el cajero rubio bien peinado, que no sé por cuál pasadizo secreto había salido y cuanto debió haber corrido rápido para alcanzarme.
–Sí… –contesté.
–¿Por qué te agachaste a lado de la señora?
–Porque se me cayó una moneda.
–Ah… es que… viste… están las cámaras y eso… la próxima avisá.
–Ah, bueno.
Me fui.
Crucé la calle.
Entré al banco Provincia.
Era un edificio antiguo, con las paredes y las columnas (enormes) tapadas de mármol. Hice una cola frente a unas mamparas un poco desaliñadas que dejaban ver algo de las cajas. Todo el lugar era muy grande y casi no había nadie: el seguridad de la puerta (pensando en sus cosas), alguna persona que pasaba y un tipo detrás de un escritorio. Este último era un hombre mayor, unos sesenta años o más. Estaba en un rincón oscuro, un espacio que debió haber quedado después de que instalaran las mamparas. El hombre repasaba unos papeles tamaño oficio detrás de un escritorio, iluminado por un velador de luz amarillenta. Vestía camisa a cuadros y chaleco de lana. Unos anteojitos fijos le colgaban del cuello (imaginé que había migas de pan sobre los anteojitos). Detrás, a su derecha, en una pequeña mesa, me llamó la atención una máquina de escribir eléctrica. Era color crema.
Más lejos se escuchaba una impresora a matriz de puntos.
Tocó mi turno. Pasé entre las mamparas (casi sin tener que doblar) y me paré delante de una ventanilla de vidrio y madera, que extrañamente me hizo acordar a una oficina de correos de Guyana. Digo extrañamente porque eso fue hace muchos años. No sabía que esa oficina de correos estaba en mi memoria.
–¿Podría darme monedas de un peso?
–Solo puedo darte diez pesos –contestó la cajera, una señora de unos cuarenta años, con un moño azul sobre el pecho.
–Está bien.
Pasé veinte pesos por la ranura.
–Cómo cuesta juntar monedas para el lavarropas –dije, aunque sentí que solo lo había pensado.
–Tomá, te doy veinte, me caíste bien –dijo la cajera de moño, con una sonrisa.
–Gracias.
Estábamos en el pequeño y polvoriento pueblo de Merzouga y habíamos conseguido a un tipo local que prometió guiarnos en el desierto. Por la tarde cargamos comida y muchos litros de agua en las monturas de los camellos y salimos hacia las dunas altísimas.
Dalí que vamos…
Mohamed hablaba árabe, bereber y francés. Yo nada de eso, pero Beta se defendía con el francés y así pudimos comunicarnos.
Un poco me preocupé: estábamos yendo al medio del desierto con una persona que no conocíamos para nada. Aunque su ropa árabe azul con su turbante también azul me hacían sentir cierta armonía en la situación.
Algo antes de la caída del sol llegamos a un oasis. Era un parche verde en la sábana de dunas que en ese momento se veían rojizas por el atardecer. Había palmeras y jaimas (esas carpas de nómades bereber, hechas de palos y lonas marrones). No habría más de cien metros desde la primera palmera hasta la última.
Pensé que iba a desaparecer como en las caricaturas
Ahí había más gente, no mucha.
Esta foto es un poco turbante
Nosotros nos instalamos y Mohamed preparó tajine para comer.
Cenamos a la luz de la vela/luna
Después nuestro guía se metió a dormir en una jaima y nosotros nos acomodamos entre mantas a la intemperie, mirando las estrellas del desierto.
A la mañana siguiente la gente que estaba en el oasis empezó a caminar para el lado de Merzouga y nosotros seguimos hacia el este, hacia el desierto negro, cerca de alguna frontera imaginaria con Argelia.
Al del piercing nos costó levantarlo tan temprano
Recuerdo que me quedé pensando sí alguna vez iba a poder conocer Argelia. En aquel momento todavía no se sabía mucho si había terminado la guerra civil allá.
También recuerdo que la mañana era fresca y que el camello era cómodo.
