Cataratas del Iguazú

Tengo un amigo en Puerto Iguazú. Lo conocí hace mucho tiempo cuando estudiábamos comportamiento de monos en la selva formoseña. Ni bien llegamos a Misiones nos invitó a alojarnos en su casa. Ahora trabaja en el Parque Nacional Iguazú y, por supuesto, también nos invitó a recorrerlo.

La olla de oro en el medio del arcoíris.

https://www.instagram.com/p/BVZ1W1MFAXs/

Y a pasear en lancha por debajo de las cataratas.

Cataratas en los ojos.

Y a alojarnos diez días en una reserva privada que se encarga de contribuir a la formación de un corredor ecológico entre los parques provinciales Urugua-í y Foerster en el Norte de la provincia.

Un mirador con ojos.

Donde vimos una cantidad descomunal de mariposas.

Myscelia orsis

https://www.instagram.com/p/BVa2X9yFqeR/

Y de hongos.

Y de arañas.

Y donde hicimos un temazcal. Para conectarnos con las costumbres de los antiguos de México. Y con el vapor del agua caliente, el frío del río, los sonidos en la oscuridad, la mirada hacia adentro.

La curiosidad revivió al jaguar.

Luego, nuestro amigo nos contactó con el cacique de la comunidad guaraní Yriapú para que pasáramos unos días acampando en la aldea.

Apolillamos cuatro noches ahí.

Con quienes la pasamos mejor fue con los niños.

Caramelos rústicos.

Y sus juegos.

Juguetes rústicos.

Y conocimos a los policías adolescentes con sus cachiporras de madera tallada con la cruz cristiana.

Cachiporras rústicas.

Hubiéramos indagado más en las costumbres organizativas y punitorias actuales de los guaraníes, pero la comunidad en la que estábamos tiene mucho contacto con la cultura occidental. Eso hace que no tengan mucha curiosidad por los visitantes. Al menos no con los que traen poco dinero. Y entonces recorrimos el lugar casi como fantasmas, sin enterarnos demasiado de sus asuntos.

Al salir de Argentina buscamos una forma barata de viajar hasta São Paulo. Preguntando, encontramos a un hippie que nos contó sobre los sacoleiros, gente que trabaja de mula llevando productos importados comprados en Ciudad del Este, Paraguay. Se los puede encontrar preguntando en el Puente Internacional de la Amistad. Con ellos hicimos unos mil kilómetros en bus por el módico precio de 120 reales (unos 36 dólares). Están muy organizados, cada bulto en la bodega del bus tiene el nombre de un pasajero y la mercadería no debe superar los 300 dólares, que es lo permitido por persona entrando a Brasil. Además todos los pasajeros deben memorizar qué mercadería les fue asignada para responder en los controles de aduana. También, se suman productos extras que van repartidos en el equipaje de mano y bolsillos de cada uno de los sacoleiros. Para entrar al bus pasamos entre rejas que formaban pasillos, como si estuviéramos entrando a la cancha o a pabellones carcelarios. A todos los pasajeros nos revisaron con minuciosidad y hasta nos hicieron descalzar para revisarnos dentro de las zapatillas. En mi caso, incluso me abrieron el celular, pero solo encontraron una batería. Todo este control de seguridad no está a cargo de la policía sino de la propia “empresa”. Su preocupación es que alguien les cuele drogas: cuidan su negocio “legal”. Nosotros no éramos parte de la gran movida y solo aprovechábamos el pasaje económico. Supongo que aceptar “pasajeros normales” legaliza un poco la cuestión. Pero, aun así, nos ofrecieron llevar la caja de un IPhone a cambio de darnos 10 reales (solo por transportar la caja vacía). Por las dudas, ante el río revuelto, dijimos que no.

Ahora ya estamos en Ilha Grande.

Rascándonos en el paraíso.

Lo próximo será darle la vuelta a la isla. Serán varios días caminando por morros, selva y playas solitarias de agua cristalina. Suena bien.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Teoría General del Humor

En Misiones crece el cucumelo, el hongo mágico (Psilocybe cubensis). Crece sobre la bosta de las vacas, típicamente la de los cebúes. Fue fácil encontrarlo: llovió, salió el sol, salimos a buscar y ahí nomás aparecieron tres ejemplares medianos, a metros de la cabaña, justo donde termina la selva y empieza el pastizal. Se reconocen fácilmente por su forma, su color y, sobre todo, porque al cortarlos se ponen azules. Encontrar hongos es como salir a viajar: sé que tarde o temprano ocurre y cuando ocurre me sorprende igual.

Muuuuu buenos

Los comimos esa misma noche porque ya estaban abichados. Esa es una característica del lugar: acá en la selva aparecen pequeños gusanitos blancos dentro de estos hongos azulados. Como los pitufos pero al revés. Habremos sacado unos cien, casi todos.

(Otro análisis muy diferente sobre esta historia lo publiqué en este número de la Revista THC)

Y así nos comunicamos con el cielo. Aparentemente Dios dejó a su mensajero agusanándose sobre la caca de las vacas. Seguramente se le ocurrió un día de benevolencia, después de crear a los mosquitos.

Entonces la psilocibina de los hongos atravesó el epitelio digestivo y pasó a la sangre. La sangre circula por todo el cuerpo. La psilocibina traspasa la barrera hematoencefálica, baña las neuronas y se pega sobre receptores del neurotrasmisor serotonina. Así las neuronas se sensibilizan y una ventana perceptiva se entreabre. Ahora está subida la barrera de asociaciones improbables. Entonces, una vez más, el techo de una cabaña se convirtió en tela araña.

Y yo te la araño.

Apagamos las luces. Los puntitos blancos de los leds de la linterna fueron dejando estelas violáceas, que pasaban progresivamente al índigo, luego al azul y finalmente simulaban extinguirse. Esas estelas siempre aparecen detrás de los leds, pero nunca las habíamos visto. Debe ser el alma de la luz. En las fotos no sale.

El alma de la luz

Entonces nos acostamos a meditar y cerramos los ojos para ver mejor. El cuerpo desapareció, entramos en la fosforescencia. Hubo un leve temor de no poder volver. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Algo incómodo me hizo regresar, un frío en algún lugar donde debía estar la panza. Después lloramos de la risa durante un rato largo.

El humor es una ventana a un lugar misterioso. Todo el humor es misterioso. Eso era lo que queríamos reflexionar con Vane en nuestra estadía en esta increíble cabaña con cascada. Desarrollar una teoría general sobre el humor y su origen evolutivo. Siempre desde la humildad que nos caracteriza.

No tenemos plata, somos gente humilde.

