Habíamos podido cruzar el río antes del anochecer y habíamos encontrado la comunidad, pero ahora el cacique nos negaba la entrada mirando al cielo entre los árboles de la selva. Entonces Vane extrajo de su bolso el permiso de la SERNAP. Extendió el brazo y el cacique leyó detenidamente mientras se le dibujaba media sonrisa en la cara. Entonces comprendí que era la primera vez que él veía ese tipo de permiso y que ese trámite no había sido reglamentado para terminar en un papel real. Probablemente, tan solo fuera un trámite impracticable para quien no tuviera una gran voluntad, simplemente una excusa para no permitir el ingreso de extraños al Chapare, a la zona de conflicto. Pero nosotros lo habíamos logrado. Habíamos buscado las oficinas en un barrio alejado de Cochabamba. No estaban ahí y nos costó bastante informarnos de que se habían mudado a Villa Tunari. También nos costó encontrar, en la alcaldía de Villa Tunari, alguien que supiera qué significaba SERNAP. Servicio Nacional de Áreas Protegidas, dije, pero tampoco fue tan obvia la referencia. Finalmente la encontramos, pero aun así nos costó una semana coincidir con los guardaparques en algún momento en esas oficinas vacías y extrañamente ubicadas en un anfiteatro casi nuevo y casi sin usar, como sacado de una novela de J. G. Ballard, un gran edificio circular en mitad de la selva, a unos dos kilómetros de Villa Tunari.
Ahora teníamos un permiso, aunque no se pareciera realmente a un permiso, ya que era simplemente una hoja escrita en puño y letra por Vanesa informando nuestras intenciones seguido de las firmas y sellos del director y el cacique mayor del TIPNIS. En realidad no importaba lo que dijera el papel, esas firmas eran todo.
–Pueden acampar donde quieran –dijo el cacique sonriendo.
–¡Gracias!
Pasamos un par de días en San José y, como siempre, con quien mejor nos llevamos fue con los niños, sobre todo con uno muy inteligente llamado Luis Miguel.
Él y sus amigos nos enseñaron a reconocer varios frutos comestibles de la selva: pacays, guayabas, cacaos, guineos.
Uno de esos días salimos a caminar siguiendo unas huellas marcadas sobre un pastizal que se extendía desde no muy lejos de nuestra carpa hasta el final de la comunidad. La línea se internaba en el monte y luego el sendero apenas se distinguía entre los arroyos, plantas, lianas, árboles, bichos increíbles.
Fuimos subiendo y bajando por la selva de montaña hasta que la vegetación se abrió en un claro en el bosque: una plantación de coca.
Y eso es una de las razones por lo que los extraños no somos bienvenidos. En Bolivia solo están autorizados a plantar coca los quechuas y aimaras organizados en sindicatos; los indígenas de la selva, no. De todos modos no es algo que los indígenas oculten. Ellos plantan pequeños parches de veinte o treinta plantas, normalmente junto a sus casas. El problema es que si se exceden con las plantaciones y la noticia trasciende, caen los militares en helicóptero y les arrancan todo.
En el momento de irnos de la comunidad hubo un pequeño inconveniente en el que un originario ebrio me gritó ¡yura! (yuracaré) y me invitó a pelear. Yo le dije que no me gustaba la sangre (sin aclarar la de quién). Entonces me desafió a una carrera de nado. Le dije que sí. Entonces cambió de idea y me desafió a una competencia para ver quién de los dos aguantaba más tiempo bajo el agua sin respirar. También acepté. Entonces cambió de idea y me propuso una competencia de conocimiento. Me divertí pensando quién podía ser el jurado y le dije que sí. Entonces cambió de idea y me dijo que le dejara a Vanesa como tributo. Le dije que no. Finalmente nos contamos varios chistes mutuamente.
Nuestro siguiente destino era San Antonio, otra comunidad río abajo por el Moleto. Esa era la población más alejada que había visitado yo en la expedición anterior, y quería volver a visitarla porque había hecho buenas amistades ahí. A diferencia de San José, que es una comunidad moxeño trinitaria, en San Antonio son de la etnia yuracaré. El idioma trinitario pertenece a la familia lingüística arawak y, hoy en día, cuenta solo con unos 3000 hablantes aproximadamente. El yuracaré es un idioma aislado y no está tan clara su relación con otras familias lingüísticas. Lo hablan unos 2500 indígenas aproximadamente. Ambos idiomas se encuentran en retroceso y están claramente amenazados de extinción.
No se llevan muy bien entre los moxeños y los yuracarés. Así como algunos criollos bolivianos discriminan a los quechuas y aimaras por considerarlos salvajes y, a su vez, muchos de estos últimos discriminan a los indígenas de la selva (como los moxeños) también calificándolos como salvajes, del mismo modo los moxeños discriminan a los yuracarés por la misma razón. Lo que yo puedo decir, según mi apreciación, es que los yuracarés viven más en el presente que el resto de sus vecinos. Alguna vez un moxeño me ha dicho que ellos les habían enseñado a los yuracarés a cultivar, pero que él había aprendido a cazar y pescar gracias a ellos. Los yuracarés son más nómades y, además, según he leído en libros de antropología de principios del siglo pasado, desde siempre han sido mucho menos susceptibles a la cristianización.
Mi mayor contacto en San Antonio era Leo Dan (así se llama), un joven yuracaré especial, con un trato personal que cualquiera calificaría de excelente, un buen pibe y, además, uno de los pocos indígenas de la zona que siguió una carrera universitaria (con largos viajes hasta Cochabamba), el único de su comunidad que tenía libros en su choza. En San José me habían dicho que en estos últimos años fue corregidor (cuando yo lo conocí aún no lo era) y que había renunciado recientemente.
Entonces seguimos un sendero por la selva hacia San Antonio de Moleto, un sendero que apenas recordaba. El camino nos agotó, por el calor, las mochilas, los mosquitos y por no haber desayunado demasiado en la mañana. Al llegar a San Antonio nos recibió el mismo Leo Dan junto a cuatro o cinco amigos. Todos ebrios.