Teoría General del Humor

En Misiones crece el cucumelo, el hongo mágico (Psilocybe cubensis). Crece sobre la bosta de las vacas, típicamente la de los cebúes. Fue fácil encontrarlo: llovió, salió el sol, salimos a buscar y ahí nomás aparecieron tres ejemplares medianos, a metros de la cabaña, justo donde termina la selva y empieza el pastizal. Se reconocen fácilmente por su forma, su color y, sobre todo, porque al cortarlos se ponen azules. Encontrar hongos es como salir a viajar: sé que tarde o temprano ocurre y cuando ocurre me sorprende igual.

Muuuuu buenos

Los comimos esa misma noche porque ya estaban abichados. Esa es una característica del lugar: acá en la selva aparecen pequeños gusanitos blancos dentro de estos hongos azulados. Como los pitufos pero al revés. Habremos sacado unos cien, casi todos.

(Otro análisis muy diferente sobre esta historia lo publiqué en este número de la Revista THC)

Y así nos comunicamos con el cielo. Aparentemente Dios dejó a su mensajero agusanándose sobre la caca de las vacas. Seguramente se le ocurrió un día de benevolencia, después de crear a los mosquitos.

Entonces la psilocibina de los hongos atravesó el epitelio digestivo y pasó a la sangre. La sangre circula por todo el cuerpo. La psilocibina traspasa la barrera hematoencefálica, baña las neuronas y se pega sobre receptores del neurotrasmisor serotonina. Así las neuronas se sensibilizan y una ventana perceptiva se entreabre. Ahora está subida la barrera de asociaciones improbables. Entonces, una vez más, el techo de una cabaña se convirtió en tela araña.

Y yo te la araño.

Apagamos las luces. Los puntitos blancos de los leds de la linterna fueron dejando estelas violáceas, que pasaban progresivamente al índigo, luego al azul y finalmente simulaban extinguirse. Esas estelas siempre aparecen detrás de los leds, pero nunca las habíamos visto. Debe ser el alma de la luz. En las fotos no sale.

El alma de la luz

Entonces nos acostamos a meditar y cerramos los ojos para ver mejor. El cuerpo desapareció, entramos en la fosforescencia. Hubo un leve temor de no poder volver. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Algo incómodo me hizo regresar, un frío en algún lugar donde debía estar la panza. Después lloramos de la risa durante un rato largo.

El humor es una ventana a un lugar misterioso. Todo el humor es misterioso. Eso era lo que queríamos reflexionar con Vane en nuestra estadía en esta increíble cabaña con cascada. Desarrollar una teoría general sobre el humor y su origen evolutivo. Siempre desde la humildad que nos caracteriza.

No tenemos plata, somos gente humilde.

Esa noche, el hongo nos repitió que no somos seres pensantes sino seres hablantes. El lenguaje nos hizo especie. Habría estado mejor llamarnos Homo linguisticus. Los monos ya pensaban, las ratas ya razonaban mucho. El cerebro es el puente entre la interpretación y la acción. Pero el lenguaje une varios puentes en el espacio y el tiempo, para conformar otro gran cerebro, un super cerebro. No es que no exista en otros animales, pero eso fue lo que nos diferenció como especie, nuestro nicho: a los humanos se nos agrandó el lenguaje como el cuello a la jirafa. Hoy, en el futuro, todos los cerebros humanos funcionan como uno solo. Complejo, caótico, conflictivo y funcional, un gigantesco cerebro. Somos una sola entidad. Somos lenguaje.

Cuando disminuyó el aura de los objetos, pudimos concentrarnos. Vane dejó de llorar de la risa y abrió los ojos.

Entonces el hongo nos revela: “El humor es la detección de lo idiota”. Así de simple.

¿El humor es sorpresa? No siempre. A veces un video humorístico nos causa más risa la segunda vez que lo miramos. Y no toda sorpresa es humor. La sorpresa no es la causa, sino que acompaña y correlaciona, porque la detección de algo inesperado (lo idiota o lo no idiota) suele ser sorprendente.

¿El humor es poner algo donde no va? No siempre. Si alguien desprevenido se derrama la taza de café por mirar la hora en su reloj, nos reímos y, en ese caso, no parece haber nada fuera de lugar. Tal vez en muchos otros casos, el humor sí suela tener elementos desubicados, pero eso es porque algo fuera de su contexto tiende a generar errores cognitivos fácilmente detectables. Errores cognitivos, errores de entendimiento, errores de interpretación, una expresión de “lo idiota”.

Menos gracioso fue sacar algo de donde no va

¿En el humor siempre hay un cambio de dirección? No siempre. En el humor de observación no parece haber un cambio direccional evidente. Por ejemplo: “¿Vieron lo difícil que es dar la hora cuando alguien te la pregunta en la calle?”. Darnos cuenta de eso nos resulta gracioso y no veo, en este caso, un gran cambio de dirección de ningún tipo. Pero sí es común verlo en otros estilos de humor, ya que un cambio direccional (narrativo o lógico) tiende a producir un error de anticipación de los hechos en nuestro cerebro. Creemos que va a ocurrir una cosa y ocurre otra. Encontramos “lo idiota” en nosotros mismos.

¿En el humor siempre hay una víctima? No siempre. En los chistes de juegos de palabras no parece haber una víctima. O al menos no nos estamos riendo necesariamente de alguien. En otros estilos de humor sí es común que haya víctimas, y eso es porque muchas veces “lo idiota” suele padecerlo alguien (personas en particular, nosotros mismos o un personaje ficticio).

En cambio, lo que sí ocurre siempre que nos reímos es la detección de “lo idiota”:

Alguien se tropieza y nos reímos de “lo idiota”, de un cerebro que no supo anticipar el movimiento correcto.

Nos reímos de un payaso al verlo actuar, nos reímos del personaje, un personaje que falla, una ficción de “lo idiota”.

Nos reímos con el humor absurdo. Nos causa gracia la lógica delirante, sin normas fijas, a la deriva. Un sujeto que aparenta no registrar su anormalidad.

Nos reímos de los chistes con temas tabú: alguien interpreta a un personaje que no logra cumplir las reglas sociales y eso es gracioso.

Hacemos un juego de palabras y nos reímos en el momento exacto en que detectamos una segunda lógica, una lógica equívoca, algo posible pero extraño, una lógica emergente que se guia por los sonidos de las palabras o por significados alternativos pero descontextualizados. Y a veces de nosotros mismos, por tardar en comprender una intención de significado oculto.

Si no los hago reír no pasa nada, tengo otro chiste anotado en el machete.

Y, por supuesto, también nos reímos de nuestros cerebros cuando fallan en anticipar la narración de un comediante que nos hizo creer que iba a decir algo y dijo otra cosa.

El humor y la risa son comportamientos relativamente complejos y están en nosotros por una razón evolutiva: el humor es la recompensa por la detección de “lo idiota” y la risa es un proto lenguaje. Primero nos causa gracia y felicidad detectar el error e inmediatamente suele sobrevenir la risa (especialmente si estamos en compañía). La risa, como el bostezo, es una señal involuntaria y contagiosa, una señal de manada. El bostezo es una señal sonora y gestual que dice: “Estamos cansados y no hay peligro cercano; relajémonos y durmamos”. La risa es una señal sonora y gestual que enuncia: “He detectado lo idiota, presten atención, detectémoslo todos, sepamos que es un error y seamos felices al reconocerlo”. Y también dice: “Eso es un cerebro equivocándose, identifiquémoslo y procuremos no hacerle mucho caso”. Y además: “Yo soy quien detecta los errores, soy inteligente, seguidme”. Incluso a veces dice: “También puedo reírme de mis idioteces, porque sé detectarlas y corregirlas”. Y sobre todo: “Yo poseo genes que me hacen inteligente, aparéense conmigo”.