Esa noche, el hongo nos repitió que no somos seres pensantes sino seres hablantes. El lenguaje nos hizo especie. Habría estado mejor llamarnos Homo linguisticus. Los monos ya pensaban, las ratas ya razonaban mucho. El cerebro es el puente entre la interpretación y la acción. Pero el lenguaje une varios puentes en el espacio y el tiempo, para conformar otro gran cerebro, un super cerebro. No es que no exista en otros animales, pero eso fue lo que nos diferenció como especie, nuestro nicho: a los humanos se nos agrandó el lenguaje como el cuello a la jirafa. Hoy, en el futuro, todos los cerebros humanos funcionan como uno solo. Complejo, caótico, conflictivo y funcional, un gigantesco cerebro. Somos una sola entidad. Somos lenguaje.

Cuando disminuyó el aura de los objetos, pudimos concentrarnos. Vane dejó de llorar de la risa y abrió los ojos.

Entonces el hongo nos revela: “El humor es la detección de lo idiota”. Así de simple.

¿El humor es sorpresa? No siempre. A veces un video humorístico nos causa más risa la segunda vez que lo miramos. Y no toda sorpresa es humor. La sorpresa no es la causa, sino que acompaña y correlaciona, porque la detección de algo inesperado (lo idiota o lo no idiota) suele ser sorprendente.

¿El humor es poner algo donde no va? No siempre. Si alguien desprevenido se derrama la taza de café por mirar la hora en su reloj, nos reímos y, en ese caso, no parece haber nada fuera de lugar. Tal vez en muchos otros casos, el humor sí suela tener elementos desubicados, pero eso es porque algo fuera de su contexto tiende a generar errores cognitivos fácilmente detectables. Errores cognitivos, errores de entendimiento, errores de interpretación, una expresión de “lo idiota”.

Menos gracioso fue sacar algo de donde no va

¿En el humor siempre hay un cambio de dirección? No siempre. En el humor de observación no parece haber un cambio direccional evidente. Por ejemplo: “¿Vieron lo difícil que es dar la hora cuando alguien te la pregunta en la calle?”. Darnos cuenta de eso nos resulta gracioso y no veo, en este caso, un gran cambio de dirección de ningún tipo. Pero sí es común verlo en otros estilos de humor, ya que un cambio direccional (narrativo o lógico) tiende a producir un error de anticipación de los hechos en nuestro cerebro. Creemos que va a ocurrir una cosa y ocurre otra. Encontramos “lo idiota” en nosotros mismos.

¿En el humor siempre hay una víctima? No siempre. En los chistes de juegos de palabras no parece haber una víctima. O al menos no nos estamos riendo necesariamente de alguien. En otros estilos de humor sí es común que haya víctimas, y eso es porque muchas veces “lo idiota” suele padecerlo alguien (personas en particular, nosotros mismos o un personaje ficticio).

En cambio, lo que sí ocurre siempre que nos reímos es la detección de “lo idiota”:

Alguien se tropieza y nos reímos de “lo idiota”, de un cerebro que no supo anticipar el movimiento correcto.

Nos reímos de un payaso al verlo actuar, nos reímos del personaje, un personaje que falla, una ficción de “lo idiota”.

Nos reímos con el humor absurdo. Nos causa gracia la lógica delirante, sin normas fijas, a la deriva. Un sujeto que aparenta no registrar su anormalidad.

Nos reímos de los chistes con temas tabú: alguien interpreta a un personaje que no logra cumplir las reglas sociales y eso es gracioso.

Hacemos un juego de palabras y nos reímos en el momento exacto en que detectamos una segunda lógica, una lógica equívoca, algo posible pero extraño, una lógica emergente que se guia por los sonidos de las palabras o por significados alternativos pero descontextualizados. Y a veces de nosotros mismos, por tardar en comprender una intención de significado oculto.

Si no los hago reír no pasa nada, tengo otro chiste anotado en el machete.

Y, por supuesto, también nos reímos de nuestros cerebros cuando fallan en anticipar la narración de un comediante que nos hizo creer que iba a decir algo y dijo otra cosa.

El humor y la risa son comportamientos relativamente complejos y están en nosotros por una razón evolutiva: el humor es la recompensa por la detección de “lo idiota” y la risa es un proto lenguaje. Primero nos causa gracia y felicidad detectar el error e inmediatamente suele sobrevenir la risa (especialmente si estamos en compañía). La risa, como el bostezo, es una señal involuntaria y contagiosa, una señal de manada. El bostezo es una señal sonora y gestual que dice: “Estamos cansados y no hay peligro cercano; relajémonos y durmamos”. La risa es una señal sonora y gestual que enuncia: “He detectado lo idiota, presten atención, detectémoslo todos, sepamos que es un error y seamos felices al reconocerlo”. Y también dice: “Eso es un cerebro equivocándose, identifiquémoslo y procuremos no hacerle mucho caso”. Y además: “Yo soy quien detecta los errores, soy inteligente, seguidme”. Incluso a veces dice: “También puedo reírme de mis idioteces, porque sé detectarlas y corregirlas”. Y sobre todo: “Yo poseo genes que me hacen inteligente, aparéense conmigo”.

Hay quienes piensan que el humor es una descarga, un salvo conducto, una catarsis o un mecanismo de defensa; pero eso es no pensar bien la evolución. Todas nuestras características (exceptuando contados casos) tienen una razón evolutiva. Y pensando evolutivamente, un determinado comportamiento no puede cumplir la función última de alegrarnos o aliviarnos el dolor sino al revés: un sentimiento agradable cumple la función de guiar un determinado comportamiento. Si el fin último deseado fuera la felicidad o el alivio del dolor, el cerebro no tendría más que ser simplemente feliz o darse analgesia automáticamente; sería una capacidad simple y no necesitaría de nada más complicado. El humor y la risa son procesos mentales y comportamientos relativamente complejos y es por esa razón que deben tener una función final práctica para que se mantengan tan conservados en nuestra especie. Tiene más sentido pensar que el humor es una recompensa para guiar el comportamiento hacia la detección de errores mentales, la detección de “lo idiota”. La interpretación del mundo exterior requiere asociar ideas y luego evaluar esas asociaciones para descartar las que aparentan ser menos probables. El humor nos recompensa al afinar la interpretación de nuestros sentidos. Y la risa se encarga de la comunicación social de la detección de errores mentales resueltos, es decir, para la propagación de esa información en la manada. Y finalmente, ayuda a la selección sexual de los buenos detectores para que esa capacidad se perpetúe en nuestra especie.

