Con los T’simanes

Después de día y medio en tractor estamos en la comunidad T’simane Areruta, en el corazón amazónico de Bolivia. Ningún mapa muestra más que selva y ríos en esta zona. Incluso Google Earth está atrasado: marca que estamos sobre el río Sécure y ya no es así. Hace unos meses el río se corrió un par de kilómetros al sur. En la cuenca amazónica los ríos se mueven lentamente agrandando sus curvas, y cuando las curvas de un mismo río se agrandan tanto que se tocan entre sí, se forma un atajo y toda una gran vuelta del río pasa a formar una laguna en herradura o directamente se seca. Y eso es lo que le pasó a la gente de Areruta, el Sécure los abandonó.

Ahora viven de un arroyito. Es delgado, verdoso, burbujeante y el agua apenas corre. Ahí nos bañamos, lavamos la ropa y los platos y tomamos agua todos: los T’simanes, nosotros y los animales de la comunidad. Con Vane tratamos de ir río arriba para juntar agua. La sacamos entre unas ramas donde parece filtrarse un poco.

Luego la pasamos a través de un trapo con la esperanza de separar algo de tierra y parásitos macroscópicos, y finalmente le agregamos algunas gotas de iodo para potabilizarla.

Areruta no necesita un plan de viviendas, necesita con urgencia una simple bomba de agua.

En la comunidad hay dos autoridades, los únicos dos que no son T’simanes: el maestro de secundaria, que es de origen quechua y la maestra de primaria que es yuracaré. El maestro llegó hace poco enviado por el gobierno desde Potosí. Tiene cuatro o cinco alumnos. La Maestra, que también es la Cacique, llegó a la comunidad por su propia cuenta hace unos veinte años. Tuvo que aprender a hablar tsimané y lenguaje de señas. Todos en la comunidad saben hablar lenguaje de señas (uno propio de ellos) ya que una gran proporción de los T’simanes son sordo mudos. No tengo muy claro si esto es debido a complicaciones en el nacimiento (acá nadie nace con un médico al lado) o a la alta endogamia.

(Si estás pensando ufff hay que leer mucho, acá ve el video de Vane) :

Pasamos tres días en Areruta. Nos hubiera gustado quedarnos más pero nos resultaba un poco perturbador tomar tanta agua turbia. En el tercer día participamos de una ceremonia en el pequeño cementerio de la comunidad, que no era más que un sector de pasto con seis o siete cruces. Los niños llenaron las cruces de flores de patujú y cantaron en español y en tsimané. El Maestro cantó en quechua. Yo fui obligado a tocar el charango mientras Vane bailaba a mi alrededor.

El cuarto día pedimos que nos indiquen como llegar a Oromomo, otra comunidad T’simane río arriba (del río que ya no está, aunque en Oromomo vuelve a aparecer). Nos dijeron que eran un par de horas caminando por la selva. Nos acompañó un sordo mudo para guiarnos.

Por pasos elevados.
Pasos abiertos.
Pasos cerrados.
Y pasos muy cerrados.

Oromomo resultó ser una comunidad notablemente más grande y no solo de indígenas T’simanes, también vivían varios moxeños y yuracarés.

Y el recibimiento no fue tan agradable como en Areruta. Si bien con la mayoría de los comunarios hubo buena onda, algunos no llegaron a comprender qué hacíamos ahí (siempre nos cuesta explicarlo).

Con los niños mucha buena onda.

El TIPNIS es una zona de conflicto por los recelos entre etnias, el avance de los coyas cocaleros y la pesca, entre otros. La conclusión fue que debíamos abandonar el TIPNIS.

Entonces, al día siguiente conseguimos que un comunario nos llevara río abajo durante unas seis horas en canoa con motorcito hasta la comunidad yuracaré de Santo Domingo, adonde llega el tortuoso camino que viene desde la comunidad mojeña Monte Grande.

La mujer del comunario iba marcando la profundidad navegable.

Acampamos en Santo Domingo y a la mañana siguiente tuvimos la suerte de encontrar una camioneta todo terreno que se había acercado por otro plan de viviendas del estado. Pasamos un día de charlas y matanza de mosquitos y viajamos de noche.

Para hacer tiempo quise cortar este árbol pero no pude porque tenía el machete al revés.

La camioneta nos regresó a San Ignacio de Moxos. En el camino paramos un par de veces para que nuestros acompañantes cazaran una pava de monte y un mapache. Se me ocurrió correr entre la selva detrás de los cazadores y sus linternas, filmando la cacería del mapache. Me sorprendieron los disparos de los rifles y el machetazo final. No voy a mostrar el video.

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El LIBRO

Rumbo al Sécure

Una vez más intentamos entrar al TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure). Por momentos nuestra insistencia por meternos en el corazón inhóspito de Bolivia nos parece patológica y por momentos totalmente racional. O al menos eso es lo que siento yo, no tengo tan claro qué es lo que piensa Vane.

Esta vez entramos desde el norte, desde San Ignacio de Moxos avanzando hacia el sudeste lo más que pudiéramos. Lo ideal era llegar al alto Sécure, la zona de los T’simanes, que son los indígenas menos trasculturizados de Bolivia.

Primero una mujer de San Ignacio nos llevó en auto (es raro ver una mujer taxista en Bolivia) durante dos o tres horas hasta la comunidad Monte Grande de la etnia moxeño trinitaria. Ahí nuestras opciones aumentaban en cantidad pero disminuían notablemente en calidad. En Monte grande el camino se bifurca: hacia la izquierda (hacia el este) continúa en condiciones más o menos aceptables pero alejándose un poco de nuestro objetivo; y hacia adelante, continuando hacia el sur, solo se puede seguir en moto o con un vehículo de doble tracción.

Esa es mi cara cuando sonrío.

Nuestra taxista se ofrecía a llevarnos hacia la izquierda durante algunas horas más hasta donde termina el camino en la comunidad moxeño trinitaria San Lorenzo. Ahí ya estaríamos sobre el río Sécure donde podíamos intentar conseguir una canoa que nos llevara río arriba. Era una opción viable pero dudábamos bastante, nos desviaríamos mucho e íbamos a necesitar varios días por agua para llegar hasta el alto Sécure.

Otra opción era continuar a pie por el camino del sur que sigue hasta Santo Domingo, una comunidad de la etnia yuracaré, también sobre el Sécure pero bastante más arriba que San Lorenzo. Preguntamos en Monte Grande por esta opción y, por lo que nos respondieron, nos pareció demasiado complicada. Eran unos cincuenta kilómetros en los que cruzaríamos tan solo una pequeña comunidad llamada Jorori y nadie nos garantizaba que pudiéramos encontrar agua potable en el resto del camino. Solamente la uña de gato, dijo un comunario refiriéndose a la liana que larga agua al cortarla de un machetazo, un buen recurso para sobrevivir en la selva; pero también nos avisaron que hay otras lianas parecidas que son tóxicas. Y además está el tema del tigre, como le dicen acá. Hay yaguaretés en la zona y todos nos desaconsejan acampar fuera de las comunidades.

Uña de gato

El mismo hombre que nos habló de la uña de gato nos planteó dos alternativas más: intentar conseguir un par de motos (había algunas en la comunidad) que nos llevaran hasta Santo Domingo o esperar en el camino hasta que apareciera una camioneta que fuera hacia allá.

Se hacía tarde y decidimos acampar ahí en Monte Grande e intentar una de las dos últimas opciones al día siguiente. Pero, al anochecer, sorpresivamente surgió una alternativa más: llegó un tractor que, según otro de los comunarios, se dirigía hacia Areruta, una comunidad T’simane en el alto Sécure. Iría por un camino del cual no teníamos idea de su existencia (cosa que era lógica porque la huella había sido abierta hacía unos pocos meses por ese mismo tractor). Era ideal, se dirigía exactamente a donde queríamos ir.

Nuestra duda fue si podríamos aguantar el viaje. El tractor tiraba de un carro cargado de bolsas de cemento (el cemento era para construir viviendas de ladrillo y chapa por un plan del gobierno que había sido pedido por los propios T’simanes que querían dar el gran salto tecnológico a las casas duraderas y calurosas). Suponíamos que debíamos ir arriba de las bolsas y el viaje podía ser largo y particularmente incómodo.

El tractor y el carro (que en la oscuridad de la comunidad parecían extraordinariamente rústicos) estaban estacionados frente a una choza. Adentro cenaban el chofer y los dos ayudantes. Entramos.

–Permiso…
–Pasé.
–Buenas noches.
–Buenas.
–¿Qué tal? ¿Ustedes son los que manejan el tractor?
–Siéntense… Coman algo…

Nos sentamos.

–Nosotros andábamos queriendo ir hacia Areruta… Queríamos saber si podían llevarnos.
Hubo una pausa.
–¿Van a aguantar el viaje? –dijo entonces el que parecía el jefe.
–Eso es lo que estábamos dudando… ¿Cuánto dura?
–Tres días.
–Ah…

Vane me miró con los ojos bien abiertos y yo me quedé pensando que era probable que, por primera vez, estuviéramos por rechazar un viaje debido a sus condiciones de comodidad.