Hay quienes piensan que el humor es una descarga, un salvo conducto, una catarsis o un mecanismo de defensa; pero eso es no pensar bien la evolución. Todas nuestras características (exceptuando contados casos) tienen una razón evolutiva. Y pensando evolutivamente, un determinado comportamiento no puede cumplir la función última de alegrarnos o aliviarnos el dolor sino al revés: un sentimiento agradable cumple la función de guiar un determinado comportamiento. Si el fin último deseado fuera la felicidad o el alivio del dolor, el cerebro no tendría más que ser simplemente feliz o darse analgesia automáticamente; sería una capacidad simple y no necesitaría de nada más complicado. El humor y la risa son procesos mentales y comportamientos relativamente complejos y es por esa razón que deben tener una función final práctica para que se mantengan tan conservados en nuestra especie. Tiene más sentido pensar que el humor es una recompensa para guiar el comportamiento hacia la detección de errores mentales, la detección de “lo idiota”. La interpretación del mundo exterior requiere asociar ideas y luego evaluar esas asociaciones para descartar las que aparentan ser menos probables. El humor nos recompensa al afinar la interpretación de nuestros sentidos. Y la risa se encarga de la comunicación social de la detección de errores mentales resueltos, es decir, para la propagación de esa información en la manada. Y finalmente, ayuda a la selección sexual de los buenos detectores para que esa capacidad se perpetúe en nuestra especie.

Hay una condición extra: el humor solo se da en un clima de relativo relajo y bienestar. Si “lo idiota” es grave, puede ganar la situación de alerta o de tristeza y el humor no aparece. Las señales compiten y el estrés o depresión ganan e inhiben al humor. Incluso no se da el humor si el peligro o la tristeza vienen por fuera de la situación hilarante.

Pero todo eso no lo digo yo, nos lo dijo el hongo, que como bien se sabe es una droga y las drogas confunden.

Ahora abandonamos la cabaña y viajamos hacia Puerto Iguazú. Tengo un amigo allá que nos invita al parque y nos contacta con unas comunidades guaraníes. Acamparemos con ellos.

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Misiones posibles

En un cruce de rutas correntinas hicimos dedo durante ocho horas sin éxito (a veces pasa). El sol, de a poco, fue acercándose a los pastizales. Luego un obrero vial salido de la nada se nos sumó al intento de dedo y nos dijo que, con suerte, nos levantaría algún conocido de su pueblo pero si no, de todos modos, a las ocho y media pasaría un único bus, y si queríamos tomarlo íbamos a tener que hacer señas con luces, de otro modo no nos vería y seguiría de largo. Entonces a las ocho y cuarto comenzamos a mover nuestras linternas en la oscuridad a todo lo que de lejos se pareciera a un bus. Finalmente el Crucero del Norte clavó los frenos, corrimos detrás de las luces rojas y subimos los tres. Un par de horas después, el obrero vial bajó en Álvarez, su pueblo natal. Nosotros seguimos hasta Santo Tomé, el primer lugar con camping y rotonda. Era uno de esos pueblos del interior que se suelen conocer solo por casualidad. Esas pequeñas ciudades donde no ocurren demasiados acontecimientos fuera de lo ordinario. Por ejemplo, rara vez muere alguien asesinado. Algo que sería una gran noticia para un par de miles de personas. Y si por algún capricho probablemente más o menos intencional trascendiera en los noticieros nacionales, entonces se convertiría en una mínima preocupación de unos cuantos millones. Pero seguramente aún sería un suceso que pasara desapercibido para miles de millones de personas en el mundo. Hay tanta gente que vive en Santo Tomé y que yo ni sospechaba de su existencia, humanos con sentimientos parecidos a los de cualquiera. Tal vez muchos de ellos nunca piensen en mudarse. Adonde escarbemos hay gente, similar y anónima. En el futuro somos muchísimos.

Acampamos en el camping libre municipal, un agradable terreno ondulado con árboles y parrillas semi abandonadas detrás de un puesto de vigilancia de prefectura. Antes de armar la carpa grité hacia la cabaña elevada, pero nadie contestó. Acampamos mirando hacia el río que corre ahí abajo, y hacia las montañas del Brasil, solo un poco más allá, a tiro de cañón inexistente. Luego, mientras cocinábamos en la oscuridad iluminando la hornalla portátil con las linternas, alcancé a ver al hombre de prefectura ayudando a una mujer a bajar por la endeble escalera de madera.

A la mañana siguiente, desde fuera de la carpa alguien preguntó por El Colombia. Nosotros respondimos que no éramos. “Es el que me cagó anoche” respondió la voz en retirada y a modo de disculpas.

Ya saliendo del camping, cargando las pesadas mochilas y con el sol aún bien bajo y detrás de las nubes, nos cruzamos a dos hombres que venían paseando tetras.

–Hola, yo soy el que antes preguntó por El Colombia –dijo el más canoso y yo le tendí la mano.
–¿Qué te hizo El Colombia?
–Otro día te cuento –contestó sonriente.

Nos reímos.

–¿Ya desayunaron? –preguntó.
–Sí, gracias.

En el camino a la ruta un hombre nos regaló pomelos y, ya en la rotonda, tuvimos toda la suerte que nos faltó el día anterior: un camión nos levantó a los cinco minutos de comenzar a hacer dedo. El brasileño Silas se salteó las normas de la empresa, freno las cuarentaicinco toneladas y anotó el código de apertura de la puerta del acompañante en el teclado portátil. La señal rebotó en algún satélite y bajó a Sao Paulo. Otra señal volvió a subir para regresar al camión y habilitar la puerta. Entonces Vane y yo trepamos a la cabina. Pensábamos que Silas podría adelantarnos un par de pueblos acercándonos a Misiones o, con suerte, llegar hasta la rotonda de desvío a Posadas pero, debido a una de esas agradables casualidades que a veces ocurren, el recorrido del camionero continuaba aún más por nuestra particular ruta (la catorce) y entonces, después de unas cuantas horas e incontables subidas y bajadas de asfalto gris oscuro sobre tierra colorada entre la selva y las plantaciones de yerba mate, nos dejó en San Vicente. Luego él y su carga de veinticinco mil kilos de queso cruzarían a Brasil por la poco conocida frontera de Dionisio Cerqueira para llegar, cinco días después, al lejano nordeste brasileño, cerca de Fortaleza.

Vamos pra o Brasil, propuso Silas y por un momento dudamos tentándonos con la posibilidad de un gran salto hasta las exageradamente blancas playas del Caribe, pero nos mantuvimos en nuestro plan y bajamos en San Vicente. Luego, un micro hasta El Soberbio, donde acampamos y descansamos un par de días en el camping Puerto do Mario, una vez más con vistas a Brasil. Ahora estábamos en el poco visitado Este de Misiones, donde el portuñol se habla hasta en las escuelas. Finalmente tomamos un destartalado bus que fue subiendo y bajando por la ondulada ruta provincial número 2, que va conectando una o dos colonias (además de varias casitas de madera que aparecen cada tanto) donde viven rubios aindiados que hablan más portugués que portuñol y que alguna vez desmontaron parches de selva y ahora siguen surcando la tierra colorada con arados tirados por bueyes.

Entonces, guiados por el GPS, supimos bajar del colectivo a pocos metros de nuestro destino de estos días: la casa que nos prestó mi amigo Luis Riquelme, una cabaña en la selva, un elevado octógono de madera con tejas de madera y balcón de madera.

El balcón tiene vista a los árboles y a un arroyo con cascada. Un lugar ideal para reflexionar sobre algo que venimos pensando con Vane.

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Litoral y Brasil 2017

Empezamos el viaje del 2017, que me parece el futuro. Digo la fecha, 2017, cuanto más la miro más me da la sensación de ser una fecha del futuro. Vane dice que es porque estoy viejo, lo dice sonriente. Estoy de acuerdo, supongo que no estamos en el futuro de un milenial. Aunque no sé bien qué es un milenial.