Hay una condición extra: el humor solo se da en un clima de relativo relajo y bienestar. Si “lo idiota” es grave, puede ganar la situación de alerta o de tristeza y el humor no aparece. Las señales compiten y el estrés o depresión ganan e inhiben al humor. Incluso no se da el humor si el peligro o la tristeza vienen por fuera de la situación hilarante.

Pero todo eso no lo digo yo, nos lo dijo el hongo, que como bien se sabe es una droga y las drogas confunden.

Ahora abandonamos la cabaña y viajamos hacia Puerto Iguazú. Tengo un amigo allá que nos invita al parque y nos contacta con unas comunidades guaraníes. Acamparemos con ellos.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Misiones posibles

En un cruce de rutas correntinas hicimos dedo durante ocho horas sin éxito (a veces pasa). El sol, de a poco, fue acercándose a los pastizales. Luego un obrero vial salido de la nada se nos sumó al intento de dedo y nos dijo que, con suerte, nos levantaría algún conocido de su pueblo pero si no, de todos modos, a las ocho y media pasaría un único bus, y si queríamos tomarlo íbamos a tener que hacer señas con luces, de otro modo no nos vería y seguiría de largo. Entonces a las ocho y cuarto comenzamos a mover nuestras linternas en la oscuridad a todo lo que de lejos se pareciera a un bus. Finalmente el Crucero del Norte clavó los frenos, corrimos detrás de las luces rojas y subimos los tres. Un par de horas después, el obrero vial bajó en Álvarez, su pueblo natal. Nosotros seguimos hasta Santo Tomé, el primer lugar con camping y rotonda. Era uno de esos pueblos del interior que se suelen conocer solo por casualidad. Esas pequeñas ciudades donde no ocurren demasiados acontecimientos fuera de lo ordinario. Por ejemplo, rara vez muere alguien asesinado. Algo que sería una gran noticia para un par de miles de personas. Y si por algún capricho probablemente más o menos intencional trascendiera en los noticieros nacionales, entonces se convertiría en una mínima preocupación de unos cuantos millones. Pero seguramente aún sería un suceso que pasara desapercibido para miles de millones de personas en el mundo. Hay tanta gente que vive en Santo Tomé y que yo ni sospechaba de su existencia, humanos con sentimientos parecidos a los de cualquiera. Tal vez muchos de ellos nunca piensen en mudarse. Adonde escarbemos hay gente, similar y anónima. En el futuro somos muchísimos.

Acampamos en el camping libre municipal, un agradable terreno ondulado con árboles y parrillas semi abandonadas detrás de un puesto de vigilancia de prefectura. Antes de armar la carpa grité hacia la cabaña elevada, pero nadie contestó. Acampamos mirando hacia el río que corre ahí abajo, y hacia las montañas del Brasil, solo un poco más allá, a tiro de cañón inexistente. Luego, mientras cocinábamos en la oscuridad iluminando la hornalla portátil con las linternas, alcancé a ver al hombre de prefectura ayudando a una mujer a bajar por la endeble escalera de madera.

A la mañana siguiente, desde fuera de la carpa alguien preguntó por El Colombia. Nosotros respondimos que no éramos. “Es el que me cagó anoche” respondió la voz en retirada y a modo de disculpas.

Ya saliendo del camping, cargando las pesadas mochilas y con el sol aún bien bajo y detrás de las nubes, nos cruzamos a dos hombres que venían paseando tetras.

–Hola, yo soy el que antes preguntó por El Colombia –dijo el más canoso y yo le tendí la mano.
–¿Qué te hizo El Colombia?
–Otro día te cuento –contestó sonriente.

Nos reímos.

–¿Ya desayunaron? –preguntó.
–Sí, gracias.

En el camino a la ruta un hombre nos regaló pomelos y, ya en la rotonda, tuvimos toda la suerte que nos faltó el día anterior: un camión nos levantó a los cinco minutos de comenzar a hacer dedo. El brasileño Silas se salteó las normas de la empresa, freno las cuarentaicinco toneladas y anotó el código de apertura de la puerta del acompañante en el teclado portátil. La señal rebotó en algún satélite y bajó a Sao Paulo. Otra señal volvió a subir para regresar al camión y habilitar la puerta. Entonces Vane y yo trepamos a la cabina. Pensábamos que Silas podría adelantarnos un par de pueblos acercándonos a Misiones o, con suerte, llegar hasta la rotonda de desvío a Posadas pero, debido a una de esas agradables casualidades que a veces ocurren, el recorrido del camionero continuaba aún más por nuestra particular ruta (la catorce) y entonces, después de unas cuantas horas e incontables subidas y bajadas de asfalto gris oscuro sobre tierra colorada entre la selva y las plantaciones de yerba mate, nos dejó en San Vicente. Luego él y su carga de veinticinco mil kilos de queso cruzarían a Brasil por la poco conocida frontera de Dionisio Cerqueira para llegar, cinco días después, al lejano nordeste brasileño, cerca de Fortaleza.

Vamos pra o Brasil, propuso Silas y por un momento dudamos tentándonos con la posibilidad de un gran salto hasta las exageradamente blancas playas del Caribe, pero nos mantuvimos en nuestro plan y bajamos en San Vicente. Luego, un micro hasta El Soberbio, donde acampamos y descansamos un par de días en el camping Puerto do Mario, una vez más con vistas a Brasil. Ahora estábamos en el poco visitado Este de Misiones, donde el portuñol se habla hasta en las escuelas. Finalmente tomamos un destartalado bus que fue subiendo y bajando por la ondulada ruta provincial número 2, que va conectando una o dos colonias (además de varias casitas de madera que aparecen cada tanto) donde viven rubios aindiados que hablan más portugués que portuñol y que alguna vez desmontaron parches de selva y ahora siguen surcando la tierra colorada con arados tirados por bueyes.

Entonces, guiados por el GPS, supimos bajar del colectivo a pocos metros de nuestro destino de estos días: la casa que nos prestó mi amigo Luis Riquelme, una cabaña en la selva, un elevado octógono de madera con tejas de madera y balcón de madera.

El balcón tiene vista a los árboles y a un arroyo con cascada. Un lugar ideal para reflexionar sobre algo que venimos pensando con Vane.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Litoral y Brasil 2017

Empezamos el viaje del 2017, que me parece el futuro. Digo la fecha, 2017, cuanto más la miro más me da la sensación de ser una fecha del futuro. Vane dice que es porque estoy viejo, lo dice sonriente. Estoy de acuerdo, supongo que no estamos en el futuro de un milenial. Aunque no sé bien qué es un milenial.

Vamos hacia el Amazonas.

