Desperté con un fuerte dolor de cabeza cuando el avión descendía en mitad de la noche sobre una selva inmensamente oscura. La despresurización, pensé. Entonces traté de incorporarme, mirando hacia la ventana negra enmarcada de pared de plástico amarillento apenas iluminado. El resto de los pasajeros, no más de cinco, también estaban desparramados en varios asientos cada uno.
Llegaba a Manaos después de un extraño viaje con escalas en Lima, Guayaquil, Quito y Guayaquil. Dos veces Guayaquil. Fue la única vez en mi vida que hice escala dos veces en la misma ciudad durante el mismo vuelo. No fue por error o por emergencia, así estaba programado.
En Quito pasé algunas horas entre vuelo y vuelo y , por razones que no vienen al caso, tuve tiempo de conocer a la prima de mi abuelo. Era viejita y parecía contenta, a pesar de que ya casi no podía levantarse de la cama.
–¿Y cómo anda Cholo? –preguntó por mi abuelo ya fallecido.
–Bien –mentí.
Era 15 febrero de 1999 y empezaba mi primer viaje en solitario. Ni a Pablo ni a Andrés ni a Mariano los había convencido con la idea de ir a Guyana o Trinidad y Tobago. Tampoco fue fácil comprar el pasaje en aquella época en la que no existían las compras de vuelos online.
–Hola. Quiero un pasaje a Georgetown, Guyana –había dicho en Buenos Aires a uno de los vendedores de ASATEJ cuando tocó mi turno, luego de mucha espera en sillones coloridos leyendo revistas de turismo de varios años atrás.
El pibe estuvo un rato tecleando con el ceño fruncido.
–No me sale nada, no sé cómo venderte eso.
–¿Y a Trinidad y Tobago?
–¿Cuál sería la capital?
–Puerto España.
Siguió tecleando un buen rato concentrado en su monitor monocromo.
–Menos… No encuentro ni el código del aeropuerto.
–¿Tenés un mapa de Sudamérica? –se me ocurrió preguntar.
–A ver…
Desapareció por unos segundos y volvió con un mapa político que, desplegado, ocupaba la mayor parte del escritorio y colgaba por dos de los laterales.
–Acá parece haber una ruta que conecta Manaos con Georgetown… Podría ir por Manaos –dije pensando en voz alta y saltando miles de kilómetros en el continente.
–Ah, eso sí.
–¿Podrías hacerme la vuelta por Caracas?
–Sí, eso no hay problema.
–¿Y podría ser por Chile con un stop de cinco días en Santiago? –dije, por las puras ganas de visitar a la chilena.
–Claro –contestó y estuvo tecleando un rato más con cierto gesto de satisfacción.
En mitad de la noche, el aeropuerto de Manaos no parecía ser más que unas cuantas paredes enchapadas en fórmica de los ’70, que marcaban un camino no muy evidente. Fui adivinando el rumbo junto a los otros cuatro o cinco pasajeros.
Después de que un somnoliento empleado de migraciones nos sellara el pasaporte, mis compañeros de vuelo desaparecieron en taxis latinoamericanos y yo me quedé en la puerta del aeropuerto mirando hacia la oscuridad, que imaginé que debía ser la selva.
Era mi primera vez viajando solo y me faltaba aprender muchas cosas. Para empezar, no tenía moneda local y mis dólares eran un par de billetes de cien que los sentí inadecuados para trasladarme a la ciudad. Entonces regresé al aeropuerto para intentar cambiar dinero.
Volví a caminar por solitarios pasillos de paredes de fórmica que ahora me parecían de un edificio abandonado. Lo más cerca que estuve de poder cambiar dólares fue con un mozo que barría un restaurante cerrado y en penumbras y que me ofreció cambiárselos a él a una taza de cambio ridícula.
Entonces volví a salir.
Entre la selva y el aeropuerto había una especie de plazoleta. En el centro de la plazoleta me pareció ver una cabina de teléfono público con los vidrios rotos y un poco tapada por unos arbustos, pero después entendí que era un cajero automático. Entré en la cabina cerrando la puerta de vidrios rotos e introduje la tarjeta en la ranura, dudando bastante. Al teclear los botones adiviné cómo se decía “caja de ahorro” en portugués y, para mi gran sorpresa, salieron billetes.
Un rato después, el cielo empezaba a clarear y un nuevo avión había llegado con otro puñado de pasajeros. Entonces, a un par de pibes que parecían nórdicos les propuse compartir taxi. Así fuimos por avenidas anchas y por el centro de una ciudad que empezaba a oler a frutas podridas. Finalmente, al llegar al centro, los rubios dijeron que no me preocupara, que ellos pagaban el taxi.
Caminé, con todos mis billetes en los bolsillos y con mi pesada mochila por las calles que aún estaban frescas, hasta encontrar un hotel barato. Elegí uno con patio interno y balcones de madera.
Los siguientes días en Manaos fueron de caminatas y carnaval. Un carnaval no tan exaltado como suele verse en otras ciudades de Brasil. Tiene algo de carnaval uruguayo, pensé. Los días eran calurosos y húmedos. Las noches con mosquitos y ventilador. Recuerdo haber pasado por delante del antiguo teatro de ópera y por calles que hoy, tal vez, me darían un poco de miedo.
Un día visité un pequeño zoológico en las afueras de la ciudad. Un zoológico entre la selva. Me pareció extraño. Incluso llegué a ver un mono confianzudo del lado de afuera de una jaula. Tal vez atraído por los hermanos enjaulados, o por la comida de los hermanos enjaulados.
También recuerdo haber pedido un gran pescado asado en el puerto. Venía con arroz y plátano frito. Una niña de la calle se me acercó y me pidió que le regalara la cabeza del pescado. Se la regalé.
Un día de carnaval conocí una batucada dirigida por un niño. No una batucada profesional sino cinco o seis negros que tocaban relajados mientras esperaban que anunciaran los resultados de las escolas ganadoras. El niño parecía drogado, o simplemente muy joven. Cada tanto alguien le daba un golpe en la nunca cuando se colgaba y se olvidaba de dirigir con su tamborcito.
En el carnaval también conocí a una morena con la que no pasó casi nada. No recuerdo bien si nos besamos. Estaba con amigas y me dejó su número de teléfono. Al día siguiente la llamé desde un público y me atendió una mujer con un portugués muy complicado. Imaginé una señora gorda del otro lado del tubo, en una casa en las afueras de la ciudad, una casa con chapas y maderas. No pudimos entendernos mucho. Tal vez fuera la madre de la joven morena, o tal vez me habían dado cualquier número de teléfono.
Recuerdo que un día compré una sandía. Hacía tanto calor que hasta la sandía estaba caliente. Antes de eso pensaba que las sandías nunca estaban calientes. Comí la mitad y la otra mitad pedí guardarla en una heladera que había al final de un pasillo del hotel. Ahí la olvidé y no sé hasta cuándo habrá estado. Trece años después, al final del pasillo ya no estaba la heladera.
Era la época de las cámaras analógicas y no era algo habitual sacar muchas fotos, pero aún así me sorprende haber sacado solo cuatro en Manaos.
Finalmente salí de la ciudad en un bus por una ruta amurallada de selva, hacia el norte, hacia Boa Vista. Ahí dormí en una habitación que daba a un patio con rosas y, al día siguiente, otro bus hacia la frontera con Guyana.