En un par de horas llegamos al desierto negro. Era una extensa superficie plana y polvorienta, con algunos arbustos raquíticos. No era muy negro.
De cierto negro
Después no nos cruzamos casi nada por un buen rato. Solo un camello que andaba suelto, sin montura y sin marcas y que se nos quedó mirando cuando pasamos cerca.
Hola
Hasta que llegamos a una jaima junto a una casa de barro. Ahí vivía una familia nómade y era nuestro destino del día.
Barro tal vez
Nosotros descendimos de los camellos y nos instalamos bajo la carpa, y la familia nos dio de comer a cambio de algunos dírhams.
Gracias
Después del té, Mohamed dijo que iba a algún lugar que no comprendimos y se fue caminando hasta que lo perdimos de vista en un espejismo ondulante que borraba el horizonte. La familia también desapareció dentro de la casa de barro y nosotros nos echamos a descansar un poco, sobre unas lonas bajo el techo de la jaima, que tenía sus laterales levantados para dejar pasar el viento. El día se estaba empezando a poner muy caluroso.
Un camello vino a jorobar
Más que caluroso: una temperatura que no nos dejaba con muchas ganas de movernos.
Después empeoró. Era pleno verano en el desierto del Sahara y el calor que hacía a la sombra de la carpa no lo había sentido nunca en mi vida. Había viento, pero un viento caliente que apenas me dejaba pensar. Me lo imaginé a Mohamed caminando bajo el sol.
En un momento empecé a preocuparme por Beta: yo le preguntaba si estaba bien y ella, acostada con los ojos cerrados, me respondía con un murmullo. Entonces me puse a echarle chorritos de agua en la cabeza, aunque enseguida me di cuenta que era inútil: se secaba en segundos, el agua desaparecía, se la llevaba el viento caliente. De todos modos ella me lo agradeció y me dijo que estaba bien, que solo necesitaba descansar. Yo también me quedé sin fuerzas y me adormecí.
Al rato me desperté sintiendo que una pierna me quemaba y entendí que había pasado el tiempo, que el sol había avanzado y que ahora me daba de lleno en la piel. Pero cuando intenté moverme vi que no, todo mi cuerpo seguía a la sombra, el ardor en mi pierna era solo el viento caliente.
En algún momento empezó a bajar la temperatura y un rato después llegó Mohamed. Tomamos té que nos preparó la familia nómade y nos quedamos charlando.
Té con maní
Y con cabra
A pesar de lo poco que nos podíamos comunicar, sentí que nuestro nuevo amigo bereber me caía muy bien.
Cuando el sol ya estaba bajando volvimos a montar en los camellos. Beta y yo, como por arte de magia, nos sentíamos recuperados y con ganas de seguir viaje.
Entonces empezamos a regresar hacia el oeste. Salimos del desierto negro y volvimos a subir a las dunas inmensas.
Mucha arena
Esa última noche antes de volver a Merzouga dormimos en otro oasis. Este era mucho más chico, no tenía palmeras y no había nadie. Solo había un pozo de agua, unos arbustos y tres jaimas. En una de las jaimas durmió Mohamed. Nosotros volvimos a dormir bajo las estrellas.
A finales de 2003 crucé en ferry de España a Marruecos. Unos días después en Chef Chauen conocí a dos chicos de Bélgica, dos chicas de Letonia (o Lituania, quién sabe) y a Idriss, un marroquí. Venían todos juntos en una kombi. Me sumé al grupo y viajamos dos días hasta Ceuta. Ahí los europeos volvieron a Europa y seguí viaje con Idriss hacia Fez.
En este estado íbamos dentro de la combi
Será porque tomábamos bebidas raras
Al cruzar la muralla de Fez sentí que entrábamos a una ciudad medieval. No había coches, casi no había tecnología, la mayoría de la gente vestía ropas tradicionales y los que trasladaban mercadería lo hacían con burros.
La muralla que divide todo lo que fue
–La muralla rodea unas novecientas callecitas… es un laberinto –me explicó Idriss.
Dale, te sigo
Lo primero que pensé era que podíamos perdernos fácilmente, pero por suerte enseguida Idriss encontró a un amigo local y, después de varios abrazos, salimos a caminar los tres. Nuestro amigo era de profesión ladrón. Entonces supuse que se ubicaba bien en esos pasadizos y no había posibilidad de perdernos. Así me dejé llevar un poco extasiado por los olores de los mercados, las constantes bifurcaciones de pasillos y los ruidos de los artesanos trabajando al aire libre.
Y las mezquitas
–¿Qué te pasó en el cuello? –pregunté con una media sonrisa, haciendo referencia a una cicatriz que rodeaba medio cogote de nuestro nuevo amigo.
–Recuerdos de la cárcel.
–Te queda bien.
–Tengo otras mejores.
–A ver.
Se sacó a medias el abrigo y nos mostró un conjunto de cicatrices hipertróficas y enrojecidas que se cruzaban todo a lo largo del brazo.
–Estas me las hice yo.
–¿Por?
–No sé, el encierro te vuelve loco.
Más de una vez me quedé pensando qué puede decir un tatuaje escrito en árabe y tachado con una cicatriz
Pasando de un callejón similar a otro nos encontramos con el hermano mayor del ladrón y seguimos con él, porque nuestro amigo se tenía que ir a “trabajar”. Este hermano también era ladrón y nos llevó entre largos paredones hasta su casa, a la que entramos agachándonos y descorriendo una tela que hacía de puerta.
(No tenía ni idea dónde estaba)
Adentro, con escasa luz, conocí a la madre y a la más pequeña de la familia, que me mostró sus juguetes con nombres en árabe.
Como yo no sé árabe nos comunicábamos por señas.
A la mañana siguiente desayunamos juntos con los hermanos y un amigo más (también ladrón, por supuesto) en una bulliciosa callecita con olor a té de menta y a pan recién hecho.
–¿Saben si hay un hamman por aquí? –pregunté, pensando que un baño turco podía ser una buena experiencia y al mismo tiempo una buena solución al par de días que llevaba sin poder bañarme.
–Eso es un hamman –me respondió uno de los hermanos, señalando una puertita a pocos metros de nuestra mesa.
Entonces les dije que iba a aprovechar para ir, saqué cinco euros para pagar mi desayuno, me di vuelta para agarrar mi mochila y, cuando volví a mirar a la mesa, mis cinco euros habían desaparecido.
–Hey… Acabo de dejar cinco euros aquí. ¿Dónde están?
–No puede ser, te has equivocado –contestó Idriss levantando un poco las cejas como diciendo “¿Qué pretendías dejando cinco euros delante de tres ladrones y mirando para otro lado?”.
Yo me reí por dentro y saqué otros cinco euros que los puse sobre la mesa apoyándole un dedo arriba, esperando a que el resto saque su plata y mirando con cara de malo, que probablemente todos hayan interpretado como cara de estúpido.
Entonces entré por una puertita, casi agachándome, a un lugar apenas iluminado por unos tragaluces. Las paredes eran de cemento y no había mucho más que una ventanilla sobre un costado donde pagué unos pocos dírhams. El de la ventana me informó que me tenía que quedar en calzones, dejarle todas mis pertenencias y pasar a otra habitación. Eso hice.
La otra habitación también era con paredes de cemento y un poco más oscura que la anterior. Enseguida apareció un anciano, también en calzoncillos, y con señas me dio a entender que me iba a hacer masajes. El anciano era pequeñito y tan gris como las paredes.
Pasamos a otro cuarto, donde algunos hombres descansaban en penumbras sobre un piso de cemento rodeando una especia de pileta vacía. El viejito se fue y volvió al rato con un balde de agua fría y otro de agua caliente. Con esas aguas, un jabón y una esponja rasposa, me fregó el cuerpo con todas sus fuerzas. Creo que, al borde del dolor, me sacó cosas que traía de España.
En un momento yo estaba boca abajo, recibiendo el estropajo en mi espalda y en los brazos, cuando se resbaló el jabón y quedó a medio metro de mi cabeza. Entonces vi que el viejito fue tanteando con sus manos el suelo, hasta encontrarlo. Ahí me di cuenta que era ciego.
Cuando terminó de bañarme y enjuagarme, empezó a darme unos masajes muy particulares, que me hicieron sentir en una sesión de contorsionismo. El clímax fue cuando, no sé cómo, el viejito ciego estaba debajo de mí y, por algún movimiento brusco, mis piernas volaron por encima de mi cabeza. Un instante después caí parado. El viejito me sonrió sin verme y se fue.
Yo me quedé ahí relajándome un rato. Después, por pura curiosidad, pasé a una habitación de la cuál salía vapor. Entré siguiendo el ruido de alguna corriente de agua que corría por una pared y avancé hasta donde la oscuridad y el vapor no me dejaban ver nada. Entonces me fui.
Mientras termino el libro, y para no dejar enfriar el blog, mando una historia de otro viaje que hice hace tiempo, en 2005. (Los diálogos son aproximados, mi memoria es buena para recordar conversaciones pero no llega tan lejos):
Había ido a Tailandia con mi amigo Pablo. Anduvimos por varias playas y sobre el final del viaje pasamos por Chiang Rai, al norte del país, cerca de Myanmar y Laos.
Uy… justo se me fue un taxi.
Después de visitar el Templo Blanco, la Casa Negra y lo que ahora es el Templo Azul (como para que no nos falten colores) quisimos hacer una caminata por la selva. El problema era que no encontrábamos mapas de la zona.
–Pablo, yo sé que siempre hacemos trekking independiente, pero me parece que esta vez podemos llegar a pegarnos una flor de perdida… No estamos consiguiendo mapas, nuestra brújula es de juguete y ni siquiera tenemos claro adónde queremos ir.
–Yo tengo ganas de caminar, hay que ponerle huevo… Si te la bancás, vamos.
–Está bien, me la banco.
Ese día fui a un cyber a buscar un poco de información de la zona y en un momento mi madre apareció online. Me quedé un rato hablando con ella en una charla algo incómoda por el delay que había entre los mensajes.
–Me cuesta hablarte, hijo, cada cosa que escribo tarda mucho en llegar.
–Tres.
–¿Qué?
–Nada, te estaba respondiendo a lo de antes.
–Esto es una mierda.
–Bueno, vieja, estoy del otro lado del mundo, lo raro es que podamos hablarnos.
–Es verdad, ¡qué impresionante!
–Me tengo que ir. Saludame mirando para abajo.
–Uy me mareo.
–Jeje
–Besos, hijo, cuidate.
–Besos, ma –escribí algo así y mis palabras debieron haber terminado de rebotar en un par de satélites antes de llegar a Buenos Aires.
La información que encontré en Internet no fue muy alentadora: la zona estaba desmilitarizada por conflictos con el tráfico de heroína y opio, manejados por grupos étnicos insurgentes. Y como dato extra, me enteré de que esa parte de Tailandia es una de las pocas regiones del mundo donde los tigres se conservan en estado salvaje.
–Che, Pablo, estaba pensando que podríamos hablar con alguien local para que nos haga simplemente de guía.
–Sí, puede ser.
No fue difícil. Después de un par de intentos conseguimos un tipo que accedió a marcarnos el camino por unos pocos bahts.
–Mmm… no estoy seguro… no creo que necesitemos guía –me dijo Pablo un rato después, mirando un dudoso mapa dibujado en un pizarrón colgado en una pared de un hotel.
–Aha… –dije yo.
–Acá figura que hay una ruta que lleva a unos geisers. Después podemos ir caminando hacia el sur hasta encontrarnos con este río –dijo, señalando un trazo horizontal de tiza azul– y de ahí, seguro vamos a encontrar algún bote que nos traiga a Chiang Rai… Si te la bancás, vamos por nuestra cuenta.
–Está bien, me la banco.
Entonces fuimos al mercado a comprar mosquiteros y plásticos para nuestras hamacas.
No, gracias, cucarachas no… dije mosquiteros.
Salimos con el equipo completo y, después de tres camionetas, llegamos a los geisers. Yo ya había intuido que no iban a ser gran cosa, por el hecho de que no habíamos visto ninguna foto (si el lugar valía la pena, ya se habrían encargado de publicitarlo más espectacularmente), pero lo que no me imaginaba era que se trataba de un poco de agua saliendo de un caño entre las piedras con un kiosquito al lado.
El kiosco era atendido por un tipo que sabía algunas palabras en inglés. Cuando le dijimos que éramos argentinos nos apodó Maradona y Caniggia.
También había este cartel de recompensa de narcos de la zona y el kiosquero se parecía a tres o cuatro.
Después le preguntamos cómo podíamos hacer para llegar a Chiang Rai desde ahí y empezó a explicarnos la ruta de las camionetas que acabábamos de hacer.
–Pero caminando… –aclaré.
–¿Cómo caminando? –preguntó el kiosquero con el ceño fruncido.
–Sí, caminando –respondí, mientras imitaba una caminata con los dedos índice y mayor de mi mano derecha y señalaba las montañas con mi mano izquierda.
–No sé caminando… no sabría decirles.
Nos despedimos amablemente y el kiosquero mantuvo una expresión de duda en su mirada hasta que nos fuimos.
A unos metros de ahí miré la brújula a ver para dónde marcaba el sur, y bien, marcaba hacia adelante. Le di un golpecito con el dedo y marcó para otro lado. Después miré la posición del sol y volví a golpear la brújula y marcó para otro lado más. Calculé un promedio entre todos los datos y seguimos camino. Solo eso teníamos en cuenta: ir siempre al sur hasta encontrar ese río que suponíamos que existía y que llegaba hasta Chiang Rai.
Derecho para allá.
Un poco después, al vadear un arroyo, encontramos un sendero que subía la montaña metiéndose en la selva. Entonces caminamos un buen rato cuesta arriba hasta que comprendimos que no era una picada sino una caída de agua. Pero seguimos, un poco arrastrándonos en las partes más complicadas y cacheteando de a cuatro o cinco mosquitos cada vez que revoleábamos las manos intentando espantarlos. Nos habíamos puesto repelente pero no parecía alcanzar.
En un momento escuchamos un disparo y nos quedamos quietos mirándonos y enarcando las cejas. Después seguimos trepando y al rato volvimos a escuchar otro tiro. También nos detuvimos, pero fue la última vez que reaccionamos ante los disparos que de a poco empezaron a hacerse más habituales.
Finalmente, después de una dura trepada quebrando ramas con las mochilas, llegamos bien transpirados a un sendero de verdad. Solo que el camino iba perpendicular al sur, o a lo que intuíamos que era el sur. Entonces seguimos hacia la derecha y caminamos algunos minutos antes de ver a un hombre que venía en sentido opuesto y cargando un arma larga en la espalda. Yo pensé en pegar media vuelta, pero calculé que ya era tarde.
A medida que fuimos acercándonos, fui sentí que el tipo nos miraba cada vez más fijamente; hasta que unos metros antes de cruzarnos elevó su mano derecha formando una curva hacia la espalda hasta agarrar el arma, sin dejar de mirarnos fijamente.
Listo, pensé, este es el fin.
–Hola… –dije entonces, forzando una sonrisa y agachando un poco la cabeza.
–¡BAN! –dijo enérgicamente el tipo, con una mano en el arma y la otra señalando hacia el oeste.
Según lo que había visto en Internet, en esa región ni siquiera se hablaba tailandés: se hablaban diferentes lenguas indígenas. Pero, con esa velocidad de pensamiento que te da la adrenalina, recordé que todos los nombres de los pueblos de la región terminaban en «ban» y asumí que la palabra ban significaba pueblo y que nos estaba indicando el camino hacia alguno. Es lógico que el tipo haya pensado que estábamos perdidos, no se le debería ocurrir otra razón de por qué estábamos por ahí.
Volvimos a sonreír, agachamos la cabeza en forma de saludo y seguimos por donde nos indicó. Pero como no queríamos ir al oeste, caminamos hasta perderlo de vista y volvimos a subir la montaña.
Más tarde encontramos un camino que parecía medio abandonado y apenas pudimos seguirlo entre la selva. El tipo del arma fue la última persona que nos cruzamos ese día. Y la otra cosa que no volvimos a cruzarnos desde más o menos esa zona fueron las vertientes de agua.
Cuando estaba por anochecer llegamos a una gran piedra con vista panorámica sobre un valle donde nos echamos a descansar. El lugar era notablemente agradable y los mosquitos, por alguna razón extraña, habían desaparecido.
Lo de atrás debe ser Myanmar, lo de adelante es Pablo.
–Sigamos –dijo Pablo después de un rato.
–Ya casi es de noche.
–Podemos seguir con las linternas.
–Ni en pedo, Pablo.
–Si te la bancás vamos.
–Está bien, me la banco.
–Vamos.
–Mentira, andá vos, yo ni loco. A duras penas podemos seguir el camino de día: de noche no podríamos hacer ni veinte metros.
Los tiros se escuchaban cada vez más espaciados. Después de un té con galletitas até la hamaca entre dos árboles, en una pendiente un poco alejada de la picada por temor a que pasara alguien. Después tendí una soga por encima de la hamaca, colgué el mosquitero y encima el plástico. Pablo hizo lo mismo un poco más abajo.
Andá a saber dónde estábamos.
Ahí fue cuando empecé a enroscarme con una preocupación: no le habíamos dicho a nadie a dónde íbamos. Al menos le podría haber avisado a mi madre cuando hablé en el cyber. Además, aparentemente estábamos en un lugar sin ley, la gente andaba armada, se habían escuchado disparos todo el día y si alguien pasaba y nos quería asaltar, hasta nos podía meter un tiro y nosotros no íbamos a hacer mucho más que pudrirnos en la selva. Y bueno, también empezó a rondarme por la cabeza la idea de los tigres. No suelen haber muchas noticias de ataques de tigres a personas, pero a veces ocurre y solo la remota posibilidad de encontrarnos al alcance del olfato de uno de esos grandes felinos ya me hacía sentís sus garras arañando la tela de la hamaca. En esos pensamientos estaba cuando escuché a Pablo:
–Julián, ¿estás dormido?
–No.
–Tengo un poco de miedo.
–¿De qué?
–De que nos choque una vaca.
–¿Eh?
–Es que hoy temprano cruzamos unas vacas y, como armamos las hamacas en una pendiente y está oscuro, puede que pasen corriendo y nos lleven por delante.
Yo empecé a preocuparme más: estaba en una zona de narcotráfico, con tigres y a dos metros de un pirado total.
En un momento se largó a llover y me sentí un poco más tranquilo. Si bien ahora estaba confinado a un mínimo espacio seco, me sentía más lejos de la visita de un extraño o de un tigre (o incluso de una vaca sonámbula). Solo éramos un par de vainas oscuras, rodeados de selva y lluvia. Creo que recién ahí, con el ruido de las gotas sobre el plástico, logré dormir un poco.
Nos levantamos al amanecer y caminamos hasta después del mediodía. En varias ocasiones pensé en volver: el camino se hacía cada vez más confuso, teníamos poca agua y, para comer, solo nos quedaban algunas galletitas. En un momento creo que casi llegamos al río, porque empezamos a escuchar música a lo lejos y el canto de un gallo. Pero el camino se hizo casi imposible de seguir después de una curva con pendiente, y los tiros empezaron a escucharse demasiado cerca. Entonces decidimos volver y desandar todo lo que habíamos hecho.
Al llegar de vuelta a la zona de los geisers encontramos una camioneta que nos acercaba a Chiang Rai. Subimos a la caja, arrancó y yo empecé a desvanecerme del sueño después de tanto esfuerzo y de haber dormido tan poco. Antes de cerrar definitivamente los ojos, cuando pasamos por al lado del kiosco, el kiosquero nos gritó sonriente: ¡Eh… Maradona, Caniggia… Goodbye, goodbye!