Me llevo el libro que acaba de sacar Martín Castagnet, Los mantras modernos, ciencia ficción en un futuro cercano. En la página 49 unos ancianos de un geriátrico piden computadoras para mirar porno.

Empezamos haciendo dedo en la rotonda de Zarate, que es como estar viejo a destiempo. Nos pusimos en la salida de la YPF, a metros de la rotonda, un buen lugar para inclinar el pulgar hacia el norte. Primero nos llevó una pareja joven en una camioneta Toyota. Las camionetas nuevas tienen computadoras. Hoy en día, en el futuro, ningún humano posee todo el conocimiento necesario para fabricar un vehículo completo. Una misma persona no puede saber cómo hacer el caucho para las cubiertas y al mismo tiempo saber programar la computadora que controla el motor. Una misma persona no puede saber cómo hacer un parabrisas, un carburador y una placa madre. Es más, un solo individuo no puede programar una computadora y al mismo tiempo conocer todo el fondo matemático que hay detrás de ella. Vivimos necesariamente en una red de personas encastradas en sus trabajos y conocimientos hacia la nada. Una red caótica y funcional.

Después nos llevaron más camionetas tecnológicas y un auto viejo conducido por un adventista descreído de la teoría de la evolución. Nos regaló un libro con consejos para comer sanamente.

Estuvimos en el palmar de Colón, Entre Ríos, y ahora estamos en los esteros del Iberá, Corrientes. Acá, hoy en día, en el futuro, ocurre algo que tal vez nunca haya pasado en la historia de la humanidad: muchos animales silvestres ya no le temen a las personas. Pudimos acercarnos a dos o tres metros de carpinchos (Hydrochoerus hydrochaeris), zorro de monte (Cerdocyon thous), vizcachas (Lagostomus maximus), mulita pampeana (Dasypus hybridus), corzuela (Mazama gouazoubira), yacarés negros (Caiman yacare) y ciervos del pantano (Blastocerus dichotomus).

En Corrientes también crecen hongos visionarios (Psilocybe cubensis), que son la comida del futuro.

Vimos atardeceres psicodélicos (antes de comer los hongos).

Luego vimos amaneceres con los ojos cerrados. Y cosas así andábamos observando (y otras tantas con los ojos abiertos) acostados durante horas junto a una familia de carpinchos en el borde de la laguna, cuando un ciervo se nos acercó para pastar en el agua.

➮ Continúa  / ➮ Viaje anterior 

El LIBRO

Psicodelia en Yavi y Yanalpa

De Humahuaca fuimos hasta La Quiaca y de ahí, en un pequeño bus, hacia el este, hasta Yavi. Acampamos varios días en el camping de ese pueblo tan pequeño y tranquilo. Conocimos a Ariel, El Pela, un pibe muy buena onda de Haedo, que dejó todo para poner un hostal ahí, y a David, un extraño y querible gendarme que hizo el servicio militar en Israel, usa ropa generalmente verde (excepto la kipá) y cree en Jesús.

Un día David nos invitó a comer asado de pata de carpincho en El Mirador, el hostal de El Pela. El carpincho lo había cazado otro gendarme en Formosa. Nos pareció una muy buena propuesta.

En algún momento, mientras la pata se doraba a las brasas, desde la altura del Hostal vimos un pequeño camión rodar por la polvorienta calle de entrada a Yavi. David se acercó y lo detuvo con señas de gendarme. Entonces el chofer, que casualmente era el dueño de un hostel de La Quiaca, metió el porro en la guantera y frenó.

El dueño del hostel venía haciendo donaciones por caseríos con un par de amigos y David los invitó a todos al asado.

Un par de horas después, entre vino y vino, el dueño del hostel de La Quiaca fue a buscar el porro a la guantera. Otro par de horas después, confesó que David era el mejor gendarme que había conocido.

david-el-gendarme-judio-cristiano

A la noche, en algún momento en que }david no andaba cerca, lo encaré a El Pela.

–Vos que lo conocés hace tiempo, ¿David es realmente gendarme?
–¿Te digo la verdad? No lo sé.

Ese mismo día El Pela nos recomendó que camináramos por el río Yavi (también llamado Casti) hacia el norte, río abajo.

Fue lo que hicimos a la mañana siguiente después de tomar un té de San Pedro.

Una vez más nos siguió un perro negro y fue un viaje alucinante, claro, un río que corta con vegetación las montañas secas.

Cada tanto se encajonaba y teníamos que saltar sobre las rocas.

Uno de los descansos fue en una cascada de piedras lisas, musgosas, enmarcada con cortaderas con plumerillos. A Vane le encanta el agua.

Después de algunas horas de caminata, nos encontramos con un pueblito. Era Yanalpa. Estábamos en Bolivia. En algún momento habíamos cruzado la frontera.

Para volver, en lugar de retomar el río, preguntamos por Yavi chico, un caserío cercano, del lado argentino y con un buen camino hasta Yavi. Una chola nos señaló las montañas. Dudamos pero trepamos un buen rato desafiando el cansancio que nos producía subir en esas alturas. Del otro lado estaba Yavi chico. Una vez más cruzamos la frontera sin saber muy bien en qué momento.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Inca Cueva y Quebrada de las Señoritas

De Iruya volvimos a la buena onda de Giramundo Hostel de Humahuaca y otra vez lo usamos de base para recorrer lugares poco visitados de la quebrada. Un día fuimos a Inca Cueva. Teníamos especial interés en ir ahí porque es un sitio en la quebrada de Chulín donde se encontraron restos arqueológicos de hasta diez mil años de antigüedad. Los más conocidos son las tres momias Chulina, Chulinita y Rosalía (Chulina fue datada por radiocarbono en 6080 ± 100 años y es, tal vez, la momia natural más antigua del mundo) pero lo más interesante para nosotros era que ahí fue donde se encontró la más antigua evidencia del consumo de la vilca o wilca. Se encontraron unas pipas de 4150 años de antigüedad, de las cuales se pudo obtener materia orgánica con restos de semillas de cebil. Ahí, hace cuatro mil años, los indios fumaban la visionaria vilca junto a momias que para entonces ya llevaban dos mil años enterradas.

Para ir a Inca Cueva (un nombre algo desafortunado ya que, en el corto período incaico, el sitio fue solo usado como tambo) tomamos uno de los tantos buses que suben por la ruta 9 hacia La Quiaca y bajamos una media hora después (22°58’34″S, 65°27’51″W) pasando apenas un poco el caserío Azul Pampa, sobre la parte de la ruta que corre hacia el oeste, justo donde la tierra es azul.

