El poder de la nada

Cruzamos a Bolivia por Desaguadero, un lugar con una incontable variedad de colores grises. Después pasamos por La Paz para seguir rumbo al norte, bajando del altiplano hacia la cuenca del Amazonas. Transitamos una vez más por el camino de la muerte, un lugar que siempre olvido evitar, un largo precipicio disfrazado de camino. Son las yungas: neblina, lluvia, acantilados, ruedas que pisan una tierra que se afloja con el agua, carcasas de buses despeñados cientos de metros hacia abajo.

Estuvimos en Rurrenabaque, en la selva. Ahí recuerdo haber preguntado por ayahuasca a una chamana. Me respondió que no era zona, que ella solo tomaba floripondio y que cuando lo hacía se ataba a un poste para no lastimarse.

originarios bolivianos
Selva

Al emprender la vuelta hacia La Paz, a nuestro bus se le estropeó una rueda. Fue cerca del mediodía y el arreglo se prolongó más allá del almuerzo. Al anochecer decidimos pagar un hotel. Dormimos en colchones de paja. El de Andrés tenía bichos. Tuvo que rascarse mucho.

te queda muy mono
Te queda muy mono.

Al día siguiente el chofer y un mecánico seguían arreglando la rueda. Entonces, un poco por la espera que ya estaba excediendo las veinticuatro horas y otro poco por no tener ganas de hacer el camino de la muerte con una rueda dudosa, decidimos abandonar el lugar y desviarnos a San Borja, hacia el noreste, en el departamento del Beni. Ahí tuvimos que esperar tres días más al siguiente transporte a La Paz.

yunta de bueyes
Ahí no conocimos mujeres, pero le hicimos dedo a una yunta de bueyes.

Después de La Paz, ya en camino a Uyuni, nuestro bus se detuvo en Challapata, exactamente en el mismo lugar en el que Andrés había quedado varado dos años antes por el conflicto ancestral entre los laimes y los qaqachacas en una situación en la que le costó una semana salir de Bolivia. Si en aquel momento un corte de ruta con ataúdes y dinamitas era algo digno de sorpresa, mucho más era encontrarnos con el mismo piquete dos años después.

Pero claro, la estabilización del conflicto había hecho que los conductores de los buses desarrollaran ciertas mañas. Digo esto porque lo que sucedió fue que no estuvimos mucho tiempo en el piquete, solo hasta el anochecer. Con la oscuridad, nuestro chofer de turno arrancó suavemente el bus regresando un par de kilómetros hacia el norte, para luego bajar de la ruta y seguir a campo traviesa en dirección sudeste. O tal vez no fuéramos a campo traviesa y en realidad estuviéramos siguiendo una huella. Era difícil de saber por el hecho de que íbamos con las luces apagadas. Una situación que en este caso no era tan grave debido a que estábamos en plena luna llena.

En un momento nos detuvimos en el medio del campo plateado. El silencio y la concentración del olor a coca masticada me hicieron bajar del bus y preguntar a uno de nuestros choferes si había algún problema.

–Es que nos sigue un camión.
–Ah…
–Pero no hay inconveniente, ya fue mi compañero a decirle que apague las luces.

Parece que el problema eran las luces y la posibilidad de que nos detectara la gente del piquete.

Durante un rato todo siguió con la normalidad de ir en un bus por el medio del campo. Así fue hasta que la luna empezó a ponerse roja. Porque sí, esa noche, la del 20 al 21 de enero del año 2000, hubo eclipse total de luna. Y entonces sentí que algo en toda esa situación era exagerado. Los laimes, los qaqachacas, nuestros choferes, el camionero, el campo, las luces apagadas, el eclipse, algo. O todo. De pronto me sentí como en un sueño. La única razón por la que sabía que no estaba soñando era que esa duda solo se tiene en los sueños.

Con la luna roja la noche se puso oscura, pero la solución fue simple: el chofer prendió las luces (ya estábamos lo suficientemente lejos de la ruta como para que la gente del piquete no nos viera).

Así fue que avanzamos a un ritmo aceptable (el que podría esperarse de un bus y un camión bajo un eclipse) hasta detenernos delante de dos montículos de tierra de más o menos metro y medio de altura. Al bajarme a ver el camino y los obstáculos iluminados por los faros del bus, comprendí que no íbamos a campo traviesa guiados por las estrellas, sino siguiendo una huella que terminaba en dos montañas de tierra.