–Vengan, pues. –dijo el ayudante mayor.

El otro ayudante no dijo nada porque era casi un niño y porque era sordomudo.

–¿Cómo hacen con la comida? –pregunté tratando de entender la situación.
–Lo que encontremos por ahí en el monte. –contestó el jefe.
–¿Y hay comida por ahí en la selva?

Se rieron.

–Mañana desayunamos en una comunidad, luego ya no hay nada en todo el día y en toda la noche. –aclaró el ayudante.
–¿Y después?
–Después ya llegamos a Areruta.
–¿No eran tres días?
–Claro.
–De acá a pasado mañana a la mañana es un día y medio.
–Tres días –insistió el jefe– y a veces hasta cinco cuando el agua está alta.
–Pero mañana a la noche sería un día, y una noche más sería medio día más.
–Dos días… Dos días –medió el ayudante, pero el jefe seguía con cara de tres días.

No sé cómo calcularían. Aunque, a decir verdad, el viaje así planteado iba a ocupar tres días calendario: esa noche, el día siguiente y la mañana del otro. Pero quién sabe cómo lo pensaban.

En definitiva, si bien con Vane volvimos a dudar un rato, finalmente la fuerza de un tractor penetrando la selva nos hizo aceptar el desafío.

Entonces subimos a la bestia y nos acomodamos como pudimos sobre las bolsas de cemento. El motor rugió con ecos de caños metálicos, una pequeña lamparita amarillenta se encendió en la cabina de manejo, las luces delanteras iluminaron las chozas, más caños crujieron y comenzamos a avanzar. La mujer que nos había preparado la cena levantó su mano y la agitó en el aire.

–¡Adiós!… ¡Traigan chancho! –gritó.
–¡Traeremos! –contesté sonriente.

Avanzamos quince metros, doblamos, pasamos por una zanja, los ruidos de los hierros entrechocándose se hicieron más fuertes y nos detuvimos. Como el motor y las luces del tractor siguieron encendidas, con Vane nos despreocupamos mirando las estrellas desde nuestra cama de cemento ondulado. Pero volvimos rápido a nuestra realidad material cuando notamos que el jefe y los ayudantes deambulaban por los alrededores escrutando el suelo con sus linternas.

–Parece que perdimos algo. –observó Vane.
–¿Qué puede ser tan chiquito como para buscarlo con linternas y tan fundamental como para que no podamos seguir?
–Tal vez sea el tornillo que une el tractor con el carro –contestó Vane y nos reímos.

Y era eso. Habíamos perdido uno de los dos pasadores de la barra de tiro, el izquierdo. Buscamos un buen rato hasta concluir que se había caído hacía tiempo pero que recién se había hecho notar cuando el tractor quiso doblar a la izquierda.

–Esto no tiene solución, ¿no? –comenté entre luces de linternas.
–Claro que tiene… Lo único que no tiene solución es la muerte –contestó el ayudante.

Y de hecho unos minutos después el jefe estaba insertando un pedazo de hierro en la barra de tiro que sirvió de perfecto sustituto de la pieza perdida.

Pero entonces noté que el cabezal del perno derecho estaba quebrado, soldado y vuelto a fisurar. Daba la sensación de que el tractor, a falta del perno izquierdo, había estado cargando toda la fuerza en el derecho y estaba a punto de partirse. Entonces se lo hice notar al jefe.

–Así está bien –contestó.

Quise responder que si se nos quebraba en el medio de la selva no iba a tener solución, pero recordé la respuesta reciente del ayudante sobre las cualidades únicas de la muerte y preferí callar.

Arrancamos una vez más y, a los tumbos, empezamos a penetrar en la selva. Adelante el motor rugía y las luces iluminaban la boca de lobo interminable. Atrás, el movimiento iba encajándonos entre las bolsas densas, que se sentían tan duras como si el cemento ya hubiera fraguado. Pero aun así, sorprendentemente nos quedamos dormidos. Había luna y dormimos mientras las sombras de las ramas nos recorrían el cuerpo. Pero cuando fueron las ramas mismas las que nos arañaron la piel despertamos violentamente. Me costó entender dónde estábamos, incluso cuando ya me había dado cuenta de donde estábamos. Y esas fueron las primeras ramas de incontables más. No pudimos volver a dormir sobre la bestia esa noche, tuvimos que estar alerta de los rameríos tapándonos con una lona plástica cada vez que nos atacaban.

Luego de luchar varias horas contra las ramas y sus bichos, en algún momento de la noche llegamos a la comunidad en la que podíamos dormir un rato y luego conseguir la única comida del viaje (15°47’22″S, 65°59’04″W). La bestia quedó estacionada bajo la luna. Vane y yo armamos la carpa mientras el jefe y los ayudantes tapaban las bolsas de cemento con lonas para que no se mojaran ya que parecía que se venía la lluvia. Ahora que estábamos en un claro podíamos ver las nubes que se acercaban por el este.

Antes de meterme en la carpa busqué y encontré el arroyo, se bajaba por un terraplén hasta un par de troncos tallado en forma de canoa. Sacudí el borde del agua espantando a las posibles rayas ponzoñosas y me sumergí para sacarme la crema de tierra, cemento y sudor que me cubría el cuerpo.

A la mañana siguiente desayunamos bollos de masa y pescado frito. Estábamos en San Salvador, la primera comunidad T’simane que visitábamos, era una relativamente nueva, como se intuye por su nombre cristiano.

Y como era de esperarse, una vez más la curiosidad fue mutua. A mí, lo que más me llamó la atención fueron cuatro cosas: ningún T’simane usaba zapatillas, varias de las mujeres y niñas vestían un vestido color  blanco crema hechos por ellas mismas, varios hombres y niños llevaban collares con garras de águilas, dientes de yacarés, bolsitas de cuero con contenidos que desconozco y otras extrañas partes de animales, y todos en la comunidad eran muy callados, incluso los niños.

–Vamos a buen ritmo, si todo va bien llegaremos esta noche –nos animó el jefe masticando pescado.
–¿Y por qué nos habías dicho que eran tres días?
–El viaje es duro… Quería saber si tendrían voluntad.

Es lo que se lleva ahora.

Al arrancar nuevamente el tractor se nos sumaron doce pasajeros, una gran familia que aprovecharía el aventón para ir a visitar parientes de Areruta. Era una buena opción para ellos, la otra consistía en caminar varios días por la selva. Entre los doce había unos cuantos niños y un bebé de pocos meses. Saltaron todos en patas al carro, cargando poco más que sus arcos y flechas. Nosotros nos acomodamos en la parte de adelante y los T’simanes atrás. Solo logré hablar con uno de los adultos que me contestaba en un español extraño, el resto respondía con sonrisas. Ellos hablan chimán (también llamado chimané o mosetén tsimané), un idioma aislado que no está emparentado con ninguna otra familia lingüística.

Debí haberle comprado ese collar de caracoles.

El día fue larguísimo, una verdadera tortura. Con Vane usábamos la lona para cubrirnos del sol y de las ramas. El calor era tan violento que teníamos que levantar un poco el plástico con los pies para que corriera aire por debajo evitando que nos cocináramos al vapor. Nosotros teníamos la lona, los T’simanes atajaban el sol y las ramas con el cuerpo.

Fueron muchas horas en las que el tractor nos arrastró subiendo y bajando el terreno desparejo y cruzado de arroyos. Pasamos por arriba de árboles caídos, pasamos por debajo de árboles caídos. Las ramas espinosas nos tironeaban de la lona que teníamos que sostener con fuerza. Los bichos nos invadían constantemente. Algunas ramas tenían colonias de hormigas que al sacudirlas caían sobre nosotros. Si sentía una picadura sabía que no era la primera, enseguida iba a sentir una tras otra hasta sacar todos los cadáveres apretados entre mis dedos y entre mis ropas. Las ramas más gruesas incluso fueron rompiendo el carro. Hubo que parar varias veces a machetear troncos para destrabarnos y cortar otras ramas para usar de cuñas y así reconstruir los laterales. El agua del radiador había que renovarla cada dos o tres horas. Lo hacíamos juntándola de cualquier charco.

En un momento avisé que el cable del malacate había quedado por fuera de la bifurcación de la barra de tiro y el roce lo estaba desgastando. Me hicieron caso y se tomaron un rato para corregirlo. Por un instante me sentí una desgastada pieza más de una bestia indestructible.

Hubo otra comunidad en nuestro camino: Naranjal. La huella no llegaba ahí pero pasaba cerca. Como el agua que llevábamos para beber (no me animo a decir potable ya que era agua marrón sacada del río) nos escaseaba, dejamos a la bestia a la sombra para ir a pedir más en la comunidad. Fuimos el jefe, el ayudante mayor, Vane y yo a pie durante unos kilómetros por un sendero entre la selva. Al llegar a Naranjal el cacique nos recibió y nos invitó a tomar chicha. El jefe y el ayudante aceptaron, pero con Vane inventamos alguna excusa y volvimos al tractor. Mi estómago ya no está para chicha fermentada, lo único que le faltaba al viaje eran vómitos y descompostura.