Desde la ruta hacia el sur se puede ver un gran puente de piedra sobre el río seco Chulín, un puente macizo hecho para durar cientos de años pero que ahora solo sostiene un par de rieles oxidados.

Bajamos el terraplén entre las piedras, cruzamos el Río Grande hacia el sur, pasamos debajo del gran puente ferroviario y comenzamos a subir por el cauce de la quebrada de Chulín.

Mirando al sur.

Después de un par de horas caminando por el cauce pedregoso, la quebrada se tornó rojiza y de curvas suaves.

Poco después llegamos a Inca Cueva (23°00’08″S 65°27’42″W).

Entonces Vane me dijo que lo que más le sorprendía del sitio era el lugar en el que estaba ubicado: entre altas paredes de arenisca roja con suaves chorreadas de sedimentos claros y oscuros, un escenario que parece de otro planeta. Incluso, en la pared frente a la cueva, en la parte más alta, había una ventana mostrando un pedazo de cielo y que parecía un gran ojo lagrimeante observándonos. Si yo hubiera sido un originario de esa zona hace unos miles de años, no dudaría del carácter especialmente espiritual del lugar y, por supuesto, ahí habría pintado todo lo que tuviera que pintar.

Unos pasos más allá de la cueva (23°00’11″S, 65°27’44″W) encontramos un angosto sendero subiendo la montaña hacia la derecha, hacia el oeste. El paisaje se tornó aún más irreal. Primero un árbol retorcido sobre una explanada de pasto verde y cortito, rodeado de lisas paredes rojas con sedimentos chorreantes.

Luego, subiendo por una pendiente lisa, otra explanada de pastos más altos y amarillentos que se continuaba por una pequeña quebrada.

Y luego una última subida, un poco trepando la roca, que nos condujo a una tercera superficie plana, mucho más amplia pero tan extraplanetaria como las anteriores, que contenía una laguna en el medio (23°00’10″S, 65°27’48″W).

Y, sorprendentemente, ahora nos encontrábamos detrás del ojo que mira desde lo alto hacia la cueva. Daban ganas de rezar.

Días después volvimos a salir hacia Inca Cueva. Esta vez en camioneta con Juan, el dueño del hostel, para intentar llegar desde otro lado, desde el sur, desde Sapagua, otro lugar donde también hay pinturas rupestres no muy lejos de ahí. Después de visitar las pinturas (23°03’26.7″S, 65°24’15″W), el camino fue duro, la camioneta se nos enterró en la arena un par de veces y tuvimos que abandonarla antes de lo previsto.

Caminamos desde algún lugar después de los petroglifos hasta Sapagua, que son tres casas y una capilla (23°01’50″S, 65°26’12″W). Ahí solo había un hombre, que por suerte pudo indicarnos el camino. Pero fue duro, muy hacia arriba. Y ya era tarde. Llegamos a la cima (23°01’16″S, 65°27’06″W) muy agitados y con el sol cerca del horizonte. Solo quedaban unos dos kilómetros en bajada y no teníamos tiempo para volver a subir. Aún así la vista de toda la quebrada de Chulín valió la pena. A lo lejos podíamos reconocer el espinazo del diablo, cerca de Tres Cruces.

Otro día fuimos a la Quebrada de las Señoritas de Uquía con Edgard, uno de los encargados del hostel. Él organiza tours a ese lugar tan bueno y tan poco conocido. Nos pidió que fuéramos en algún momento sin turistas, para explorar más la zona y para que le contáramos sobre la geología, la flora y la fauna del lugar. Además quería que le confirmáramos si ciertas rocas que él había encontrado por ahí podían ser ruinas arqueológicas.

Fuimos con él y con Pauline, su novia. El lugar está muy bien. Los puntos impactantes del recorridos son un alto y angosto cañón colorado muy agradable para recorrer, un valle con montañas de colores que corresponden a sedimentos de hace cientos de millones de años y unas cuantas irresponsables entradas a angostas grietas con caca de puma en el suelo.

Pero lo que más me gustó fue el antigal, esas piedras que Edgar quería mostrarnos y que sí que nos parecieron los restos de un pueblo indio. Las piedras eran cimientos de paredes al pie de un cerro y rodeadas de cactus en una situación muy parecida a las ruinas de Quilmes. Las paredes eran rectas, al estilo incaico. Interpretamos que los cimientos de la parte más alta, en la zona central, podían haber sido los de la casa del jefe de la tribu. Junto a estos encontramos una estructura de pared cilíndrica con ubicación y forma similar a las que hacían los aborígenes de la zona para enterrar a sus muertos, a los cuales desenterraban cada año en unas fiestas en las que los difuntos eran invitados simbólicamente con un poco de comida y bebida, para luego volver a ser enterrados hasta el año siguiente.

La posibilidad de que ahí abajo hubiera una momia (una posibilidad no muy remota ya que hace solo unos pocos meses encontraron un par de momias no muy lejos de ahí) me dio una imperiosa necesidad de cavar. Pero reprimimos nuestros instintos huaqueros y nos quedamos del lado de la legalidad con la esperanza de que los próximos tentados fueran arqueólogos.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Rótula rota

Sebastián quedó junto al terraplén con su rótula fracturada y su muñeca muy adolorida, Vanesa se quedó a cuidarlo y yo dejé la mochila y corrí río arriba a buscar ayuda. El perro me siguió.

No duré mucho corriendo, se me hacía imposible a esa altura y hacia arriba entre las piedras. Fui a paso sostenido, lo más rápido que pude, apretando fuerte la coca entre los dientes y mojándome la cabeza en el río, cada tanto, para evitar el sofocamiento del sol que ya estaba bien arriba y rebotaba fuerte en el paisaje seco y amarillento.

Tardé cuarenta y cinco minutos en llegar a San Juan. Encontrarlo fue más difícil de lo que había imaginado, el pueblo no se ve desde el río, que a esa altura corre encajonado. Pero finalmente logré llegar a la casa de Jacinta. Estaban ella y su marido. Con el aliento entrecortado, les conté todo lo sucedido. Me dijeron que fuera a buscar al enfermero a la salita sanitaria (el enfermero y el maestro son los dos únicos empleados públicos del pequeño pueblo).

Fui pero no estaba. Salí a buscarlo entre las casas de piedra.

–¡¿Qué pasó?! –gritó Hermógena desde la ladera de una montaña.
–¡Se despeñó Sebastián! ¡Se rompió la rodilla! ¡Estoy buscando al enfermero!
Hermógena señaló hacia otro valle.

Encontré al enfermero junto a un rebaño de cabras. Le conté el accidente brevemente mientras caminábamos hacia la salita.