Vamos hacia el Amazonas.

Me llevo el libro que acaba de sacar Martín Castagnet, Los mantras modernos, ciencia ficción en un futuro cercano. En la página 49 unos ancianos de un geriátrico piden computadoras para mirar porno.

Empezamos haciendo dedo en la rotonda de Zarate, que es como estar viejo a destiempo. Nos pusimos en la salida de la YPF, a metros de la rotonda, un buen lugar para inclinar el pulgar hacia el norte. Primero nos llevó una pareja joven en una camioneta Toyota. Las camionetas nuevas tienen computadoras. Hoy en día, en el futuro, ningún humano posee todo el conocimiento necesario para fabricar un vehículo completo. Una misma persona no puede saber cómo hacer el caucho para las cubiertas y al mismo tiempo saber programar la computadora que controla el motor. Una misma persona no puede saber cómo hacer un parabrisas, un carburador y una placa madre. Es más, un solo individuo no puede programar una computadora y al mismo tiempo conocer todo el fondo matemático que hay detrás de ella. Vivimos necesariamente en una red de personas encastradas en sus trabajos y conocimientos hacia la nada. Una red caótica y funcional.

Después nos llevaron más camionetas tecnológicas y un auto viejo conducido por un adventista descreído de la teoría de la evolución. Nos regaló un libro con consejos para comer sanamente.

Estuvimos en el palmar de Colón, Entre Ríos, y ahora estamos en los esteros del Iberá, Corrientes. Acá, hoy en día, en el futuro, ocurre algo que tal vez nunca haya pasado en la historia de la humanidad: muchos animales silvestres ya no le temen a las personas. Pudimos acercarnos a dos o tres metros de carpinchos (Hydrochoerus hydrochaeris), zorro de monte (Cerdocyon thous), vizcachas (Lagostomus maximus), mulita pampeana (Dasypus hybridus), corzuela (Mazama gouazoubira), yacarés negros (Caiman yacare) y ciervos del pantano (Blastocerus dichotomus).

En Corrientes también crecen hongos visionarios (Psilocybe cubensis), que son la comida del futuro.

Vimos atardeceres psicodélicos (antes de comer los hongos).

Luego vimos amaneceres con los ojos cerrados. Y cosas así andábamos observando (y otras tantas con los ojos abiertos) acostados durante horas junto a una familia de carpinchos en el borde de la laguna, cuando un ciervo se nos acercó para pastar en el agua.

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El LIBRO

Muerte, literatura y final del viaje

Bolivia es mi lugar preferido, un país con buena gente.

Como por ejemplo: Liliana y Edmundo. Al salir de la selva y conectarme a internet, vi que tenía un mensaje de Liliana. Ellos andaban cerca y nos invitaban a recorrer el río Ichilo en barco visitando otras comunidades yuracaré. Era una gran coincidencia, hacía tiempo que queríamos encontrarnos y ahora estábamos a pocos kilómetros. Liliana Colanzi y Edmundo Paz Soldán son excelentes escritores bolivianos y los recomiendo muchísimo. Viven en Ithaca, New York, pero en esos días andaban visitando sus tierras de origen y felizmente podíamos encontrarnos.

La excursión partía desde el pequeño pueblo de Puerto Villarroel. Con Vane llegamos un día antes y enseguida sentimos un clima particular, cierta quietud, cierta solemnidad poco habitual. Sobre el pequeño puerto, un par de decenas de personas miraban el río, hacia lo lejos. Dos o tres lloraban.

Nos hospedamos en un hotel simple y prolijo, unas cuantas habitaciones básicas rodeando un patio de baldosas. El dueño del hospedaje nos explicó que se había ahogado un hombre en el río y que todavía no lo encontraban. Una vez más habíamos llegado el mismo día que la muerte, como nos ocurrió en Ancasti, Tatón, Llica.

El cuerpo apareció al día siguiente, un poco comido por los peces. Liliana y Edmundo también aparecieron ese día. Y nos enteramos de que el ahogado viajaba en el barco que habíamos contratado y ahora Paúl, el capitán, se encontraba en Cochabamba arreglando sus eventuales problemas con la policía.

Esa tarde, deambulando por el sombrío pueblo y charlando con sus habitantes, nos enteramos de más detalles del accidente. Un tipo de Oruro, que no sabía nadar, bajó en lo pandito, sin chaleco, y caminó más de lo debido. Las lluvias vuelven traicionero al río, dijo alguien. El hombre se hundió de repente. Paúl se lanzó a rescatarlo, pero no encontró nada en las aguas terrosas.

Entonces Ronald, amigo de Paúl, se ofreció a llevarnos.

En la mañana siguiente salimos de Puerto Villarroel en un pequeño barco de madera, techo de lona y mini motor fuera de borda. Bajábamos por el Ichilo, un río de aguas marrones y muchas curvas. El viento nos libraba de los mosquitos.

La primera comunidad que visitamos se llamaba Tacuaral y al llegar nos enteramos de que, casualmente, en ese día y en ese lugar estaba por comenzar una reunión intercomunitaria. El resto de las comunidades de la zona iban a estar casi despobladas, excepto una llamada El Pallar, una población yuracaré-moxeña que por razones de conflictos étnicos no iría a la reunión. Esa comunidad disidente sería nuestra mejor opción para dormir esa noche.

En Tacuaral preguntamos si podíamos visitar alguna laguna. Las lagunas de la zona son antiguos cursos del río que, al modificar su cauce, fue dejando largos tramos de aguas estancadas, donde se puede ver animales en abundancia, como aves acuáticas, capibaras y yacarés. Dijeron que no había problema y le explicaron a Ronald cómo llegar a una comunidad con laguna. No habría nadie ahí pero podíamos pasar. Incluso nos comentaron que habían dejado un bote en la orilla y podíamos usarlo para recorrer el pantano.

Seguimos bajando por el Ichilo hasta encontrar las marcas que solo Ronald podía distinguir. Después de amarrar el barco subimos por un terraplén y caminamos un rato tierra adentro por cañaverales y monte.

Al llegar a la laguna fue fácil encontrar el bote. También fue fácil encontrar el primer yacaré (Caiman yacare), era uno grande y estaba muerto sobre el bote. Tenía un machetazo en la nuca y un tiro entre los ojos. Por la precisión de las heridas, Ronald dedujo que se habría enganchado en redes de pesca y lo sacrificaron.

–¿Y no se los comen?
–A veces sí, la cola… pero a este no, ya se la habrían cortado.

Navegamos un rato por la laguna paseando un yacaré muerto.

De vuelta en el Ichilo, continuamos bajando hasta que nuestro río se juntó con el río Chapare para formar el Mamorecillo y, un par de kilómetros después, llegamos a la empaquetadora de bananas, nuestro último destino del día. Un lugar raro, según Ronald, es lo único que hay por la zona. Y luego agregó que no estaba seguro de que fuéramos bienvenidos y que mejor no dijéramos que íbamos a visitar sino a comprar.

–No hay problema, también podemos comprar unas bananas.
–No, aquí no se venden bananas.
–Ah… ¿Qué se supone que vamos a comprar?
–Gaseosas.

Me pareció muy extraña la idea de comprar gaseosas en el medio de la nada.

Amarramos en un muelle, trepamos el terraplén y caminamos unos quinientos metros hasta unos tinglados que cubrían maquinaria agrícola antigua que parecía estar en reparación. Detrás de los galpones alcancé a ver a algunos indígenas colgando grandes cachos de bananas en ganchos y sumergiéndolos en piletones. Ronald siguió caminando y nos guio entre casuchas de madera, hasta un patio formado por una cancha de futbol rodeada de viviendas básicas. Eran todas iguales, un cubículo de madera con galería en el frente. Ahí vivían los empleados de la empaquetadora con sus familias. Una de las casuchas había sido convertida en una pequeña despensa donde compraríamos un par de gaseosas.

