26 de julio de 2013
Básicamente teníamos tres opciones: volver por nuestros pasos para encontrar la senda a Carmen, investigar más el arroyo a ver si daba a San Antonio, o seguir río abajo por el Moleto para ver si encontrábamos San Antonio por ahí o llegábamos al Ichoa. Desde el Ichoa podíamos subir hasta Carmen o bajar hasta alguna otra comunidad, pero era probable que ese camino fuera larguísimo. De todos modos, elegimos seguir bajando porque era la única opción que estábamos seguros que daba a algún lado. Pero no, cuando estábamos saliendo, unos niños aparecieron por el arroyito y, a los gritos de costa a costa, les preguntamos por la comunidad más cercana. Nos dijeron que era San Antonio y que era por el arroyo.
Entonces fuimos por ahí, pero tampoco fue tan fácil, la comunidad no estaba pegada al arroyo.
Aunque buscando y siguiendo huellas, la encontramos.
San Antonio era más dispersa que San José: entramos de a poco, pasando por delante de algunas chozas, subiendo y bajando lomas y atravesando arbustos. Todos nos miraban con curiosidad y sobre todo los niños, que algunos bajaron sus arcos y flechas para mirarnos embobados.
Encontramos a Agustín, que nos dijo dónde acampar y nos buscó alguien que nos pudiera cocinar. Nuestro cocinero iba a ser Leo Dan. Sí, se llamaba así y parecía un pibe inteligente. Por la noche, cuando ya habíamos entrado en confiaza, Leo Dan nos contó que, a diferencia de San José, ahí no hablaban moxeño sino yuracaré. Le pregunté por las hojas de coca y me dijo que los originarios no tienen permitido plantarla, pero plantan muy poquito a escondidas. Ahí entendí por qué el día anterior Silvio me pedía coca en lugar de ofrecerme. Si sabía, hubiera traído más. También me contó que él participó de la consulta por la construcción de la carretera y que tuvo que caminar doce horas por la selva, subiendo el Isiboro, para llegar a una de las comunidades más lejanas. Le pregunté por lo «bueno y lo malo» de la carretera y me dijo que «el progreso y el avasallamiento», respectivamente.
A la mañana siguiente estuvimos tomando chicha con tres o cuatro de la comunidad. Cuando les pregunté cómo la hacían, me dijeron que cocinaban yuca durante horas y luego la dejaban fermentar un día y medio. A eso tenía gusto, a jugo de mandioca medio podrido.
Después preguntamos si alguien nos podía hacer de guía y conseguimos que nos acompañe un tipo llamado Claudio y sus pequeños hijos, Ismael y Michael, que vinieron con sus arcos y flechas de juguete y sus rifles de verdad.
Fuimos caminando hasta el río Ichoa. Ellos llevaron en una canoa nuestras mochilas.
En el camino vimos huellas de coatíes, pecaríes, tapires, ciervos, felinos y cosas así.
Ni bien llegamos al Ichoa, Mario pescó un dorado y yo uno que le dicen doradillo (creo que es un pirapitá). Eso fue lo que cenamos, asados en una parrilla de cañas que construyó Claudio.
Acampamos en la Peña, otro paredón de roca junto al río.
Esa noche hubo más peces, entre ellos un gran surubí que Claudio lo hizo charqui. Ismael y Michael me enseñaron a hacer pelea de grillos topo. Los capturaron en sus cuevas con palitos y paciencia. Después cavaron un pozo del tamaño de un puño y los metieron. Los grillos intentaban escapar, pero resbalaban hacia el centro y, de tanto chocarse, se enojaban y se despedazaban, y los chicos iban sacando los cadáveres y los knockout técnicos. Cuando quedó uno solo entero, pregunté ahora que pasaba. Me dijeron que no era problema, que traían más. Y desaparecieron en la oscuridad buscando nuevos luchadores.
A la mañana siguiente, en un momento Claudio y sus pequeños hijos salieron corriendo con los rifles, detrás del rastro de un jabalí, pero volvieron sin nada.
Ese día regresamos lentamente hasta la comunidad, y a la noche nos despedimos de todos y caminamos unas dos horas por un sendero oscuro en la selva hasta el pueblito de Ichoa. Para volver a Isinuta había un solo unimog por día y salía a las dos de la mañana.
Al partir, el camión dio unas vueltas por la comunidad, tocando bocina como para despertar a todos los que quisieran viajar, y a todos en general, y así nos fuimos, recolectando gente en el camino, en las comunidades oscuras, a puros bocinazos.
Fue una tortura. Llegamos a ser más de treinta en la parte de atrás y hacía frío. Solo encontré dos posiciones para estar parado, haciendo fuerza contra los caños en el vaivén del camión, durante cuatro horas.
El cielo estaba tan brillante que me pareció que la estrella Sirio cambiaba de colores: blanco, rojo y azul. Después Mario me dijo que le pareció lo mismo, que podía ser por el antimalárico (a veces, la mefloquina es medio alucinógena). Pero yo no estaba tomando mefloquina.
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5 Comments
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¿qué es la mefloquina?
¿el pescado enorme lo pescaste vos?
¿me podés mandar la foto (duda)?
Ah me olvidaba!!! sólo los gallegos entienden lo de "apuntarse en algo" a los demás vas a tener que aclararselo
siempre increibles tus viajes jli
besos
La mefloquina es el antimalárico que estaba tomando Mario y que a algunos les genera alucinaciones (pero lo de Mario es natural).
Sí, el de la foto lo pesqué yo, ahí te la mando 🙂
Así me gusta… que se vaya al medio de la selva pero en camisa. La elegancia no hay que perderla nunca!
Salutti, Vicky.
El sábado se casa mi primo, me parece que le voy a pegar una refregada a los puños y llevo la misma a la fiesta.