–¿Tiene heridas?
–Solo superficiales.
–¿Puede caminar?
–No creo.
–¿Puede montar?
–No estoy seguro.

Pensé en la posibilidad del pie en el estribo, pensé en la posibilidad de la pierna colgando, imaginé una situación difícil. El enfermero fue juntando lo que creyó necesario en una pequeña mochila que más bien parecía ser la de un escolar. Le expliqué más o menos (como pude) dónde fue el accidente.

–¿Dónde está?
–En una parte que va entre montañas muy picudas, cuando se empieza a ver el colorado, en la primera quebrada que se une por la derecha… Caminamos una hora, pero calculo que a paso rápido se puede llegar en media.
–Ve yendo. Yo busco ayuda y luego te alcanzo.

Tardé media hora río abajo, trotando de vez en cuando. El perro llegó antes que yo, el enfermero un poco después. Con él venía un pibe de unos veinte años. Tuvimos que calmar al perro que, aparentemente un poco enterado de la situación, se puso a ladrar al enfermero protegiendo a Sebastián.

Después de una revisión rápida del herido, el enfermero recorrió los alrededores con la mirada.

–¿Creés que puedes caminar un poco?
–Ya no puedo ni doblar la pierna.
–¿Has montado alguna vez?
–No.

El enfermero movió la cabeza de un lado a otro. Luego mandó al pibe a buscar una mula y tres tablitas que pudiera sacar de algún cajón de madera. Entonces se puso a vendar la muñeca y desinfectar las heridas.

–No vamos a poder sacarte río abajo, el camino se hace imposible para la mula más allá, tendremos que regresar río arriba y sacarte por el camino de Pantipampa.

Mientras esperábamos al pibe con la mula (que calculamos que tardaría al menos una hora y media en volver) fuimos improvisando un entablillado con ramas, media botella de plástico y una venda. Luego coqueamos todos, sentados en las piedras, bajo el rayo del sol. Sebastián aguantaba las ganas de llorar.

Luego el enfermero estimó que la mula no iba a poder llegar hasta donde estábamos; no iba a poder ni bajar el terraplén ni pasar por el río, que justo en ese lugar se angostaba y corría un poco torrentoso entre las piedras. Decidió que íbamos a ganar tiempo intentando transportar a Sebastián del otro lado del terraplén.

Así fuimos, llevándolo a los hombros entre el enfermero y yo y Vanesa sosteniéndole la pierna hacia adelante. Cruzamos el río dos veces, metiéndonos en el agua.

Justo después de pasar la parte más complicada, llegó la mula. La traía el pibe junto a Jacinta y su marido. Jacinta cargaba con el almuerzo para todos: un par de tuppers con pollo y arroz. Comimos. Luego coqueamos. Luego completamos el entablillado con las tres maderas y una venda elástica que aportó Vanesa y que venía muy bien para el caso.

En algún momento Jacinta y su marido hablaron de adelantarse a paso rápido hasta Pantipampa para buscar ayuda. En Pantipampa no hay nada, solo un abra bien alta con un par de puestos para llevar a pastar a las cabras, pero allá arriba suele haber señal de celular que llega de alguna manera rebotando entre las montañas del valle de Iruya, y así podían avisar al hospital para que mandaran ayuda.

En algún momento Jacinta desapareció.

Fue difícil subir a Sebastián a la mula. Y no fue la única vez, porque la mula no pasaba montada en las pendientes abruptas o las cornisas muy estrechas. Lo subimos y lo bajamos en reiteradas ocasiones durante largas horas. Sebastián gritaba de dolor.

Después de abandonar el río, el camino se convirtió definitivamente en el sendero de cornisa más peligroso que había visto en mi vida. Muchas veces le pedí a Vanesa que prestara mucha atención, que fuera muy consciente de qué rocas pisaba. Me pareció increíble que ese fuera el camino normal de acceso al pueblo, un estrechísimo y abismal sendero que no puede transitarse ni a caballo.

En algún momento nos dimos cuenta de que nadie sabía si Jacinta había ido a pedir ayuda a Pantipampa. Ante la duda enviamos también al marido.

Un rato después, desde las alturas, pudimos reconocer a Jacinta en un valle, sentada cerca de sus cabras.
Así fuimos, arrastrando a Sebastián varios kilómetros. Llegamos al abra de Pantipampa a las ocho de la noche, ya casi sin luz. Cerca de ahí encontramos al marido de Jacinta, que traía la noticia de que no había conseguido señal de celular. Además, él, el pibe y la mula tenían que regresar por razones que no terminé de entender.

El enfermero, Vanesa, Sebastián, el perro y yo seguimos caminando por la planicie del abra, a oscuras, con las linternas, con Sebastián al hombro dando pasos cortitos con su dolorosa pierna entablillada. Cada tanto el perro se acercaba a Sebastián y caminaba varios metros manteniendo el hocico a centímetros de la pierna herida. Evaluamos dormir en alguno de los puestos, pero en algún momento el enfermero finalmente consiguió señal de celular y pidió ayuda al Hospital. Le contestaron que intentarían reunir gente para subir una camilla y entonces decidimos seguir.
Hubo un momento crítico en el que Sebastián hizo un desafortunado movimiento que lo obligó a gritar y a retorcerse del dolor. Pidió que lo acostáramos. Y ahí estábamos en el suelo, a oscuras, sin tener del todo claro si la ayuda estaba en camino, a pasos de la abrupta bajada al río San Isidro, una bajada con muchas curvas y con una pendiente demasiado empinada. La muñeca de Sebastián estaba muy hinchada. Había muchísimas estrellas. Hacía frío.

A las diez de la noche, poco después de que empezáramos a intentar bajar la cuesta, vimos las luces de las linternas. Eran siete camilleros (algunos empleados del hospital y otros de la municipalidad) que traían una camilla, un vino toro, una Fanta naranja, varias bolsas de coca y varios paquetitos de bicarbonato de sodio. Tuvimos que calmar al perro que ladró defendiendo al herido.

Todos nos saludamos, salvo Sebastián que quedó en el suelo. Ellos mezclaron el vino con un poco de Fanta. Nosotros tomamos sedientos el resto de la gaseosa. Todos coqueamos entrecruzando luces de linternas. Los camilleros se hacían bromas entre ellos. Sebastián intentaba sonreír desde la oscuridad del suelo.

Cuando el tiempo del coqueo estuvo cumplido, los camilleros ataron con fuerza al herido en la camilla. Tardamos dos horas en bajar la cuesta. Los camilleros iban rotando cada cinco o diez minutos, secándose las palmas de las manos en la tierra del camino para que no resbalasen.

