Muerte, literatura y final del viaje

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Bolivia es mi lugar preferido, un país con buena gente.

Como por ejemplo: Liliana y Edmundo. Al salir de la selva y conectarme a internet, vi que tenía un mensaje de Liliana. Ellos andaban cerca y nos invitaban a recorrer el río Ichilo en barco visitando otras comunidades yuracaré. Era una gran coincidencia, hacía tiempo que queríamos encontrarnos y ahora estábamos a pocos kilómetros. Liliana Colanzi y Edmundo Paz Soldán son excelentes escritores bolivianos y los recomiendo muchísimo. Viven en Ithaca, New York, pero en esos días andaban visitando sus tierras de origen y felizmente podíamos encontrarnos.

La excursión partía desde el pequeño pueblo de Puerto Villarroel. Con Vane llegamos un día antes y enseguida sentimos un clima particular, cierta quietud, cierta solemnidad poco habitual. Sobre el pequeño puerto, un par de decenas de personas miraban el río, hacia lo lejos. Dos o tres lloraban.

Nos hospedamos en un hotel simple y prolijo, unas cuantas habitaciones básicas rodeando un patio de baldosas. El dueño del hospedaje nos explicó que se había ahogado un hombre en el río y que todavía no lo encontraban. Una vez más habíamos llegado el mismo día que la muerte, como nos ocurrió en Ancasti, Tatón, Llica.

El cuerpo apareció al día siguiente, un poco comido por los peces. Liliana y Edmundo también aparecieron ese día. Y nos enteramos de que el ahogado viajaba en el barco que habíamos contratado y ahora Paúl, el capitán, se encontraba en Cochabamba arreglando sus eventuales problemas con la policía.

Esa tarde, deambulando por el sombrío pueblo y charlando con sus habitantes, nos enteramos de más detalles del accidente. Un tipo de Oruro, que no sabía nadar, bajó en lo pandito, sin chaleco, y caminó más de lo debido. Las lluvias vuelven traicionero al río, dijo alguien. El hombre se hundió de repente. Paúl se lanzó a rescatarlo, pero no encontró nada en las aguas terrosas.

Entonces Ronald, amigo de Paúl, se ofreció a llevarnos.

En la mañana siguiente salimos de Puerto Villarroel en un pequeño barco de madera, techo de lona y mini motor fuera de borda. Bajábamos por el Ichilo, un río de aguas marrones y muchas curvas. El viento nos libraba de los mosquitos.

La primera comunidad que visitamos se llamaba Tacuaral y al llegar nos enteramos de que, casualmente, en ese día y en ese lugar estaba por comenzar una reunión intercomunitaria. El resto de las comunidades de la zona iban a estar casi despobladas, excepto una llamada El Pallar, una población yuracaré-moxeña que por razones de conflictos étnicos no iría a la reunión. Esa comunidad disidente sería nuestra mejor opción para dormir esa noche.

En Tacuaral preguntamos si podíamos visitar alguna laguna. Las lagunas de la zona son antiguos cursos del río que, al modificar su cauce, fue dejando largos tramos de aguas estancadas, donde se puede ver animales en abundancia, como aves acuáticas, capibaras y yacarés. Dijeron que no había problema y le explicaron a Ronald cómo llegar a una comunidad con laguna. No habría nadie ahí pero podíamos pasar. Incluso nos comentaron que habían dejado un bote en la orilla y podíamos usarlo para recorrer el pantano.

Seguimos bajando por el Ichilo hasta encontrar las marcas que solo Ronald podía distinguir. Después de amarrar el barco subimos por un terraplén y caminamos un rato tierra adentro por cañaverales y monte.

Al llegar a la laguna fue fácil encontrar el bote. También fue fácil encontrar el primer yacaré (Caiman yacare), era uno grande y estaba muerto sobre el bote. Tenía un machetazo en la nuca y un tiro entre los ojos. Por la precisión de las heridas, Ronald dedujo que se habría enganchado en redes de pesca y lo sacrificaron.

–¿Y no se los comen?
–A veces sí, la cola… pero a este no, ya se la habrían cortado.

Navegamos un rato por la laguna paseando un yacaré muerto.

De vuelta en el Ichilo, continuamos bajando hasta que nuestro río se juntó con el río Chapare para formar el Mamorecillo y, un par de kilómetros después, llegamos a la empaquetadora de bananas, nuestro último destino del día. Un lugar raro, según Ronald, es lo único que hay por la zona. Y luego agregó que no estaba seguro de que fuéramos bienvenidos y que mejor no dijéramos que íbamos a visitar sino a comprar.

–No hay problema, también podemos comprar unas bananas.
–No, aquí no se venden bananas.
–Ah… ¿Qué se supone que vamos a comprar?
–Gaseosas.

Me pareció muy extraña la idea de comprar gaseosas en el medio de la nada.

Amarramos en un muelle, trepamos el terraplén y caminamos unos quinientos metros hasta unos tinglados que cubrían maquinaria agrícola antigua que parecía estar en reparación. Detrás de los galpones alcancé a ver a algunos indígenas colgando grandes cachos de bananas en ganchos y sumergiéndolos en piletones. Ronald siguió caminando y nos guio entre casuchas de madera, hasta un patio formado por una cancha de futbol rodeada de viviendas básicas. Eran todas iguales, un cubículo de madera con galería en el frente. Ahí vivían los empleados de la empaquetadora con sus familias. Una de las casuchas había sido convertida en una pequeña despensa donde compraríamos un par de gaseosas.

Mientras descansábamos a la sombra de una de las galerías, Liliana se distrajo charlando con un niño que tenía tres o cuatro bagres de mascota, nadando en círculos dentro de un balde.

–¿Y les das de comer?
–No, solo duran tres horas vivos.

Después nos contó que su hermanito también había muerto. De susto, dice.

Más tarde remontamos el río lentamente con nuestro pequeño motor. Por suerte pudimos llegar de día a El Pallar, la comunidad disidente. Ahí pedimos permiso para acampar, armamos las carpas y fuimos a bañarnos al Ichilo.

Por la noche preparamos la cena con agua del río. No me hacía mucha gracia usar ese líquido tan poco cristalino, pero no hay otra opción por ahí. Cocinamos en nuestra hornalla portátil, alumbrándonos con linternas, espantándonos los mosquitos. El plan de Ronald era acostarse en el barco sin cenar, pero no fue difícil convencerlo de probar un plato de nuestros fideos.

–¿Y a qué te dedicás, Ronald?
–Pesco.
–Aha…
–Blanquillos… Con la mano… Con grasa de vaca y una linterna. Cuando se acercan los voy sacando de a uno.

Nos mostró una herida fresca y roja entre el dedo gordo y el índice de la mano derecha. Un pez agresivo.

A la mañana siguiente volvimos a remontar el Ichilo ya de regreso a Puerto Villarroel. Esta vez navegábamos con un poco más de corriente en contra. Íbamos tan lento que el viento apenas alcanzaba para espantar los mosquitos. Pero a mitad de camino nos encontramos con Paúl. Nos abordó en movimiento amarrando su barco al nuestro. Luego nos arrastró con su motor más potente. Había venido a buscarnos para disculparse por su ausencia debida a al pasajero ahogado.

Desayunamos en el barco, hirviendo agua del río. El líquido apenas cambio de color al agregarle el café y la leche.

Los últimos días del viaje lo pasamos en la tranquila ciudad de Santa Cruz, descansando y disfrutando de la compañía de Liliana y Edmundo.

Finalmente viajamos en bus directo a Buenos Aires. No era nuestra voluntad terminar el viaje en ese momento, pero unos trámites burocráticos nos trajeron de vuelta al barrio.

Muy pronto regresaremos a las rutas.

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