Lejanas comunidades del río Ichoa

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Caminamos cerca de una hora subiendo el poco conocido río Moleto. Íbamos con la energía renovada por el optimismo de poder avanzar más de lo esperado. El vado resultó ser una amplia curva donde el cauce se ensanchaba justo antes de angostarse y girar levemente hacia el Este para luego volver abruptamente hacia el Oeste (16°24’54″S, 65°54’15″W).

En lo más profundo del cruce, el agua apenas nos llegaba a la cintura. Y sí bien el fondo del río era mayormente de piedra, al llegar al borde nos enterramos en el barro arenoso. Con los pantalones mojados y los pies embarrados, entramos en cañaverales tapizados de hojas podridas que habían dejado las últimas crecidas.

Después más barro y arroyos, para finalmente entrar en la selva tupida. Durante dos o tres horas seguimos por un sendero húmedo e interrumpido por árboles caídos y pequeños ríos sin nombre, de aguas cristalinas e infestadas de peces.

Poco antes de llegar a El Carmen, Paulino, con cierta inseguridad en su voz, pidió que dijéramos que él no nos había traído, que simplemente nos habíamos cruzado en el camino. Dije que sí, a pesar de que la historia era totalmente inverosímil, ningún extraño recorre esos lugares y nunca hubiéramos llegado sin alguien que nos guíe. Pero los recelos y los conflictos entre etnias son así, requieren de ciertos modos en el habla. Cuando uno conversa con un cacique, es más importante lo que se dice y cómo se dice, que lo que realmente haya ocurrido.

El Carmen (16°23’18″S, 65°56’24″W) me pareció la comunidad más agradable que he visitado. Unas veinte chozas rústicas invadidas por la vegetación.

Es una pequeña población junto al casi inexplorado río Ichoa, lejos de todo. Ahí la cultura occidental llega muy diluida: en las ropas, en las herramientas, en el conocimiento del español. Incluso el dinero se usa poco en esta comunidad sin negocios.

El cristianismo está presente como suele ocurrir en casi todas las aldeas moxeñas desde la época de los jesuitas, pero en este caso, lo que quedaba en forma material eran tan solo los vestigios de una capilla: apenas un techo de paja derruido, un viejo tambor colgado de un palo y una mesa de madera que imaginábamos que alguna vez sirvió de altar.

Fue fácil encontrar a Juan, el cacique corregidor, un hombre alto y flaco, de movimientos tranquilos y palabras pausadas, y a María, su mujer, una joven alegre, generosa y de dientes muy blancos. Ellos, probablemente percibiendo nuestro cansancio, enseguida nos convidaron con guineos y nos recomendaron que acampáramos bajo el techo de la antigua capilla. Nos contaron que estaban por construir otra, junto con un nuevo cabildo (así llaman a su lugar de reunión, por antiguas influencias de los jesuitas), pero que estaban atrasados por los problemas económicos que venía teniendo la comunidad. Después Juan leyó el permiso de la SERNAP detenidamente y noté cierta desconfianza en sus gestos.

Fueron días silvestres. Nos bañábamos en el río desafiando a los mosquitos y los jejenes.

Comimos los frutos que iban madurando en los árboles (bananas, plátanos, guineos, chirimoyas, papayas, guayabas) y los pescados que comprábamos a uno de los vecinos.

Los momentos de mayor relajo fueron en los que armábamos la hamaca con el mosquitero junto al río. Al irse el sol, la oscuridad de la selva se llenaba de bichitos de luz.

Una noche desperté al sentir que algo me arañaba la espalda. Cuando prendí la linterna Vanesa ya estaba sentada. Lo que recién me había caminado desde la cintura hasta el omóplato derecho, antes se había enmarañado en los rulos de Vane y ahora estaba agarrado a la bolsa de dormir con sus patas y sus alas negras. Agarré al murciélago con una remera y lo sacudí fuera de la carpa para que volviera con los otros cientos de su especie que durante la noche volaban a nuestro alrededor y durante el día dormían en el abandonado techo de paja de la capilla. Son murciélagos vampiros, esos que chupan sangre; el que entró iba a explorarnos hasta encontrar la piel blanda que tenemos entre los dedos de los pies o de las manos. Me dormí pensando que tuve una gigantesca suerte al encontrar una compañera de viaje que se toma con toda tranquilidad la presencia de un murciélago en la carpa.

Uno de esos días comprendimos que lo que en apariencia es una sola comunidad en realidad son dos. A solo mil metros de El Carmen está la comunidad de 3 de Mayo, donde apenas viven seis familias en forma permanente. La única razón por la que no conforman una sola población es porque en El Carmen son moxeños trinitarios y en 3 de Mayo son yuracaré. Las leves diferencias entre ambas etnias (aparentemente los moxeños son más previsores y los yuracarés más despreocupados) los han mantenido pacíficamente separados hasta el presente, aunque las distancias suelen ir achicándose con los matrimonios mixtos.

Se cree que estas tierras no eran originalmente de los yuracaré, sino que llegaron de más al sur. Como dice Erland Nordenskiöld en su libro Indios y blancos, escrito en 1911: “En las profundidades del bosque hay yuracaré que viven ajenos a cualquier influencia directa de los blancos. Huyen a estas zonas para no tener que pagar sus deudas a los blancos. Puedo asegurar que no es nada fácil llegar hasta allí para apresarlos”.