Comunidad Naranjal

Después de muchas y largas horas diurnas llegaron muchas y larguísimas horas nocturnas. Las hormigas y los bichos en general se multiplicaron con la oscuridad. Ahora no los veía, solo los sentía entre la ropa. A Vane le picó algo que le dejó acalambrada la pierna durante una media hora. Yo tenía mucho sueño pero no podía dormir: debajo de la lona hacía demasiado calor y si me destapaba tenía que estar pendiente de las ramas. A pesar del movimiento y los bichos, se me cerraban los ojos, comenzaba a soñar con la luz del tractor cuando las espinas volvían a despertarme a los arañazos.

Para esa altura las ramas ya nos habían robado una remera, un aislante y unas gafas. Tal vez todavía sigan colgados por ahí en la selva.

Fue el viaje más duro que hemos hecho nunca. Siento que de ahora en más no podré quejarme de la incomodidad de otro transporte. Sobre todo si me pongo a recordar a los niños T’simanes que, a pesar de haber estado un día entero sin comer y constantemente arañados por las ramas, no se quejaron ni una sola vez. No dejo de pensar en eso, en lo diferente que deben ser la cultura de ellos y la nuestra como para que un niño se comporte así.

–Feliz cumpleaños, Juli –me dice Vane en la oscuridad.

A las doce de la noche cumplí cuarenta y dos años, sobre el carro de un tractor, en un camino selvático que no figura en ningún mapa. Entonces vi la luz amarillenta de la bestia reflejada en los ojos de Vanesa y sentí que aún había cosas que me costaba creer. Tampoco dejo de pensar en eso.

Luego el camino se puso todavía más complicado. Los terraplenes de los ríos se volvieron más profundos y las ruedas del tractor resbalaban en el barro de las subidas. Varias veces tuvimos que soltar la barra de tiro y subir de a tramos con el malacate: primero unos metros el tractor, luego tirar del carro con el malacate, después unos metros más el tractor y así sucesivamente hasta completar la subida.

Y finalmente el cabezal derecho de la barra de tiro terminó por quedrarse.

Entonces la solución fue atar el cable del malacate directamente al eje delantero del carro. No fue algo fácil porque ya hacía rato que nuestros guías habían empezado a tomar alcohol puro y sus movimientos comenzaban a entorpecerse. Lo más complicado de la nueva situación era que ahora el tractor y el carro debían ir muy juntos y apretados uno contra el otro, sobre todo en las bajadas, para que el carro no se desplome sobre el tractor. Tan juntos y tan mal articulados íbamos que el soporte de grúa trasera del tractor se fue comiendo con fuerza las primeras bolsas de cemento. Esto era a centímetros de mis piernas. Yo intentaba encogerme lo más que podía calculando distancias extrañas en la oscuridad. Un dinosaurio de hierro masticaba bolsas de cemento a mis pies.

Finalmente las ruedas traseras del carro cayeron en un arroyo lateral y el tractor comenzó a rugir más que nunca y a maniobrar acercándose y alejándose mientras tiraba con el malacate. La maniobra se prolongó en el tiempo al punto de que me quedé dormido. O en un estado de somnolencia donde mi conciencia fluctuaba entre ramas amarillentas y sueños.

Y en algún momento el tractor se alejó y no volvió a acercarse. Nos abandonó.

Vane me despertó en la oscuridad.

–Los T’simanes se van.
–¿A dónde?
–No sé… ¿Qué hacemos?
–Quedémonos –respondí dominado por el sueño.
–¿No es peligroso?
–Puede ser –contesté entendiendo que ahora hablábamos del tigre.

Entonces nos apuramos a juntar nuestras cosas para seguir a los T’simanes que no parecían tener intención de esperarnos, simplemente agarraron sus pequeños bultos, sus arcos y sus flechas y saltaron del carro.

Según el GPS calculé que estaríamos a unos cuatro o cinco kilómetros del Sécure, ahí debía estar Areruta.

Y no habían pasado quince minutos de caminata cuando se largó a llover.

–Juli, las bolsas de cemento quedaron descubiertas.
–Uh, es verdad… ¿Qué hacemos? ¿Volvemos?
–No, no da.

La lluvia comenzó a caer más fuerte. Nosotros pusimos los impermeables en las mochilas y los T’simanes cortaron hojas grandes para formar ramilletes que sostenían a modo de paraguas sobre sus cabezas y sus bultos.

Acá el video que hizo Vane:

Sorprendentemente, en el camino encontramos al sordomudo. El tractor y sus conductores ebrios también lo habían abandonado a él. Intenté explicarle con palabras y gestos que las bolsas de cemento habían quedado destapadas. Me vi moviendo mis dedos apuntando hacia abajo delante de mi cara, imitando a la “lluvia”, el gesto más inútil dada nuestra circunstancia de empapados. No sé si me entendió. Me hizo señas apuntando hacia adelante y hacia atrás y volvimos a perderlo en la oscuridad.

La tormenta se convirtió en un diluvio ensordecedor. Caminamos chorreantes y con frío. Noté que los pies desnudos de los T’simanes eran más hábiles que nuestras botas en los pozos de barro.

Entonces ocurrió al mismo tiempo que la selva se abrió, la lluvia disminuyó y el cielo comenzó a clarear.

Antes de que saliera el sol ya estábamos en Areruta, una comunidad sorprendente, una gran ronda de unas treinta o cuarenta chozas de madera y paja. En el centro: los cimientos de un futuro extraño.

Areruta

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El LIBRO

Muerte, literatura y final del viaje

Bolivia es mi lugar preferido, un país con buena gente.

Como por ejemplo: Liliana y Edmundo. Al salir de la selva y conectarme a internet, vi que tenía un mensaje de Liliana. Ellos andaban cerca y nos invitaban a recorrer el río Ichilo en barco visitando otras comunidades yuracaré. Era una gran coincidencia, hacía tiempo que queríamos encontrarnos y ahora estábamos a pocos kilómetros. Liliana Colanzi y Edmundo Paz Soldán son excelentes escritores bolivianos y los recomiendo muchísimo. Viven en Ithaca, New York, pero en esos días andaban visitando sus tierras de origen y felizmente podíamos encontrarnos.

La excursión partía desde el pequeño pueblo de Puerto Villarroel. Con Vane llegamos un día antes y enseguida sentimos un clima particular, cierta quietud, cierta solemnidad poco habitual. Sobre el pequeño puerto, un par de decenas de personas miraban el río, hacia lo lejos. Dos o tres lloraban.

Nos hospedamos en un hotel simple y prolijo, unas cuantas habitaciones básicas rodeando un patio de baldosas. El dueño del hospedaje nos explicó que se había ahogado un hombre en el río y que todavía no lo encontraban. Una vez más habíamos llegado el mismo día que la muerte, como nos ocurrió en Ancasti, Tatón, Llica.

El cuerpo apareció al día siguiente, un poco comido por los peces. Liliana y Edmundo también aparecieron ese día. Y nos enteramos de que el ahogado viajaba en el barco que habíamos contratado y ahora Paúl, el capitán, se encontraba en Cochabamba arreglando sus eventuales problemas con la policía.

Esa tarde, deambulando por el sombrío pueblo y charlando con sus habitantes, nos enteramos de más detalles del accidente. Un tipo de Oruro, que no sabía nadar, bajó en lo pandito, sin chaleco, y caminó más de lo debido. Las lluvias vuelven traicionero al río, dijo alguien. El hombre se hundió de repente. Paúl se lanzó a rescatarlo, pero no encontró nada en las aguas terrosas.

Entonces Ronald, amigo de Paúl, se ofreció a llevarnos.

En la mañana siguiente salimos de Puerto Villarroel en un pequeño barco de madera, techo de lona y mini motor fuera de borda. Bajábamos por el Ichilo, un río de aguas marrones y muchas curvas. El viento nos libraba de los mosquitos.

La primera comunidad que visitamos se llamaba Tacuaral y al llegar nos enteramos de que, casualmente, en ese día y en ese lugar estaba por comenzar una reunión intercomunitaria. El resto de las comunidades de la zona iban a estar casi despobladas, excepto una llamada El Pallar, una población yuracaré-moxeña que por razones de conflictos étnicos no iría a la reunión. Esa comunidad disidente sería nuestra mejor opción para dormir esa noche.

En Tacuaral preguntamos si podíamos visitar alguna laguna. Las lagunas de la zona son antiguos cursos del río que, al modificar su cauce, fue dejando largos tramos de aguas estancadas, donde se puede ver animales en abundancia, como aves acuáticas, capibaras y yacarés. Dijeron que no había problema y le explicaron a Ronald cómo llegar a una comunidad con laguna. No habría nadie ahí pero podíamos pasar. Incluso nos comentaron que habían dejado un bote en la orilla y podíamos usarlo para recorrer el pantano.

Seguimos bajando por el Ichilo hasta encontrar las marcas que solo Ronald podía distinguir. Después de amarrar el barco subimos por un terraplén y caminamos un rato tierra adentro por cañaverales y monte.

