Rumbo al Sécure

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Una vez más intentamos entrar al TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure). Por momentos nuestra insistencia por meternos en el corazón inhóspito de Bolivia nos parece patológica y por momentos totalmente racional. O al menos eso es lo que siento yo, no tengo tan claro qué es lo que piensa Vane.

Esta vez entramos desde el norte, desde San Ignacio de Moxos avanzando hacia el sudeste lo más que pudiéramos. Lo ideal era llegar al alto Sécure, la zona de los T’simanes, que son los indígenas menos trasculturizados de Bolivia.

Primero una mujer de San Ignacio nos llevó en auto (es raro ver una mujer taxista en Bolivia) durante dos o tres horas hasta la comunidad Monte Grande de la etnia moxeño trinitaria. Ahí nuestras opciones aumentaban en cantidad pero disminuían notablemente en calidad. En Monte grande el camino se bifurca: hacia la izquierda (hacia el este) continúa en condiciones más o menos aceptables pero alejándose un poco de nuestro objetivo; y hacia adelante, continuando hacia el sur, solo se puede seguir en moto o con un vehículo de doble tracción.

Esa es mi cara cuando sonrío.

Nuestra taxista se ofrecía a llevarnos hacia la izquierda durante algunas horas más hasta donde termina el camino en la comunidad moxeño trinitaria San Lorenzo. Ahí ya estaríamos sobre el río Sécure donde podíamos intentar conseguir una canoa que nos llevara río arriba. Era una opción viable pero dudábamos bastante, nos desviaríamos mucho e íbamos a necesitar varios días por agua para llegar hasta el alto Sécure.

Otra opción era continuar a pie por el camino del sur que sigue hasta Santo Domingo, una comunidad de la etnia yuracaré, también sobre el Sécure pero bastante más arriba que San Lorenzo. Preguntamos en Monte Grande por esta opción y, por lo que nos respondieron, nos pareció demasiado complicada. Eran unos cincuenta kilómetros en los que cruzaríamos tan solo una pequeña comunidad llamada Jorori y nadie nos garantizaba que pudiéramos encontrar agua potable en el resto del camino. Solamente la uña de gato, dijo un comunario refiriéndose a la liana que larga agua al cortarla de un machetazo, un buen recurso para sobrevivir en la selva; pero también nos avisaron que hay otras lianas parecidas que son tóxicas. Y además está el tema del tigre, como le dicen acá. Hay yaguaretés en la zona y todos nos desaconsejan acampar fuera de las comunidades.

Uña de gato

El mismo hombre que nos habló de la uña de gato nos planteó dos alternativas más: intentar conseguir un par de motos (había algunas en la comunidad) que nos llevaran hasta Santo Domingo o esperar en el camino hasta que apareciera una camioneta que fuera hacia allá.

Se hacía tarde y decidimos acampar ahí en Monte Grande e intentar una de las dos últimas opciones al día siguiente. Pero, al anochecer, sorpresivamente surgió una alternativa más: llegó un tractor que, según otro de los comunarios, se dirigía hacia Areruta, una comunidad T’simane en el alto Sécure. Iría por un camino del cual no teníamos idea de su existencia (cosa que era lógica porque la huella había sido abierta hacía unos pocos meses por ese mismo tractor). Era ideal, se dirigía exactamente a donde queríamos ir.

Nuestra duda fue si podríamos aguantar el viaje. El tractor tiraba de un carro cargado de bolsas de cemento (el cemento era para construir viviendas de ladrillo y chapa por un plan del gobierno que había sido pedido por los propios T’simanes que querían dar el gran salto tecnológico a las casas duraderas y calurosas). Suponíamos que debíamos ir arriba de las bolsas y el viaje podía ser largo y particularmente incómodo.

El tractor y el carro (que en la oscuridad de la comunidad parecían extraordinariamente rústicos) estaban estacionados frente a una choza. Adentro cenaban el chofer y los dos ayudantes. Entramos.

–Permiso…
–Pasé.
–Buenas noches.
–Buenas.
–¿Qué tal? ¿Ustedes son los que manejan el tractor?
–Siéntense… Coman algo…

Nos sentamos.

–Nosotros andábamos queriendo ir hacia Areruta… Queríamos saber si podían llevarnos.
Hubo una pausa.
–¿Van a aguantar el viaje? –dijo entonces el que parecía el jefe.
–Eso es lo que estábamos dudando… ¿Cuánto dura?
–Tres días.
–Ah…

Vane me miró con los ojos bien abiertos y yo me quedé pensando que era probable que, por primera vez, estuviéramos por rechazar un viaje debido a sus condiciones de comodidad.

–Vengan, pues. –dijo el ayudante mayor.

El otro ayudante no dijo nada porque era casi un niño y porque era sordomudo.

–¿Cómo hacen con la comida? –pregunté tratando de entender la situación.
–Lo que encontremos por ahí en el monte. –contestó el jefe.
–¿Y hay comida por ahí en la selva?

Se rieron.

–Mañana desayunamos en una comunidad, luego ya no hay nada en todo el día y en toda la noche. –aclaró el ayudante.
–¿Y después?
–Después ya llegamos a Areruta.
–¿No eran tres días?
–Claro.
–De acá a pasado mañana a la mañana es un día y medio.
–Tres días –insistió el jefe– y a veces hasta cinco cuando el agua está alta.
–Pero mañana a la noche sería un día, y una noche más sería medio día más.
–Dos días… Dos días –medió el ayudante, pero el jefe seguía con cara de tres días.

No sé cómo calcularían. Aunque, a decir verdad, el viaje así planteado iba a ocupar tres días calendario: esa noche, el día siguiente y la mañana del otro. Pero quién sabe cómo lo pensaban.

En definitiva, si bien con Vane volvimos a dudar un rato, finalmente la fuerza de un tractor penetrando la selva nos hizo aceptar el desafío.

Entonces subimos a la bestia y nos acomodamos como pudimos sobre las bolsas de cemento. El motor rugió con ecos de caños metálicos, una pequeña lamparita amarillenta se encendió en la cabina de manejo, las luces delanteras iluminaron las chozas, más caños crujieron y comenzamos a avanzar. La mujer que nos había preparado la cena levantó su mano y la agitó en el aire.

–¡Adiós!… ¡Traigan chancho! –gritó.
–¡Traeremos! –contesté sonriente.

Avanzamos quince metros, doblamos, pasamos por una zanja, los ruidos de los hierros entrechocándose se hicieron más fuertes y nos detuvimos. Como el motor y las luces del tractor siguieron encendidas, con Vane nos despreocupamos mirando las estrellas desde nuestra cama de cemento ondulado. Pero volvimos rápido a nuestra realidad material cuando notamos que el jefe y los ayudantes deambulaban por los alrededores escrutando el suelo con sus linternas.

–Parece que perdimos algo. –observó Vane.
–¿Qué puede ser tan chiquito como para buscarlo con linternas y tan fundamental como para que no podamos seguir?
–Tal vez sea el tornillo que une el tractor con el carro –contestó Vane y nos reímos.

Y era eso. Habíamos perdido uno de los dos pasadores de la barra de tiro, el izquierdo. Buscamos un buen rato hasta concluir que se había caído hacía tiempo pero que recién se había hecho notar cuando el tractor quiso doblar a la izquierda.

–Esto no tiene solución, ¿no? –comenté entre luces de linternas.
–Claro que tiene… Lo único que no tiene solución es la muerte –contestó el ayudante.

Y de hecho unos minutos después el jefe estaba insertando un pedazo de hierro en la barra de tiro que sirvió de perfecto sustituto de la pieza perdida.

Pero entonces noté que el cabezal del perno derecho estaba quebrado, soldado y vuelto a fisurar. Daba la sensación de que el tractor, a falta del perno izquierdo, había estado cargando toda la fuerza en el derecho y estaba a punto de partirse. Entonces se lo hice notar al jefe.

–Así está bien –contestó.

Quise responder que si se nos quebraba en el medio de la selva no iba a tener solución, pero recordé la respuesta reciente del ayudante sobre las cualidades únicas de la muerte y preferí callar.

Arrancamos una vez más y, a los tumbos, empezamos a penetrar en la selva. Adelante el motor rugía y las luces iluminaban la boca de lobo interminable. Atrás, el movimiento iba encajándonos entre las bolsas densas, que se sentían tan duras como si el cemento ya hubiera fraguado. Pero aun así, sorprendentemente nos quedamos dormidos. Había luna y dormimos mientras las sombras de las ramas nos recorrían el cuerpo. Pero cuando fueron las ramas mismas las que nos arañaron la piel despertamos violentamente. Me costó entender dónde estábamos, incluso cuando ya me había dado cuenta de donde estábamos. Y esas fueron las primeras ramas de incontables más. No pudimos volver a dormir sobre la bestia esa noche, tuvimos que estar alerta de los rameríos tapándonos con una lona plástica cada vez que nos atacaban.

Luego de luchar varias horas contra las ramas y sus bichos, en algún momento de la noche llegamos a la comunidad en la que podíamos dormir un rato y luego conseguir la única comida del viaje (15°47’22″S, 65°59’04″W). La bestia quedó estacionada bajo la luna. Vane y yo armamos la carpa mientras el jefe y los ayudantes tapaban las bolsas de cemento con lonas para que no se mojaran ya que parecía que se venía la lluvia. Ahora que estábamos en un claro podíamos ver las nubes que se acercaban por el este.

Antes de meterme en la carpa busqué y encontré el arroyo, se bajaba por un terraplén hasta un par de troncos tallado en forma de canoa. Sacudí el borde del agua espantando a las posibles rayas ponzoñosas y me sumergí para sacarme la crema de tierra, cemento y sudor que me cubría el cuerpo.

A la mañana siguiente desayunamos bollos de masa y pescado frito. Estábamos en San Salvador, la primera comunidad T’simane que visitábamos, era una relativamente nueva, como se intuye por su nombre cristiano.

Y como era de esperarse, una vez más la curiosidad fue mutua. A mí, lo que más me llamó la atención fueron cuatro cosas: ningún T’simane usaba zapatillas, varias de las mujeres y niñas vestían un vestido color  blanco crema hechos por ellas mismas, varios hombres y niños llevaban collares con garras de águilas, dientes de yacarés, bolsitas de cuero con contenidos que desconozco y otras extrañas partes de animales, y todos en la comunidad eran muy callados, incluso los niños.

–Vamos a buen ritmo, si todo va bien llegaremos esta noche –nos animó el jefe masticando pescado.
–¿Y por qué nos habías dicho que eran tres días?
–El viaje es duro… Quería saber si tendrían voluntad.

Es lo que se lleva ahora.

Al arrancar nuevamente el tractor se nos sumaron doce pasajeros, una gran familia que aprovecharía el aventón para ir a visitar parientes de Areruta. Era una buena opción para ellos, la otra consistía en caminar varios días por la selva. Entre los doce había unos cuantos niños y un bebé de pocos meses. Saltaron todos en patas al carro, cargando poco más que sus arcos y flechas. Nosotros nos acomodamos en la parte de adelante y los T’simanes atrás. Solo logré hablar con uno de los adultos que me contestaba en un español extraño, el resto respondía con sonrisas. Ellos hablan chimán (también llamado chimané o mosetén tsimané), un idioma aislado que no está emparentado con ninguna otra familia lingüística.

Debí haberle comprado ese collar de caracoles.

El día fue larguísimo, una verdadera tortura. Con Vane usábamos la lona para cubrirnos del sol y de las ramas. El calor era tan violento que teníamos que levantar un poco el plástico con los pies para que corriera aire por debajo evitando que nos cocináramos al vapor. Nosotros teníamos la lona, los T’simanes atajaban el sol y las ramas con el cuerpo.

Fueron muchas horas en las que el tractor nos arrastró subiendo y bajando el terreno desparejo y cruzado de arroyos. Pasamos por arriba de árboles caídos, pasamos por debajo de árboles caídos. Las ramas espinosas nos tironeaban de la lona que teníamos que sostener con fuerza. Los bichos nos invadían constantemente. Algunas ramas tenían colonias de hormigas que al sacudirlas caían sobre nosotros. Si sentía una picadura sabía que no era la primera, enseguida iba a sentir una tras otra hasta sacar todos los cadáveres apretados entre mis dedos y entre mis ropas. Las ramas más gruesas incluso fueron rompiendo el carro. Hubo que parar varias veces a machetear troncos para destrabarnos y cortar otras ramas para usar de cuñas y así reconstruir los laterales. El agua del radiador había que renovarla cada dos o tres horas. Lo hacíamos juntándola de cualquier charco.

En un momento avisé que el cable del malacate había quedado por fuera de la bifurcación de la barra de tiro y el roce lo estaba desgastando. Me hicieron caso y se tomaron un rato para corregirlo. Por un instante me sentí una desgastada pieza más de una bestia indestructible.

Hubo otra comunidad en nuestro camino: Naranjal. La huella no llegaba ahí pero pasaba cerca. Como el agua que llevábamos para beber (no me animo a decir potable ya que era agua marrón sacada del río) nos escaseaba, dejamos a la bestia a la sombra para ir a pedir más en la comunidad. Fuimos el jefe, el ayudante mayor, Vane y yo a pie durante unos kilómetros por un sendero entre la selva. Al llegar a Naranjal el cacique nos recibió y nos invitó a tomar chicha. El jefe y el ayudante aceptaron, pero con Vane inventamos alguna excusa y volvimos al tractor. Mi estómago ya no está para chicha fermentada, lo único que le faltaba al viaje eran vómitos y descompostura.

Comunidad Naranjal

Después de muchas y largas horas diurnas llegaron muchas y larguísimas horas nocturnas. Las hormigas y los bichos en general se multiplicaron con la oscuridad. Ahora no los veía, solo los sentía entre la ropa. A Vane le picó algo que le dejó acalambrada la pierna durante una media hora. Yo tenía mucho sueño pero no podía dormir: debajo de la lona hacía demasiado calor y si me destapaba tenía que estar pendiente de las ramas. A pesar del movimiento y los bichos, se me cerraban los ojos, comenzaba a soñar con la luz del tractor cuando las espinas volvían a despertarme a los arañazos.

Para esa altura las ramas ya nos habían robado una remera, un aislante y unas gafas. Tal vez todavía sigan colgados por ahí en la selva.

Fue el viaje más duro que hemos hecho nunca. Siento que de ahora en más no podré quejarme de la incomodidad de otro transporte. Sobre todo si me pongo a recordar a los niños T’simanes que, a pesar de haber estado un día entero sin comer y constantemente arañados por las ramas, no se quejaron ni una sola vez. No dejo de pensar en eso, en lo diferente que deben ser la cultura de ellos y la nuestra como para que un niño se comporte así.

–Feliz cumpleaños, Juli –me dice Vane en la oscuridad.

A las doce de la noche cumplí cuarenta y dos años, sobre el carro de un tractor, en un camino selvático que no figura en ningún mapa. Entonces vi la luz amarillenta de la bestia reflejada en los ojos de Vanesa y sentí que aún había cosas que me costaba creer. Tampoco dejo de pensar en eso.

Luego el camino se puso todavía más complicado. Los terraplenes de los ríos se volvieron más profundos y las ruedas del tractor resbalaban en el barro de las subidas. Varias veces tuvimos que soltar la barra de tiro y subir de a tramos con el malacate: primero unos metros el tractor, luego tirar del carro con el malacate, después unos metros más el tractor y así sucesivamente hasta completar la subida.

Y finalmente el cabezal derecho de la barra de tiro terminó por quedrarse.

Entonces la solución fue atar el cable del malacate directamente al eje delantero del carro. No fue algo fácil porque ya hacía rato que nuestros guías habían empezado a tomar alcohol puro y sus movimientos comenzaban a entorpecerse. Lo más complicado de la nueva situación era que ahora el tractor y el carro debían ir muy juntos y apretados uno contra el otro, sobre todo en las bajadas, para que el carro no se desplome sobre el tractor. Tan juntos y tan mal articulados íbamos que el soporte de grúa trasera del tractor se fue comiendo con fuerza las primeras bolsas de cemento. Esto era a centímetros de mis piernas. Yo intentaba encogerme lo más que podía calculando distancias extrañas en la oscuridad. Un dinosaurio de hierro masticaba bolsas de cemento a mis pies.

Finalmente las ruedas traseras del carro cayeron en un arroyo lateral y el tractor comenzó a rugir más que nunca y a maniobrar acercándose y alejándose mientras tiraba con el malacate. La maniobra se prolongó en el tiempo al punto de que me quedé dormido. O en un estado de somnolencia donde mi conciencia fluctuaba entre ramas amarillentas y sueños.

Y en algún momento el tractor se alejó y no volvió a acercarse. Nos abandonó.

Vane me despertó en la oscuridad.

–Los T’simanes se van.
–¿A dónde?
–No sé… ¿Qué hacemos?
–Quedémonos –respondí dominado por el sueño.
–¿No es peligroso?
–Puede ser –contesté entendiendo que ahora hablábamos del tigre.

Entonces nos apuramos a juntar nuestras cosas para seguir a los T’simanes que no parecían tener intención de esperarnos, simplemente agarraron sus pequeños bultos, sus arcos y sus flechas y saltaron del carro.

Según el GPS calculé que estaríamos a unos cuatro o cinco kilómetros del Sécure, ahí debía estar Areruta.

Y no habían pasado quince minutos de caminata cuando se largó a llover.

–Juli, las bolsas de cemento quedaron descubiertas.
–Uh, es verdad… ¿Qué hacemos? ¿Volvemos?
–No, no da.

La lluvia comenzó a caer más fuerte. Nosotros pusimos los impermeables en las mochilas y los T’simanes cortaron hojas grandes para formar ramilletes que sostenían a modo de paraguas sobre sus cabezas y sus bultos.

Acá el video que hizo Vane:

Sorprendentemente, en el camino encontramos al sordomudo. El tractor y sus conductores ebrios también lo habían abandonado a él. Intenté explicarle con palabras y gestos que las bolsas de cemento habían quedado destapadas. Me vi moviendo mis dedos apuntando hacia abajo delante de mi cara, imitando a la “lluvia”, el gesto más inútil dada nuestra circunstancia de empapados. No sé si me entendió. Me hizo señas apuntando hacia adelante y hacia atrás y volvimos a perderlo en la oscuridad.

La tormenta se convirtió en un diluvio ensordecedor. Caminamos chorreantes y con frío. Noté que los pies desnudos de los T’simanes eran más hábiles que nuestras botas en los pozos de barro.

Entonces ocurrió al mismo tiempo que la selva se abrió, la lluvia disminuyó y el cielo comenzó a clarear.

Antes de que saliera el sol ya estábamos en Areruta, una comunidad sorprendente, una gran ronda de unas treinta o cuarenta chozas de madera y paja. En el centro: los cimientos de un futuro extraño.

Areruta

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