En 3 de Mayo nos encontramos con Grover, un médico de mirada inteligente y sonrisa amistosa que se encarga de recorrer estas comunidades. Él y un maestro rural son los únicos foráneos que transitan la zona. Grover había llegado el día anterior en su canoa y se lo veía muy contento de charlar con nosotros. Nos contó que la región está bastante libre de enfermedades endémicas y que si bien estamos en zona de malaria, hace años que no ve un brote por ahí. Según él, los mayores problemas son la desnutrición infantil (más por razones culturales que económicas) y, sobre todo, el alcoholismo. Dice que el trago pega más duro en los yuracarés que en los moxeños. También la depresión y el suicidio. Nos contó que no es tan común que un moxeño decida acabar con su vida, pero en cambio, solo en el último año tuvo tres casos de yuracarés que decidieron tomar una buena cantidad del insecticida de los cultivos de coca. Tres personas en un año es algo notable en una población tan pequeña. Nos contó que, además, los yuracarés no acostumbran a usar cementerios, entierran a los difuntos en algún lugar del monte y ya no vuelven a visitarlos.

–¿Y dónde está el cementerio de los moxeños?
–Del otro lado del río, pero no vayan, no creo que lo consideren respetuoso.

También nos contó que le daba la sensación de que las comunidades yuracaré estaban desapareciendo. Cada vez son menos, las familias se van y ya solo vuelven de vez en cuando.

–Queremos visitar Santa Rosita… ¿Sabe si alguien puede llevarnos?
–No creo que puedan en esta época. Las aguas están altas. Se necesita una canoa grande y mucho esfuerzo. Yo hace seis meses que no voy por ahí.
–Qué pena.
–Sí, el camino es muy lindo… Hasta que no vi eso, no imaginaba que hubiera lugares así. El río se mete entre las montañas, hay rápidos. También hay pozones con peces gigantes. Los peces no escasean por allá, los dorados te saltan a la canoa.

Santa Rosa es la última comunidad de la zona. O eso es lo que se cree, porque también se especula con que, río arriba, haya tribus no contactadas. Y si bien tengo muchas ganas de llegar hasta Santa Rosita, creo que no va a poder ser en este viaje, deberíamos volver a intentarlos cuando acaben las lluvias.

A pesar de las recomendaciones del médico, una tarde en El Carmen, por pura presión social, no pude negarme a un vaso de chicha. Unos minutos antes me había asomado a ver a un niño que me pareció demasiado blanco y demasiado inmóvil recostado sobre una cama de madera. El padre me detuvo y me explicó que los bebes no se pueden ver sin el permiso de las madres. La situación se había puesto un poco tensa y estimé que aceptar y tomarme todo el cuenco de chicha iba a amenizar el clima. Esa noche dormí en la hamaca, de a intervalos. Miné de diarrea los pastizales aledaños a la carpa. Pasé muy malos ratos teniendo que salir de la hamaca a cada rato para bajarme los pantalones aguantando las náuseas entre los pastos húmedos y los mosquitos salvajes. La chicha es básicamente la fermentación de algún vegetal con diferentes tiempos de estacionamiento. Acá las producen de mandioca, maíz o palta. Cuando está recién hecha no es tan problemática pero, con los días, los mismos microrganismos que le van aportando el alcohol al brebaje se van convirtiendo en un ejército difícil de afrontar en un intestino no muy acostumbrado.

–Tenemos un poco de miedo de que se nos caiga el techo encima –le confesamos a María una de esas tardes.
–Ah, no se preocupen, solo se caen con tormentas grandes.

Dos noches después el viento y la lluvia sacudían la selva. Nos despertó la caída de un parante del techo que fue a partirse sobre un banco a centímetros de nuestra carpa. Toda la estructura parecía a punto de ceder. Teníamos que salir de ahí. Juntamos la hamaca, el mosquitero y las bolsas de dormir y nos tapamos con un plástico para correr bajo la lluvia hasta la casa de Juan y María. Los despertamos en mitad de la noche, a ellos y a los niños.

–Cuelguen la hamaca bajo el techo del fogón, si quieren –escuchamos que proponía Juan desde dentro del mosquitero.

La armamos entre la oscuridad y los estallidos de la tormenta.

Al día siguiente amaneció despejado y decidimos partir antes de que nuevas lluvias nos dejaran aislados por las crecidas de los ríos. Armamos las mochilas y nos despedimos de todos.

Como ya conocíamos el camino, fuimos a buen ritmo, solo nos perdimos un par de veces entre los cañaverales, pero no fue difícil reorientarnos.

Nos costó apenas cuatro horas llegar al pueblito de Ichoa.

Era domingo y había camión. Compartimos la caja con dos niños yuracaré de once y doce años. Ellos viajaban a Isiboro, a trabajar en los campos de coca de los colonos.

Iban contentos. Les gustaba trabajar. Unas semanas después los colonos venderían las hojas a los narcos y los niños llevarían anécdotas y algo de dinero a sus padres yuracaré. Los padres yuracaré caminarían felices hasta el pueblito de Ichoa para comprar ropa para los niños, útiles para el colegio, arroz, alcohol 96% y fertilizante e insecticida para sus pequeños cultivos de coca. Algunos padres yuracaré tomarían alcohol 96%. Otros tomarían el insecticida.

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