Bolivia y Perú 2000

Estaba terminando el año 1999 y la idea era recibir al nuevo milenio en las ruinas de Machu Picchu. En aquella época teníamos ese tipo de objetivos. Parecían épicos, trascendentales. Aunque intentáramos negarlo, la espiritualidad nos atravesaba inconscientemente. Ahora no, ahora esas ideas nos parecen raras. Hoy en día incluso nos resulta fácil darnos cuenta de que un 31 de diciembre a las doce de la noche las ruinas de Machu Picchu no van a estar abiertas.

Mi primo Andrés y yo salimos el día de navidad con el tiempo bastante ajustado. Gastón estaba aún más complicado: tuvo que quedarse en Buenos Aires esperando que llegara su pasaporte que tardaba más de lo normal. No sabía si iba a poder llegar a tiempo. Así fue que quedamos en reencontrarnos en Cuzco. Como en aquella época no todos teníamos una cuenta de mail, o en todo caso no era costumbre revisarla muy seguido, se nos ocurrió que podíamos ir cada día a las ocho de la noche a la plaza central. En algún momento nos veríamos.

Entonces salí de Buenos Aires solo con Andrés. Y veníamos sin dormir. Habíamos estado festejando el 24 a la noche y decidimos seguir de largo. Resultó una buena idea: en el extenso viaje hasta La Quiaca fuimos casi desmayados y se nos hizo relativamente corto. Lo poco que recuerdo de ese trayecto es que en Rosario subieron dos chicas que estaban buenas, una morocha y una pelirroja. Como siempre, pensamos en hablarles, pero dormimos, esta vez en sentido literal. De todos modos, cruzamos la frontera boliviana los cuatro juntos y resultó que las rosarinas iban con un objetivo similar. O tal vez se lo inventaron en ese momento. Algo así me imaginé porque, si bien ambas tenían novio, nos dejaron en claro que eso era un tema que no aplicaba demasiado fuera de la provincia de Santa Fe. Entonces propusimos ir juntos acompañándolas hasta la terminal de Villazón (si es que unas cuantas maderas pintadas puede llamarse terminal). Recuerdo que íbamos con ese aire de autosuficiencia que te da guiar a un par de mujeres por un sombrío pueblo de frontera. Nosotros habíamos estado ahí dos años antes apenas de pasada, pero exagerábamos nuestra experiencia casi como si fuéramos locales. Yo no le sacaba la vista a la pelirroja.

Bendición de coches en Copacabana (Large)
La altura me hacía sentir como un auto borracho

Como teníamos pocos días para llegar a Cuzco, la idea era tomar un bus tras otro sin parar. Desde Villazón pensábamos ir directo a La Paz pero llegamos al anochecer y no encontramos pasajes, solo quedaba un bus a Potosí. A pesar de la gran experiencia que simulábamos ante las rosarinas, tomamos una decisión un poco delirante: lo conveniente habría sido buscar una combi o un taxi compartido al cercano y agradable pueblo de Tupiza, dormir ahí y salir a la mañana siguiente bien temprano hacia La Paz; pero no, elegimos el insufrible viaje nocturno hacia Potosí, una ruta que en aquella época era de tierra, un camino complicado con incontables curvas y contra curvas entre las montañas; y nos quedaron los peores asientos, los del fondo, los que más se sacuden en cada pozo. Fueron largas horas de bamboleos y golpes constantes en ese bus cuyos amortiguadores parecían haberse rendido hacía ya muchos años. La oscuridad, apenas atenuada por la luz de la luna entrando por la ventanilla, me potenciaba los sentidos, sobre todo el olor permanente a coca masticada y los ruidos de la oxidada carcaza del bus en movimiento. Como no había forma de dormir, con la morocha decidimos matar el tiempo besándonos. Estuvimos cerca de rompernos los dientes en varios pozo del camino.

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El valor del papel

Mi salida de Bolivia tampoco fue simple. En Buenos Aires no me había alcanzado el tiempo para hacer el pasaporte argentino y entonces salí con el DNI. Como en aquella época se podía cruzar a Bolivia sin pasaporte pero no a Perú, mi truco era cruzar la segunda frontera con mi otro pasaporte, el español, el comodín bordó que en ese momento estaba sin estrenar.

–Aquí no hay sello de entrada –me informó el tipo de verde detrás del escritorio.
–¿Y qué tengo que hacer?

