El camino del oro incaico ya no existe

Segunda parte. (Primera parte: Camino del oro)

Las rocas y las ramas caían a unos veinte o treinta metros detrás de nosotros. Me costaba calcular la posibilidad de que los derrumbes nos alcanzaran antes de que llegáramos al sendero. De todos modos era un cálculo inútil. Y más inútil era ponerme a pensar que si quedábamos sepultados iban a pasar varios días antes de que empezaran a buscarnos y que probablemente jamás fueran a encontrarnos. O ponerse a juzgar lo irresponsable que era la situación y tratar de entender cuál era el error nos había llevado al riesgo. Lo urgente era intentar apurarnos, teníamos los cuerpos enredados en la vegetación y nos desplazábamos muy lentamente.

El último tramo tuvimos que soltar las mochilas para que rodaran montaña abajo porque ya no podíamos seguir cargando con todo. Quedaron trabadas entre las ramas, las mochilas, a un metro del sendero.

Con el apuro no nos dimos cuenta de que había un pene colgando arriba de nostros.

Luego nos apuramos para alejarnos de la obra. Me sentía como en una película de Indiana Jones con la destrucción del camino incaico pisándonos los talones en tiempo real.

Algunas cuantas decenas de metros más adelante llegamos a una cascada, una caída de agua cristalina corriendo entre rocas lo suficientemente alejadas de los derrumbes como para sentirnos a salvo y descansar un rato, calculábamos que la retroexcavadora tardaría algunas horas en llegar hasta ahí. Entonces Vane me dijo que esa linda cascada estaba a punto de desaparecer y propuso que le saquemos unas últimas fotos.

Solo puedo pensar en cascada.

Más o menos dos kilómentros era lo que quedaba del famoso camino del oro. Ahora ya debe estar todo bajo tierra. Fue una sensación extraña sentir que éramos los últimos en recorrer esa parte luego de haber sido usada por miles de personas desde épocas precolombinas. No una sensación épica, por supuesto, sino sencillamente extraña, una mezcla de melancolía y nihilismo, una duda entre la inutilidad del progreso y la inutilidad de la conservación y, aún más, una duda sobre el valor de la utilidad en sí misma. Una exageración de incertezas. Tal vez demasiado para un sendero que desaparece en Bolivia.

Otras decenas de metros más adelante, mientras Vane filmaba y yo explicaba a la cámara (a lo Marley) para qué servían unas cintas rojas que estaban puestas marcando el recorrido que debía seguir la retroexcavadora, escuchamos gritos y vimos a los obreros corriendo en la ladera de enfrente, de donde habíamos venido. Unos segundos después sentimos una explosión de dinamita (la sentí en el pecho), luego otra y luego el crepitar de los árboles y pedazos de montaña cayendo hacia el río. Y el humo entre las ramas y el eco entre los valles.

Este es el video de esos días:

Nos llevó bastante tiempo hacer esos dos kilómetros de terreno irregular, íbamos a paso lento y descansando a menudo debido a las mochilas que se sienten exageradamente pesadas cada vez que nos trasladamos de una zona a otra con el equipaje completo.

Helecho y el deshecho.

Llegamos al atardecer al punto donde renacía el camino y ya era de noche cuando apareció Mina Yuna, una comunidad formada por dos hileras de casas de chapa a los lados de la huella. Ahí acampamos.

Al mediodía del quinto día pasamos por la comunidad de Chussi y seguimos hasta Luriacani. Ahí, por momentos sentados en un banco en el frente de una tienda y por momentos caminando entre poca cosa, descansamos hasta el atardecer esperando una 4×4 que la gente del lugar nos había dicho que estaba por llegar y podía llevarnos hasta Chuquini. Desde ahí iríamos en transporte hacia Tipuani y finalmente a Guanay, donde encontramos la carretera a Caranavi.

En cierta forma la camioneta a Chuquini fue un gran alivio, porque lo que nos restaba de travesía no era seguir descendiendo junto al río, sino un camino bastante más complicado ya que la huella se alejaba hacia la derecha subiendo y bajando las montañas con pendientes largas y pronunciadas. Así fuimos, con las ruedas arañando el barro entre la selva oscura. El camino era tan estrecho que en algunas curvas en zigzag no daba el ángulo para girar y debíamos subir la cuesta marcha atrás.

Llegamos pasadas las diez de la noche y alquilamos un cuarto. Chuquini resultó ser un pueblo que nunca duerme, un segundo hogar para los mineros que quieran venir a vender su oro y enviar el dinero por giros a sus familias, o gastarlo en alcohol y prostitución, según los gustos, los deseos o el destino.

La mayor parte del oro seguirá en un largo viaje hasta las bóvedas de algún banco. Un poco de ese oro, tal vez, termine cumpliendo la función de rodear algún dedo.

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Camino del oro

(Bolivia es mi país preferido, un país donde a menudo aparecen y desaparecen caminos.)

Desde Sorata decidimos seguir hacia el noreste caminando por las montañas. Queríamos bajar hacia la selva descendiendo por el valle del río Tipuani. Sabíamos que por ahí había un camino precolombino, el llamado Camino del Oro, un sendero de piedra que construyeron los incas para transportar el oro que extraían de las tierras bajas de la Cordillera Real. Nosotros queríamos usarlo para llegar al pueblo de Guanay, desde ahí ya tendríamos camino de tierra hacia Caranavi. Y salimos pensando que lo haríamos en no más de cuatro días. Llevábamos agua para dos días y comida para cuatro o cinco. Lo que no sabíamos era que el Camino del Oro ya no existe.

Las mochilas pesaban más de veinte kilos, como siempre que llevamos comida. Eso enlentece mucho la marcha. Pero aun éramos optimistas con los tiempos porque habíamos conseguido una vieja camioneta 4×4 que podía ayudarnos con el primer tramo. El transporte iba hasta Yani, un pequeño pueblo minero que sobrevive en la cordillera. Podía dejarnos en las alturas del paso Chuchu, entre los picos de las montañas cerca de las nacientes del río Tipuani. Eso nos ahorraba una larga subida desde los 2700 hasta los 4700 metros sobre el nivel del mar. De no ser por la camioneta, a esa altura y con nuestras mochilas pesadas, nos habría llevado por lo menos unos dos días trepar la cordillera, dos jornadas extenuantes, un inconveniente cansancio físico y mental que podía complicar el resto de la travesía.