La ambulancia y una camioneta nos esperaban del otro lado del río San Isidro. Vane viajó con Sebastián en la ambulancia, yo viajé con el perro negro en la caja de la camioneta. Ya eran las doce de la noche.

Lo primero en el hospital fueron las radiografías. Efectivamente la rótula estaba partida al medio y lo de la muñeca era una luxación. Le pusieron media férula y lo mandaron de urgencia en ambulancia, en un largo viaje nocturno atravesando la provincia de Jujuy y parte de Salta, para ser operado en el Hospital Güemes.

Vane y yo caímos casi desmayados en la habitación de un hostal de la tranquila Iruya.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Quebrada de San Juan

No solo había sido una gran casualidad que nos encontráramos con otro viajero haciendo el camino de San Isidro de Iruya a San Juan, sino que él también quería seguir hasta Chiyayoc, un caserío aún más apartado que prácticamente no recibe ninguna visita. Sebastián tenía una buena razón para ir: él había enviado donaciones a Chiyayoc pero nunca había podido llegar hasta allá en persona.

En lo que no coincidimos por un rato fue en la preferencia del momento de la partida. Nosotros queríamos tomarnos un día más en San Juan y ayudar con el arado de unos campos que justo empezaban a trabajarlos y Sebastián prefería partir esa misma mañana porque no andaba con tanto tiempo y tenía que volver a Buenos Aires.

–No se preocupen, quédense, yo voy solo.
–No, ya fue, mirá si vas a ir solo, es medio power el camino… Y ya estamos los tres por acá. Vamos hoy y listo, no pasa nada.

La vía más directa de San Juan a Chiyayoc era cruzar las escarpadas y neblinosas montañas hacia el noreste, pero me dio la sensación de que iba a ser muy difícil seguir el sendero. De hecho, Hermógena nos dijo que iba a ser imposible, que estaba muy poco marcado, que ya casi nadie iba por ahí. Otra opción era el que le dicen el camino de la playa, bajando el río San Juan y luego volviendo a subir hacia el norte por el antiguo sendero que se usaba para ir de Iruya a Chiyayoc. Es un camino aún menos transitado que el primero (solo lo usan si tienen que llevar animales grandes que no pueden cruzar los senderos de montaña) pero me pareció que las indicaciones eran más claras. Había que bajar por el río hasta entrar en un angosto cañón colorado. Al salir del cañón el río continúa un trecho más y el paso se interrumpe por una cascada. Antes de eso teníamos que doblar a la izquierda y cruzar un cerro un poco desmoronado para encontrar el antiguo camino del otro lado. No tenía tan claro que lo fuéramos a encontrar pero saldríamos temprano para tener tiempo de volver a San Juan en el caso de que no lo halláramos.

El camino era incierto y también lo era el lugar en el que pudiéramos dormir (no llevábamos carpa, la habíamos dejado con las mochilas grandes en Humahuaca) pero confiábamos en que al menos alguien nos dejaría acomodarnos en el suelo de algún rancho.

Sebastián, Vane, el perro negro y yo nos despedimos de la gente y abandonamos el pedregoso pueblo de San Juan a eso de las diez de la mañana. Comenzamos a bajar entre montañas picudas, cruzando el río repetidas veces.


Después de una hora de caminata, a las once, Sebastián calló por un terraplén. Vane y yo estábamos bajando por otro lugar y no vimos la caída pero escuchamos los gritos de auxilio. Nos apuramos y lo encontramos tirado entre las piedras.

–Me quebré.
–¿Posta?
–Sí, me duele mucho la muñeca… Y se me salió la rodilla, vas a tener que acomodármela.

Le miré la mano y no me parecía que estuviera muy mal y tampoco me resultaba convincente la idea de una rodilla descolocada, pero cuando le levanté la manga del pantalón pude ver que había un bulto que sobresalía de la articulación de una forma un poco impresionante.

Entonces con Vanesa le estiramos la pierna suavemente y todo volvió a parecer bastante normal, sin nada que reacomodar, pero al tocarle la rodilla noté claramente que la rótula estaba en dos pedazos.

–No estoy muy seguro de que te hayas roto la muñeca, pero parece que te fracturaste la rótula.
–¿De verdad?
–Casi seguro.
–A ver, ayudame a levantarme.
–No, no vas a poder caminar, voy a tener que ir a buscar ayuda.

La cara de Sebastián empezó a transformarse.

–No me digas eso, me quiero matar.
–Voy a buscar ayuda.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Mucha onda en San Juan

Desde San Isidro de Iruya partimos caminando hacia San Juan, un pueblito de nueve familias, aislado en la montaña, sin luz y al cual (nos enteramos después) solo llegaron unos diez viajeros en este último año.

Fuimos siguiendo las indicaciones de Teresa y las marcas de pintura blanca que había hecho Jacinta sobre las piedras. Ella es la mujer que recibe a los escasos caminantes que llegan hasta el pueblo.

En el primer tramo fuimos subiendo el río y en algún momento nos encontramos con un perro negro al cual, por supuesto, Vanesa acarició. El perro nos siguió el resto del camino.

Abandonamos el río (22°44’16″S; 65°14’45″O) para subir la montaña hacia el norte por un sendero que, una vez más, me pareció notablemente peligroso: empinado, muy angosto, de piedras sueltas y casi siempre al borde del precipicio.

En mitad de la subida nos encontramos con Sebastián, un pibe de Merlo que en los últimos tiempos se dedicó a llevar donaciones a los pueblitos de la zona. Él también estaba yendo hacia San Juan y fue una gran casualidad que justo nos cruzáramos con unas de las pocas personas que recorren ese camino.

Un par de horas después, Vane, Sebastián, el perro negro y yo llegamos al punto más alto del camino (22°43’59″S; 65°14’30″O) a 3500 metros de altura, desde donde se podía ver el valle de San Juan y el pueblito del otro lado del río.

La bajada no tuvo menos vértigo que la subida.

Poco antes de llegar nos encontramos con Jacinta y su marido que andaban cuidando sus cabras. Nos dijeron que los esperásemos en la casa, que ellos llegarían a las seis.

Después cruzamos el río y trepamos una vez más, por suerte guiados por Sebastián, ya que el pueblo no se alcanza a ver desde el cauce del río y los caminos de cabra confunden un poco.

En la casa de Jacinta (22°43’29,5″S; 65°13’58,5″O) nos recibió un gatito bebé que, por supuesto, Vane acarició. Ahí dejamos las mochilas y salimos a dar una vuelta junto con el gatito que viajaba en el pecho de Vane, debajo de la campera.