–¿Y ahora qué?
–Mi compañero fue a preguntar al camionero si tiene una pala.

No hizo falta. Antes de que llegara la pala o la noticia de su ausencia, dos hombres bajitos aparecieron como de la nada para informarnos que ese par de montículos eran suyos, y que, si les dábamos cierta cantidad de dinero, ellos podían explicarnos cómo esquivarlos sin alertar a la gente del piquete.

Solo hubo que hacer una vaquita entre todos los pasajeros para seguir viaje.

Al amanecer ya estábamos en Uyuni.

Esa misma mañana convencimos a dos danesas y a dos australianas de la isla de Tasmania para que vinieran con nosotros a un tour de cuatro días por el salar y las lagunas, en camioneta con un chofer y una cocinera. Al mediodía ya estábamos en marcha, comimos los hongos y viajamos por lugares deslumbrantes.

parte inundada del salar
Caminamos por las nubes.
salar de Uyuni
Andrés quería robar una de mis chicas.
Isla del Pescado del salar de Uyuni
En la zona de la isla del pescado no había ningún pescado.
termas de Uyuni
El agua se convirtió en termal después de que entraron las danesas.
cementerio de altura
Un cementerio muerto.
neozelandesa
Laguna mental.
ecuación de campo en cementerio de trenes de Uyuni
Un pesado tren curvaba levemente el espacio-tiempo.

En algún momento, recorriendo planas lagunas a 5000 metros sobre el nivel del mar, quedé como hipnotizado mirando una virgen colorida que oscilaba en el espejo retrovisor sobre un paisaje de suaves y onduladas montañas desérticas, y entonces sentí que amaba profundamente a Latinoamérica, y que eso era por la gran fusión cultural, una mezcla que hablaba del extenso poder de la nada misma. O algo parecido. Luego intenté decírselo a Andrés pero no encontré las palabras adecuadas.

Después de Uyuni casi no paramos hasta Buenos Aires. Ahí volvimos a encontrarnos con las australianas. Nos pidieron ir a ver fútbol. Las llevamos a ver Boca – Independiente en cancha de Independiente. Boca ganó 3-1.

➮ La historia empieza acá 

➮ Próxima historia 

El LIBRO

Aislamiento

Gastón se fue de Cuzco antes que nosotros, en parte secuestrado por una inglesa que conoció en el tren de vuelta de Machu Picchu. Andrés y yo salimos un par de días después, ya emprendiendo el regreso. La primera parada fue Puno. Ahí volvimos a acercarnos a la orilla del Titicaca, esta vez con intención de visitar las islas flotantes de los uros.

–¡Hola, amigos! ¿Quieren un paseíto por las islas?… Tour barato, amigos.
–Hola. Estábamos pensando si se podía dormir en las islas.
–Ah…
–No conocemos cómo es por allá.
–Sí, pueden venir a mi isla si quieren.
–Ah, genial…
–En un par de horas termino de trabajar y los llevo.

La frase en quechua que más he utilizado en mi vida la aprendí en ese trayecto en lancha: Mana cancho colque. Significa “No tengo dinero”. Nuestro nuevo amigo también nos enseñó a decirlo en aimara, era más difícil de pronunciar y ya no la recuerdo.

Llegamos a la isla flotante. Era un colchón de totoras (Schoenoplectus californicus) de unos treinta o cuarenta metros de largo con tres o cuatro casitas también hechas de totoras. Me pareció un lugar muy acotado para vivir. Y muy blando.

Islas de los uros
Lancha y la angosta.

Primero conocimos a los niños. Eran tres: un nene de unos ocho años, una hermanita menor y un hermanito aún menor. Tres enanitos vestidos multicolor, con los cachetes inflados,  secos y curtidos. El más pequeño tenía la cara semi cubierta de mocos y estuvo casi todo el tiempo masticando una pata de un pájaro, cruda. Él era el que peor olía. El mayor era el más inteligente, muy inteligente.

–¿Y te gusta vivir acá?
–¡Sí!… Bueno, a veces hace mucho frío.

Dentro de un cono de paja conocimos a una de las mujeres. En la pequeña choza apenas entrábamos la chola, los niños y nosotros. Les pedimos calentar agua y les convidamos mate.

Schoenoplectus californicus
En la isla de nuestro amigo también había un mangrullo.