Estaba nevando cuando bajamos en el paso Chuchu. Nos dejaron en una bifurcación de huellas: la camioneta seguiría hacia la izquierda y nosotros debíamos ir hacia la derecha. Caminamos bien abrigados por esa huella que nos habían dicho que nos llevaría hasta el pueblito de Ancoma. Suponíamos que a partir de ahí comenzaba el sendero incaico.

No esperábamos ver otro vehículo ese día, pero apareció otra camioneta. Le hicimos dedo y nos levantó. Viajamos muy cómodos sobre blandas bolsas de excrementos de burro. Nos llevó algunos kilómetros hasta un minúsculo terreno recién arado.

Ancoma nos pareció un pueblo fantasma, unas cincuenta casas sin gente. Solamente vimos a un anciano. Tenía un ojo blanco y masticaba la pasta verde negruzca de hojas trituradas. Casi no hablaba español, el anciano, pero nos marcó el camino dibujando con un palito en el suelo de tierra: en la primera bifurcación debíamos seguir hacia la izquierda. Al despedirnos me pidió coca. Le di una bolsa.

Mientras descendíamos comenzó a aparecer la vegetación. Primero pastos y arbustos y después árboles pequeños. El valle fue cerrándose y el río se llenó de cascadas.

La huella pasó por un caserío llamado Tushuaia y continuó hacia el norte. Nos detuvimos al atardecer, después de seis horas de trekking. Acampamos en una terraza de pasto junto a las ruinas de una casa de piedra. Me pareció ver truchas en el río pero, por la hora y el cansancio, no intenté pescarlas. Cenamos fideos con aceite, condimentos y unos ispi (charque de pescaditos) que habíamos comprado en Sorata para aportar algo de carne a nuestra limitada dieta de travesía.

En el segundo día de caminata nos resultó extraño seguir sin encontrar el camino incaico, la huella continuaba descendiendo. El río fue encajonándose y el valle se hizo cada vez más profundo y más verde. Por la tarde llegamos a un caserío llamado Somata. Entonces pudimos ver maquinaria pesada escarbando el río. De ahí en más las aguas del Tipuani pasaron de ser cascadas cristalinas a formar un torrente gris oscuro.

El siguiente poblado fue Ocara. Ahí una señora nos alquiló una habitación. Ella nos dio la mala noticia de que ya casi no quedaba nada del antiguo camino del oro. Los mineros han construido la nueva carretera a fuerza de pala mecánica y dinamita. Ahora pueden meter maquinaria pesada para escavar los sedimentos en busca de oro. Eso era lo que habíamos visto en Somata.

En el tercer día de caminata ya no quedó nada del frío de las altas montañas. Ahora subíamos y bajábamos por tierra polvorosa y caliente, a veces bajo el sol, a veces bajo los árboles de la selva. Lo más agradable de ese día fue encontrar una gran cantidad de frambuesas y zarzamoras todo a lo largo del camino, algo muy apreciado para mejorar la monotonía de nuestras comidas a base de hidratos de carbono.

Al atardecer llegamos a un río que nos pareció un poco complicado para cruzar. Tenía un puente improvisado con troncos, tablas y un cable. La situación nos dejó algo desconcertados y pensamos que lo mejor sería acampar y dejar las decisiones para el día siguiente. En eso estábamos cuando llegó otra camioneta con mineros. Ellos nos animaron a hacer equilibrio por los troncos.

Su campamento estaba a solo trescientos metros pasando el río. Ahí armamos la carpa, entre las improvisadas casitas de chapa al pie de una alta y agradable cascada atravesada por un caño. El caño recogía agua de la parte superior y la llevaba hasta una dínamo que alimentaba de energía eléctrica al campamento.

Los mineros son gente pobre que vive de la esperanza de convertirse en ricos con un golpe de suerte. O al menos esa fue la idea inicial de algunos y ahora es simplemente una forma de vida. Trabajan en pozos de 20, 40, 60, 80 metros de profundidad bajo el río, con empalizadas que sostienen las paredes y bombas que evitan que se llenen de agua. Y luego las enfermedades pulmonares por el polvo de la excavación y los accidentes por los derrumbes.

Los mineros nos trataron muy bien, con sonrisas, buen humor y hospitalidad. Nos contaron que antes el río era cristalino y había muchos peces pero que ahora está contaminado. Que en las partes altas sigue siendo hermoso y que hay que protegerlo. Que el camino incaico también era espectacular, con sus piedras una al lado de la otra, lajas enormes en las curvas y escaleras de hasta mil peldaños. Que tuvieron que romper el sendero para abrir el camino y entrar maquinaria. Que antes trabajaban con herramientas rústicas y todo se transportaba a lomo de mula. Qué quedaron algunas partes del sendero incaico pero por falta de uso ya se las ha comido la selva. Qué el nuevo camino no está completo, qué aún faltan un par de kilómetros, pero que antes de fin de año ya lo terminan.

Al día siguiente uno de los mineros nos alcanzó un trecho, hasta el final del camino. Apenas llegamos, escuchamos tres explosiones violentas: las dinamitas. Después encontramos a unos obreros con los que charlamos un rato y, más adelante, la pala mecánica en pleno trabajo. La máquina cavaba y las rocas y los árboles caían por la ladera. Gritamos y movimos los brazos hasta que el obrero apagó los motores y bajó. Nos dijo que la senda pasaba a unos diez metros más abajo. No podíamos descender ahí nomás porque ya estaba tapada por la obra. Teníamos que avanzar un poco antes de bajar.

Cuando comenzamos a caminar entre las ramas, sentí que era una situación notablemnte peligrosa. Antes de pasar la pala mecánica los obreros habían estado cortando los árboles con motosierra. Ahora caminábamos por una ladera muy empinada cubierta de troncos caídos en un equilibrio reciente e indefinido. Teníamos que pasar los troncos por arriba y corríamos el riesgo de romper ese balance y rodar montaña abajo con todo el ramerío.