El perro negro fue nuestra peor carta de presentación. En San Juan odian a los perros y las pocas personas que nos cruzamos nos lo hicieron saber y nos avisaron que si el perro lastimaba a algún animal, íbamos a tener que pagarlo.

Muchas de las casas de San Juan están hechas casi totalmente de piedra, incluso los aleros de los techos de paja son de lajas. Cuando me agaché para sacarle una foto a una de esas casas con un corral de cabras también hecho en piedra, salió Mari con una onda tejida en lana cruzada entre los senos, el puño en alto y gritando “¡Eso sí que no!”. Al llegar muy cerca creí que iba a intentar pegarme y pensé en ponerme en guardia. Me levanté y Mari frenó a un metro, pero siguieron los insultos a mi intento de foto al conjunto de piedras habitable. Un rato después, cuando Sebastián le compró una cerveza, ya éramos personas que nos enviábamos sonrisas. En San Juan no hay ningún tipo de tienda formal, pero un par de casas venden cervezas que las traen a lomo de burro.

Por supuesto que no me cayó muy bien la agresividad que fuimos recibiendo por parte de los lugareños pero, en algún momento, me pareció comprender que todos se trataban un poco así, cambiando de la agresión (o lo que para mí parecía agresión verbal y gestual) a la sonrisa en cuestión de segundos. Creí imaginar que era parte de la normalidad del pueblo, un aislado caserío de nueve familias sin electricidad, sin televisión, con un sistema de códigos de sociabilidad no muy universal.

Al atardecer comenzó a nublarse y, al borde del pueblo, en la parte alta, sentada sobre unas rocas, encontramos a Hermógena con su vestido tradicional y colorido, su sombrero floreado, su onda de lana cruzada entre los senos y la vista perdida en la neblina que bajaba del cielo hacia las montañas.

–Buenas tardes.
–¿Por qué traen ese perro? –gritó, al vernos, con voz aguda.
–No es nuestro, nos siguió desde San Isidro.
–¿Y para qué le dan de comer?
–No le dimos, solo nos siguió –mentí.
–¿Y por qué no lo echaron a piedrazos?

Por un instante pensé en decir que habíamos intentado echarlo, pero eso no iba a creérselo nadie. Callé.

–Si lastima a un animal, los van a denunciar y van a tener que pagar.
–¿Y cuánto sería una cabra?
–Cincuenta el kilo.

Coqueamos mirando los cerros.

Hermógena estaba esperando a su hijo que había ido a buscar a un animal extraviado y empezaba a preocuparse por la oscuridad inminente. Tenía la vista perdida en el sendero delgadísimo y abismal cuando apareció una vaca. Hermógena se puso de pié, avanzó hacia el animal desatándose la onda de lana y echó a la pobre vaca de nuevo hacia las alturas de las montañas a base de gritos agudos y efectivos piedrazos que salían de la onda. Parece que esa vaca no era el animal perdido que buscaban.

–¿Qué pasaba con la vaca?
–Se ha bajado de la montaña, la muy desgraciada, y ahora no tengo tiempo de cuidarla.

Coqueamos un rato más. Nos preguntó los nombres. Nos dijo que en San Isidro hay un hombre llamado Julián que tiene una hija llamada Vanesa. Le dijimos que en nuestro caso éramos pareja. Charlamos más cosas y sonreímos varias veces.

Al volver a la casa de Jacinta encontramos a una de sus dos hijas pequeñas llorando por la certeza de que el desaparecido gatito bebé estaba en las entrañas del perro negro. Un rato después del rencuentro con su mascota se calmó y hasta jugamos al poliladron con armas de plástico con las dos niñas. Una de ellas le preguntó a Vane por qué tenía pelo de oveja.

Esa noche cenamos, a la luz de las velas, un guiso que nos preparó Jacinta. Afuera lloviznaba. El salón comedor era pequeño y rústico. La luz de las velas iluminaba tenuemente un pedazo de charqui que colgaba sobre nuestras cabezas.

Hasta ese momento Sebastián todavía podía caminar.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Psicodelia en Pantipampa

Los campesinos fueron volviendo hacia sus pueblos, con resaca, coqueando y balbuceando entre sonrisas. Nosotros los acompañamos. En Iruya termina el ripio y entonces fuimos caminando hasta San Isidro, un pueblito de unas setenta familias, algunos kilómetros hacia el noroeste.

Tuvimos que cruzar el río varias veces, buscando los mejores lugares y saltando sobre las piedras.

Sobre el final nos agarró una llovizna. La tranquilidad del pequeño pueblito se potenciaba con el cielo gris.

Alquilamos una habitación con vista hacia las montañas, unos cerros escarpados cruzados por un delgado sendero en diagonal, apenas visible.

Ese día caminamos por el pueblo, acariciamos un gatito, acariciamos tres burros, acariciamos tumbas en el cementerio. La más nueva era de hace tres meses, con cruz de madera simple y repleta de flores. Las más viejas eran de hace unos dos siglos y tenían menos flores que la más nueva.

Al día siguiente, después de tomar un té de San Pedro, fuimos a caminar hacia Pantipampa por consejo de Teresa, la dueña del hostal. Ella nos indicó el camino. Era el delgado sendero en diagonal sobre las montañas de en frente. En Pantipampa no hay casas, es simplemente un abra donde dos mujeres llevan a pastar a sus cabras.

Caminamos un par de horas por el sendero que me pareció notablemente peligroso, no apto para alguien con un mínimo miedo a las alturas. Hubo tramos en los que el sendero no tenía más de treinta centímetros de un suelo con piedras sueltas y en diagonal hacia el precipicio.

Una media hora antes de llegar al abra nos cruzamos con Ofelia que venía de cuidar a sus cabras. La anciana de setenta y nueve años bajaba con su vestido tradicional ondeando en la brisa. Nos quedamos un rato charlando y coqueando con ella al borde del precipicio. Hablamos de sus animales, de las veces que hizo ese camino, de su casa en San Isidro, de la cala que llevaba en el sombrero, y de alguna cosa más. Después de despedirnos la vi bordear el precipicio hasta que su espalda de setenta y nueve años desapareció detrás de la curva.

La nada de Pantipampa superó nuestras expectativas: pastizales de pendiente suave, ventosos, a 3200 metros de altura, sobre algún que otro cóndor planeando entre montañas de variadas formas y colores psicodélicos.

https://www.instagram.com/p/BMFmnx3j1As/

Nos quedamos hasta la última hora prudente antes de la caída del sol. La bajada por el sendero de Ofelia me pareció aún más peligrosa.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO