Andrés regresó a Buenos Aires y con Vanesa cortamos una rama de un cactus, la cargamos en la mochila y seguimos hacia Belén. Ahí dormimos en un negocio de venta de ponchos. Nos despertamos a las seis de la mañana, salimos, tiramos la llave por debajo de la puerta del negocio y caminamos por calles frías y oscuras cargando las mochilas hacia la terminal de buses para tomarnos la kombi que sale a las siete de la mañana, solo dos veces por semana, hacia Andalgalá.
Sentados en el fondo de la kombi ya calefaccionada, iluminándonos con linternas y haciendo ruido de bolsas entre pasajeros adormecidos, preparamos el desayuno mezclando avena, leche en polvo, azúcar, pasas de uvas, nueces y agua.
Andalgalá nos pareció mucho más agradable de lo que imaginábamos. Un pueblo tranquilo y arbolado. Hacia el sur se ve la planicie del desértico campo de Belén, hacia el norte las montañas de la Sierra de Aconquija.
Después de instalarnos en un camping salimos a caminar. En las afueras del pueblo un inesperado cartel que indicaba “Sitio arqueológico Los Morteritos” nos desvió hacia el noreste. Atravesamos unos terrenos, cruzamos un río y continuamos por una picada entre arbustos espinosos. Los típicos morteros, agujeros en piedras donde los indígenas molían lo que tuvieran que moler, aparecieron en una gran roca de una vertiente seca.
Y junto a ellos, los enormes achumas o wuachumas. Ya empieza a resultarme sorprendente la asociación entre sitios arqueológicos y cactus psicoactivos.
Continuamos trepando la montaña abriéndonos paso entre las ramas y las espinas. Desde ahí pudimos ver que todas las laderas de los cerros están pobladas de wachumas.
Esa tarde corté una rodaja de cactus (solo cuatro o cinco centímetros, para empezar con algo suave y en modo experimental, ya que no conocía la concentración de mescalina en Trichocereus terscheckii), le saqué las espinas, la piel y la parte blanca del centro. Lo cociné en un fogón durante un par de horas. A la mañana siguiente lo colé y lo escurrí retorciéndolo con fuerza dentro de una media limpia. Tomé una tacita en ayunas. Media hora después, mientras estaba echado en la hamaca paraguaya con Vanesa, empezaron las náuseas. Una hora y media después, recostado boca arriba en el pasto, las náuseas disminuyeron a un mínimo. Los colores se pusieron más intensos, las superficies rígidas se movieron en oleajes, la cara de Vanesa se puso más anaranjada y un poco diabólica, los pensamientos tiraron lazos hacia todos lados. Un par de horas después comimos nueces a la sombra de los nogales. Varias horas después, mientras miraba el cielo acostado dentro de la bolsa de dormir sobre un colchón de hojas de nogal, se hizo de noche.