Flotando el Yacuma

De Rurrenabaque seguimos viaje por la única ruta nacional que sigue hacia el norte boliviano. La carretera de tierra amarillenta nos llevó hasta Santa Rosa, un pequeño pueblo cerca del río Yacuma, afluente del Mamoré. Allá las casas son bajas, algunas de material y otras de madera y paja. Las calles son pocas, las asfaltadas menos. El calor es denso. Fuimos hasta ahí porque se lo había prometido a Vane, sabía que en la zona hay delfines rosados, tenía la certeza de que le iba a gustar verlos. Esa especie particular de delfines (Inia boliviensis) solo se encuentra en Bolivia, confinados al río Mamoré y sus afluentes desde hace 2,87 millones de años.

El Yacuma pasa a cinco kilómetros del pueblo. Es un río delgado y serpenteante. Mirando las fotos satelitales en Internet habíamos visto que teníamos dos caminos que nos llevaban al agua, dos bajadas separadas por unos cinco o seis kilómetros más o menos. Entonces nos tentamos con una idea: flotar por el río desde una bajada hasta la otra. Primero pensamos en usar cámaras de camión y, si bien encontramos un par de gomerías improvisadas sobre la ruta, ninguna tuvo espíritu colaborador. Luego se nos ocurrió armar nuestras propias balsas con bolsas de arpillera y botellas de plástico y eso hicimos: juntamos cuatro bolsas de papas (que abundan en Bolivia) y sesenta botellas de plástico (que abundan mucho más en Bolivia). Las bolsas las pedimos en una verdulería y las botellas las juntamos de los costados de las calles polvorientas. Metimos las botellas dentro de las bolsas y las cosimos formando dos flotadores que deberíamos apurarnos a patentar.

El primer día fuimos al río a reconocer el lugar de partida. Ahí pasamos la tarde a la sombra de los árboles de la orilla relajándonos e intentando pescar. Vane pescó una piraña (Pygocentrus nattereri), yo nada.

Pygocentrus nattereri

Aunque casi atrapo algo y lo que viene ahora parece una mentira de pescador exagerado pero fue tal cual así:

En un momento se me enganchó la línea y decidí meterme al agua para recuperarla. Mientras Vane sostenía la caña fui siguiendo el nylon con la idea de sumergirme a desenganchar el anzuelo pero, al llegar cerca de la punta, noté que la tanza comenzaba a ceder y tiré un poco hacia arriba. Me dio la sensación de que estaba enganchada a un tronco hundido que costaba reflotar. Eso pensé hasta que emergieron del agua una cola y dos patas de lagarto (Caiman yacare); solté la línea y le grite a Vane “tengo un yacaré”, pero lo de “tengo” era muy relativo, dos segundos después la tanza se cortó y yo regresé a la orilla evaluando que tan cerca estuvo mi mano de una mordida violenta.

Al día siguiente volvimos a caminar los cinco kilómetros hasta el río, pero esta vez sin caña de pescar, solo con la ropa puesta, un par de empanadas, un poco de agua y los flotadores, que iban sobre nuestras cabezas cubriéndonos del sol tropical.

Una vez en el agua la suerte estaba echada: el río corría bordeado de vegetación tupida, la única salida era hacia adelante, no podíamos volver a contracorriente.

Fueron unas cuatro o cinco horas en las que flotamos muy lentamente por las curvas y contra curvas del Yacuma rodeado de selva. Vimos más yacarés, tortugas (Podocnemis sp.), carpinchos (Hydrochoerus hydrochaeris), una gran variedad de pájaros, un amarronado mamífero que desapareció entre la vegetación antes de que supiéramos qué era, monos capuchinos (Cebus sp.) y las figuritas difíciles: delfines rosados pescando entre nosotros.

Caiman yacare
Podocnemis sp.
Hydrochoerus hydrochaeris
Tigrisoma lineatum
Los delfines no se dejaban fotografiar mucho.

Acá el video que hizo Vane, que lo explica mucho mejor:

Ahora abandonamos Santa Rosa, seguimos hacia el sudeste por caminos secundarios.

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Ayahuasca

Bajamos de las montañas pensando en la ayahuasca, la antigua bebida visionaria de la selva, un brebaje ceremonial utilizado desde tiempos inmemoriales por chamanes de varias etnias del Amazonas.

(Otra mirada a esta historia se encuentra publicada en este número de la Revista THC)

Desde Caranavi viajamos en bus a Rurrenabaque. Ahí conocimos al chamán chileno Phillip y la chamana peruana Ángela. Phillip no es un originario shipibo ni pretende serlo, pero aprendió su arte con los shipibos del norte de Perú y extendió su formación en Ecuador, Colombia y México. Ángela es de la zona del lago Titicaca, se inició en Iquitos y toma ayahuasca desde los catorce años. Ahora ambos viven en Bolivia, en la selva de Rurrenabaque.

La primera vez que visité Rurre fue en un viaje que comenzó en 1999. En aquella ocasión había ido preguntando por chamanes hasta llegar a una anciana. No recuerdo su nombre. Ella me dijo que no había ayahuasca en la zona, que solo usaban floripondio para tener visiones. En aquel momento le creí, pero ahora, dieciocho años después, Phillip me cuenta que, si bien los últimos abuelitos ya han muerto, siempre ha habido ceremonias de ayahuasca no muy lejos de Rurrenabaque, principalmente en las comunidades de la etnia tacana.

El chamán nos llevó en canoa subiendo por el río Beni y luego un poco caminando por la selva montañosa hasta Sacha Runa, su albergue, un puñado de chozas de madera y paja dedicado exclusivamente al chamanismo.

Acá Vane hizo un video mostrando el lugar:

Recorrimos la zona, caminamos por la selva y hablamos de las plantas, de la espiritualidad y de la ciencia.

https://www.instagram.com/p/BcxxAi2ACKX/

https://www.instagram.com/p/BbR4PKXlWCJ/

El ingrediente principal de la ayahuasca es la Banisteriopsis caapi, una liana que contiene harmalina que es un inhibidor de la enzima monoaminooxidasa de nuestro sistema nervioso central y tejidos periféricos. La planta complementaria mayormente usada es la chacruna (Psychotria viridis) y su principal sustancia neuroactiva es la DMT (N,N-dimetiltriptamina), una molécula que se une a varios tipos de neuroreceptores. El DMT por vía oral produciría poco efecto si no fuera por la Banisteriopsis, ya que sería rápidamente degradado por la monoaminooxidasa. Es así que se requieren de la sinergia de ambas plantas para producir un efecto visionario potente.

Banisteriopsis caapi
Chacruna (Psychotria viridis)

En la noche del primer día fue la ceremonia y todo cambió. Las plantas visionarias, a menudo, son como un despertar. O por lo menos un rotundo cambio de la percepción, como si se terminara una película y empezara otra…

Acabo de tomar el líquido marrón. Estoy en una maloca de madera y paja, una casa circular en el medio de la selva, entre las montañas. El chamán canta en idioma shipibo. Estamos a oscuras. Todavía tengo el gusto en la garganta. Se me ocurre pensar en un yogurt sabor madera. Unos minutos después creo ver una luz a mi izquierda. Creo.

En el círculo somos ocho: la pareja de chamanes, cuatro pacientes que no conozco, Vane y yo. Por momentos el chamán y la chamana cantan juntos, por momentos se turnan. En la oscuridad suenan instrumentos que no puedo reconocer. Vientos, tambores, plumas. En la oscuridad veo filamentos luminosos. Ahora la chamana canta en español y los filamentos se convierten en patrones caleidoscópicos difíciles de describir. Eso me lleva a pensar en lo que sentirían los antiguos indígenas ante estos colores brillantes y exageradamente nítidos, pienso en el contraste mágico con su selva habitual: la rusticidad comparada con el brillo eléctrico. La aparición indudable de lo mágico. Luego me surge la duda sobre qué tan seguro estoy de que los antiguos pudieran ver eso, me pregunto si un cerebro que nunca hubiera visto una pantalla digital sería capaz de imaginar tanto. Entonces me doy cuenta de que “tanto” puede tener otras dimensiones. Ahora el chamán recita mantras en sánscrito.

Pienso en la posibilidad de que los inhibidores de la monoaminooxidasa de la enredadera estén dejando pasar algo más que el DMT de la chacruna. Trato de imaginar qué puede haber en mis intestinos después de veinticuatro horas de ayuno. O en mi sangre. Pienso en lo orgánico, en lo orgánico en nosotros. Y eso me lleva a pensar en las motivaciones de los humanos, desde el que busca su comida hasta el que toca un instrumento, desde el que busca sexo hasta el que ahorra para comprar un celular.

El paciente que está a mi derecha vomita con fuerza. Vomita durante una hora. Creo. Y los cantos de los chamanes me dicen que la Pachamama es el planeta tierra. Los colores que habían comenzado en dos dimensiones pasan a tres dimensiones y, tiempo después, entran por mi cara en forma de maderas, digo telas. Creo.

Me voy cayendo sobre mi manta, no puedo mantenerme sentado. No es que todo gire a mi alrededor sino que todo se mueve hacia todos lados. Todo hacia todos lados. Menos el lobo que presiona su hocico contra mi garganta. Tengo el cuello entre el suelo y el hocico del dragón luminoso, digo, del lobo. Y los tentáculos.

Tanteo en la oscuridad brillante en busca de mi balde para intentar vomitar. No tengo claro si siento nauseas, pero veo todos los tentáculos a la deriva. Estoy realmente mareado. Me aferro al balde como apoyo de referencia. Trato de expulsar el vómito pero no sé hacia dónde hacer fuerza. Me doy cuenta de que, a pesar de todo, la ceremonia me contiene, los cantos de los chamanes me dan sostén. El viaje sería notablemente complicado sin ese contexto.

Ahora los cantos de los chamanes dicen que todas las religiones son una, que un Dios y todos los dioses son lo mismo, que la ciencia y todas las religiones hablan de lo mismo. Y luego: que el tiempo es la mente.

En algún momento los brillos disminuyen. Las náuseas aflojan pero se hacen más reales. Me preocupo por Vanesa, ella suele ser más sensible a las náuseas que yo. Entiendo por qué el chamán nos colocó en lugares apartados del círculo. Escucho al paciente de mi derecha que sigue vomitando con fuerza. Por momentos lo escucho dentro de una habitación de telas y por momentos lo escucho afuera de la choza. Siento un perro que pasa por mis espaldas, pero enseguida me doy cuenta de que no hay ningún perro a kilómetros a la redonda, no de nuestro lado de los ríos, no en Sacha Runa, este tranquilo albergue ceremonial de la selva. Luego presiento gente caminando a mi alrededor. Alguno de ellos podría ser el chamán.

Poco después la psicodelia desaparece y reaparece la oscuridad. Los chamanes callan y ahora se escuchan los grillos, las ranas y algún pájaro que gruñe cada tanto desde su nido negro. Hay oscuridad más o menos durante una hora y de pronto vuelven las náuseas y vuelven los colores. Ahora me siento muy confundido por el regreso de las visiones.

Otra vez pienso en las motivaciones y siento que en mi vida siempre fueron muy rápido, que no me dan descanso. Es difícil disfrutar el momento cuando una agenda invisible te empuja. Ahora el canto de los chamanes me dice que la cura y la cosmovisión son lo mismo.

Pienso en mis padres y quiero abrazarlos, pienso en la muerte y quiero que me abrace. Siento que con la muerte acaba lo orgánico, acaban las motivaciones. Queda lo que hemos modificado, el orden y desorden particular que le fuimos dando a las cosas y, sobre todo, a nuestros seres queridos.

Las náuseas vuelven con fuerza. También las visiones, pero esta vez noto que son diferentes a las del principio. Ahora son menos luminosas y más imaginativas, más figurativas, con presencias. Me pregunto si las primeras tendrán que ver principalmente con la chacruna y las segundas más con la liana. Y entonces presiento al chamán parado delante de mí, hasta que me doy cuenta de que el chamán no tiene dos metros y no es oscuro como el centro de una tormenta. Tanteo el balde del vómito y veo adentro una serpiente acurrucada. Expulso todo. Con fuerzas. Vomito aun cuando ya no sale nada. Siento que alguien me da la mano en la oscuridad. Primero pienso que es Vanesa, luego que es la chamana, luego el chamán, luego una mano sin cuerpo. Ahora los cantos de los chamanes hablan de expansión de la conciencia. No una gran expansión sino una conciencia que crece un poco más allá de sus límites.

El resto de la noche es una lucha contra la tridimensionalidad que apenas me deja levantar la cabeza del suelo de serpientes.

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El poder de la nada

Cruzamos a Bolivia por Desaguadero, un lugar con una incontable variedad de colores grises. Después pasamos por La Paz para seguir rumbo al norte, bajando del altiplano hacia la cuenca del Amazonas. Transitamos una vez más por el camino de la muerte, un lugar que siempre olvido evitar, un largo precipicio disfrazado de camino. Son las yungas: neblina, lluvia, acantilados, ruedas que pisan una tierra que se afloja con el agua, carcasas de buses despeñados cientos de metros hacia abajo.

Estuvimos en Rurrenabaque, en la selva. Ahí recuerdo haber preguntado por ayahuasca a una chamana. Me respondió que no era zona, que ella solo tomaba floripondio y que cuando lo hacía se ataba a un poste para no lastimarse.

originarios bolivianos
Selva

Al emprender la vuelta hacia La Paz, a nuestro bus se le estropeó una rueda. Fue cerca del mediodía y el arreglo se prolongó más allá del almuerzo. Al anochecer decidimos pagar un hotel. Dormimos en colchones de paja. El de Andrés tenía bichos. Tuvo que rascarse mucho.

te queda muy mono
Te queda muy mono.

Al día siguiente el chofer y un mecánico seguían arreglando la rueda. Entonces, un poco por la espera que ya estaba excediendo las veinticuatro horas y otro poco por no tener ganas de hacer el camino de la muerte con una rueda dudosa, decidimos abandonar el lugar y desviarnos a San Borja, hacia el noreste, en el departamento del Beni. Ahí tuvimos que esperar tres días más al siguiente transporte a La Paz.

yunta de bueyes
Ahí no conocimos mujeres, pero le hicimos dedo a una yunta de bueyes.

Después de La Paz, ya en camino a Uyuni, nuestro bus se detuvo en Challapata, exactamente en el mismo lugar en el que Andrés había quedado varado dos años antes por el conflicto ancestral entre los laimes y los qaqachacas en una situación en la que le costó una semana salir de Bolivia. Si en aquel momento un corte de ruta con ataúdes y dinamitas era algo digno de sorpresa, mucho más era encontrarnos con el mismo piquete dos años después.

Pero claro, la estabilización del conflicto había hecho que los conductores de los buses desarrollaran ciertas mañas. Digo esto porque lo que sucedió fue que no estuvimos mucho tiempo en el piquete, solo hasta el anochecer. Con la oscuridad, nuestro chofer de turno arrancó suavemente el bus regresando un par de kilómetros hacia el norte, para luego bajar de la ruta y seguir a campo traviesa en dirección sudeste. O tal vez no fuéramos a campo traviesa y en realidad estuviéramos siguiendo una huella. Era difícil de saber por el hecho de que íbamos con las luces apagadas. Una situación que en este caso no era tan grave debido a que estábamos en plena luna llena.

En un momento nos detuvimos en el medio del campo plateado. El silencio y la concentración del olor a coca masticada me hicieron bajar del bus y preguntar a uno de nuestros choferes si había algún problema.

–Es que nos sigue un camión.
–Ah…
–Pero no hay inconveniente, ya fue mi compañero a decirle que apague las luces.

Parece que el problema eran las luces y la posibilidad de que nos detectara la gente del piquete.

Durante un rato todo siguió con la normalidad de ir en un bus por el medio del campo. Así fue hasta que la luna empezó a ponerse roja. Porque sí, esa noche, la del 20 al 21 de enero del año 2000, hubo eclipse total de luna. Y entonces sentí que algo en toda esa situación era exagerado. Los laimes, los qaqachacas, nuestros choferes, el camionero, el campo, las luces apagadas, el eclipse, algo. O todo. De pronto me sentí como en un sueño. La única razón por la que sabía que no estaba soñando era que esa duda solo se tiene en los sueños.

Con la luna roja la noche se puso oscura, pero la solución fue simple: el chofer prendió las luces (ya estábamos lo suficientemente lejos de la ruta como para que la gente del piquete no nos viera).

Así fue que avanzamos a un ritmo aceptable (el que podría esperarse de un bus y un camión bajo un eclipse) hasta detenernos delante de dos montículos de tierra de más o menos metro y medio de altura. Al bajarme a ver el camino y los obstáculos iluminados por los faros del bus, comprendí que no íbamos a campo traviesa guiados por las estrellas, sino siguiendo una huella que terminaba en dos montañas de tierra.

–¿Y ahora qué?
–Mi compañero fue a preguntar al camionero si tiene una pala.

No hizo falta. Antes de que llegara la pala o la noticia de su ausencia, dos hombres bajitos aparecieron como de la nada para informarnos que ese par de montículos eran suyos, y que, si les dábamos cierta cantidad de dinero, ellos podían explicarnos cómo esquivarlos sin alertar a la gente del piquete.

Solo hubo que hacer una vaquita entre todos los pasajeros para seguir viaje.

Al amanecer ya estábamos en Uyuni.

Esa misma mañana convencimos a dos danesas y a dos australianas de la isla de Tasmania para que vinieran con nosotros a un tour de cuatro días por el salar y las lagunas, en camioneta con un chofer y una cocinera. Al mediodía ya estábamos en marcha, comimos los hongos y viajamos por lugares deslumbrantes.

parte inundada del salar
Caminamos por las nubes.
salar de Uyuni
Andrés quería robar una de mis chicas.
Isla del Pescado del salar de Uyuni
En la zona de la isla del pescado no había ningún pescado.
termas de Uyuni
El agua se convirtió en termal después de que entraron las danesas.
cementerio de altura
Un cementerio muerto.
neozelandesa
Laguna mental.
ecuación de campo en cementerio de trenes de Uyuni
Un pesado tren curvaba levemente el espacio-tiempo.

En algún momento, recorriendo planas lagunas a 5000 metros sobre el nivel del mar, quedé como hipnotizado mirando una virgen colorida que oscilaba en el espejo retrovisor sobre un paisaje de suaves y onduladas montañas desérticas, y entonces sentí que amaba profundamente a Latinoamérica, y que eso era por la gran fusión cultural, una mezcla que hablaba del extenso poder de la nada misma. O algo parecido. Luego intenté decírselo a Andrés pero no encontré las palabras adecuadas.

Después de Uyuni casi no paramos hasta Buenos Aires. Ahí volvimos a encontrarnos con las australianas. Nos pidieron ir a ver fútbol. Las llevamos a ver Boca – Independiente en cancha de Independiente. Boca ganó 3-1.

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Rurrenabaque, Bolivia (II)

17 de junio

Fui a pescar con Raúl, fuimos en moto. Como no había nafta en todo el pueblo tuvimos que pedirle prestada un poco a un vecino. La sacamos directamente de su motocicleta, haciendo sifón con una manguerita.Entonces salimos del pueblo por caminos de cantos rodados incrustados en la tierra. Después por unos senderos entre pastizales hasta una casita de madera y paja dónde vivía una pareja joven con varios niños.

choza de caña
Madera y paja.
Continuamos hasta unos charcos y nos pusimos a pescar con esas redes redondas que se lanzan por el aire. Acá las llaman tarrajas o atarrayas.
atarraya
No pudimos atrapar ni una sola nube.
Pescamos varios tipos de cíclidos, varios tipos de plecos, peces cuchillo y bagres punteados.
Cíclidos amazónicos
Alta gama del marrón.

Ayer decidí que lo de caminar unos días por la selva no va a ser por ahora. Los chilenos no están muy de acuerdo con la plata que nos pide el guía y además estamos con ciertos problemas de organización: el único guía que conseguimos vive en el pueblo que está del otro lado del río y los botecitos que cruzan están en huelga porque el alcalde está procesado por no sé qué delitos y los pobladores lo defienden. Hay largas colas para cruzar en unos pocos horarios y es muy difícil combinar con él.

Hoy iba a irme para Santa Rosa siguiendo el camino hacia el norte pero estaba lloviendo mucho. No sé si estarán pasando buses ni cuánto tardarán con el barro que hay. Se supone que estamos en temporada seca, aunque en realidad parece que lo mejor es no suponer nada.

Tengo entendido que de acá para el norte el camino se hace muy impredecible. Veré si salgo mañana. 

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Rurrenabaque, Bolivia

14 de junio

Los piquetes desaparecieron y seguí hacia el norte. Ya estoy en la selva.

El viaje por las yungas fue duro, la mayor parte era un camino de tierra angosto que va por acantilados: paredes de rocas a la derecha y caídas de centenares de metros hacia la izquierda. El bus a veces iba a paso de hombre para calcular bien la distancia al borde pisando a pocos centímetros del abismo. Daba miedo. Un buen trecho lo hicimos de noche y del abismo solo alcanzaba a ver las copas de los árboles veinte metros hacia abajo iluminadas por los faros del bus. Y de ahí en más, la oscuridad interrumpida cada tanto por luces muy chiquitas de casas profundamente lejanas. Parecían estrellas. Sí, daba mucho miedo. Por momentos trataba de imaginar que todo a mi izquierda era un lago oscuro que reflejaba el cielo. Y también pensaba: bueno, si muero ni me voy a dar cuenta. Y también pensaba que pasan muchísimos buses por ahí y muy pocos se caen. Y todas esas cosas tranquilizadoras, y entonces entrábamos en otra curva hacia la izquierda y las dos ruedas parecían pisar el borde exponiendo parte del chasis al acantilado de rocas angulosas. Las curvas a la izquierda eran las peores, ni siquiera tenían árboles, solo vértigo. Y la forma de conducir en ese tramo es curiosa: manejan por la izquierda como los ingleses. Aparentemente es para que los conductores queden en los lados externos y puedan calcular mejor el borde. Pero eso era cuando cabían los dos vehículos, que fue pocas veces: la mayor parte de las veces, uno de los dos (generalmente el que venía en bajada, aunque no siempre) tenía que volver marcha atrás hasta encontrar un lugar donde entraran ambos.

En fin, ya estoy en Rurrenabaque. Acá es todo diferente. Cada tanto tengo que hacer esfuerzo para recordar que estoy en Bolivia: el calor, el olor a selva, los árboles con hojas grandes, la tierra, los bichos, las indias con los pelos sueltos y en cuclillas, y esas cosas.

Niño corriendo el bus
Diferente.

Me hospedé en un hotel de dos pisos con habitaciones rodeando un patio. Ahí conocí a una pareja de chilenos con los que estuve planeando ir unos días a caminar por la selva. Hoy charlamos con un ex guía que solía llevar a turistas. Nos prometió conseguir algún local que nos acompañe para no perdernos. En un momento, charlando de situaciones laborales, el ex guía me contó de otro ex guía que cambió su vida para dedicarse a capturar peces autóctonos para acuarios (siempre me gustaron los peces y no sé por qué).

Fui hasta su casa. Se llama Raúl y tiene instaladas nueve peceras enormes. A su mujer no le hace gracia que gaste plata en los peces, pero ahora está más tranquila porque los está vendiendo a acuarios. Los manda por avión a La Paz. Como Raúl no hace mucho que está en el tema le di un par de consejos con algunos problemas que tenía y el nombre científico de un pez que no podía identificar (era un Crenicichla). Al final nos quedamos charlando toda la tarde de acuarios y me invitó a charquear para mañana.

Río Beni
El Beni. 

como ir a Rurrenabaque

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