Aprendimos que las chozas no duran mucho en pie y que cuando se caen pasan a formar parte de la isla. La isla crece, las familias también. Si los habitantes se pelean, serruchan al medio el colchón de totoras y cada uno se va por su lado. O al menos eso fue lo que nos contaron.

El lugar era excelente para acampar. Con el permiso de nuestro amigo, armamos la carpa en el medio de la isla. Las estacas entraron muy suave en las totoras. Los niños nos apestaron el interior de la carpa, pero nos reímos mucho con ellos.

Cuando empezaba a caer la noche, un hombre mayor se asomó a medias por debajo del sobretecho y pronunció algo en aimara.

–Dice que su mujer duerme acá y  que le dan plata –tradujo el niño inteligente.
–Ah… decile que no, que muchas gracias igual.

acampar en las islas flotantes de los uros
Las propuestas nos las tomábamos con carpa.

Recuerdo que por la noche le conté a Andrés que hay algo dentro mío que me ubica en un lugar solitario del universo. Como si poca cosa existiera. No mucho más que esa duda. Una especie de subjetividad sin fin. Una perspectiva demasiado constante. Algo que tiende a anular la existencia de casi todo, salvo un mínimo punto que pareciera estar entre mis ojos. No tengo muy claro si eso se llama solipsismo. No es que lo defienda como explicación final, simplemente es una sensación o un razonamiento extremadamente individual. Tengo plena conciencia de que desde afuera parece psicosis. No digo que no lo sea, pero esa idea tiene tan poca relación con mi mundo externo que siento que no necesito explorarla demasiado.

–Julián, tenemos que decirte una cosa.
–No me jodas, pelotudo.

Nos reímos.

Igual me dio miedo.

Esa noche dormí incómodo. Tal vez el suelo estuviera demasiado blando.

Sentí ruidos fuera de la carpa.

Algo rozando la tela.

El cansancio hizo que durmiera gran parte de la mañana siguiente. Escuché música, gritos, después bastante silencio.

Al salir de la carpa, solo encontramos a los niños.

–¿Dónde están los demás?
–Están caídos… Vino el tío con singani y estuvieron de fiesta –explicó el niño inteligente.

Alcancé a ver cuerpos desmayados dentro de las chozas de paja. No mostraban intención de moverse. Durante un rato nos preocupamos pensando en cómo salir de la isla. No parecía un día laboral para nuestro amigo lanchero. Tampoco teníamos tan claro si él estaba dentro de alguna de las chozas. Los niños tampoco sabían cómo ayudarnos.

–Tendrán que esperar, pues.

Cuando empezábamos a impacientarnos, o tal vez a aburrirnos, vimos llegar lentamente una lancha. Era un uro parecido a nuestro amigo con un puñado de turistas franceses.

–Acá no hay mucho que ver, están todos borrachos… Pero si nos llevan de vuelta a Puno estaríamos muy agradecidos.

El conductor consultó con los franceses y no hubo problema.

En el camino de vuelta pasamos por otra isla flotante donde los isleños se mantuvieron sobrios y sentados en ronda vendiendo artesanías a los franceses.

Luego, desde Puno, un bus hacia la frontera con Bolivia.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Porteadores del camino del Inca

En alguna noche del año 2002, en el barrio del Abasto, El Ministro me presentó a su amigo Igor, un pibe chileno que estaba parando en su casa. De todas las tonterías que habremos charlado esa noche, solo recuerdo la parte en que Igor nos contó una historia sobre un tipo que, en plena experiencia de San Pedro y viajando en la caja de una camioneta, decidió tomar las riendas de las alucinaciones de una forma muy creativa: se bajó en movimiento y a alta velocidad. El tipo, después de recuperarse de las múltiples fracturas, dejó de consumir drogas y alcohol y se hizo evangelista.

Supongo que El Ministro se habrá quedado pensando en cuáles habrían sido las visiones del psiconauta o, tal vez, en las diversas maneras de terminar metido en una religión. Yo, en cambio, me quedé pensando otra cosa.

–¿Vos estuviste en enero de 2000 en Cuzco?
–Sí… –contestó Igor con gesto interrogativo.
–Esa historia ya me la contaste en la cola del tren a Machu Picchu.

Nos reímos mucho.