Aún así seguimos avanzando, no se nos ocurría otra opción.

Después de unos veinte o treinta metros, me saqué la mochila y bajé hasta encontrar la senda incaica. Luego volví a subir para buscar a Vane. El momento en que empezamos a descender con las mochilas fue el más complicado, casi estábamos colgando de las ramas. Y aún peor fue cuando escuchamos que la pala mecánica volvía a trabajar. El ruido de los troncos y de las rocas cayendo a metros de nosotros nos apuró aún más. Vanesa me dijo que estaba a punto de llorar.

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Trekking Isla Grande – Días 17 a 19

Teníamos por delante el camino más difícil, el sendero entre las pequeñas playas de Caxadaço y Santo Antonio. Desde que empezamos la caminata venimos pensando en este tramo. Porque es un camino que no figura en ningún mapa, porque nos alertaron de que es fácil perderse, porque nos dijeron que los que lo hicieron fueron atando cintitas en los árboles para marcar el trayecto y porque sabemos que hubo casos de gente que murió al perderse en la isla. Pero no nos preocupa tanto: tenemos comida, agua, carpa y GPS. Tal vez lo más intrépido de la situación sea que nadie sabe que estamos acá y, si ocurre algún accidente, nadie vendrá a rescatarnos.

Día 17. Aunque salimos de la carpa poco después del amanecer y lo más sensato hubiera sido comenzar la caminata bien temprano, Vane me pidió que pasáramos medio día en Caxadaço. Eso hicimos porque esa pequeña bahía es muy agradable: agua turquesa rodeada de rocas enormes y de selva.

Después del almuerzo, machete en mano, empezamos a trepar la montaña por lo que suponíamos que era la senda a Santo Antonio. Por momentos parecía que íbamos bien encaminados y por momentos no. A veces creíamos claramente que avanzábamos por una trilha y a veces simplemente parecía que trepábamos por esos rastros que dejan los desagües naturales de las lluvias. Nos tranquilizaba el hecho de que, cada tanto, encontrábamos una rama macheteada o marcada con una cinta plástica ya reseca y desteñida por el tiempo.

Pero en algún momento nos dimos cuenta de que estábamos un poco perdidos, avanzábamos haciéndonos camino entre ramas y ya solo nos guiábamos por escasos cortes que aparecían esporádicamente sobre los troncos y que parecían estar hechos hace años. Probablemente estuviéramos siguiendo los rastros de alguien tan perdido como nosotros. Acabábamos de salir y ya habíamos extraviado el camino, la travesía iba a durar más de lo que pensábamos. Y Vane se atrasaba aún más, porque sus frondosos rulos se enganchaban en todas las enredaderas.

Pensamos en volver por nuestros pasos, pero íbamos subiendo y bajando el morro con las mochilas pesadas y las gotas de transpiración cayendo por la frente, volver era muy desmoralizante.

Decidimos que, mientras no tuviéramos que gatear bajo las ramas, íbamos a seguir avanzando. Funcionó. Resultó que el que se había perdido antes que nosotros aparentemente pudo reencontrar el camino, porque sus rastros nos devolvieron a la senda. Y ahora sí no había duda que íbamos por una trilha. Aunque no muy ancha porque, finalmente, Vane tuvo que hacerse un par de rodetes a lo Princesa Leia para no quedar colgando de las ramas cada cuatro pasos. Todavía debe haber parte de la selva entre sus rulos.

Luego, todo lo que habíamos subido lo descendimos hasta llegar a un arroyo. Entonces me fijé la hora y las coordenadas en el GPS. Había transcurrido una hora y solo avanzamos 480 metros. Entendimos que, sí queríamos llegar a Santo Antonio ese mismo día, teníamos que apurarnos y, aun así, probablemente llegaríamos con el sol bastante bajo, algo incómodo para encontrar lugar donde acampar. Entonces decidimos quedarnos ahí mismo y volver a arrancar al día siguiente. Porque, además, el lugar estaba muy bien. Teníamos bastante leña, agua potable y salida al mar para intentar pescar algo.

Entonces bajamos un poco por el arroyo hasta encontrar un buen espacio para acampar.

No pesqué nada, solo se me enredó la tanza entre las rocas, pero pasamos uno de los mejores días de la vuelta a la isla en ese lugar tan salvaje.

Cuando se hace camping libre no hay mucho para hacer una vez que cae la noche. El fuego, la comida y lavarse las manos y la cara en el río. Después nuestras risas dentro de la carpa oscura, bajo la selva oscura, entre las montañas oscuras. Porque Vane siempre me hace reír. Estamos lejos de todos y nadie sabe que estamos acá. Eso está muy bien. Eso y los ruidos de la selva.

Día 18. Nos despertamos al amanecer, desayunamos y armamos las mochilas.

Entonces volvimos a la senda y seguimos avanzando.

Después de un par de horas de caminata, llegamos a la conclusión de que el sendero, a pesar de tener algún que otro tramo un poco complicado, no es tan difícil.

Y es de los más agradables de la isla, el más salvaje.

Spilotes pullatus

Al llegar a la pequeña playa de Santo Antonio decidimos pasar el resto de la tarde ahí.

El objetivo final era Lopes Mendes, que es considerada una de las diez playas más lindas del mundo, pero preferíamos llegar bien tarde, porque no está permitido acampar y sí que suele ir bastante gente a esa playa, llegan cruzando la montaña por el otro lado, por un camino relativamente sencillo que viene desde la bahía de Pouso. Por eso pensábamos armar la carpa cuando ya no hubiera nadie en la playa.

Antes de dejar Santo Antonio tuve que meterme con el agua hasta la cintura durante unos cien metros subiendo el arroyo que hay ahí, para llegar a las piedras donde la cosa se pone más potable. Porque, según veíamos en el mapa, esa era la única fuente de agua que teníamos en muchos kilómetros a la redonda.

Para llegar a Lopes Mendes tuvimos que volver a subir y bajar los morros. Llegamos de noche, iluminando el sendero con las linternas.