Mientras descansábamos a la sombra de una de las galerías, Liliana se distrajo charlando con un niño que tenía tres o cuatro bagres de mascota, nadando en círculos dentro de un balde.

–¿Y les das de comer?
–No, solo duran tres horas vivos.

Después nos contó que su hermanito también había muerto. De susto, dice.

Más tarde remontamos el río lentamente con nuestro pequeño motor. Por suerte pudimos llegar de día a El Pallar, la comunidad disidente. Ahí pedimos permiso para acampar, armamos las carpas y fuimos a bañarnos al Ichilo.

Por la noche preparamos la cena con agua del río. No me hacía mucha gracia usar ese líquido tan poco cristalino, pero no hay otra opción por ahí. Cocinamos en nuestra hornalla portátil, alumbrándonos con linternas, espantándonos los mosquitos. El plan de Ronald era acostarse en el barco sin cenar, pero no fue difícil convencerlo de probar un plato de nuestros fideos.

–¿Y a qué te dedicás, Ronald?
–Pesco.
–Aha…
–Blanquillos… Con la mano… Con grasa de vaca y una linterna. Cuando se acercan los voy sacando de a uno.

Nos mostró una herida fresca y roja entre el dedo gordo y el índice de la mano derecha. Un pez agresivo.

A la mañana siguiente volvimos a remontar el Ichilo ya de regreso a Puerto Villarroel. Esta vez navegábamos con un poco más de corriente en contra. Íbamos tan lento que el viento apenas alcanzaba para espantar los mosquitos. Pero a mitad de camino nos encontramos con Paúl. Nos abordó en movimiento amarrando su barco al nuestro. Luego nos arrastró con su motor más potente. Había venido a buscarnos para disculparse por su ausencia debida a al pasajero ahogado.

Desayunamos en el barco, hirviendo agua del río. El líquido apenas cambio de color al agregarle el café y la leche.

Los últimos días del viaje lo pasamos en la tranquila ciudad de Santa Cruz, descansando y disfrutando de la compañía de Liliana y Edmundo.

Finalmente viajamos en bus directo a Buenos Aires. No era nuestra voluntad terminar el viaje en ese momento, pero unos trámites burocráticos nos trajeron de vuelta al barrio.

Muy pronto regresaremos a las rutas.

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Lejanas comunidades del río Ichoa

Caminamos cerca de una hora subiendo el poco conocido río Moleto. Íbamos con la energía renovada por el optimismo de poder avanzar más de lo esperado. El vado resultó ser una amplia curva donde el cauce se ensanchaba justo antes de angostarse y girar levemente hacia el Este para luego volver abruptamente hacia el Oeste (16°24’54″S, 65°54’15″W).

En lo más profundo del cruce, el agua apenas nos llegaba a la cintura. Y sí bien el fondo del río era mayormente de piedra, al llegar al borde nos enterramos en el barro arenoso. Con los pantalones mojados y los pies embarrados, entramos en cañaverales tapizados de hojas podridas que habían dejado las últimas crecidas.

Después más barro y arroyos, para finalmente entrar en la selva tupida. Durante dos o tres horas seguimos por un sendero húmedo e interrumpido por árboles caídos y pequeños ríos sin nombre, de aguas cristalinas e infestadas de peces.

Poco antes de llegar a El Carmen, Paulino, con cierta inseguridad en su voz, pidió que dijéramos que él no nos había traído, que simplemente nos habíamos cruzado en el camino. Dije que sí, a pesar de que la historia era totalmente inverosímil, ningún extraño recorre esos lugares y nunca hubiéramos llegado sin alguien que nos guíe. Pero los recelos y los conflictos entre etnias son así, requieren de ciertos modos en el habla. Cuando uno conversa con un cacique, es más importante lo que se dice y cómo se dice, que lo que realmente haya ocurrido.

El Carmen (16°23’18″S, 65°56’24″W) me pareció la comunidad más agradable que he visitado. Unas veinte chozas rústicas invadidas por la vegetación.

Es una pequeña población junto al casi inexplorado río Ichoa, lejos de todo. Ahí la cultura occidental llega muy diluida: en las ropas, en las herramientas, en el conocimiento del español. Incluso el dinero se usa poco en esta comunidad sin negocios.

El cristianismo está presente como suele ocurrir en casi todas las aldeas moxeñas desde la época de los jesuitas, pero en este caso, lo que quedaba en forma material eran tan solo los vestigios de una capilla: apenas un techo de paja derruido, un viejo tambor colgado de un palo y una mesa de madera que imaginábamos que alguna vez sirvió de altar.

Fue fácil encontrar a Juan, el cacique corregidor, un hombre alto y flaco, de movimientos tranquilos y palabras pausadas, y a María, su mujer, una joven alegre, generosa y de dientes muy blancos. Ellos, probablemente percibiendo nuestro cansancio, enseguida nos convidaron con guineos y nos recomendaron que acampáramos bajo el techo de la antigua capilla. Nos contaron que estaban por construir otra, junto con un nuevo cabildo (así llaman a su lugar de reunión, por antiguas influencias de los jesuitas), pero que estaban atrasados por los problemas económicos que venía teniendo la comunidad. Después Juan leyó el permiso de la SERNAP detenidamente y noté cierta desconfianza en sus gestos.

Fueron días silvestres. Nos bañábamos en el río desafiando a los mosquitos y los jejenes.

Comimos los frutos que iban madurando en los árboles (bananas, plátanos, guineos, chirimoyas, papayas, guayabas) y los pescados que comprábamos a uno de los vecinos.

Los momentos de mayor relajo fueron en los que armábamos la hamaca con el mosquitero junto al río. Al irse el sol, la oscuridad de la selva se llenaba de bichitos de luz.

Una noche desperté al sentir que algo me arañaba la espalda. Cuando prendí la linterna Vanesa ya estaba sentada. Lo que recién me había caminado desde la cintura hasta el omóplato derecho, antes se había enmarañado en los rulos de Vane y ahora estaba agarrado a la bolsa de dormir con sus patas y sus alas negras. Agarré al murciélago con una remera y lo sacudí fuera de la carpa para que volviera con los otros cientos de su especie que durante la noche volaban a nuestro alrededor y durante el día dormían en el abandonado techo de paja de la capilla. Son murciélagos vampiros, esos que chupan sangre; el que entró iba a explorarnos hasta encontrar la piel blanda que tenemos entre los dedos de los pies o de las manos. Me dormí pensando que tuve una gigantesca suerte al encontrar una compañera de viaje que se toma con toda tranquilidad la presencia de un murciélago en la carpa.

Uno de esos días comprendimos que lo que en apariencia es una sola comunidad en realidad son dos. A solo mil metros de El Carmen está la comunidad de 3 de Mayo, donde apenas viven seis familias en forma permanente. La única razón por la que no conforman una sola población es porque en El Carmen son moxeños trinitarios y en 3 de Mayo son yuracaré. Las leves diferencias entre ambas etnias (aparentemente los moxeños son más previsores y los yuracarés más despreocupados) los han mantenido pacíficamente separados hasta el presente, aunque las distancias suelen ir achicándose con los matrimonios mixtos.

Se cree que estas tierras no eran originalmente de los yuracaré, sino que llegaron de más al sur. Como dice Erland Nordenskiöld en su libro Indios y blancos, escrito en 1911: “En las profundidades del bosque hay yuracaré que viven ajenos a cualquier influencia directa de los blancos. Huyen a estas zonas para no tener que pagar sus deudas a los blancos. Puedo asegurar que no es nada fácil llegar hasta allí para apresarlos”.

En 3 de Mayo nos encontramos con Grover, un médico de mirada inteligente y sonrisa amistosa que se encarga de recorrer estas comunidades. Él y un maestro rural son los únicos foráneos que transitan la zona. Grover había llegado el día anterior en su canoa y se lo veía muy contento de charlar con nosotros. Nos contó que la región está bastante libre de enfermedades endémicas y que si bien estamos en zona de malaria, hace años que no ve un brote por ahí. Según él, los mayores problemas son la desnutrición infantil (más por razones culturales que económicas) y, sobre todo, el alcoholismo. Dice que el trago pega más duro en los yuracarés que en los moxeños. También la depresión y el suicidio. Nos contó que no es tan común que un moxeño decida acabar con su vida, pero en cambio, solo en el último año tuvo tres casos de yuracarés que decidieron tomar una buena cantidad del insecticida de los cultivos de coca. Tres personas en un año es algo notable en una población tan pequeña. Nos contó que, además, los yuracarés no acostumbran a usar cementerios, entierran a los difuntos en algún lugar del monte y ya no vuelven a visitarlos.

–¿Y dónde está el cementerio de los moxeños?
–Del otro lado del río, pero no vayan, no creo que lo consideren respetuoso.

También nos contó que le daba la sensación de que las comunidades yuracaré estaban desapareciendo. Cada vez son menos, las familias se van y ya solo vuelven de vez en cuando.

–Queremos visitar Santa Rosita… ¿Sabe si alguien puede llevarnos?
–No creo que puedan en esta época. Las aguas están altas. Se necesita una canoa grande y mucho esfuerzo. Yo hace seis meses que no voy por ahí.
–Qué pena.
–Sí, el camino es muy lindo… Hasta que no vi eso, no imaginaba que hubiera lugares así. El río se mete entre las montañas, hay rápidos. También hay pozones con peces gigantes. Los peces no escasean por allá, los dorados te saltan a la canoa.

Santa Rosa es la última comunidad de la zona. O eso es lo que se cree, porque también se especula con que, río arriba, haya tribus no contactadas. Y si bien tengo muchas ganas de llegar hasta Santa Rosita, creo que no va a poder ser en este viaje, deberíamos volver a intentarlos cuando acaben las lluvias.

A pesar de las recomendaciones del médico, una tarde en El Carmen, por pura presión social, no pude negarme a un vaso de chicha. Unos minutos antes me había asomado a ver a un niño que me pareció demasiado blanco y demasiado inmóvil recostado sobre una cama de madera. El padre me detuvo y me explicó que los bebes no se pueden ver sin el permiso de las madres. La situación se había puesto un poco tensa y estimé que aceptar y tomarme todo el cuenco de chicha iba a amenizar el clima. Esa noche dormí en la hamaca, de a intervalos. Miné de diarrea los pastizales aledaños a la carpa. Pasé muy malos ratos teniendo que salir de la hamaca a cada rato para bajarme los pantalones aguantando las náuseas entre los pastos húmedos y los mosquitos salvajes. La chicha es básicamente la fermentación de algún vegetal con diferentes tiempos de estacionamiento. Acá las producen de mandioca, maíz o palta. Cuando está recién hecha no es tan problemática pero, con los días, los mismos microrganismos que le van aportando el alcohol al brebaje se van convirtiendo en un ejército difícil de afrontar en un intestino no muy acostumbrado.

–Tenemos un poco de miedo de que se nos caiga el techo encima –le confesamos a María una de esas tardes.
–Ah, no se preocupen, solo se caen con tormentas grandes.

Dos noches después el viento y la lluvia sacudían la selva. Nos despertó la caída de un parante del techo que fue a partirse sobre un banco a centímetros de nuestra carpa. Toda la estructura parecía a punto de ceder. Teníamos que salir de ahí. Juntamos la hamaca, el mosquitero y las bolsas de dormir y nos tapamos con un plástico para correr bajo la lluvia hasta la casa de Juan y María. Los despertamos en mitad de la noche, a ellos y a los niños.

–Cuelguen la hamaca bajo el techo del fogón, si quieren –escuchamos que proponía Juan desde dentro del mosquitero.

La armamos entre la oscuridad y los estallidos de la tormenta.

Al día siguiente amaneció despejado y decidimos partir antes de que nuevas lluvias nos dejaran aislados por las crecidas de los ríos. Armamos las mochilas y nos despedimos de todos.

Como ya conocíamos el camino, fuimos a buen ritmo, solo nos perdimos un par de veces entre los cañaverales, pero no fue difícil reorientarnos.

Nos costó apenas cuatro horas llegar al pueblito de Ichoa.

Era domingo y había camión. Compartimos la caja con dos niños yuracaré de once y doce años. Ellos viajaban a Isiboro, a trabajar en los campos de coca de los colonos.

Iban contentos. Les gustaba trabajar. Unas semanas después los colonos venderían las hojas a los narcos y los niños llevarían anécdotas y algo de dinero a sus padres yuracaré. Los padres yuracaré caminarían felices hasta el pueblito de Ichoa para comprar ropa para los niños, útiles para el colegio, arroz, alcohol 96% y fertilizante e insecticida para sus pequeños cultivos de coca. Algunos padres yuracaré tomarían alcohol 96%. Otros tomarían el insecticida.

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Coraje yuracaré

Saqué una petaca de mi mochila, era lo que correspondía. El momento de llegar a las comunidades es un momento tenso, todas las miradas están sobre nosotros, no saben a qué venimos y desconfían. Ellos estaban tomando y nos invitaron. Yo no podía decir que no, hubiera sido la peor carta de presentación. Y colaborar con algo era lo mejor que podía hacer. El plan tampoco estaba del todo mal. Veníamos cansados de cargar las mochilas, el sol estaba fuerte, las chicharras gritaban en la selva. Descansar y charlar bajo un techo de paja era lo más apropiado.

Estaban tomando cerveza mezclada con alcohol 96%. Éramos cinco o seis alrededor de una mesa de madera. Las mochilas quedaron tiradas junto a uno de los parantes. Vanesa sacó el permiso de la SERNAP. Leo Dan lo leyó sonriente. Leo Dan es sonriente. Nos dijo que eso estaba muy bien, lo de venir con permiso. Entonces entendí que no lo necesitábamos. Más tarde entendería que no lo necesitábamos porque, a diferencia de San José donde son moxeños trinitarios, acá en San Antonio son de la etnia yuracaré, y a los yuracarés no les preocupa demasiado las normas, viven el día, fuera del tiempo, fuera de muchas reglas.

Yo intentaba tomar de a pequeños sorbos, para durar. Pero me pidieron “seco, seco” y enseguida comprendí que se referían a lo que nosotros llamamos “fondo blanco”. Así tomaban, cargando un poco de alcohol con cerveza, bajándolo de un trago y pasando el vaso. Acepté un seco y enseguida me llegó la obligación de otro.

–Yo soy Michael… ¿Te acuerdas cuando fuimos a pescar?

Habían pasado tres años y medio desde mi anterior visita a la comunidad, aquella vez en que fuimos a pescar un par de días río abajo por el Moleto, hasta la confluencia con el Ichoa, con el padre de Leo Dan y con dos niños preadolescentes llamados Ismael y Michael, ambos fuertemente armados con arcos, flechas y rifles. Ahora ese niño era un adolescente que tomaba alcohol a nuestra par. Luego llegó Claudio, el padre de Leo Dan, y recordamos la historia entera, riéndonos bastante. Y brindando.

–¿Quién fue el último gringo que anduvo por aquí?
–Tú.

Me sorprendió que nadie se acercara a la zona en estos años.

En algún momento Leo Dan se dio cuenta de que era conveniente que armáramos la carpa antes de perder nuestras capacidades motrices. Entonces nos acompañó hasta una cabaña en desuso para que nos instaláramos ahí. A la vuelta una familia nos llamó desde otra cabaña y nos acercamos a saludar. Era la casa de Aldo y estaban tomando licor de menta con leche caliente. Cuando se acabó, seguimos con el alcohol 96% rebajado con un poco de agua.

Yo convidé hojas de coca paceña, ellos me convidaron coca chapareña. Charlábamos con Aldo, que tiene treinta y cinco años, con la mujer, de treinta y cuatro y con el padre de sesenta y cinco. El hombre mayor hablaba con nosotros acostado y relajado sobre una rústica mesa de madera. También conocimos a los seis niños de la familia. Tres eran hijos de ellos y los otros tres, del hermano de la mujer. Sus padres se habían suicidado, o como le dicen ahí: habían tomado coraje. Más tarde nos enteraríamos de que es muy común el suicidio entre los yuracarés. Normalmente lo hacen tomando veneno.

Cuando pregunté por chamanes y plantas sagradas, la mujer de Aldo me señaló un floripondio a solo unos cuatro o cinco metros. No lo había reconocido porque no estaba en flor. Nos contó que hacían vapores hirviendo las hojas de la planta.

–¿Y no toman el líquido?
–¡No! ¡Si lo tomas te vuelves loco!

Hablamos de la coca, de la caza, la pesca, los yuracarés. La vi a Vanesa corriendo con unos diez niños detrás. La vi nítida, en otra dimensión, recortada contra la claridad del sol sin selva. Me costaba hablar, no le sentía gusto al alcohol. Vanesa se acercó y me dijo que se iba al río con los niños. A mí me pareció más interesante la conversación que estaba teniendo, una que ahora no recuerdo. Y de ahí en más son muchas cosas las que no recuerdo. Sé que media hora o una hora después yo estaba entre la selva buscando a Vanesa, dándome cuenta de que ese no era el camino al río. Volví a la comunidad y seguí por otro sendero, haciendo esfuerzos para evocar mis recuerdos de hacía tres años y medio. Me caía al caminar. En algún momento vi un tronco para cruzar un arroyo. En otro momento me encontraba debajo del tronco concentrándome para apoyar la mano en algún lado y poder salir del agua. Volví empapado y chorreando a la comunidad. Eventualmente me reencontré con Vane. Probablemente entramos en la carpa y nos desmayamos. Me desperté de noche, aguantando las náuseas, con la cara transpirada pegada al aluminio del aislante. Vane aprovechó una tabla caída de la pared y salió por ese agujero a vomitar.

Nos costó casi todo el día siguiente recuperarnos. El padre de Aldo nos cocinó taitetú frito recién cazado, con arroz y huevos.

Philaethria dido

Esa noche, mientras paseábamos por la oscuridad de la comunidad, escuchamos la voz de Claudio que nos llamaba. Charlamos con él y su mujer a la luz de las brasas. Estaban tomando alcohol con agua. Me ofrecieron con insistencia, pero expliqué que seguía con resaca. En algún momento entendí que al menos debía aceptar un poco para escupir al piso. No sé si era lo que me pedían pero funcionó. Pensé en dedicarle el escupitajo a la Pachamama, pero dudé, teniendo en cuenta que siempre fueron muy reacios al cristianismo, tal vez lo fueran también a las creencias del altiplano. Claudio lloró por la ausencia de su hijo Ismael. El niño que yo había conocido se fue sin avisar a dónde, y ya hace tiempo que no tienen noticias de él.

Al día siguiente supimos que iba a ser difícil seguir avanzando por la selva. En mi última expedición había llegado hasta ahí y ahora quería continuar más lejos, conocer las últimas comunidades, pero estábamos en la peor fecha, la temporada de lluvias. Los ríos estaban altos y en San Antonio habían perdido todas las canoas. Se las llevaron las crecidas que coincidieron con días de descuido y alcohol.

Pero conocimos a Paulino. Él nos juró que sabía por dónde vadear el río. Y no dudamos, arreglamos un precio para que nos guíe. Entonces desarmamos la carpa, armamos las mochilas y salimos con Paulino, su mujer, su pequeña hija y dos cachorritos rumbo a la comunidad de El Carmen, una de las últimas del alto Ichoa, según teníamos entendido. Íbamos a tener que encontrar por dónde cruzar el Moleto a pie, atravesar la selva y llegar hasta el Ichoa. Ellos iban a aprovechar el viaje para visitar al padre de la mujer que vive en la remota comunidad. Habían perdido un hijo recién nacido hacía unas tres semanas y el abuelo aún no lo sabía.

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Entre moxeños y yuracarés

Habíamos podido cruzar el río antes del anochecer y habíamos encontrado la comunidad, pero ahora el cacique nos negaba la entrada mirando al cielo entre los árboles de la selva. Entonces Vane extrajo de su bolso el permiso de la SERNAP. Extendió el brazo y el cacique leyó detenidamente mientras se le dibujaba media sonrisa en la cara. Entonces comprendí que era la primera vez que él veía ese tipo de permiso y que ese trámite no había sido reglamentado para terminar en un papel real. Probablemente, tan solo fuera un trámite impracticable para quien no tuviera una gran voluntad, simplemente una excusa para no permitir el ingreso de extraños  al Chapare, a la zona de conflicto. Pero nosotros lo habíamos logrado. Habíamos buscado las oficinas en un barrio alejado de Cochabamba. No estaban ahí y nos costó bastante informarnos de que se habían mudado a Villa Tunari. También nos costó encontrar, en la alcaldía de Villa Tunari, alguien que supiera qué significaba SERNAP. Servicio Nacional de Áreas Protegidas, dije, pero tampoco fue tan obvia la referencia. Finalmente la encontramos, pero aun así nos costó una semana coincidir con los guardaparques en algún momento en esas oficinas vacías y extrañamente ubicadas en un anfiteatro casi nuevo y casi sin usar, como sacado de una novela de J. G. Ballard, un gran edificio circular en mitad de la selva, a unos dos kilómetros de Villa Tunari.

Ahora teníamos un permiso, aunque no se pareciera realmente a un permiso, ya que era simplemente una hoja escrita en puño y letra por Vanesa informando nuestras intenciones seguido de las firmas y sellos del director y el cacique mayor del TIPNIS. En realidad no importaba lo que dijera el papel, esas firmas eran todo.

–Pueden acampar donde quieran –dijo el cacique sonriendo.
–¡Gracias!

Comunidad de San José

Pasamos un par de días en San José y, como siempre, con quien mejor nos llevamos fue con los niños, sobre todo con uno muy inteligente llamado Luis Miguel.

Canoas de la Amazonia

Él y sus amigos nos enseñaron a reconocer varios frutos comestibles de la selva: pacays, guayabas, cacaos, guineos.

Cacao y niños moxeños

Uno de esos días salimos a caminar siguiendo unas huellas marcadas sobre un pastizal que se extendía desde no muy lejos de nuestra carpa hasta el final de la comunidad. La línea se internaba en el monte y luego el sendero apenas se distinguía entre los arroyos, plantas, lianas, árboles, bichos increíbles.

Selva del Chapare

Chromacris sp

Fuimos subiendo y bajando por la selva de montaña hasta que la vegetación se abrió en un claro en el bosque: una plantación de coca.

Y eso es una de las razones por lo que los extraños no somos bienvenidos. En Bolivia solo están autorizados a plantar coca los quechuas y aimaras organizados en sindicatos; los indígenas de la selva, no. De todos modos no es algo que los indígenas oculten. Ellos plantan pequeños parches de veinte o treinta plantas, normalmente junto a sus casas. El problema es que si se exceden con las plantaciones y la noticia trasciende, caen los militares en helicóptero y les arrancan todo.

Plantas de coca chapareña (Erythroxylum coca var. ipadu)

En el momento de irnos de la comunidad hubo un pequeño inconveniente en el que un originario ebrio me gritó ¡yura! (yuracaré) y me invitó a pelear. Yo le dije que no me gustaba la sangre (sin aclarar la de quién). Entonces me desafió a una carrera de nado. Le dije que sí. Entonces cambió de idea y me desafió a una competencia para ver quién de los dos aguantaba más tiempo bajo el agua sin respirar. También acepté. Entonces cambió de idea y me propuso una competencia de conocimiento. Me divertí pensando quién podía ser el jurado y le dije que sí. Entonces cambió de idea y me dijo que le dejara a Vanesa como tributo. Le dije que no. Finalmente nos contamos varios chistes mutuamente.

Nuestro siguiente destino era San Antonio, otra comunidad río abajo por el Moleto. Esa era la población más alejada que había visitado yo en la expedición anterior, y quería volver a visitarla porque había hecho buenas amistades ahí. A diferencia de San José, que es una comunidad moxeño trinitaria, en San Antonio son de la etnia yuracaré. El idioma trinitario pertenece a la familia lingüística arawak y, hoy en día, cuenta solo con unos 3000 hablantes aproximadamente. El yuracaré es un idioma aislado y no está tan clara su relación con otras familias lingüísticas. Lo hablan unos 2500 indígenas aproximadamente. Ambos idiomas se encuentran en retroceso y están claramente amenazados de extinción.

No se llevan muy bien entre los moxeños y los yuracarés. Así como algunos criollos bolivianos discriminan a los quechuas y aimaras por considerarlos salvajes y, a su vez, muchos de estos últimos discriminan a los indígenas de la selva (como los moxeños) también calificándolos como salvajes, del mismo modo los moxeños discriminan a los yuracarés por la misma razón. Lo que yo puedo decir, según mi apreciación, es que los yuracarés viven más en el presente que el resto de sus vecinos. Alguna vez un moxeño me ha dicho que ellos les habían enseñado a los yuracarés a cultivar, pero que él había aprendido a cazar y pescar gracias a ellos. Los yuracarés son más nómades y, además, según he leído en libros de antropología de principios del siglo pasado, desde siempre han sido mucho menos susceptibles a la cristianización.

Mi mayor contacto en San Antonio era Leo Dan (así se llama), un joven yuracaré especial, con un trato personal que cualquiera calificaría de excelente, un buen pibe y, además, uno de los pocos indígenas de la zona que siguió una carrera universitaria (con largos viajes hasta Cochabamba), el único de su comunidad que tenía libros en su choza. En San José me habían dicho que en estos últimos años fue corregidor (cuando yo lo conocí aún no lo era) y que había renunciado recientemente.

Entonces seguimos un sendero por la selva hacia San Antonio de Moleto, un sendero que apenas recordaba. El camino nos agotó, por el calor, las mochilas, los mosquitos y por no haber desayunado demasiado en la mañana. Al llegar a San Antonio nos recibió el mismo Leo Dan junto a cuatro o cinco amigos. Todos ebrios.

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Territorio indígena

Nos apiñamos más de veinte en la caja del camión. Vane iba sentada sobre una bolsa de contenido desconocido pero blando. El sol de la selva atravesaba la lona del Unimog.

–¡Apaguen la calefacción! –grité a modo de broma para ganarme la amistad de los locales

(Una versión más actualizada de esta historia está publicada en la revista Otro Mapa y puede leerse: acá)

Sonaron las risas esperadas. Los indígenas suelen divertirse con nosotros y a costa de nosotros, aunque alguno siempre desconfía. Y sobre todo, ahí en la provincia del Chapare en TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure), desconfían de los desconocidos que puedan venir a meter las narices en las plantaciones de coca. El enorme parque queda entre los estados bolivianos de Cochabamba y El Beni y es el lugar donde se planta la coca chapareña, que se destina a los narcos prácticamente en su totalidad. Existen dos variedades de coca en Bolivia: la paceña (Erythroxylum coca var. coca) adaptada a la selva de montaña, y la chapareña (Erythroxylum coca var. ipadu) adaptada a las zonas más tropicales. A diferencia de la coca paceña que se cultiva en Las Yungas, la chapareña casi no se comercializa para pijchar (coquear, mascar, bolear, acullicar, chacchar). Dicen que es debido al sabor, pero yo me inclino más a pensar que es debido a que la paceña tiene mayor concentración de cocaína, un promedio de 0.63% contra un 0.25%. La chapareña es menos agraciada para adormecer el cachete, pero sirve perfectamente para extraer el alcaloide.

Durante cuatro horas cruzamos la selva en el camión, sosteniéndonos de los caños, transpirando mucho, sacudiéndonos sobre los bancos de madera. Especialmente nos sacudíamos al vadear los ríos. El Unimog se metía en el agua marrón e iba a los saltos sobre un invisible suelo de piedras. Estamos en época de lluvias y solo los Unimog son capaces de atravesar los ríos profundos.

En el viaje hicimos amistad con una colona que regresaba a sus campos de coca y que, de paso, traía unos cuantos bidones de gasolina, también para comerciar con los narcos, que cada tanto suben por los ríos con unos pocos dólares. También hicimos amistad con Ángel, un aborigen de la etnia moxeño trinitaria que volvía a su comunidad, San José. Ahí mismo nos dirigíamos nosotros. Yo había descubierto San José en una extraña excursión en 2013. Y si bien conocía un par de personas de ahí, siempre es bueno llegar con un local.

Los pasajeros fueron bajando en diferentes comunidades de colonos. Son indígenas de origen quechua o aymara, pero los llaman colonos porque no son de ahí, han bajado del altiplano para venir a plantar coca al Chapare, colonizando las tierras de los indígenas de la selva.

Cuando el camión apagó el motor, solo quedábamos nosotros y Ángel. Estábamos en la comunidad de Ichoa, ahí acaba el camino. Los tres seguimos a pie, bajo el fresco de la selva.

Caminamos durante una hora y media hasta llegar al río Moleto. San José se encuentra justo del otro lado. Es una comunidad de unas treinta o cuarenta chozas de madera. En el río tuvimos que esperar que un cayuco nos cruzara. Ahí los cayucos están hechos en una sola pieza, ahuecando y tallando el tronco de un gran árbol.

Una vez más estábamos fuera del mapa. El GPS no marcaba nada, excepto las coordenadas (16°25’41″S 65°54’11″W). Se supone que por esa zona del Chapare pasa la frontera entre el estado de Cochabamba y El Beni. Pero es un lugar tan inexplorado que las autoridades bolivianas aún no han definido ese límite.

Ángel nos mandó a buscar al corregidor Silvio (en algunas comunidades los llaman cacique y en otras corregidor). Yo ya lo conocía, era la única persona que recordaba de esa comunidad. Cuando lo encontramos lo noté muy cambiado, más gordo, bastante más avejentado y con la mirada fría. Casi no lo reconocía. Él tampoco me reconoció. O no quiso reconocerme. Me pareció extraño, no vienen muchos extranjeros por ahí, Le explicamos nuestra situación y le pedimos permiso para acampar. El cacique se quedó callado, ladeó su cabeza y miró hacia el cielo. Entendimos que no quería que nos quedáramos.

En una hora se haría de noche.

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San Pedro, charango y selva

Vane vomitó cuatro veces. Y todo comenzó a brillar. Los colores también. El San Pedro hacía ruido en mis tripas. Aunque no tanto como en el baño. El charango también hacía ruidos. Brillantes. Pero ruidos. El cielo detrás de las ventanas se oscureció y volvió a iluminarse. Vane regresó del baño y me hizo reír como siempre. Un poco más también. Llovía. Mis manos apenas se despegaban del charango. Aprendí a poner los dedos en Fa+, Sol7, Do+, Mi7 y La-. Y a saltar de uno a otro. Sin esfuerzos. Como un niño descerebrado. Vane me hacía reír.

Y me hizo ver animales en el cielorraso de madera.

El San Pedro tal vez fuera Trichocereus scopulicola, o en todo caso T. pachanoi. Esos cactus tienen mescalina. La mescalina pasa al agua del té, luego a la sangre. La sangre llega al cerebro. La mescalina toca los neurorreceptores 5-HT2A de la serotonina.

Finalmente fue saliendo algo parecido a música. Si es que se puede definir qué es música y qué no lo es. Era la primera vez que tocaba un instrumento.

Por la ventana se intuían los tejados de Sucre.

Una semana después estábamos en Potosí, visitando las minas. Salteamos las turísticas agencias y nos fuimos en trufi hasta el campamento minero en la base del Cerro Rico, un lugar desolado, de obradores de chapa sobre tierra removida, un lugar donde abunda el gris y el marrón. Ahí, por casualidad nos cruzamos con Basilio Vargas, el protagonista de un documental que había visto hacía tiempo y que recuerdo que me gustó. Es del año 2005. En aquel momento Basilio tenía catorce años y trabajaba en las minas. La película ganó muchos premios y hoy Basilio sigue en las minas.

Entramos a una con un amigo de Basilio. A pocos metros de ahí, Vanesa, la hermana de Basilio, rastrillaba piedras grises sobre un fondo gris.

La mina era parecida a muchas otras de Bolivia.

Una semana después estábamos en Cochabamba, consiguiendo un mapa detallado en el Instituto Geográfico Militar para entrar al TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure). Nuestro próximo destino es la selva, en el centro de Bolivia. El Chapare, un lugar al que no va casi nadie.

Entonces buscamos las oficinas de las SERNAP (Servicio Nacional de Áreas Protegidas) para sacar los permisos, pero no la encontramos. La única dirección que conseguimos nos llevó hasta una casa en las afueras de la ciudad, una casa abandonada. Un vecino nos dijo que se habían mudado hacía tiempo.

Después de haber paseado por diferentes oficinas de la municipalidad, finalmente, un empleado que había trabajado ahí nos informó que se habían trasladado a Villa Tunari.

Bajamos a la selva, a Villa Tunari. Acampamos en el Hostal Mirador, que es muy recomendable, tiene de todo: habitaciones (desde 47 bs. por persona), camping, piscina, cocina, un gran jardín selvático, un orquidiario, mesas de pool, ping-pong, metegol y vistas increíbles al río y las montañas, por lejos las mejores del pueblo. Si dicen que van de parte nuestra les hacen descuento.

Nos recibió el calor y la humedad del Oriente y unos mosquitos violentos. Tuvimos que comprar un mosquitero extra para la carpa. La trama del original no era suficientemente fina para esas bestias selváticas. Nos costó encontrar las oficinas. Estaban en el Auditorio, un gran edificio circular en un limbo entre la inauguración y el abandono, a unos dos kilómetros del pueblo (16°59’11″S; 65°25’59″O). Y más nos costó encontrar a sus empleados en algún horario laboral. Tardamos una semana en conseguir el permiso para entrar al TIPNIS. Demasiados conflictos: los conflictos entre las etnias y los conflictos con los narcos. Ahí están las plantaciones de coca y las cocinas de cocaína.

Una vez que obtuvimos los permisos, viajamos en auto compartido hasta Eterazama, un polvoriento y caluroso pueblo inflado por los dólares de la cocaína. Luego otro auto compartido hasta Isinuta (16°44’59″S; 65°38’29″O). Ahí acaba el camino para vehículos normales. Ahora nos quedaban cuatro horas en camión Unimog y una larga caminata por selva de montaña para llegar a las comunidades aborígenes de las etnias moxeño trinitario y yuracaré, comunidades tan aisladas que ni siquiera figuran en el mapa del Instituto Geográfico. Están más al norte que las plantaciones de coca de los Quechuas y Aimaras, más al oeste que las cocinas de cocaína.

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Buscarril Cochabamba Aiquile

Bolivia es mi país preferido, un país sin tiempo.

Estábamos en Tin Tin, en las montañas, bajo el sol, junto a unos rieles que más bien parecían hierros abandonados. Acabábamos de enterarnos de la existencia de ese tren que estábamos esperando. Lo esperábamos con bastantes dudas. Un tren desconocido y sin estación. Se suponía que justo tenía que pasar ese día, según nos dijeron, en algún momento después de las tres de la tarde.

Un par de veces intenté imaginar qué aspecto podía tener el tren, hasta que, entre los polvorientos arbustos espinosos llegó algo muy alejado a mis especulaciones, llegó un colectivo. Era un antiguo bus adaptado a las vías, un bus destartalado similar a los viejos buses escolares de Estados Unidos, incluso también pintado de amarillo, pero con toda la parte de abajo modificada para transitar por los rieles.

Buscarril en Bolivia

Me hubiera gustado ver mi propia cara de sorpresa y felicidad. Había leído sobre algo similar en el chaco paraguayo en el libro The Drunken Forest de Gerald Durrell. Ahí se describe un viejo auto Ford adaptado a las vías del tren que alguna vez había cruzado el Chaco. Pero claro, ese libro fue escrito en 1956. Ahora, levantar el brazo para detener a un antiquísimo bus sobre las vías bolivianas, me hizo sentir que había viajado en el tiempo. Una sensación de haber viajado sin saber muy bien si hacia el pasado o hacia el futuro.

Dentro del bus-tren, que luego nos enteramos que se llamaba bus carril o buscarril, dos o tres docenas de campesinos nos miraron con curiosidad. Durante mucho tiempo sostuvieron la mirada: mientras subíamos, cuando pagábamos el insólito precio de un peso boliviano, mientras nos sentábamos haciendo lugar en el bordecito de asientos ya ocupados, cuando arrancamos, y aún nos miraron mucho tiempo más.

Adentro, muchas cosas parecían estar hechas de lata: la carcasa, los asientos, las ollas de las ancianas, los cabellos de las ancianas, la base del manubrio, la palanca de cambios, la base de los relojes del tablero.

Traqueteamos durante un par de horas y cruzamos varios túneles muy estrechos.

El buscarril llevaba tres empleados: el chofer, el cobrador y el quita piedras. Cada diez o veinte minutos el chofer frenaba delante de un pequeño derrumbe y el quita piedras bajaba con su pala a despejar el camino.

El buscarril nos dejó otra vez al costado de los rieles, a unos dos kilómetros de Mizque.

Cargamos las mochilas, caminamos, metimos los pies en un río y seguimos caminando. Los días siguientes fueron un relajo. Nos alojamos en el Residencial Mizque. Por cuarenta pesos bolivianos disfrutamos de una piscina rodeada de un gran jardín con árboles frutales.

Nuestro próximo destino era Aiquile y teníamos muchas ganas de volver a subir al buscarril. Cuando quisimos averiguar los horarios nos fue imposible. En la municipalidad llegaron a decirnos que eso ya no existía. Pero recordábamos una conversación del viaje anterior y estábamos casi seguros de que nos habían dicho que volvería a pasar el jueves. Fuimos con desconfianza, cargando las mochilas bajo el sol picante de la tarde. Calculábamos que llegaría cerca de las cuatro y así fue. El buscarril apareció una vez más. Otros campesinos volvieron a mirarnos con curiosidad atemporal.

Un día en Aiquile, caminamos hasta Común Pampa, una comunidad indígena a unos diez kilómetros al norte del pueblo, un caserío donde varios luthiers fabrican charangos. Compramos uno. Ni Vane ni yo sabemos tocar ningún instrumento.

Viajamos a dedo hasta Sucre, la ciudad blanca. Nos alojamos en el Hostal Pachamama, otra vez un jardín frondoso. Nuestra habitación estaba en el tercer piso y tenía un balcón con vistas a una infinidad de techos de teja.

Ahí conocimos a una pareja de franceses que nos cayeron muy bien, Rita y Gregorio. Un día subimos al cerro Churruquella a cortar unas ramas de un San Pedro (tal vez Trichocereus scopulicola) que yo ya sabía que estaba ahí.

En el hostal lo cortamos en rodajas, lo hervimos durante horas y lo tomamos con los franceses. Rita y Gregorio se quedaron en el patio, nosotros subimos a la habitación. Vane fue al baño a vomitar. Yo agarré el charango.

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