Regresando esos dos años en el tiempo, ahí estábamos en la estación de tren de Cuzco charlando sobre otras tonterías con Igor hasta que cada uno siguió por su lado. La morocha y la pelirroja también habían seguido por su lado, pero no recuerdo bien en qué momento. Supongo que habrá sido cuando la morocha se hartó de mi pasividad.

Lo siguiente que recuerdo es haber bajado del tren junto a Andrés y Gastón en el kilómetro 82 para comenzar el camino del Inca.

Kilometro 82 (Medium)
Despertando mi memoria, acaba de decirme Igor por Facebook que el de sombrero que está atrás es él y la pelirroja, su novia.

 

 

Me pareció muy acertado que la parada se llamara Km 82 ya que ahí no parecía haber mucho más que eso: una distancia hasta otro lugar. El tren simplemente se había detenido en una de las tantas laderas cubiertas de arbustos. Ahí fue que descendimos junto a un puñado de otros senderistas, más bien rubios y acompañados por guías y porteadores morochos. Era la época en que el camino del Inca se podía hacer en forma independiente y entonces nosotros, que éramos mínimamente más morochos que rubios, íbamos sin guía, con la poca información que se conseguía en internet en aquella época y cargando todo el equipaje: carpa, bolsas de dormir, comida, olla, hornalla, garrafita, etc.

Inicio del camino del inca (Medium)
Un cambio en subida.

 

El primer día fue duro, todo en subida. En mitad de una quebrada con mucha pendiente, nos pasaron dos porteadores casi corriendo al doble de nuestra velocidad; un par de pesados bultos atados con sogas, dos pares de talones ajados sobre las suelas de las sandalias.  Salieron como de la nada, pasaron casi rozándonos y se perdieron hacia arriba. Si nos hubieran atravesado tampoco me habría sorprendido tanto.

primer campamento del camino del inca (Medium)
A 4000 metros Andrés y Gastón se convirtieron en mujeres .

 

El segundo día fue lluvioso y con neblina. Caminamos envueltos en plásticos. La cena fue fideos que cocinamos protegiéndonos de la lluvia bajo el alero de la carpa. Quedaron demasiado salados. Me dieron más acidez que nutrientes.

niebla en el camino del inca (Medium)
Un camino milenario.

 

El tercer día casi no lo recuerdo.

más camino del inca (Medium)
Inca nsables.

 

El cuarto llegamos finalmente a Machu Picchu. Para mí era la segunda vez en solo dos años. No he vuelto a ir desde entonces.

Machu Picchu again (Medium)
Cuando a Machu Picchu no iba tanta gente.

 

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

 

El LIBRO

Comienza un nuevo milenio

Ni bien llegamos a Cuzco empezamos a familiarizarnos con el rumor de que las ruinas de Machu Picchu no iban a estar abiertas el 31 de diciembre a las doce de la noche. Entonces, poco a poco, el rumor empezó a parecernos cada vez más verosímil, hasta que finalmente aceptamos la alternativa más realista: iríamos al festejo oficial de fin de milenio en la ruinas de Saqsaywaman, en una colina cercana a Cuzco. No teníamos mucha idea de si Saqsaywaman había sido un lugar de sacrificios humanos, pero por las dudas decidimos honrarlo con una gran sangría. Así, en la última tarde del milenio, Andrés, Gastón, la pelirroja, la morocha y yo incursionamos en los abarrotados pasillos del mercado de Cuzco en busca de vino, azúcar, limones, hielo y una olla.

Recién por la noche, ya dentro de la camioneta camino a Saqsaywaman, nos enteramos de que estaba prohibido el ingreso de alcohol al evento y que los controles comenzaban en la ruta. Por suerte, el policía que entro a revisarnos el equipaje encaró a Gastón.

–¿Qué hay ahí?

Gastón no contestó (tal vez estuviera tragando saliva) pero levantó la manta que cubría los hielos.

–Ah, hielo… sigan nomás. –dijo el policía sin mucha vocación de detective.

Ahora no deja de parecerme extraño cómo pensábamos en aquella época. Hoy en día me sentiría raro cayendo a un festejo en ruinas incaicas cargado de cartones de vino, hielos, olla, etc. Pero entonces no nos parecía tan descabellado. Incluso, en el momento de llegar a la entrada principal y darnos cuenta de que por ahí no íbamos a poder ingresar, actuamos con total naturalidad pasando por delante del cartel de bienvenida y siguiendo por un camino que se abría hacia la izquierda, para ir en busca de algún lugar por donde colarnos.

Lo que no mencioné hasta ahora es que las zapatillas me quedaban grandes y que yo había aprovechado ese espacio extra para llevar escondidos hongos en una y trozos de San pedro disecados en la otra.  Los hongos me acompañaban desde Buenos Aires y el San Pedro lo había comprado con bastante disimulo a una curandera ahí mismo en el mercado de Cuzco (que curiosamente se llama Mercado Central de San Pedro).

Esa noche rodeamos las ruinas de Saqsaywaman en la oscuridad y terminamos trepando por una loma suave y de pastos cortos. Sobre la cima, Andrés, Gastón, la pelirroja, la morocha y yo cruzamos un alambrado, cargados de vinos, azúcar, limones y hielo. Me recuerdo caminando con los pasos extraños de mis zapatillas de payaso junto a Gastón, que era el encargado de llevar los hielos. Lo habíamos decidido así porque, claro, él seguía indocumentado.

Al descender de la loma nos mezclamos entre el público que esperaba paciente sentado en el pasto. Recuerdo que el espectáculo fue notablemente aburrido: una especie de valet semi originario, interpretado por gente cobriza y emplumada corriendo de acá para allá con un estilo más propio de Las Vegas que del altiplano y con un final de fuegos artificiales que resplandecieron sobre las piedras incaicas. O tal vez no entendí nada debido a que al principio estaba más concentrado en la preparación de la sangría que en el espectáculo en sí, y luego, el estado de embriaguez creciente llevó a desconcentrarme un poco más.

sangría
Antes del alcohol.

 

Otro motivo de distracción fue la rápida popularidad que obtuvimos al convidar parte de nuestro exceso de producción de sangría. O eso creo recordar, porque la cosa fue algo confusa. Lo siguiente que me viene a la memoria es Andrés sosteniéndome por los hombros mientras yo vomitaba detrás de una gran roca sagrada. Después me recuerdo dando unos pasos tambaleantes también abrazado a mi primo y, finalmente, acostado en una camilla dentro de una carpa de Defensa Civil, cubierto por varias mantas y conectado a una máscara de oxígeno.

apunamiento
Antes del oxígeno.

 

¡Qué bien se siente el oxígeno a esa altura! Incluso tuve energías como para bajar a una silla y cederle la cama a otro descompensado, al que tuvieron que hacerle masaje cardíaco y respiración boca a boca. Incluso le cedí mi máscara de oxígeno. Incluso me arrepentí cuando volví a sentirme muy mal.

Así fue como recibí al nuevo milenio dentro de una carpa de Defensa Civil. Estuve bastante tiempo ahí dentro. Cuando pude tambalearme hacia fuera de la carpa, era tan tarde que ya prácticamente no quedaba nadie en el lugar, y menos un transporte que pudiera bajarnos de la colina en dirección a Cuzco. Apenas podía mantenerme en pie entre las piedras de las ruinas y, en ese estado, solo quedaba una opción: una última camioneta de Defensa Civil, medio abandonada por su conductor, que más bien se concentraba en una petaca.  Al principio el tipo, un moreno achaparrado, se negó a llevarnos por su estado calamitoso y pidió que lo esperáramos un rato mientras se recuperaba. Entonces el petiso siguió bebiendo de la petaca y de a poco fue adquiriendo confianza en sí mismo hasta que decidió llevarnos con una gran sonrisa y ojos achinados.

Colina abajo, Andrés y Gastón fueron enfriándose en la caja y las chicas y yo en la cabina, atentos a la verborragia del conductor que bromeaba en cada curva estrecha y pedregosa. Los dedos de mis pies se apretaban en mis zapatos de payaso.

Amanecí muy débil. El primer día del siglo veintiuno lo pasé sin poder levantarme de la cama. Andrés mejoró un poco la situación leyéndome cuentos de Borges.

 

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

 

El LIBRO

Sexo y fútbol en el altiplano

Al llegar a Potosí supimos que el siguiente bus a La Paz salía al atardecer. Era cerca del mediodía, eso nos dejaba unas pocas horas para disfrutar de la histórica villa imperial, la legendaria ciudad que se extiende a las faldas de la montaña Sumaj Orcko. Pero antes de llegar al centro, al pasar por un hotel, con la morocha decidimos que íbamos a disfrutar más de Potosí y que íbamos a entendernos mejor si alquilábamos un cuarto. No fue fácil explicar al recepcionista que solo lo queríamos por algunas horas.

–Tengo que cobrarles por el día entero.Calle de Potosí (Large)
–Claro.

A Potosí la recuerdo como una ciudad fragmentada en diferentes tonos de marrones sobre pendientes que van de alto a más alto. La altitud me empastaba los pensamientos, como si todo el tiempo estuviera despertándome de una siesta. Está situada a 4000 metros. Junto con El Alto, son las dos ciudades de más de 100.000 habitantes más elevadas del mundo. Y cuesta respirar. La presión de oxígeno ahí es solo un 62 por ciento de lo que hay a nivel del mar. El cálculo de tiempo de adaptación a la altura para esa situación es de 46 días. En ese período el cuerpo aumenta el ritmo respiratorio, el corazón late más rápido, secretamos más bicarbonato en la orina, se reduce la producción de lactato, disminuye el volumen de plasma, los glóbulos rojos aumentan en cantidad y en tamaño, se desarrollan más capilares sanguíneos en los músculos y aumentan la mioglobina, las mitocondrias y la concentración de enzimas aeróbicas, entre otras cosas. Pero nosotros recién llegábamos y con la morocha nos agitamos exageradamente subiendo la escalera.

La escalera era de madera oscura y gastada, las paredes del cuarto también, la cama era pequeña. Entonces volvimos a agitarnos hasta que me sangró la nariz. Y tan seco es el clima en Potosí que la sangre se secó rápido. La traspiración también. Los ojos me ardieron. Estuvimos a punto de quedarnos dormidos. Yo descansé mi cabeza sobre su pecho, que recuerdo blanco y amplio. Me recosté ahí para no sucumbir ante la almohada que se veía traicionera. Creo que los dos hicimos fuerza con los párpados. Llegamos con el tiempo justo a la terminal.

Lo siguiente fue el transcurso de otras largas horas en tres buses: primero a La Paz, luego a Copacabana y finalmente a Puno, ya del lado peruano, junto al gigantesco Titicaca, el lago navegable más alto del mundo.

Para ese momento del viaje yo tenía un fuerte dolor que bajaba desde la nuca hasta los hombros, apenas podía mover el cuello. Y era lógico, hacía mucho que no dormía en una cama. Los músculos debían estar cansados de sostener la cabeza durante tantos días. El cuerpo me pedía un colchón.

Pero no, decidimos no dormir en Puno y seguir viaje. Y una vez más debíamos esperar unas cuantas horas antes de subir al siguiente bus.

Entonces, por hacer algo, caminamos hasta el gigantesco lago. Estaba nublado y nos sentamos en la orilla a charlar y otear el horizonte, probablemente con esa sensación extraña que da otear el horizonte de un lago. Y en algún momento, en mitad de alguna conversación costera, desde lejos vimos llegar una lancha y de la lancha bajó Gastón.

–¡Ehhhh!
–¡Ehhhh!

Nos abrazamos.

–¡¿Qué hacés, bestia?!
–¡¿Qué hacés, Chupete?!
–¡Qué locura!
–Increíble.
–¿Qué contás?
–Nunca llegó el pasaporte, tuve que cruzar ilegal.
–¡¿Por el lago?!

Se rió.

–No, ahora vengo de visitar las islas de los Uros.

Nos reímos.

–Crucé por la frontera, caminando. Estoy sin papeles.

Creo que en esa época nos sentíamos muy grosos, nos comíamos el mundo. Con ese espíritu Gastón cruzó la frontera sin firmar ningún papel y con ese espíritu desafiamos a unos peruanos a un partido de futbol junto al lago, a 3800 metros sobre el nivel del mar y mal dormidos.

la pelota no dobla (Large)

Los primeros quince minutos empezamos ganando, después claramente no. No era tanto porque la pelota no doblara sino porque nosotros íbamos doblándonos de a poco. Si corría más de tres pasos, sentía la sangre latir en las encías. Algo con gusto metálico resbalaba por mi garganta. Nos golearon. Terminamos casi con hipotermia e intentamos recuperarnos con unos mates. Andrés tiritaba. Supongo que de verdad sentiría mucho frío porque lo siguiente que atinó a hacer fue comprarse dos pulóveres peruanos. Se puso uno arriba del otro.

niña tomando mate (Large)

Esa noche íbamos a hacer el trayecto final de nuestra larga travesía a Cusco. Todavía faltaban un par de días para la llegada del año 2000. Una vez más el viaje sería nocturno. Entonces, al subir al último bus del milenio, recordé que yo estaba con la morocha y me senté a su lado.

➮ Continúa  / ➮ Empieza 

El LIBRO

Bolivia y Perú 2000

Estaba terminando el año 1999 y la idea era recibir al nuevo milenio en las ruinas de Machu Picchu. En aquella época teníamos ese tipo de objetivos. Parecían épicos, trascendentales. Aunque intentáramos negarlo, la espiritualidad nos atravesaba inconscientemente. Ahora no, ahora esas ideas nos parecen raras. Hoy en día incluso nos resulta fácil darnos cuenta de que un 31 de diciembre a las doce de la noche las ruinas de Machu Picchu no van a estar abiertas.

Mi primo Andrés y yo salimos el día de navidad con el tiempo bastante ajustado. Gastón estaba aún más complicado: tuvo que quedarse en Buenos Aires esperando que llegara su pasaporte que tardaba más de lo normal. No sabía si iba a poder llegar a tiempo. Así fue que quedamos en reencontrarnos en Cuzco. Como en aquella época no todos teníamos una cuenta de mail, o en todo caso no era costumbre revisarla muy seguido, se nos ocurrió que podíamos ir cada día a las ocho de la noche a la plaza central. En algún momento nos veríamos.

Entonces salí de Buenos Aires solo con Andrés. Y veníamos sin dormir. Habíamos estado festejando el 24 a la noche y decidimos seguir de largo. Resultó una buena idea: en el extenso viaje hasta La Quiaca fuimos casi desmayados y se nos hizo relativamente corto. Lo poco que recuerdo de ese trayecto es que en Rosario subieron dos chicas que estaban buenas, una morocha y una pelirroja. Como siempre, pensamos en hablarles, pero dormimos, esta vez en sentido literal. De todos modos, cruzamos la frontera boliviana los cuatro juntos y resultó que las rosarinas iban con un objetivo similar. O tal vez se lo inventaron en ese momento. Algo así me imaginé porque, si bien ambas tenían novio, nos dejaron en claro que eso era un tema que no aplicaba demasiado fuera de la provincia de Santa Fe. Entonces propusimos ir juntos acompañándolas hasta la terminal de Villazón (si es que unas cuantas maderas pintadas puede llamarse terminal). Recuerdo que íbamos con ese aire de autosuficiencia que te da guiar a un par de mujeres por un sombrío pueblo de frontera. Nosotros habíamos estado ahí dos años antes apenas de pasada, pero exagerábamos nuestra experiencia casi como si fuéramos locales. Yo no le sacaba la vista a la pelirroja.

Bendición de coches en Copacabana (Large)
La altura me hacía sentir como un auto borracho

Como teníamos pocos días para llegar a Cuzco, la idea era tomar un bus tras otro sin parar. Desde Villazón pensábamos ir directo a La Paz pero llegamos al anochecer y no encontramos pasajes, solo quedaba un bus a Potosí. A pesar de la gran experiencia que simulábamos ante las rosarinas, tomamos una decisión un poco delirante: lo conveniente habría sido buscar una combi o un taxi compartido al cercano y agradable pueblo de Tupiza, dormir ahí y salir a la mañana siguiente bien temprano hacia La Paz; pero no, elegimos el insufrible viaje nocturno hacia Potosí, una ruta que en aquella época era de tierra, un camino complicado con incontables curvas y contra curvas entre las montañas; y nos quedaron los peores asientos, los del fondo, los que más se sacuden en cada pozo. Fueron largas horas de bamboleos y golpes constantes en ese bus cuyos amortiguadores parecían haberse rendido hacía ya muchos años. La oscuridad, apenas atenuada por la luz de la luna entrando por la ventanilla, me potenciaba los sentidos, sobre todo el olor permanente a coca masticada y los ruidos de la oxidada carcaza del bus en movimiento. Como no había forma de dormir, con la morocha decidimos matar el tiempo besándonos. Estuvimos cerca de rompernos los dientes en varios pozo del camino.

➮ Continúa  / ➮ Viaje anterior 

El LIBRO