Al llegar a la laguna fue fácil encontrar el bote. También fue fácil encontrar el primer yacaré (Caiman yacare), era uno grande y estaba muerto sobre el bote. Tenía un machetazo en la nuca y un tiro entre los ojos. Por la precisión de las heridas, Ronald dedujo que se habría enganchado en redes de pesca y lo sacrificaron.

–¿Y no se los comen?
–A veces sí, la cola… pero a este no, ya se la habrían cortado.

Navegamos un rato por la laguna paseando un yacaré muerto.

De vuelta en el Ichilo, continuamos bajando hasta que nuestro río se juntó con el río Chapare para formar el Mamorecillo y, un par de kilómetros después, llegamos a la empaquetadora de bananas, nuestro último destino del día. Un lugar raro, según Ronald, es lo único que hay por la zona. Y luego agregó que no estaba seguro de que fuéramos bienvenidos y que mejor no dijéramos que íbamos a visitar sino a comprar.

–No hay problema, también podemos comprar unas bananas.
–No, aquí no se venden bananas.
–Ah… ¿Qué se supone que vamos a comprar?
–Gaseosas.

Me pareció muy extraña la idea de comprar gaseosas en el medio de la nada.

Amarramos en un muelle, trepamos el terraplén y caminamos unos quinientos metros hasta unos tinglados que cubrían maquinaria agrícola antigua que parecía estar en reparación. Detrás de los galpones alcancé a ver a algunos indígenas colgando grandes cachos de bananas en ganchos y sumergiéndolos en piletones. Ronald siguió caminando y nos guio entre casuchas de madera, hasta un patio formado por una cancha de futbol rodeada de viviendas básicas. Eran todas iguales, un cubículo de madera con galería en el frente. Ahí vivían los empleados de la empaquetadora con sus familias. Una de las casuchas había sido convertida en una pequeña despensa donde compraríamos un par de gaseosas.

Mientras descansábamos a la sombra de una de las galerías, Liliana se distrajo charlando con un niño que tenía tres o cuatro bagres de mascota, nadando en círculos dentro de un balde.

–¿Y les das de comer?
–No, solo duran tres horas vivos.

Después nos contó que su hermanito también había muerto. De susto, dice.

Más tarde remontamos el río lentamente con nuestro pequeño motor. Por suerte pudimos llegar de día a El Pallar, la comunidad disidente. Ahí pedimos permiso para acampar, armamos las carpas y fuimos a bañarnos al Ichilo.

Por la noche preparamos la cena con agua del río. No me hacía mucha gracia usar ese líquido tan poco cristalino, pero no hay otra opción por ahí. Cocinamos en nuestra hornalla portátil, alumbrándonos con linternas, espantándonos los mosquitos. El plan de Ronald era acostarse en el barco sin cenar, pero no fue difícil convencerlo de probar un plato de nuestros fideos.

–¿Y a qué te dedicás, Ronald?
–Pesco.
–Aha…
–Blanquillos… Con la mano… Con grasa de vaca y una linterna. Cuando se acercan los voy sacando de a uno.

Nos mostró una herida fresca y roja entre el dedo gordo y el índice de la mano derecha. Un pez agresivo.

A la mañana siguiente volvimos a remontar el Ichilo ya de regreso a Puerto Villarroel. Esta vez navegábamos con un poco más de corriente en contra. Íbamos tan lento que el viento apenas alcanzaba para espantar los mosquitos. Pero a mitad de camino nos encontramos con Paúl. Nos abordó en movimiento amarrando su barco al nuestro. Luego nos arrastró con su motor más potente. Había venido a buscarnos para disculparse por su ausencia debida a al pasajero ahogado.

Desayunamos en el barco, hirviendo agua del río. El líquido apenas cambio de color al agregarle el café y la leche.

Los últimos días del viaje lo pasamos en la tranquila ciudad de Santa Cruz, descansando y disfrutando de la compañía de Liliana y Edmundo.

Finalmente viajamos en bus directo a Buenos Aires. No era nuestra voluntad terminar el viaje en ese momento, pero unos trámites burocráticos nos trajeron de vuelta al barrio.

Muy pronto regresaremos a las rutas.

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El LIBRO

Lejanas comunidades del río Ichoa

Caminamos cerca de una hora subiendo el poco conocido río Moleto. Íbamos con la energía renovada por el optimismo de poder avanzar más de lo esperado. El vado resultó ser una amplia curva donde el cauce se ensanchaba justo antes de angostarse y girar levemente hacia el Este para luego volver abruptamente hacia el Oeste (16°24’54″S, 65°54’15″W).

En lo más profundo del cruce, el agua apenas nos llegaba a la cintura. Y sí bien el fondo del río era mayormente de piedra, al llegar al borde nos enterramos en el barro arenoso. Con los pantalones mojados y los pies embarrados, entramos en cañaverales tapizados de hojas podridas que habían dejado las últimas crecidas.

Después más barro y arroyos, para finalmente entrar en la selva tupida. Durante dos o tres horas seguimos por un sendero húmedo e interrumpido por árboles caídos y pequeños ríos sin nombre, de aguas cristalinas e infestadas de peces.

Poco antes de llegar a El Carmen, Paulino, con cierta inseguridad en su voz, pidió que dijéramos que él no nos había traído, que simplemente nos habíamos cruzado en el camino. Dije que sí, a pesar de que la historia era totalmente inverosímil, ningún extraño recorre esos lugares y nunca hubiéramos llegado sin alguien que nos guíe. Pero los recelos y los conflictos entre etnias son así, requieren de ciertos modos en el habla. Cuando uno conversa con un cacique, es más importante lo que se dice y cómo se dice, que lo que realmente haya ocurrido.

El Carmen (16°23’18″S, 65°56’24″W) me pareció la comunidad más agradable que he visitado. Unas veinte chozas rústicas invadidas por la vegetación.

Es una pequeña población junto al casi inexplorado río Ichoa, lejos de todo. Ahí la cultura occidental llega muy diluida: en las ropas, en las herramientas, en el conocimiento del español. Incluso el dinero se usa poco en esta comunidad sin negocios.

El cristianismo está presente como suele ocurrir en casi todas las aldeas moxeñas desde la época de los jesuitas, pero en este caso, lo que quedaba en forma material eran tan solo los vestigios de una capilla: apenas un techo de paja derruido, un viejo tambor colgado de un palo y una mesa de madera que imaginábamos que alguna vez sirvió de altar.

Fue fácil encontrar a Juan, el cacique corregidor, un hombre alto y flaco, de movimientos tranquilos y palabras pausadas, y a María, su mujer, una joven alegre, generosa y de dientes muy blancos. Ellos, probablemente percibiendo nuestro cansancio, enseguida nos convidaron con guineos y nos recomendaron que acampáramos bajo el techo de la antigua capilla. Nos contaron que estaban por construir otra, junto con un nuevo cabildo (así llaman a su lugar de reunión, por antiguas influencias de los jesuitas), pero que estaban atrasados por los problemas económicos que venía teniendo la comunidad. Después Juan leyó el permiso de la SERNAP detenidamente y noté cierta desconfianza en sus gestos.

Fueron días silvestres. Nos bañábamos en el río desafiando a los mosquitos y los jejenes.

Comimos los frutos que iban madurando en los árboles (bananas, plátanos, guineos, chirimoyas, papayas, guayabas) y los pescados que comprábamos a uno de los vecinos.

Los momentos de mayor relajo fueron en los que armábamos la hamaca con el mosquitero junto al río. Al irse el sol, la oscuridad de la selva se llenaba de bichitos de luz.

Una noche desperté al sentir que algo me arañaba la espalda. Cuando prendí la linterna Vanesa ya estaba sentada. Lo que recién me había caminado desde la cintura hasta el omóplato derecho, antes se había enmarañado en los rulos de Vane y ahora estaba agarrado a la bolsa de dormir con sus patas y sus alas negras. Agarré al murciélago con una remera y lo sacudí fuera de la carpa para que volviera con los otros cientos de su especie que durante la noche volaban a nuestro alrededor y durante el día dormían en el abandonado techo de paja de la capilla. Son murciélagos vampiros, esos que chupan sangre; el que entró iba a explorarnos hasta encontrar la piel blanda que tenemos entre los dedos de los pies o de las manos. Me dormí pensando que tuve una gigantesca suerte al encontrar una compañera de viaje que se toma con toda tranquilidad la presencia de un murciélago en la carpa.

Uno de esos días comprendimos que lo que en apariencia es una sola comunidad en realidad son dos. A solo mil metros de El Carmen está la comunidad de 3 de Mayo, donde apenas viven seis familias en forma permanente. La única razón por la que no conforman una sola población es porque en El Carmen son moxeños trinitarios y en 3 de Mayo son yuracaré. Las leves diferencias entre ambas etnias (aparentemente los moxeños son más previsores y los yuracarés más despreocupados) los han mantenido pacíficamente separados hasta el presente, aunque las distancias suelen ir achicándose con los matrimonios mixtos.