A esa hora no hay absolutamente nada más que una larga playa de arena muy fina y muy blanca que chilla bajo las botas.

Acampamos por ahí, sobre las hojas crujientes de los almendros malabares (Terminalia catappa).

Día 19. Desarmamos la carpa muy temprano, desayunamos y pasamos el resto de la mañana metiéndonos en el agua turquesa. Teníamos una enorme y solitaria bahía para nosotros solos. Eso estuvo muy bien.

Luego, una caminata larga subiendo y bajando morros hasta llegar a Abraão, donde completamos la vuelta entera a la isla en diecinueve días.

Lo próximo será Buenos Aires.

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Trekking Isla Grande – Días 13 a 16

En teoría no está permitido caminar desde Aventureiro hasta Parnaioca, pero en la práctica sí se puede. Se supone que no se debe pasar porque es zona de reserva natural, pero en ese lugar no hay nadie, y nadie va a preocuparse porque estemos caminando por playas salvajes.

Entonces, en nuestro día número 13 del largo trekking alrededor de la isla, una vez más cargamos las mochilas y caminamos.

Algunas partes del camino fueron fáciles.

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Otras no tanto.

https://www.instagram.com/p/BXYIAnel-ro/

Recorrimos seis kilómetros sobre la arena y tuvimos que parar a descansar varias veces.

Vamos pesados, llevamos bastante comida. El lado sur de la isla es el más salvaje y no sabemos dónde podremos volver a conseguir una despensa. Tal vez consigamos en el pueblito de Dois Rios, pero para eso falta mucho.

Además, en todo el día no hemos encontrado agua potable y, al llegar al final de Praia do Leste, sentados sobre marcas arqueológicas de miles de años de antigüedad, llegamos a la conclusión de que estábamos un poco justos con el agua. Todavía teníamos que subir el morro, acampar, cenar y desayunar al día siguiente.

Entonces decidimos juntar un poco de mar y cenar sopa. El truco es prepararla con una taza de agua salada y dos de agua dulce. Eso iba a ser suficiente para el resto del día y nos sobraba algo para la mañana siguiente.

En la cima del morro costó encontrar un lugar plano para acampar. Encontramos uno más o menos.

Amanecimos acurrucados en una esquina de la carpa.

Día 14. Parnaioca es muy agradable. Tiene solo cuatro pobladores fijos y tres campings rústicos (a una razón de 1,33 pobladores por camping). El lugar es un relajo, una bahía muy tranquila. Nos quedamos en el camping Dona Marta. Estábamos solos, no había nadie más acampando.

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Ahí conocimos a Xermar, un tipo muy agradable. Trabaja en el camping desde hace poco. Él nos mostró el camino hasta un mirador de piedra oculto entre la selva. Subimos a la gran roca trepando por un árbol.

https://www.instagram.com/p/BXg6XqclBp2/

Día 15. Xermar nos regaló dos pescados. Los metí en la mochila y seguimos rumbo hacia Dois Rios.

Pero no teníamos intención de llegar hasta el pueblo. Habíamos salido un poco tarde y eran más de ocho kilómetros subiendo y bajando por la selva. Preferimos acampar a mitad de camino, cerca de una vertiente de agua (23°11’28″S, 44°12’36″W). Después, usando piedras y ramas verdes, improvisamos una parrilla para cocinar los pescados.

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Día 16. Antes del medio día llegamos a Dois Rios, un pequeño pueblo que supo albergar una cárcel hasta el año 1994. Ahora la mitad de las casas del lugar están en ruinas.

Ahí almorzamos y compramos víveres en el único negocio del lugar y seguimos camino hacia Caxadaço, una pequeña bahía encerrada entre las montañas. Está tan oculta que desde la playa no se puede ver el mar abierto.

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Acampamos.

https://www.instagram.com/p/BX4CN9MFD50/

La idea es salir al día siguiente hacia la playa Santo Antonio por un supuesto sendero que nos dijeron que hay por ahí. No figura en ningún mapa y más de un lugareño nos recomendó no intentarlo. Dicen que no va casi nadie, que está muy cerrado, que podemos perdernos. No nos preocupa, tenemos comida para dos o tres días. Lo intentaremos.

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Vuelta a Isla Grande – Días 9 a 12

En el octavo día de caminata alrededor de la isla nos dirigimos hacia la Gruta do Acaiá. No sabíamos bien qué había en el extremo oeste de la isla, tan fuera del sendero principal. Y tampoco estábamos seguros de encontrar un lugar dónde armar la carpa. Suponíamos que no vivía nadie por ahí y temíamos que el terreno fuera demasiado escarpado para acampar. Calculábamos que habría cierta posibilidad de que tuviéramos que dormir en la hamaca colgada entre los árboles del camino. Pero, al llegar descubrimos que sí, que alguien vivía ahí, una sola familia, descendientes de indios guaraníes que solían habitar la isla. Acampamos en sus terrenos. Ya atardecía.

En la mañana del noveno día nos metimos a la gruta. La entrada era angosta. Primero entre rocas y luego bajando por un gran tajo horizontal por el cual tuvimos que ir reptando varios metros en la oscuridad.

El viento entraba y salía con fuerza, como si la gruta respirara. Son las olas del mar que empujan por el fondo. La cueva tiene dos entradas: una es el tajo por el que ingresamos, la otra es bajo el agua. Entonces, al llegar al final hicimos silencio, al menos por un rato. Porque es hipnótico. El lado norte de la cueva es agua turquesa que entra y sale haciendo ruidos rítmicos en las rocas.

Después de un rato de relajarnos en la oscuridad turquesa nos acercamos más al agua. Y, sopesando levemente la peligrosidad, nos desnudamos y nos metimos.

Sumergidos se podía ver mejor la salida. Y los peces.

Le dije a Vane que quería bucear y salir por el mar. Me pidió que no lo hiciera y le hice caso. Una de las pocas cosas que me salen bien es aguantar la respiración y nadar en apnea y calculé que no sería más de un minuto de buceo, pero entendí que sería un minuto un poco angustiante para ella. Y bueno, yo tampoco soy un fanático de la adrenalina. Además, el agua marina no es muy cómoda para nadar en apnea, la sal genera mucha flotabilidad y te empuja hacia arriba, hacia las rocas del techo en este caso. Será la próxima.

Ese mismo día levantamos campamento y caminamos hacia el sur de la isla. Fue un trayecto duro con dos grandes subidas. No llegamos a bajar del otro lado, se nos hizo de noche y acampamos en lo más alto de la última subida.

En el décimo día pasamos por Provetá, la segunda población más grande de la isla, un tranquilo pueblo dominado por el evangelismo. Ahí hay una despensa pequeña con una agradable variedad de productos. Compramos fideos, arroz, galletas, dulces y alguna que otra cosa más y descansamos en la playa.

Luego seguimos hacia Aventureiro, pero tampoco llegamos. En realidad no quisimos llegar: preferimos dormir otra vez en lo alto de la selva.

El onceavo día nos despertamos al amanecer, desayunamos y bajamos la montaña.

En Aventureiro, por primera vez en la vuelta a la isla, dormimos dos noches en el mismo lugar, en un camping rústico en la playa. Dos noches de luna llena.

Con más provisiones nos hubiéramos quedado más días.

Lo siguiente será caminar por las largas playas prohibidas de Praia do Sul y Praia do Leste.

Son parte de la Reserva Biológica Estadual da Praia do Sul y en teoría no está permitido pasar por ahí. Pero necesitamos cruzarlas para dar la vuelta entera.

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Vuelta a Isla Grande – Días 2 a 8

El segundo día caminamos hasta Praia do Funil, una playa más ancha que larga.

Acampamos cerca de ahí, en la selva. Nos costó encontrar un lugar plano pero lo logramos. Limpié las raíces con el machete y la carpa entró justa. Cuando ya estaba armada y con todo adentro, despejé unas últimas ramas y nos dimos cuenta de que la habíamos armado al borde de la entrada de una madriguera. Ya era casi de noche y no daba para buscar otro lugar. Entonces dejamos el alerón de atrás abierto para que, esa noche, saliera lo que tuviera que salir de la cueva.

El tercer día caminamos hasta Baleia, una playa solitaria bien al norte de la isla. El acceso no es fácil, usamos una soga para descender la última parte.

Acampamos ahí.

El cuarto día nos despertamos al amanecer.

Y caminamos por un sendero casi oculto hasta Lagoa Azul, un pedazo de mar  calmo y transparente entre islas.

Donde nos zambullimos a mirar los peces.

Ahí nos relajamos hasta el mediodía.

Luego desacampamos y continuamos caminando hacia el oeste.

Después de unos tres o cuatro kilómetros llegamos a Bananal, un pequeño pueblo de unas veinte o treinta casas donde pudimos comprar pescado, bananas y pan casero. Luego seguimos un par de kilómetros más subiendo y bajando por la montaña selvática. Al anochecer llegamos a Matariz, un pueblo aún más chico que Bananal, una pequeña bahía que alguna vez supo tener una fábrica enlatadora de sardinas instalada por inmigrantes japoneses. Ahora son sorprendentes y agradables ruinas que le dan al pueblo un aire de abandono aletargado.

Nos gustó mucho Matariz y ahí dormimos. Alquilamos una habitación barata para poder descansar sobre un colchón. Hacía semanas que veníamos durmiendo en la carpa. Esa noche el dueño de la casa nos comentó que al día siguiente habría festejos en Praia Longa. Sería San Pedro, la fiesta anual del pueblo.

En el quinto día caminamos ocho kilómetros y medio cruzando dos pasos de unos ciento cincuenta metros de altura y con barro muy resbaladizo. Queríamos llegar a Praia Longa para la fiesta.

En algún momento de la tarde pasamos por Tapera, una bahía con cinco casas en tierra y un bar flotante. A pedido de Vane, nadé hasta ahí y volví flotando con una cerveza en la mano.

Llegamos a Praia Longa al atardecer, justo antes de que se largara la lluvia y comenzara la fiesta. Hubo procesión náutica con el santo. Tres barcos de madera desaparecieron por un rato. A la noche hubo baile.

Por la madrugada hubo gritos y un cuchillo.

En el sexto día lloviznaba pero caminamos igual. Llegamos hasta Lagoa Verde. Acampamos por ahí. No había nadie.

En el séptimo día ya no llovía en Lagoa Verde.

Y caminamos hasta Araçativa.

En el octavo día podríamos haber cruzado hacia el sur de la isla, pero sabemos que hay una cueva bien al oeste, la Gruta do Acaiá. Una cueva que se conecta con el mar. Hacia allá vamos. Aunque luego tengamos que volver un poco por nuestros pasos.

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Trekking vuelta completa a Ilha Grande – Día 1

Darle la vuelta a Ilha Grande, caminando. Eso fue lo que le propuse a Vanesa el día que empezamos a salir. Entonces ella renunció a su trabajo.

Desde aquel momento pasamos más de un año viajando juntos antes de llegar a la isla. En el camino recorrimos Bolivia y el norte de Argentina.

Luego, una vez bajados del ferry, pasamos otros diez días en las playas de agua cristalina cercanas a Vila do Abraão, el pueblo principal de la isla, descansando y relajándonos antes de salir a caminar. Calculábamos que iban a ser más de quince días de trekking.

Nos habíamos enterado de que íbamos a encontrarnos con pequeñas poblaciones de pescadores en el camino, pero nadie nos pudo informar con certeza si había algún lugar donde comprar comida. Entonces cargamos las mochilas con alimentos para una semana y agua para un par de días y empezamos a subir entre los morros por un paso de unos doscientos metros de altura, el único sendero que va hacia el norte de la isla.

Arrancar subiendo la montaña con las mochilas pesadas siempre es duro pero, luego de unas horas de aguante, el cuerpo (el cerebro) se acostumbra.

Cargar el agua estuvo de más: justo al pasar el primer morro nos cruzamos con un arroyo potable (23°07’31″S, 44°11’16″W). Pero con el agua siempre es así, es lo indispensable, siempre hay que llevar de más por las dudas. Llegar a una vertiente con las botellas llenas incomoda, pero hay que acostumbrarse a la idea de que es lo normal cuando no se conoce el camino.

Avanzamos unos seis kilómetros subiendo y bajando por el morro, por la selva, por la playa.

Alouatta guariba

El primer día dormimos en la bahía de Ensenada das Estrelas, en una estrecha franja de arbustos altos entre el mar y un pantano con manglares. Cocinamos fideos con aceite, farofa y condimentos.

Nos despertamos al amanecer.

Desayunamos avena con pasas de uvas, frutos secos, leche condensad y café y volvimos a caminar.

Hoy arrancamos temprano, queremos hacer más kilómetros que ayer.

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Lejanas comunidades del río Ichoa

Caminamos cerca de una hora subiendo el poco conocido río Moleto. Íbamos con la energía renovada por el optimismo de poder avanzar más de lo esperado. El vado resultó ser una amplia curva donde el cauce se ensanchaba justo antes de angostarse y girar levemente hacia el Este para luego volver abruptamente hacia el Oeste (16°24’54″S, 65°54’15″W).

En lo más profundo del cruce, el agua apenas nos llegaba a la cintura. Y sí bien el fondo del río era mayormente de piedra, al llegar al borde nos enterramos en el barro arenoso. Con los pantalones mojados y los pies embarrados, entramos en cañaverales tapizados de hojas podridas que habían dejado las últimas crecidas.

Después más barro y arroyos, para finalmente entrar en la selva tupida. Durante dos o tres horas seguimos por un sendero húmedo e interrumpido por árboles caídos y pequeños ríos sin nombre, de aguas cristalinas e infestadas de peces.

Poco antes de llegar a El Carmen, Paulino, con cierta inseguridad en su voz, pidió que dijéramos que él no nos había traído, que simplemente nos habíamos cruzado en el camino. Dije que sí, a pesar de que la historia era totalmente inverosímil, ningún extraño recorre esos lugares y nunca hubiéramos llegado sin alguien que nos guíe. Pero los recelos y los conflictos entre etnias son así, requieren de ciertos modos en el habla. Cuando uno conversa con un cacique, es más importante lo que se dice y cómo se dice, que lo que realmente haya ocurrido.

El Carmen (16°23’18″S, 65°56’24″W) me pareció la comunidad más agradable que he visitado. Unas veinte chozas rústicas invadidas por la vegetación.

Es una pequeña población junto al casi inexplorado río Ichoa, lejos de todo. Ahí la cultura occidental llega muy diluida: en las ropas, en las herramientas, en el conocimiento del español. Incluso el dinero se usa poco en esta comunidad sin negocios.

El cristianismo está presente como suele ocurrir en casi todas las aldeas moxeñas desde la época de los jesuitas, pero en este caso, lo que quedaba en forma material eran tan solo los vestigios de una capilla: apenas un techo de paja derruido, un viejo tambor colgado de un palo y una mesa de madera que imaginábamos que alguna vez sirvió de altar.

Fue fácil encontrar a Juan, el cacique corregidor, un hombre alto y flaco, de movimientos tranquilos y palabras pausadas, y a María, su mujer, una joven alegre, generosa y de dientes muy blancos. Ellos, probablemente percibiendo nuestro cansancio, enseguida nos convidaron con guineos y nos recomendaron que acampáramos bajo el techo de la antigua capilla. Nos contaron que estaban por construir otra, junto con un nuevo cabildo (así llaman a su lugar de reunión, por antiguas influencias de los jesuitas), pero que estaban atrasados por los problemas económicos que venía teniendo la comunidad. Después Juan leyó el permiso de la SERNAP detenidamente y noté cierta desconfianza en sus gestos.

Fueron días silvestres. Nos bañábamos en el río desafiando a los mosquitos y los jejenes.

Comimos los frutos que iban madurando en los árboles (bananas, plátanos, guineos, chirimoyas, papayas, guayabas) y los pescados que comprábamos a uno de los vecinos.

Los momentos de mayor relajo fueron en los que armábamos la hamaca con el mosquitero junto al río. Al irse el sol, la oscuridad de la selva se llenaba de bichitos de luz.

Una noche desperté al sentir que algo me arañaba la espalda. Cuando prendí la linterna Vanesa ya estaba sentada. Lo que recién me había caminado desde la cintura hasta el omóplato derecho, antes se había enmarañado en los rulos de Vane y ahora estaba agarrado a la bolsa de dormir con sus patas y sus alas negras. Agarré al murciélago con una remera y lo sacudí fuera de la carpa para que volviera con los otros cientos de su especie que durante la noche volaban a nuestro alrededor y durante el día dormían en el abandonado techo de paja de la capilla. Son murciélagos vampiros, esos que chupan sangre; el que entró iba a explorarnos hasta encontrar la piel blanda que tenemos entre los dedos de los pies o de las manos. Me dormí pensando que tuve una gigantesca suerte al encontrar una compañera de viaje que se toma con toda tranquilidad la presencia de un murciélago en la carpa.

Uno de esos días comprendimos que lo que en apariencia es una sola comunidad en realidad son dos. A solo mil metros de El Carmen está la comunidad de 3 de Mayo, donde apenas viven seis familias en forma permanente. La única razón por la que no conforman una sola población es porque en El Carmen son moxeños trinitarios y en 3 de Mayo son yuracaré. Las leves diferencias entre ambas etnias (aparentemente los moxeños son más previsores y los yuracarés más despreocupados) los han mantenido pacíficamente separados hasta el presente, aunque las distancias suelen ir achicándose con los matrimonios mixtos.

Se cree que estas tierras no eran originalmente de los yuracaré, sino que llegaron de más al sur. Como dice Erland Nordenskiöld en su libro Indios y blancos, escrito en 1911: “En las profundidades del bosque hay yuracaré que viven ajenos a cualquier influencia directa de los blancos. Huyen a estas zonas para no tener que pagar sus deudas a los blancos. Puedo asegurar que no es nada fácil llegar hasta allí para apresarlos”.

En 3 de Mayo nos encontramos con Grover, un médico de mirada inteligente y sonrisa amistosa que se encarga de recorrer estas comunidades. Él y un maestro rural son los únicos foráneos que transitan la zona. Grover había llegado el día anterior en su canoa y se lo veía muy contento de charlar con nosotros. Nos contó que la región está bastante libre de enfermedades endémicas y que si bien estamos en zona de malaria, hace años que no ve un brote por ahí. Según él, los mayores problemas son la desnutrición infantil (más por razones culturales que económicas) y, sobre todo, el alcoholismo. Dice que el trago pega más duro en los yuracarés que en los moxeños. También la depresión y el suicidio. Nos contó que no es tan común que un moxeño decida acabar con su vida, pero en cambio, solo en el último año tuvo tres casos de yuracarés que decidieron tomar una buena cantidad del insecticida de los cultivos de coca. Tres personas en un año es algo notable en una población tan pequeña. Nos contó que, además, los yuracarés no acostumbran a usar cementerios, entierran a los difuntos en algún lugar del monte y ya no vuelven a visitarlos.

–¿Y dónde está el cementerio de los moxeños?
–Del otro lado del río, pero no vayan, no creo que lo consideren respetuoso.

También nos contó que le daba la sensación de que las comunidades yuracaré estaban desapareciendo. Cada vez son menos, las familias se van y ya solo vuelven de vez en cuando.

–Queremos visitar Santa Rosita… ¿Sabe si alguien puede llevarnos?
–No creo que puedan en esta época. Las aguas están altas. Se necesita una canoa grande y mucho esfuerzo. Yo hace seis meses que no voy por ahí.
–Qué pena.
–Sí, el camino es muy lindo… Hasta que no vi eso, no imaginaba que hubiera lugares así. El río se mete entre las montañas, hay rápidos. También hay pozones con peces gigantes. Los peces no escasean por allá, los dorados te saltan a la canoa.

Santa Rosa es la última comunidad de la zona. O eso es lo que se cree, porque también se especula con que, río arriba, haya tribus no contactadas. Y si bien tengo muchas ganas de llegar hasta Santa Rosita, creo que no va a poder ser en este viaje, deberíamos volver a intentarlos cuando acaben las lluvias.

A pesar de las recomendaciones del médico, una tarde en El Carmen, por pura presión social, no pude negarme a un vaso de chicha. Unos minutos antes me había asomado a ver a un niño que me pareció demasiado blanco y demasiado inmóvil recostado sobre una cama de madera. El padre me detuvo y me explicó que los bebes no se pueden ver sin el permiso de las madres. La situación se había puesto un poco tensa y estimé que aceptar y tomarme todo el cuenco de chicha iba a amenizar el clima. Esa noche dormí en la hamaca, de a intervalos. Miné de diarrea los pastizales aledaños a la carpa. Pasé muy malos ratos teniendo que salir de la hamaca a cada rato para bajarme los pantalones aguantando las náuseas entre los pastos húmedos y los mosquitos salvajes. La chicha es básicamente la fermentación de algún vegetal con diferentes tiempos de estacionamiento. Acá las producen de mandioca, maíz o palta. Cuando está recién hecha no es tan problemática pero, con los días, los mismos microrganismos que le van aportando el alcohol al brebaje se van convirtiendo en un ejército difícil de afrontar en un intestino no muy acostumbrado.

–Tenemos un poco de miedo de que se nos caiga el techo encima –le confesamos a María una de esas tardes.
–Ah, no se preocupen, solo se caen con tormentas grandes.

Dos noches después el viento y la lluvia sacudían la selva. Nos despertó la caída de un parante del techo que fue a partirse sobre un banco a centímetros de nuestra carpa. Toda la estructura parecía a punto de ceder. Teníamos que salir de ahí. Juntamos la hamaca, el mosquitero y las bolsas de dormir y nos tapamos con un plástico para correr bajo la lluvia hasta la casa de Juan y María. Los despertamos en mitad de la noche, a ellos y a los niños.

–Cuelguen la hamaca bajo el techo del fogón, si quieren –escuchamos que proponía Juan desde dentro del mosquitero.

La armamos entre la oscuridad y los estallidos de la tormenta.

Al día siguiente amaneció despejado y decidimos partir antes de que nuevas lluvias nos dejaran aislados por las crecidas de los ríos. Armamos las mochilas y nos despedimos de todos.

Como ya conocíamos el camino, fuimos a buen ritmo, solo nos perdimos un par de veces entre los cañaverales, pero no fue difícil reorientarnos.

Nos costó apenas cuatro horas llegar al pueblito de Ichoa.

Era domingo y había camión. Compartimos la caja con dos niños yuracaré de once y doce años. Ellos viajaban a Isiboro, a trabajar en los campos de coca de los colonos.

Iban contentos. Les gustaba trabajar. Unas semanas después los colonos venderían las hojas a los narcos y los niños llevarían anécdotas y algo de dinero a sus padres yuracaré. Los padres yuracaré caminarían felices hasta el pueblito de Ichoa para comprar ropa para los niños, útiles para el colegio, arroz, alcohol 96% y fertilizante e insecticida para sus pequeños cultivos de coca. Algunos padres yuracaré tomarían alcohol 96%. Otros tomarían el insecticida.

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Tin Tin… Viene el carril

Bolivia es mi país preferido, un gran lugar donde abundan las soluciones simples. Por ejemplo, si un río subió por las lluvias y no puede cruzarse, se espera a que baje. En nuestro caso, había estado lloviendo hasta el día que comenzamos la caminata, pero luego fueron tres días de sol, esperábamos no tener problemas para cruzar el Caine.

De la comunidad aborigen Quioma salimos a las nueve menos cuarto de la mañana. Preguntamos por el paso a Mina Asientos, donde se suponía que acabarían los senderos de montaña y volveríamos a ver vehículos. Caminamos un par de kilómetros por dónde nos indicaron. Cuando llegamos al vado fue bien fácil, el agua apenas nos cubría las rodillas.

También nadamos, pero para sacarnos el calor.

Alguien más cruzó

Luego fueron tres o cuatro kilómetros cuesta arriba, bajo el sol del mediodía, por un sendero polvoriento. Después hacia abajo, dos o tres kilómetros más. Hasta el chaperío.

A Mina Asientos le pasó por encima el progreso. Ahí conviven la minería, la posibilidad de un embalse, las motos, el plástico, las chapas, el pollo frito, etc. Nos dejaron dormir en la Subalcaldía.

Hay que tener cuidado con lo que se desea

Al día siguiente tomamos un bus destartalado hasta Chahuarani, un cruce donde nuestra huella se unía al camino de Vila Vila a Tin Tin. Ahí el bus paró. Cuatro o cinco cholas vendían comida. Después el bus siguió hacia Vila Vila, nosotros, en sentido contrario, fuimos en la caja de un camioncito hacia Tin Tin.

Camión

Viajábamos con dos hombres más y uno de ellos nos contó que, si hubiéramos esperado un rato, podríamos haber tomado un trencito que pasa por ahí y que también nos llevaba a Tin Tin.

Me pareció muy loco, había visto esas vías en el mapa pero asumía que estaban abandonadas. No se me ocurría qué tren podría pasar por ahí, estábamos lejos de cualquier trayecto ferroviario conocido.

–Solo pasa tres días a la semana… Hoy pasa.
–¿Y luego para dónde va?
–Hasta Aiquile.
–Acá en el mapa figura que las vías pasan cerca de Mizque.
–Sí, pasa también… No muy lejos.

Decidimos que ese era nuestro próximo medio de transporte, lo esperaríamos en Tin Tin.

Tin Tin nos gustó tanto como su nombre, un pueblo pequeño y pintoresco, muy tranquilo. Pocas casas y antiguas. Tiene una plaza muy arbolada, muy sombría. En la glorieta del centro de la plaza nos comimos una sandía entera.

–Y la estación de tren ¿dónde queda? –pregunté a la vendedora de sandías.
–No hay tren –contestó frunciendo el ceño, con cara de duda.
–Nos dijeron que había un trencito hacia Mizque.
–El carril.
–Ahá…
–Se toma en el cementerio… hoy viene… después de las tres.
Caminamos hasta el cementerio, donde por suerte había una persona viva.
–Allí para… ¿Ve eso amarillo?… Ahicito para –dijo el hombre por encima de la tapia del cementerio.
–¿No hay estación?
–Hay… Pero ahí mismo para.

Lo amarillo era un plástico enredado en un arbusto espinoso, puesto adrede para darle algo de sombra a un par de chanchos encerrados en un corral circular, también hecho de ramas espinosas. Las vías pasaban por al lado.

Como teníamos tiempo, fuimos a visitar la estación. Estaba en ruinas. Volvimos.

–No puedo imaginarme qué es lo que va a venir por estas vías –comenté a Vane mientras forzaba la imaginación.
–Yo menos.

Aquellos fueron los pensamientos más acertados de esos días: nunca hubiéramos podido imaginar eso tan raro que estaba por llegar.

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Un descanso en el bosque

En la comunidad indígena Añahuani nos habían dicho que bajáramos por el río y así encontraríamos otra comunidad llamada Quioma. Se suponía que eran unas cuatro horas de caminata, pero nosotros íbamos muy cargados y avanzando lento; habíamos salido hacía nueve horas. El sol ya estaba bajo y caminábamos con el agua hasta las rodillas, entre dos paredes de roca muy altas. Estábamos pensando en retroceder hasta un lugar donde nos había parecido ver una superficie más o menos plana y suficientemente alta como para acampar. Estamos en época de lluvias, las crecidas son traicioneras, no era fácil encontrar lugar para pasar la noche en esa quebrada. Pero la solución estaba hacia adelante, otro valle se unió por la izquierda y el paisaje se abrió. Acampamos, juntamos leña y cocinamos.

Cuando se fue el efecto de la coca, apenas nos quedaban fuerzas para arrastrarnos hasta la carpa. Dormimos profundamente.

Al despertar costó despegarnos del suelo. Estábamos en un bosque de montaña, junto a un río cristalino con pozones burbujeantes. Decidimos tomarnos un día de descanso ahí. Lo que se suponía un trayecto de cuatro horas se convirtió en una estadía de dos días.

Quioma no estaba muy lejos de donde habíamos acampado. Las primeras chozas aparecieron sobre la ladera izquierda del río.

Le dejé la mochila a Vane y trepé por un sendero en la tierra empinada. Toda una familia salió a recibirme en la puerta. Padre, madre y cuatro hijos. Les di la mano a todos. Uno de los niños, desacostumbrado al ritual, me tendió la izquierda y rápidamente se corrigió. Todos reímos.

Les expliqué que veníamos caminando desde Toro Toro y que habíamos dormido en Añahuani y en el monte. Me sorprendió que, a pesar de las miradas de curiosidad, nadie me hizo preguntas, solo contestaron escuetamente las mías.

Entonces extendí una bolsa de coca al padre de la familia. Él me ofreció asiento poniendo un cuero de cabra sobre un tocón de cebil. Luego habló en quechua a su mujer y ella entró a la casa. La vi moverse detrás de la pared de palitos. Volvió con un plato de arroz y lentejas.

Le chiflé a Vane e hice señas para que subiera. Aunque insistimos en compartir el plato, trajeron uno más. Comimos bajo un techo de paja, mientras dos de los niños ordeñaban las cabras.

Finalmente, un par de kilómetros más adelante, ya cerca del río Caine, acampamos bajo la enramada del patio del par de aulas que hacían de escuelita rural.

–Es curioso que una de las personas más pobres que nos cruzamos nos regaló un plato de comida. –le comenté a Vane en tono reflexivo.
–Hace días que no usás jabón, tenés el pelo largo y enmarañado y estás barbudo, si tuviéramos un espejo verías la cara de loco que tenés. A la choza llegaste agitado por la subida, con la ropa rota y diciendo que habías dormido en el monte. ¿Quién no te va a ofrecer un plato de comida?

A la mañana siguiente intentaríamos encontrar por dónde cruzar el Caine, esperando que no estuviera muy alto ni torrentoso.

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