El boliviano se quedó un rato mirando seriamente mi pasaporte, pasando las hojas vacías de un lado al otro.

–Por unos diez dólares se podría arreglar esto –dijo de pronto, sin sacar la vista de alguna hoja probablemente elegida al azar.
–Está bien.

Revolví en mi mochila hasta encontrar un billete falso de diez dólares, que llevaba sin saber muy bien para qué. En aquella época, en la Argentina del 1 a 1, el dólar corría casi con tanta naturalidad como los pesos, y también los billetes falsos de ambas monedas. Recuerdo que los truchos de cinco pesos solían encajártelos en los taxis. Desconozco como sería el sistema, pero estaba claro que, de a cinco en cinco, necesitaban una gran red de distribución que justifique falsificar billetes tan chicos, y los taxis debieron parecer una buena opción para los falsificadores o para los clientes de los falsificadores o quién sabe cómo se maneja eso. Y bueno, también había dólares falsos y este que yo estaba entregando ahora se lo habían enchufado a mi padre. Él me lo pasó a mí porque probablemente no tendría ganas de poner cara de póker al volver a pasarlo.

El boliviano uniformado me ofreció un libro, yo deposité el papel falso entre las hojas y se lo devolví. Él agarró el pasaporte español y el libro y se fue atravesando un umbral que daba a una habitación oscura. Entonces pasaron unos minutos en los que me puse un poco nervioso, hasta que el tipo regresó con mi pasaporte adornado de dos sellos, uno de entrada a Bolivia y otro de salida.

Me fui de la oficina de migraciones boliviana intentando alcanzar a Pablo y a Mariano, que ya debían estar haciendo el segundo trámite al otro lado de la frontera. Me dirigí hacia el gran arco en el que estaba escrito, sobre chapas un poco oxidadas, “Bienvenidos a Perú”.

Pero algunos metros antes de llegar, alcancé a ver por el rabillo del ojo al tipo de verde que venía corriendo hacia mí. El primer instinto fue salir corriendo también, hacia la frontera, como en las películas; pero alguna voz responsable dentro de mi cabeza dijo: Julián no corras escapando de la policía, eso en las películas no siempre termina bien.

No corrí entonces, pero sí apuré el paso como para llegar a la frontera antes que el policía. En algún lugar de mi cerebro estaba despejándose una X para calcular la velocidad justa que me dejaba a salvo del lado de Perú, mientras que de alguna otra parte encefálica salía una voz a destiempo que advertía: Julián no sobornes a la policía con dólares falsos, eso tampoco suele terminar bien en las películas.

Llegué a Perú antes que mi perseguidor pero, a diferencia de las historias de Hollywood, en este caso el tipo de verde atravesó sin ningún problema ese límite imaginario.

–¡Señor! –gritó el policía pisándome los talones.
–¿Qué pasa? –pregunté yo, dándome vuelta y transpirando tanto como el boliviano.
–Este billete no sirve, pues –y me mostró el papel verdoso.
–¿Por qué no?
–No es de lo buenos.
–¿Cómo que no?
–Es falso.
–Ah… no sabía… ¿Pero qué hace usted aquí? Estamos en Perú.
–Tiene que regresar –dijo con una sonrisa en la cara, que la sentí cómplice, de hermanos latinoamericanos.

Pensé en negarme. Tenía el pasaporte sellado y estaba en Perú; en las películas ese debía ser el mejor lugar para estar, en vez de volver a Bolivia, a la tierra de mi perseguidor. Pero no, de pronto sentí que tenía que volver, que en la sonrisa del boliviano había una paz que necesitaba, y además probablemente él tenía que rendir cuentas a su superior, de seguro el próximo dueño del mayor porcentaje de ese billete. Entonces volví, siguiendo un instinto que en realidad aún me cuesta un poco entender.

–Pero solo tengo nueve dólares de los buenos –dije cuando ya estábamos otra vez en la oficina.
–Está bien –contestó, ladeando un poco la cabeza y repitiendo la sonrisa, que ahora la interpreté como conciliadora, como para que nadie se sienta demasiado estúpido.

Volví a revisar en mi mochila y extraje unos billetes que ya tenía en mente porque estaban casi en las mismas condiciones que el falso. Estaban tan estropeados que no me los habían aceptado en ninguna casa de cambio. Eran un billete de cinco y cuatro billetes de uno que parecían haber trabajado de dólar de la suerte en muchas billeteras.

–Aquí tiene –y estiré la mano con los billetes sobados, ya sin la pantomima del libro.
–Está bien –contestó el boliviano, otra vez con su sonrisa, ahora presente de un solo lado de la cara, tal vez conforme con haberse quedado con la última palabra.

Sellé el pasaporte en Perú, alcancé a mis amigos y subimos en triciclos empujados por niños en bicicleta, descalzos.

Hola Perú (Large)

 

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Tránsito lento en Copacabana, Bolivia

Coroico estuvo bueno, La Paz volvió a estar buena y Copacabana estuvo bien hasta que mis intestinos llegaron a una situación límite.

Cholas negras de Coroico (Large)
Cholas negras de Corioco

No recordaba haber ido al baño de una forma significativa desde hacía muchos días (puntualmente desde el exceso de pastillas antidiarreicas en Potosí). Ahora en Copacabana, cuando el tránsito lento había llegado a un punto máximo de embotellamiento, me encontraba en un restaurante. O más bien saliendo al patio interno de un restaurante, para entrar en su pequeño baño de techo inclinado donde pretendía hacer un último intento. Apoyé la mano en el picaporte, entré y me senté. Hice mucha fuerza. No pude. Me levanté los pantalones, equilibré mi peso en el picaporte oxidado una vez más, abrí la puerta, hice unos pasos de regreso por el patio, me arrodillé, me senté, me acosté en el piso y ya no pude levantarme. Tenía el vientre inflado, como un embarazo de unos cinco o seis meses. No sé si llegué a gritar o alguien avisó que yo estaba inmovilizado en el suelo, pero un rato después sentí que Pablo, Andrés y Mariano me arrastraban hasta una camioneta donde negociaron precio con el conductor. El hospital estaba cerca, Copacabana es un pueblo pequeño.

Me ingresaron a una salita mientras mis amigos esperaban en algún otro lado. Entonces escuché un grito de alguien pidiendo que traigan oxígeno y después ruidos de corridas que podían ser de varios médicos apurados. Mis amigos se asustaron, pero el alboroto no era por mí, era por un bebé que entró en brazos de una chola, más o menos al mismo tiempo que yo, aunque evidentemente en una situación mucho más crítica.

Los movimientos destinados al bebé eran de médicos desesperados, en cambio los movimientos destinados a mi eran los de las manos suaves de una joven enfermera. Sus palmas y sus dedos se movían en forma circular y acompasada por mi vientre. Yo estaba recostado en una camilla y la miraba a los ojos. Era delgada, de rasgos mestizos, de pelo negro y lacio. Sonreía y preguntaba cosas como: ¿qué ha comido? Yo le devolvía la sonrisa y solo recordaba una bolsa de maíz inflado y seis bananas en Coroico. Me pareció que le hacía gracia mi dieta. En esa situación estuvimos un buen rato: yo contestando preguntas, sus manos cobrizas masajeando mi panza, ella sonriendo y yo tirándome gases tóxicos uno atrás del otro, casi sin interrupción. Si fuera por mí, me habría quedado así toda la noche.

Pero algún médico entró a la sala y mi enfermera favorita dijo algo de un enema. El hombre contestó que creía que no hacía falta. Yo, con sentimientos encontrados, decidí no opinar.

Al final me dieron unas pastillas laxantes y me aconsejaron que vuelva al hotel caminando, que de esa forma iba a seguir removiendo un poco mi interior. Como no encontré excusas para quedarme, tuve que despedirme de la enfermera y caminar de regreso al hotel junto a mis amigos.

Las pastillas terminaron haciendo efecto y pasé gran parte de esa noche adelgazando en un pequeño baño.

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Último día del Choro Trek, Bolivia

Primero la nieve se había convertido en selva y ahora la selva se convertía en pajonales. La última bajada del último día fue por una ladera de arbustos espinosos, siguiendo una senda polvorienta bajo un sol que castigaba.

Puente de Apacheta Chucura-2 (Large)

El camino de nuestro mapa de juguete terminó en un caserío del cual se suponía que tendríamos movilidad hacia Coroico. Pero ahí lo único que se movían eran algunas gallinas, y un poco las ramas de los árboles. Alguien, en una de las casas, nos informó que desde ahí no había transporte hacia Coroico ni hacia ningún lado. Entonces seguimos caminando río abajo, un poco descreídos, hasta una quebrada que tuvimos que cruzar haciendo equilibrio entre dos troncos, y donde sospechamos que era verdad que no había transporte público.

Lo siguiente fue avanzar por un camino de tierra entre terrenos que ya casi no tenían vegetación, y cruzando cada tanto algún precario obrador y algunas imponentes máquinas excavadoras. Esas extensiones de tierra y piedras revueltas por momentos me parecieron canteras y por momentos los basamentos de un kilométrico aeropuerto que recién estuvieran empezando a construir y fueran a terminar dentro de un par de décadas.

Se hacía de noche. Pisábamos con mucho cansancio esos terrenos desolados.

Con poca luz llegamos a un camino que sí parecía transitado, por el que hicimos algunos kilómetros más en penumbras. Pasó un camión cargado de obreros, hicimos dedo y nos llevó. Llegamos ya de noche a las puertas de Coroico.

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Puente colgante del Choro Trek, Bolivia.

Lo que me sorprendió fue que todo el enojo que tenía con Mariano se convirtió en alegría al verlo entrar a la carpa. No sé si fue por la culpa o por la incertidumbre de cómo iba a terminar el conflicto, pero la idea de que mi amigo estuviera en algún lugar de la selva sin saber dónde habíamos acampado nosotros me intranquilizaba. Y eso fue lo que me sorprendió: ver a Mariano entrar a la carpa y que mi enojo quedara atrás instantáneamente.

No tengo idea de cómo logró encontrarnos, pero recuerdo que nos contó que se refugió en una parte espesa de la selva, donde llovía menos. Ahí fue que empezó a escuchar ruidos. No aguantó mucho y salió a mojarse y a buscarnos.

Al día siguiente caminamos a buen ritmo. La senda seguía en bajada pero no era tan abrupta y hasta había algunas subidas que agradecíamos porque, a pesar de que nos hicieron usar más los músculos, se aliviaba la tortura en las rodillas.

En algún momento pasamos por un puente colgante muy endeble hecho con troncos y sogas. Como Pablo se había retrasado un poco (tal vez fabricando alguna cerbatana) nos sentamos a esperarlo y a descansar. Entonces, apoyado en una piedra y mirando al cielo, me pareció escuchar un murmullo de fondo.

–Se escucha como agua, ¿no?
–Parece.
–Ahora cuando llegue Pablo nos fijamos.

Pablo llegó sin ninguna presa ni ninguna cerbatana y cruzó sin problemas el puente.

Entonces decidimos avanzar desviándonos del camino, hacia la derecha, entre la selva, apartando las ramas, siguiendo ese murmullo que parecía agua.

Era agua. Era una alucinante cascada.

Tercer día en el Choro Trek

A la mañana siguiente Mariano salió como una locomotora (como siempre) y decidí que tenía razón, estábamos muy colgados, estaba bueno ir disfrutando tranquilos pero ya era hora de avanzar más rápido, no podíamos quedarnos tantos días, se iba a acabar la comida. Pero tampoco duró mucho el buen ritmo, las rodillas dolían; habían sido tres días en bajada y no recuerdo qué zapatillas estaba usando pero probablemente algunas no mucho más gruesas que unas Converse; por momentos deseábamos que el camino subiera un poco y que aflojara la tortura en las rodillas. Sobre el final del día tuvimos problemas en encontrar lugar donde acampar; el camino era angosto, inclinado, con montaña a la izquierda y precipicio a la derecha. Y esta vez el conflicto mayor no fue entre Andrés y Pablo, sino entre Mariano y yo. Ni siquiera recuerdo por qué discutimos (cualquier pavada probablemente) pero sí recuerdo que Mariano se fastidió, aceleró el paso y desapareció hacia adelante. Yo no pude o no quise seguirlo.

Finalmente, el único lugar plano que encontramos para acampar fue sobre una tumba que encontramos al costado del camino.

Se hizo de noche, entramos en la carpa y se largó a llover. Me quedé un rato pensando en el cadáver del indio que estaba abajo de nosotros, y en Mariano, en algún lugar oscuro, bajo la lluvia.

acampando en un cementerio indio
Seguíamos siendo cuatro

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Seguimos caminando hacia Coroico, Bolivia.

Durante la mañana seguimos bajando por el valle neblinoso. Nos cruzamos con las primeras personas: pastores con sus cabras y sus bultos. Lo difícil del día fue calentar el agua de los fideos con ramitas húmedas; sin árboles y entre las nubes no es fácil hacer fuego.
Cruzando el río
No recuerdo qué intentaba hacer Mariano, tal vez atrapar una cabra para no comer fideos solos.

Fue todo el día en bajada y del frío de las cumbres pasamos al calor de los valles boscosos. En algún momento encontramos una mina abandonada, en la cual no nos adentramos demasiado, no por precaución sino porque llegamos hasta un derrumbe.

mina de El Choro
No recuerdo qué intentaba hacer Mariano, tal vez atrapar un murciélago para no comer los fideos solos.

Con cada metro que descendíamos aumentaba el calor, la vegetación, el dolor en mis rodillas y el hambre.

Cerbatana
No recuerdo qué intentaba hacer Pablo, tal vez una cerbatana para cazar algo y no comer los fideos solos.
planta venenosa
No recuerdo que intentaba hacer Pablo, tal vez encontrar alguna planta venenosa para los dardos y no comer los fideos solos.

Seguíamos bajando, el sendero era de cornisa; cuando nos venció la debilidad nos costó encontrar un lugar para armar la carpa. La armamos sobre el camino. A la mañana siguiente nos sentíamos mucho mejor.

El Choro Trek
No parece un mal lugar para acampar.

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La cumbre – Apacheta Chucura, Bolivia

En una oscura oficina de un segundo o tercer piso de algún edificio de La Paz, conseguimos un mapa (muy básico) para caminar hasta Coroico por las montañas.

Compramos arroz, fideos, galletas y algunas verduras y viajamos desde el barrio de Villa Fátima hasta La Cumbre en la caja de un camión de pasajeros.

De Villa Fatima a La Cumbre
Seguía sin poder tirar de la cadena

Cuando bajamos nos abrigamos con todo lo que teníamos: caminábamos entre parches de nieve.

Según lo que entendimos con el mapa, teníamos que ir hacia el noroeste. Era cuesta arriba. Subimos a la velocidad que pudimos con las  mochilas pesadas. Lento, parando, con la sangre latiendo en los oídos. Nos desabrigamos todo lo que nos habíamos abrigado.

Apacheta Chucura
Pablo reflexionando a 5000 metros de altura

Después sería todo en bajada, hacia el noreste en un principio. Las primeras horas estuvimos dentro de una nube; primero entre crestas áridas, después sin nieve y con pastos cortos y oscuros, algunas pequeñas flores salvajes, todo entre la neblina. También aparecieron basamentos de ruinas incaicas, apachetas, tambos, corrales de piedra, arroyos helados. Íbamos pisando el empedrado de un antiguo camino preincaico.

Chucura
Siempre nubes

El camino era fantasmal, daba un poco de miedo y un poco de ganas de ir al baño; aunque yo las ganas las traía hacía días y seguía sin poder liberarlas.

gente haciendo caca en las ruinas incaicas
Mariano no tenía ese problema

Sobre el final del día, el cansancio y el hambre empezaron a afectar la sensatez de nuestros jóvenes cerebros. Básicamente: Pablo quiso parar y acampar (el lugar estaba muy bueno y ya era hora de pensar en la comida), Mariano quería seguir (a Mariano lo conozco desde chico y siempre quiere seguir, es un constante autodesafío), y Andrés y yo intentábamos terciar en el conflicto. Pablo se iba rezagando y haciendo amagues de parar y Mariano se adelantaba y caminaba firme como una mula. A mí básicamente me daba lo mismo, solo prefería que no hubiera conflicto, pero Andrés tomó una posición más activa y se puso a conversar con Pablo. Creo que nos faltaba glucosa en la sangre porque, sin demasiados argumentos, el conflicto pasó de Mariano y Pablo a Andrés y Pablo.

–Sé que después me cagás a trompadas, pero yo te meto una piña igual –llegó a decir Andrés en su particular estado donde pierde la capacidad de actuar convenientemente.

Pablo puso cara de póker.

Un poco funcionó: finalmente a Mariano le pareció que el lugar era mejor para acampar que para boxear.

El Choro Trek
Creo que Pablo tenía razón

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No supe entrar a la mina de Potosí

La descompostura había durado solo doce horas y desde entonces no volví a ir al baño. Y así, después de dos o tres días de bloqueo intestinal, me di cuenta de que tenía que dejar de tomar las pastillas contra la diarrea; evidentemente, la falta de oxígeno en el aire liviano de Potosí y sus cuatro mil metros de altura no me estaban dejando pensar bien, por momentos me sentía como en un sueño y por momentos simplemente me sentía estúpido.

Una mañana, cuando salíamos del hotel a dar una vuelta por la ciudad, nos cruzamos a las dos argentinas que estaban entrando.

–Justo estábamos saliendo –dije a Ojos Oscuros.
–Qué lástima.
–Mirá que me quedo.
–Dale –contestó sonriendo.
–Y vamos para tu cuarto.
–Dale.

Me reí, se rió y asumimos todo como un chiste. Yo seguí camino con mis amigos y ella con su amiga.

Esa misma noche las dos argentinas viajaron hacia Oruro y nosotros hacia La Paz.

–¡Cómo dormiste! –dijo Andrés cuando ya estábamos en el bus.
–¿Por?
–La piba estaba entregada.
–Mmm no sé, no me pareció.
–Flor de apurada que te pegó hoy a la mañana.
–Era joda.
–Igual le tendrías que haber dado para adelante. Que arrugue ella, en todo caso.
–Sí, capaz que sí, tendría que haber seguido con la apuesta, ¿no? Capaz que iba en serio… ¿Vos que decís, Mariano?
–Estaba entregada… En un momento le preguntaste qué era lo que más le gustaba y te dijo “Poto sí”.

Nos reímos.

–Dormiste –concluyó Mariano coincidiendo con Andrés.
–¿Vos qué decís, Pablo?
–Qué sos un pelotudo.

Una pena porque me gustaba.

La Paz es un caos, eso también me gusta.

boliviano durmiendo
Hay varias formas de dormir con una turista

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Una mina increíble

–No entra.
–Vas a ver que va a terminar entrando.

La de ojos oscuros se negaba al principio, pero no me pareció claustrofóbica: se habría negado más rotundamente en todo caso. Estaba seguro de que menos gracia le hacía quedarse sola con los mineros de la entrada, en ese lugar tan inhóspito, seco, sin árboles, nublado.

 

Cerro Rico
(Y una niña empujando una carretilla)

Nos ofrecieron un casco a cada uno y nos pareció una exageración pero lo aceptamos. Primero entró Mariano con el guía (un niño de unos diez o doce años), después la de ojos claros, después Ojos Oscuros luchando consigo misma, por último Andrés y yo. Pablo se había ido por otro lado, ahora no recuerdo qué conflicto nos había distanciado momentáneamente. Tal vez alguna discusión sobre la ética de hacer un show de la explotación humana, pagar por ver mineros en un trabajo que los va a consumir en pocos años. Pero no creo, en los noventa no importaba mucho el tema, eso vino después.

 

La mina del diablo
(Un buen documental de otro niño de esa misma edad en esas mismas minas: acá)

Fuimos agachados por el túnel oscuro, pisando entre rieles rústicos. A pocos metros de la entrada choqué la cabeza contra una roca que sobresalía del techo y agradecí haber aceptado el casco. Después tuvimos que dejar paso a un carro lleno de piedras que iba saliendo a bastante velocidad empujado por un minero. Para dejarlo pasar tuvimos que retroceder un poco hasta una zona más ancha del túnel y pegarnos contra la pared. Pasó el carro gruñendo en los rieles y pasó el minero inclinado sobre el carro, con la cara teñida de negro y un cachete del tamaño de un puño. Más adelante nos desviamos hacia la izquierda entrando por un agujero estrecho que empezaba a la altura de nuestras caderas. Trepamos. Después varias bifurcaciones de túneles angostos y oscuros, agarrándonos de las piedras, de sogas gastadas, de tablas incrustadas, sin dejar de chocar los cascos en diferentes piedras. La montaña estaba agujereada como un queso.

Al llegar al Tío, un demonio multicolor al fondo de un túnel, dejamos ofrendas de alcohol y hojas de coca junto a más alcohol y más coca.

El tío de las minas de Potosí
(Hola)

Después encontramos a un minero en algún otro rincón de la mina y estuvimos charlando un rato hasta que mostró una dinamita. Nos alejamos, prendió la mecha, nos alejamos más. Los segundos parecieron minutos.

Sentí como si la explosión viniera desde adentro de mi pecho.

 

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