Se cree que estas tierras no eran originalmente de los yuracaré, sino que llegaron de más al sur. Como dice Erland Nordenskiöld en su libro Indios y blancos, escrito en 1911: “En las profundidades del bosque hay yuracaré que viven ajenos a cualquier influencia directa de los blancos. Huyen a estas zonas para no tener que pagar sus deudas a los blancos. Puedo asegurar que no es nada fácil llegar hasta allí para apresarlos”.

En 3 de Mayo nos encontramos con Grover, un médico de mirada inteligente y sonrisa amistosa que se encarga de recorrer estas comunidades. Él y un maestro rural son los únicos foráneos que transitan la zona. Grover había llegado el día anterior en su canoa y se lo veía muy contento de charlar con nosotros. Nos contó que la región está bastante libre de enfermedades endémicas y que si bien estamos en zona de malaria, hace años que no ve un brote por ahí. Según él, los mayores problemas son la desnutrición infantil (más por razones culturales que económicas) y, sobre todo, el alcoholismo. Dice que el trago pega más duro en los yuracarés que en los moxeños. También la depresión y el suicidio. Nos contó que no es tan común que un moxeño decida acabar con su vida, pero en cambio, solo en el último año tuvo tres casos de yuracarés que decidieron tomar una buena cantidad del insecticida de los cultivos de coca. Tres personas en un año es algo notable en una población tan pequeña. Nos contó que, además, los yuracarés no acostumbran a usar cementerios, entierran a los difuntos en algún lugar del monte y ya no vuelven a visitarlos.

–¿Y dónde está el cementerio de los moxeños?
–Del otro lado del río, pero no vayan, no creo que lo consideren respetuoso.

También nos contó que le daba la sensación de que las comunidades yuracaré estaban desapareciendo. Cada vez son menos, las familias se van y ya solo vuelven de vez en cuando.

–Queremos visitar Santa Rosita… ¿Sabe si alguien puede llevarnos?
–No creo que puedan en esta época. Las aguas están altas. Se necesita una canoa grande y mucho esfuerzo. Yo hace seis meses que no voy por ahí.
–Qué pena.
–Sí, el camino es muy lindo… Hasta que no vi eso, no imaginaba que hubiera lugares así. El río se mete entre las montañas, hay rápidos. También hay pozones con peces gigantes. Los peces no escasean por allá, los dorados te saltan a la canoa.

Santa Rosa es la última comunidad de la zona. O eso es lo que se cree, porque también se especula con que, río arriba, haya tribus no contactadas. Y si bien tengo muchas ganas de llegar hasta Santa Rosita, creo que no va a poder ser en este viaje, deberíamos volver a intentarlos cuando acaben las lluvias.

A pesar de las recomendaciones del médico, una tarde en El Carmen, por pura presión social, no pude negarme a un vaso de chicha. Unos minutos antes me había asomado a ver a un niño que me pareció demasiado blanco y demasiado inmóvil recostado sobre una cama de madera. El padre me detuvo y me explicó que los bebes no se pueden ver sin el permiso de las madres. La situación se había puesto un poco tensa y estimé que aceptar y tomarme todo el cuenco de chicha iba a amenizar el clima. Esa noche dormí en la hamaca, de a intervalos. Miné de diarrea los pastizales aledaños a la carpa. Pasé muy malos ratos teniendo que salir de la hamaca a cada rato para bajarme los pantalones aguantando las náuseas entre los pastos húmedos y los mosquitos salvajes. La chicha es básicamente la fermentación de algún vegetal con diferentes tiempos de estacionamiento. Acá las producen de mandioca, maíz o palta. Cuando está recién hecha no es tan problemática pero, con los días, los mismos microrganismos que le van aportando el alcohol al brebaje se van convirtiendo en un ejército difícil de afrontar en un intestino no muy acostumbrado.

–Tenemos un poco de miedo de que se nos caiga el techo encima –le confesamos a María una de esas tardes.
–Ah, no se preocupen, solo se caen con tormentas grandes.

Dos noches después el viento y la lluvia sacudían la selva. Nos despertó la caída de un parante del techo que fue a partirse sobre un banco a centímetros de nuestra carpa. Toda la estructura parecía a punto de ceder. Teníamos que salir de ahí. Juntamos la hamaca, el mosquitero y las bolsas de dormir y nos tapamos con un plástico para correr bajo la lluvia hasta la casa de Juan y María. Los despertamos en mitad de la noche, a ellos y a los niños.

–Cuelguen la hamaca bajo el techo del fogón, si quieren –escuchamos que proponía Juan desde dentro del mosquitero.

La armamos entre la oscuridad y los estallidos de la tormenta.

Al día siguiente amaneció despejado y decidimos partir antes de que nuevas lluvias nos dejaran aislados por las crecidas de los ríos. Armamos las mochilas y nos despedimos de todos.

Como ya conocíamos el camino, fuimos a buen ritmo, solo nos perdimos un par de veces entre los cañaverales, pero no fue difícil reorientarnos.

Nos costó apenas cuatro horas llegar al pueblito de Ichoa.

Era domingo y había camión. Compartimos la caja con dos niños yuracaré de once y doce años. Ellos viajaban a Isiboro, a trabajar en los campos de coca de los colonos.

Iban contentos. Les gustaba trabajar. Unas semanas después los colonos venderían las hojas a los narcos y los niños llevarían anécdotas y algo de dinero a sus padres yuracaré. Los padres yuracaré caminarían felices hasta el pueblito de Ichoa para comprar ropa para los niños, útiles para el colegio, arroz, alcohol 96% y fertilizante e insecticida para sus pequeños cultivos de coca. Algunos padres yuracaré tomarían alcohol 96%. Otros tomarían el insecticida.

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El LIBRO

Coraje yuracaré

Saqué una petaca de mi mochila, era lo que correspondía. El momento de llegar a las comunidades es un momento tenso, todas las miradas están sobre nosotros, no saben a qué venimos y desconfían. Ellos estaban tomando y nos invitaron. Yo no podía decir que no, hubiera sido la peor carta de presentación. Y colaborar con algo era lo mejor que podía hacer. El plan tampoco estaba del todo mal. Veníamos cansados de cargar las mochilas, el sol estaba fuerte, las chicharras gritaban en la selva. Descansar y charlar bajo un techo de paja era lo más apropiado.

Estaban tomando cerveza mezclada con alcohol 96%. Éramos cinco o seis alrededor de una mesa de madera. Las mochilas quedaron tiradas junto a uno de los parantes. Vanesa sacó el permiso de la SERNAP. Leo Dan lo leyó sonriente. Leo Dan es sonriente. Nos dijo que eso estaba muy bien, lo de venir con permiso. Entonces entendí que no lo necesitábamos. Más tarde entendería que no lo necesitábamos porque, a diferencia de San José donde son moxeños trinitarios, acá en San Antonio son de la etnia yuracaré, y a los yuracarés no les preocupa demasiado las normas, viven el día, fuera del tiempo, fuera de muchas reglas.

Yo intentaba tomar de a pequeños sorbos, para durar. Pero me pidieron “seco, seco” y enseguida comprendí que se referían a lo que nosotros llamamos “fondo blanco”. Así tomaban, cargando un poco de alcohol con cerveza, bajándolo de un trago y pasando el vaso. Acepté un seco y enseguida me llegó la obligación de otro.

–Yo soy Michael… ¿Te acuerdas cuando fuimos a pescar?

Habían pasado tres años y medio desde mi anterior visita a la comunidad, aquella vez en que fuimos a pescar un par de días río abajo por el Moleto, hasta la confluencia con el Ichoa, con el padre de Leo Dan y con dos niños preadolescentes llamados Ismael y Michael, ambos fuertemente armados con arcos, flechas y rifles. Ahora ese niño era un adolescente que tomaba alcohol a nuestra par. Luego llegó Claudio, el padre de Leo Dan, y recordamos la historia entera, riéndonos bastante. Y brindando.

–¿Quién fue el último gringo que anduvo por aquí?
–Tú.

Me sorprendió que nadie se acercara a la zona en estos años.

En algún momento Leo Dan se dio cuenta de que era conveniente que armáramos la carpa antes de perder nuestras capacidades motrices. Entonces nos acompañó hasta una cabaña en desuso para que nos instaláramos ahí. A la vuelta una familia nos llamó desde otra cabaña y nos acercamos a saludar. Era la casa de Aldo y estaban tomando licor de menta con leche caliente. Cuando se acabó, seguimos con el alcohol 96% rebajado con un poco de agua.

Yo convidé hojas de coca paceña, ellos me convidaron coca chapareña. Charlábamos con Aldo, que tiene treinta y cinco años, con la mujer, de treinta y cuatro y con el padre de sesenta y cinco. El hombre mayor hablaba con nosotros acostado y relajado sobre una rústica mesa de madera. También conocimos a los seis niños de la familia. Tres eran hijos de ellos y los otros tres, del hermano de la mujer. Sus padres se habían suicidado, o como le dicen ahí: habían tomado coraje. Más tarde nos enteraríamos de que es muy común el suicidio entre los yuracarés. Normalmente lo hacen tomando veneno.

Cuando pregunté por chamanes y plantas sagradas, la mujer de Aldo me señaló un floripondio a solo unos cuatro o cinco metros. No lo había reconocido porque no estaba en flor. Nos contó que hacían vapores hirviendo las hojas de la planta.

–¿Y no toman el líquido?
–¡No! ¡Si lo tomas te vuelves loco!

Hablamos de la coca, de la caza, la pesca, los yuracarés. La vi a Vanesa corriendo con unos diez niños detrás. La vi nítida, en otra dimensión, recortada contra la claridad del sol sin selva. Me costaba hablar, no le sentía gusto al alcohol. Vanesa se acercó y me dijo que se iba al río con los niños. A mí me pareció más interesante la conversación que estaba teniendo, una que ahora no recuerdo. Y de ahí en más son muchas cosas las que no recuerdo. Sé que media hora o una hora después yo estaba entre la selva buscando a Vanesa, dándome cuenta de que ese no era el camino al río. Volví a la comunidad y seguí por otro sendero, haciendo esfuerzos para evocar mis recuerdos de hacía tres años y medio. Me caía al caminar. En algún momento vi un tronco para cruzar un arroyo. En otro momento me encontraba debajo del tronco concentrándome para apoyar la mano en algún lado y poder salir del agua. Volví empapado y chorreando a la comunidad. Eventualmente me reencontré con Vane. Probablemente entramos en la carpa y nos desmayamos. Me desperté de noche, aguantando las náuseas, con la cara transpirada pegada al aluminio del aislante. Vane aprovechó una tabla caída de la pared y salió por ese agujero a vomitar.

Nos costó casi todo el día siguiente recuperarnos. El padre de Aldo nos cocinó taitetú frito recién cazado, con arroz y huevos.

Philaethria dido

Esa noche, mientras paseábamos por la oscuridad de la comunidad, escuchamos la voz de Claudio que nos llamaba. Charlamos con él y su mujer a la luz de las brasas. Estaban tomando alcohol con agua. Me ofrecieron con insistencia, pero expliqué que seguía con resaca. En algún momento entendí que al menos debía aceptar un poco para escupir al piso. No sé si era lo que me pedían pero funcionó. Pensé en dedicarle el escupitajo a la Pachamama, pero dudé, teniendo en cuenta que siempre fueron muy reacios al cristianismo, tal vez lo fueran también a las creencias del altiplano. Claudio lloró por la ausencia de su hijo Ismael. El niño que yo había conocido se fue sin avisar a dónde, y ya hace tiempo que no tienen noticias de él.

Al día siguiente supimos que iba a ser difícil seguir avanzando por la selva. En mi última expedición había llegado hasta ahí y ahora quería continuar más lejos, conocer las últimas comunidades, pero estábamos en la peor fecha, la temporada de lluvias. Los ríos estaban altos y en San Antonio habían perdido todas las canoas. Se las llevaron las crecidas que coincidieron con días de descuido y alcohol.

Pero conocimos a Paulino. Él nos juró que sabía por dónde vadear el río. Y no dudamos, arreglamos un precio para que nos guíe. Entonces desarmamos la carpa, armamos las mochilas y salimos con Paulino, su mujer, su pequeña hija y dos cachorritos rumbo a la comunidad de El Carmen, una de las últimas del alto Ichoa, según teníamos entendido. Íbamos a tener que encontrar por dónde cruzar el Moleto a pie, atravesar la selva y llegar hasta el Ichoa. Ellos iban a aprovechar el viaje para visitar al padre de la mujer que vive en la remota comunidad. Habían perdido un hijo recién nacido hacía unas tres semanas y el abuelo aún no lo sabía.

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El LIBRO

Entre moxeños y yuracarés

Habíamos podido cruzar el río antes del anochecer y habíamos encontrado la comunidad, pero ahora el cacique nos negaba la entrada mirando al cielo entre los árboles de la selva. Entonces Vane extrajo de su bolso el permiso de la SERNAP. Extendió el brazo y el cacique leyó detenidamente mientras se le dibujaba media sonrisa en la cara. Entonces comprendí que era la primera vez que él veía ese tipo de permiso y que ese trámite no había sido reglamentado para terminar en un papel real. Probablemente, tan solo fuera un trámite impracticable para quien no tuviera una gran voluntad, simplemente una excusa para no permitir el ingreso de extraños  al Chapare, a la zona de conflicto. Pero nosotros lo habíamos logrado. Habíamos buscado las oficinas en un barrio alejado de Cochabamba. No estaban ahí y nos costó bastante informarnos de que se habían mudado a Villa Tunari. También nos costó encontrar, en la alcaldía de Villa Tunari, alguien que supiera qué significaba SERNAP. Servicio Nacional de Áreas Protegidas, dije, pero tampoco fue tan obvia la referencia. Finalmente la encontramos, pero aun así nos costó una semana coincidir con los guardaparques en algún momento en esas oficinas vacías y extrañamente ubicadas en un anfiteatro casi nuevo y casi sin usar, como sacado de una novela de J. G. Ballard, un gran edificio circular en mitad de la selva, a unos dos kilómetros de Villa Tunari.

Ahora teníamos un permiso, aunque no se pareciera realmente a un permiso, ya que era simplemente una hoja escrita en puño y letra por Vanesa informando nuestras intenciones seguido de las firmas y sellos del director y el cacique mayor del TIPNIS. En realidad no importaba lo que dijera el papel, esas firmas eran todo.

–Pueden acampar donde quieran –dijo el cacique sonriendo.
–¡Gracias!

Comunidad de San José

Pasamos un par de días en San José y, como siempre, con quien mejor nos llevamos fue con los niños, sobre todo con uno muy inteligente llamado Luis Miguel.

Canoas de la Amazonia

Él y sus amigos nos enseñaron a reconocer varios frutos comestibles de la selva: pacays, guayabas, cacaos, guineos.

Cacao y niños moxeños

Uno de esos días salimos a caminar siguiendo unas huellas marcadas sobre un pastizal que se extendía desde no muy lejos de nuestra carpa hasta el final de la comunidad. La línea se internaba en el monte y luego el sendero apenas se distinguía entre los arroyos, plantas, lianas, árboles, bichos increíbles.

Selva del Chapare

Chromacris sp

Fuimos subiendo y bajando por la selva de montaña hasta que la vegetación se abrió en un claro en el bosque: una plantación de coca.

Y eso es una de las razones por lo que los extraños no somos bienvenidos. En Bolivia solo están autorizados a plantar coca los quechuas y aimaras organizados en sindicatos; los indígenas de la selva, no. De todos modos no es algo que los indígenas oculten. Ellos plantan pequeños parches de veinte o treinta plantas, normalmente junto a sus casas. El problema es que si se exceden con las plantaciones y la noticia trasciende, caen los militares en helicóptero y les arrancan todo.

Plantas de coca chapareña (Erythroxylum coca var. ipadu)

En el momento de irnos de la comunidad hubo un pequeño inconveniente en el que un originario ebrio me gritó ¡yura! (yuracaré) y me invitó a pelear. Yo le dije que no me gustaba la sangre (sin aclarar la de quién). Entonces me desafió a una carrera de nado. Le dije que sí. Entonces cambió de idea y me desafió a una competencia para ver quién de los dos aguantaba más tiempo bajo el agua sin respirar. También acepté. Entonces cambió de idea y me propuso una competencia de conocimiento. Me divertí pensando quién podía ser el jurado y le dije que sí. Entonces cambió de idea y me dijo que le dejara a Vanesa como tributo. Le dije que no. Finalmente nos contamos varios chistes mutuamente.

Nuestro siguiente destino era San Antonio, otra comunidad río abajo por el Moleto. Esa era la población más alejada que había visitado yo en la expedición anterior, y quería volver a visitarla porque había hecho buenas amistades ahí. A diferencia de San José, que es una comunidad moxeño trinitaria, en San Antonio son de la etnia yuracaré. El idioma trinitario pertenece a la familia lingüística arawak y, hoy en día, cuenta solo con unos 3000 hablantes aproximadamente. El yuracaré es un idioma aislado y no está tan clara su relación con otras familias lingüísticas. Lo hablan unos 2500 indígenas aproximadamente. Ambos idiomas se encuentran en retroceso y están claramente amenazados de extinción.

No se llevan muy bien entre los moxeños y los yuracarés. Así como algunos criollos bolivianos discriminan a los quechuas y aimaras por considerarlos salvajes y, a su vez, muchos de estos últimos discriminan a los indígenas de la selva (como los moxeños) también calificándolos como salvajes, del mismo modo los moxeños discriminan a los yuracarés por la misma razón. Lo que yo puedo decir, según mi apreciación, es que los yuracarés viven más en el presente que el resto de sus vecinos. Alguna vez un moxeño me ha dicho que ellos les habían enseñado a los yuracarés a cultivar, pero que él había aprendido a cazar y pescar gracias a ellos. Los yuracarés son más nómades y, además, según he leído en libros de antropología de principios del siglo pasado, desde siempre han sido mucho menos susceptibles a la cristianización.

Mi mayor contacto en San Antonio era Leo Dan (así se llama), un joven yuracaré especial, con un trato personal que cualquiera calificaría de excelente, un buen pibe y, además, uno de los pocos indígenas de la zona que siguió una carrera universitaria (con largos viajes hasta Cochabamba), el único de su comunidad que tenía libros en su choza. En San José me habían dicho que en estos últimos años fue corregidor (cuando yo lo conocí aún no lo era) y que había renunciado recientemente.

Entonces seguimos un sendero por la selva hacia San Antonio de Moleto, un sendero que apenas recordaba. El camino nos agotó, por el calor, las mochilas, los mosquitos y por no haber desayunado demasiado en la mañana. Al llegar a San Antonio nos recibió el mismo Leo Dan junto a cuatro o cinco amigos. Todos ebrios.

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El LIBRO

Territorio indígena

Nos apiñamos más de veinte en la caja del camión. Vane iba sentada sobre una bolsa de contenido desconocido pero blando. El sol de la selva atravesaba la lona del Unimog.

–¡Apaguen la calefacción! –grité a modo de broma para ganarme la amistad de los locales

(Una versión más actualizada de esta historia está publicada en la revista Otro Mapa y puede leerse: acá)

Sonaron las risas esperadas. Los indígenas suelen divertirse con nosotros y a costa de nosotros, aunque alguno siempre desconfía. Y sobre todo, ahí en la provincia del Chapare en TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure), desconfían de los desconocidos que puedan venir a meter las narices en las plantaciones de coca. El enorme parque queda entre los estados bolivianos de Cochabamba y El Beni y es el lugar donde se planta la coca chapareña, que se destina a los narcos prácticamente en su totalidad. Existen dos variedades de coca en Bolivia: la paceña (Erythroxylum coca var. coca) adaptada a la selva de montaña, y la chapareña (Erythroxylum coca var. ipadu) adaptada a las zonas más tropicales. A diferencia de la coca paceña que se cultiva en Las Yungas, la chapareña casi no se comercializa para pijchar (coquear, mascar, bolear, acullicar, chacchar). Dicen que es debido al sabor, pero yo me inclino más a pensar que es debido a que la paceña tiene mayor concentración de cocaína, un promedio de 0.63% contra un 0.25%. La chapareña es menos agraciada para adormecer el cachete, pero sirve perfectamente para extraer el alcaloide.

Durante cuatro horas cruzamos la selva en el camión, sosteniéndonos de los caños, transpirando mucho, sacudiéndonos sobre los bancos de madera. Especialmente nos sacudíamos al vadear los ríos. El Unimog se metía en el agua marrón e iba a los saltos sobre un invisible suelo de piedras. Estamos en época de lluvias y solo los Unimog son capaces de atravesar los ríos profundos.

En el viaje hicimos amistad con una colona que regresaba a sus campos de coca y que, de paso, traía unos cuantos bidones de gasolina, también para comerciar con los narcos, que cada tanto suben por los ríos con unos pocos dólares. También hicimos amistad con Ángel, un aborigen de la etnia moxeño trinitaria que volvía a su comunidad, San José. Ahí mismo nos dirigíamos nosotros. Yo había descubierto San José en una extraña excursión en 2013. Y si bien conocía un par de personas de ahí, siempre es bueno llegar con un local.

Los pasajeros fueron bajando en diferentes comunidades de colonos. Son indígenas de origen quechua o aymara, pero los llaman colonos porque no son de ahí, han bajado del altiplano para venir a plantar coca al Chapare, colonizando las tierras de los indígenas de la selva.

Cuando el camión apagó el motor, solo quedábamos nosotros y Ángel. Estábamos en la comunidad de Ichoa, ahí acaba el camino. Los tres seguimos a pie, bajo el fresco de la selva.

Caminamos durante una hora y media hasta llegar al río Moleto. San José se encuentra justo del otro lado. Es una comunidad de unas treinta o cuarenta chozas de madera. En el río tuvimos que esperar que un cayuco nos cruzara. Ahí los cayucos están hechos en una sola pieza, ahuecando y tallando el tronco de un gran árbol.

Una vez más estábamos fuera del mapa. El GPS no marcaba nada, excepto las coordenadas (16°25’41″S 65°54’11″W). Se supone que por esa zona del Chapare pasa la frontera entre el estado de Cochabamba y El Beni. Pero es un lugar tan inexplorado que las autoridades bolivianas aún no han definido ese límite.

Ángel nos mandó a buscar al corregidor Silvio (en algunas comunidades los llaman cacique y en otras corregidor). Yo ya lo conocía, era la única persona que recordaba de esa comunidad. Cuando lo encontramos lo noté muy cambiado, más gordo, bastante más avejentado y con la mirada fría. Casi no lo reconocía. Él tampoco me reconoció. O no quiso reconocerme. Me pareció extraño, no vienen muchos extranjeros por ahí, Le explicamos nuestra situación y le pedimos permiso para acampar. El cacique se quedó callado, ladeó su cabeza y miró hacia el cielo. Entendimos que no quería que nos quedáramos.

En una hora se haría de noche.

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El LIBRO

San Pedro, charango y selva

Vane vomitó cuatro veces. Y todo comenzó a brillar. Los colores también. El San Pedro hacía ruido en mis tripas. Aunque no tanto como en el baño. El charango también hacía ruidos. Brillantes. Pero ruidos. El cielo detrás de las ventanas se oscureció y volvió a iluminarse. Vane regresó del baño y me hizo reír como siempre. Un poco más también. Llovía. Mis manos apenas se despegaban del charango. Aprendí a poner los dedos en Fa+, Sol7, Do+, Mi7 y La-. Y a saltar de uno a otro. Sin esfuerzos. Como un niño descerebrado. Vane me hacía reír.

Y me hizo ver animales en el cielorraso de madera.

El San Pedro tal vez fuera Trichocereus scopulicola, o en todo caso T. pachanoi. Esos cactus tienen mescalina. La mescalina pasa al agua del té, luego a la sangre. La sangre llega al cerebro. La mescalina toca los neurorreceptores 5-HT2A de la serotonina.

Finalmente fue saliendo algo parecido a música. Si es que se puede definir qué es música y qué no lo es. Era la primera vez que tocaba un instrumento.

Por la ventana se intuían los tejados de Sucre.

Una semana después estábamos en Potosí, visitando las minas. Salteamos las turísticas agencias y nos fuimos en trufi hasta el campamento minero en la base del Cerro Rico, un lugar desolado, de obradores de chapa sobre tierra removida, un lugar donde abunda el gris y el marrón. Ahí, por casualidad nos cruzamos con Basilio Vargas, el protagonista de un documental que había visto hacía tiempo y que recuerdo que me gustó. Es del año 2005. En aquel momento Basilio tenía catorce años y trabajaba en las minas. La película ganó muchos premios y hoy Basilio sigue en las minas.

Entramos a una con un amigo de Basilio. A pocos metros de ahí, Vanesa, la hermana de Basilio, rastrillaba piedras grises sobre un fondo gris.

La mina era parecida a muchas otras de Bolivia.

Una semana después estábamos en Cochabamba, consiguiendo un mapa detallado en el Instituto Geográfico Militar para entrar al TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure). Nuestro próximo destino es la selva, en el centro de Bolivia. El Chapare, un lugar al que no va casi nadie.

Entonces buscamos las oficinas de las SERNAP (Servicio Nacional de Áreas Protegidas) para sacar los permisos, pero no la encontramos. La única dirección que conseguimos nos llevó hasta una casa en las afueras de la ciudad, una casa abandonada. Un vecino nos dijo que se habían mudado hacía tiempo.

Después de haber paseado por diferentes oficinas de la municipalidad, finalmente, un empleado que había trabajado ahí nos informó que se habían trasladado a Villa Tunari.

Bajamos a la selva, a Villa Tunari. Acampamos en el Hostal Mirador, que es muy recomendable, tiene de todo: habitaciones (desde 47 bs. por persona), camping, piscina, cocina, un gran jardín selvático, un orquidiario, mesas de pool, ping-pong, metegol y vistas increíbles al río y las montañas, por lejos las mejores del pueblo. Si dicen que van de parte nuestra les hacen descuento.

Nos recibió el calor y la humedad del Oriente y unos mosquitos violentos. Tuvimos que comprar un mosquitero extra para la carpa. La trama del original no era suficientemente fina para esas bestias selváticas. Nos costó encontrar las oficinas. Estaban en el Auditorio, un gran edificio circular en un limbo entre la inauguración y el abandono, a unos dos kilómetros del pueblo (16°59’11″S; 65°25’59″O). Y más nos costó encontrar a sus empleados en algún horario laboral. Tardamos una semana en conseguir el permiso para entrar al TIPNIS. Demasiados conflictos: los conflictos entre las etnias y los conflictos con los narcos. Ahí están las plantaciones de coca y las cocinas de cocaína.

Una vez que obtuvimos los permisos, viajamos en auto compartido hasta Eterazama, un polvoriento y caluroso pueblo inflado por los dólares de la cocaína. Luego otro auto compartido hasta Isinuta (16°44’59″S; 65°38’29″O). Ahí acaba el camino para vehículos normales. Ahora nos quedaban cuatro horas en camión Unimog y una larga caminata por selva de montaña para llegar a las comunidades aborígenes de las etnias moxeño trinitario y yuracaré, comunidades tan aisladas que ni siquiera figuran en el mapa del Instituto Geográfico. Están más al norte que las plantaciones de coca de los Quechuas y Aimaras, más al oeste que las cocinas de cocaína.

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El LIBRO

Río Ichoa (Territorio Indígena Isiboro-Secure, TIPNIS, Bolivia)

26 de julio de 2013

Básicamente teníamos tres opciones: volver por nuestros pasos para encontrar la senda a Carmen, investigar más el arroyo a ver si daba a San Antonio, o seguir río abajo por el Moleto para ver si encontrábamos San Antonio por ahí o llegábamos al Ichoa. Desde el Ichoa podíamos subir hasta Carmen o bajar hasta alguna otra comunidad, pero era probable que ese camino fuera larguísimo. De todos modos, elegimos seguir bajando porque era la única opción que estábamos seguros que daba a algún lado. Pero no, cuando estábamos saliendo, unos niños aparecieron por el arroyito y, a los gritos de costa a costa, les preguntamos por la comunidad más cercana. Nos dijeron que era San Antonio y que era por el arroyo.

Entonces fuimos por ahí, pero tampoco fue tan fácil, la comunidad no estaba pegada al arroyo.

buscando San Antonio (Medium)
Buscando San Antonio.

 

sendero (Medium)
Seguimos buscando San Antonio

Aunque buscando y siguiendo huellas, la encontramos.

San Antonio TIPNIS (Medium)
Encontramos San Antonio.

San Antonio era más dispersa que San José: entramos de a poco, pasando por delante de algunas chozas, subiendo y bajando lomas y atravesando arbustos. Todos nos miraban con curiosidad y sobre todo los niños, que algunos bajaron sus arcos y flechas para mirarnos embobados.

niños con arcos y flechas (Medium)
Otros no los bajaron.

Encontramos a Agustín, que nos dijo dónde acampar y nos buscó alguien que nos pudiera cocinar. Nuestro cocinero iba a ser Leo Dan. Sí, se llamaba así y parecía un pibe inteligente. Por la noche, cuando ya habíamos entrado en confiaza, Leo Dan nos contó que, a diferencia de San José, ahí no hablaban moxeño sino yuracaré. Le pregunté por las hojas de coca y me dijo que los originarios no tienen permitido plantarla, pero plantan muy poquito a escondidas. Ahí entendí por qué el día anterior Silvio me pedía coca en lugar de ofrecerme. Si sabía, hubiera traído más. También me contó que él participó de la consulta por la construcción de la carretera y que tuvo que caminar doce horas por la selva, subiendo el Isiboro, para llegar a una de las comunidades más lejanas. Le pregunté por lo «bueno y lo malo» de la carretera y me dijo que «el progreso y el avasallamiento», respectivamente.

choza del TIPNIS (Medium)
Nene dudando entre el progreso y el avasallamiento.

A la mañana siguiente estuvimos tomando chicha con tres o cuatro de la comunidad. Cuando les pregunté cómo la hacían, me dijeron que cocinaban yuca durante horas y luego la dejaban fermentar un día y medio. A eso tenía gusto, a jugo de mandioca medio podrido.

Después preguntamos si alguien nos podía hacer de guía y conseguimos que nos acompañe un tipo llamado Claudio y sus pequeños hijos, Ismael y Michael, que vinieron con sus arcos y flechas de juguete y sus rifles de verdad.

niño con arma (Medium)
Algo teníamos que comer.

 

niño idígenas yuracaré pescando con arco y flecha en el río Moleto del TIPNIS (Medium)
Y los medios justifican el fin.

Fuimos caminando hasta el río Ichoa. Ellos llevaron en una canoa nuestras mochilas.

niño yuracare apuntandome con una flecha en el río Moleto (Medium)
Todos estábamos apuntados a la excursión: yo lo apuntaba con la cámara y él me apuntaba con la flecha.

 

indios yuracare en canoa (Medium)
Mejor lo apunto de lejos.

En el camino vimos huellas de coatíes, pecaríes, tapires, ciervos, felinos y cosas así.

huellas de coati (Medium)
Aliens, por ejemplo.

Ni bien llegamos al Ichoa, Mario pescó un dorado y yo uno que le dicen doradillo (creo que es un pirapitá). Eso fue lo que cenamos, asados en una parrilla de cañas que construyó Claudio.

pesca con mosca en el Ichoa TIPNIS (Medium)
«Por si las moscas», «En boca cerrada no entran moscas» y «El pez por la boca muere»: ahora entiendo todos los refranes.

Acampamos en la Peña, otro paredón de roca junto al río.

fly fishing en el Isiboro-Secure (Medium)
Por ahí.

Esa noche hubo más peces, entre ellos un gran surubí que Claudio lo hizo charqui. Ismael y Michael me enseñaron a hacer pelea de grillos topo. Los capturaron en sus cuevas con palitos y paciencia. Después cavaron un pozo del tamaño de un puño y los metieron. Los grillos intentaban escapar, pero resbalaban hacia el centro y, de tanto chocarse, se enojaban y se despedazaban, y los chicos iban sacando los cadáveres y los knockout técnicos. Cuando quedó uno solo entero, pregunté ahora que pasaba. Me dijeron que no era problema, que traían más. Y desaparecieron en la oscuridad buscando nuevos luchadores.

A la mañana siguiente, en un momento Claudio y sus pequeños hijos salieron corriendo con los rifles, detrás del rastro de un jabalí, pero volvieron sin nada.
Ese día regresamos lentamente hasta la comunidad, y a la noche nos despedimos de todos y caminamos unas dos horas por un sendero oscuro en la selva hasta el pueblito de Ichoa. Para volver a Isinuta había un solo unimog por día y salía a las dos de la mañana.

Al partir, el camión dio unas vueltas por la comunidad, tocando bocina como para despertar a todos los que quisieran viajar, y a todos en general, y así nos fuimos, recolectando gente en el camino, en las comunidades oscuras, a puros bocinazos.

Fue una tortura. Llegamos a ser más de treinta en la parte de atrás y hacía frío. Solo encontré dos posiciones para estar parado, haciendo fuerza contra los caños en el vaivén del camión, durante cuatro horas.

El cielo estaba tan brillante que me pareció que la estrella Sirio cambiaba de colores: blanco, rojo y azul. Después Mario me dijo que le pareció lo mismo, que podía ser por el antimalárico (a veces, la mefloquina es medio alucinógena). Pero yo no estaba tomando mefloquina.

 

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Río Moleto (TIPNIS, Bolivia)

25 de julio de 2013

Al despertarme mi mano estaba un poco mejor.

picadura de avispa (Medium)
¿Avispa o botox?

Desayunamos solo unas galletas y un café, levantamos campamento y salimos a caminar bajando el río Moleto con un mapita que nos dibujó Silvio para ir hasta Carmen, una comunidad sobre el río Ichoa.

rio Moleto (Medium)
Temprano

Todavía no habíamos hecho cien metros cuando se acercó un originario.

—Buen día.
—Buen día… ¿pescando?
—Intentamos.
—¿Para dónde van?
—A Carmen.
—Vayan para San Antonio, mejor.
—¿Qué es San Antonio?
—Una comunidad.
—No había escuchado hablar de San Antonio.
—Es más tranquilo… mi hermano está a cargo de la comunidad… se llama Agustín.
—¿Y dónde queda San Antonio?
—Todo recto.
—Bueno, tal vez vayamos… ¿Cómo es su nombre?
—Paulino.

Paulino desapareció por el mismo agujero de selva que había aparecido y nosotros seguimos camino río abajo.

Fuimos tranqui, muy tranqui bajo el sol, intentando pescar en cada curva del río.

río Moleto 2 (Medium)
Tranqui.

Íbamos tan tranquilos que, cuando quisimos acordarnos, ya era bien entrada la tarde y era evidente que nos habíamos pasado de la senda a Carmen. Pero igual seguimos bajando.

No habíamos comido casi nada en todo el día. Yo había evitado el hambre a puro mascar coca, pero ya me estaba quedando sin fuerzas. Y en un momento que el río pegaba una curva contra un gran paredón de piedra rojiza invadida de selva, decidimos que estábamos perdidos.

Al costado del paredón, en la desembocadura de un arroyito, vimos que había un cayuco. Eso debía significar que por el arroyo alguien había caminado. Tal vez condujera a San Antonio, o simplemente a unos chacos, o algo así. Entonces Ramiro decidió que iba a investigar porque estaba casi seguro de que debía conducir a San Antonio. Yo seguí un poco bajando el Moleto y Mario se quedó con las mochilas.

arroyo (Medium)
Por ahí se fue Ramiro.

Al rato volvimos los dos sin noticias.

 

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