Porteadores del camino del Inca

En alguna noche del año 2002, en el barrio del Abasto, El Ministro me presentó a su amigo Igor, un pibe chileno que estaba parando en su casa. De todas las tonterías que habremos charlado esa noche, solo recuerdo la parte en que Igor nos contó una historia sobre un tipo que, en plena experiencia de San Pedro y viajando en la caja de una camioneta, decidió tomar las riendas de las alucinaciones de una forma muy creativa: se bajó en movimiento y a alta velocidad. El tipo, después de recuperarse de las múltiples fracturas, dejó de consumir drogas y alcohol y se hizo evangelista.

Supongo que El Ministro se habrá quedado pensando en cuáles habrían sido las visiones del psiconauta o, tal vez, en las diversas maneras de terminar metido en una religión. Yo, en cambio, me quedé pensando otra cosa.

–¿Vos estuviste en enero de 2000 en Cuzco?
–Sí… –contestó Igor con gesto interrogativo.
–Esa historia ya me la contaste en la cola del tren a Machu Picchu.

Nos reímos mucho.

Regresando esos dos años en el tiempo, ahí estábamos en la estación de tren de Cuzco charlando sobre otras tonterías con Igor hasta que cada uno siguió por su lado. La morocha y la pelirroja también habían seguido por su lado, pero no recuerdo bien en qué momento. Supongo que habrá sido cuando la morocha se hartó de mi pasividad.

Lo siguiente que recuerdo es haber bajado del tren junto a Andrés y Gastón en el kilómetro 82 para comenzar el camino del Inca.

Kilometro 82 (Medium)
Despertando mi memoria, acaba de decirme Igor por Facebook que el de sombrero que está atrás es él y la pelirroja, su novia.

 

 

Me pareció muy acertado que la parada se llamara Km 82 ya que ahí no parecía haber mucho más que eso: una distancia hasta otro lugar. El tren simplemente se había detenido en una de las tantas laderas cubiertas de arbustos. Ahí fue que descendimos junto a un puñado de otros senderistas, más bien rubios y acompañados por guías y porteadores morochos. Era la época en que el camino del Inca se podía hacer en forma independiente y entonces nosotros, que éramos mínimamente más morochos que rubios, íbamos sin guía, con la poca información que se conseguía en internet en aquella época y cargando todo el equipaje: carpa, bolsas de dormir, comida, olla, hornalla, garrafita, etc.

Inicio del camino del inca (Medium)
Un cambio en subida.

 

El primer día fue duro, todo en subida. En mitad de una quebrada con mucha pendiente, nos pasaron dos porteadores casi corriendo al doble de nuestra velocidad; un par de pesados bultos atados con sogas, dos pares de talones ajados sobre las suelas de las sandalias.  Salieron como de la nada, pasaron casi rozándonos y se perdieron hacia arriba. Si nos hubieran atravesado tampoco me habría sorprendido tanto.

primer campamento del camino del inca (Medium)
A 4000 metros Andrés y Gastón se convirtieron en mujeres .

 

El segundo día fue lluvioso y con neblina. Caminamos envueltos en plásticos. La cena fue fideos que cocinamos protegiéndonos de la lluvia bajo el alero de la carpa. Quedaron demasiado salados. Me dieron más acidez que nutrientes.

niebla en el camino del inca (Medium)
Un camino milenario.

 

El tercer día casi no lo recuerdo.

más camino del inca (Medium)
Inca nsables.

 

El cuarto llegamos finalmente a Machu Picchu. Para mí era la segunda vez en solo dos años. No he vuelto a ir desde entonces.

Machu Picchu again (Medium)
Cuando a Machu Picchu no iba tanta gente.

 

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Comienza un nuevo milenio

Ni bien llegamos a Cuzco empezamos a familiarizarnos con el rumor de que las ruinas de Machu Picchu no iban a estar abiertas el 31 de diciembre a las doce de la noche. Entonces, poco a poco, el rumor empezó a parecernos cada vez más verosímil, hasta que finalmente aceptamos la alternativa más realista: iríamos al festejo oficial de fin de milenio en la ruinas de Saqsaywaman, en una colina cercana a Cuzco. No teníamos mucha idea de si Saqsaywaman había sido un lugar de sacrificios humanos, pero por las dudas decidimos honrarlo con una gran sangría. Así, en la última tarde del milenio, Andrés, Gastón, la pelirroja, la morocha y yo incursionamos en los abarrotados pasillos del mercado de Cuzco en busca de vino, azúcar, limones, hielo y una olla.

Recién por la noche, ya dentro de la camioneta camino a Saqsaywaman, nos enteramos de que estaba prohibido el ingreso de alcohol al evento y que los controles comenzaban en la ruta. Por suerte, el policía que entro a revisarnos el equipaje encaró a Gastón.

–¿Qué hay ahí?

Gastón no contestó (tal vez estuviera tragando saliva) pero levantó la manta que cubría los hielos.

–Ah, hielo… sigan nomás. –dijo el policía sin mucha vocación de detective.

Ahora no deja de parecerme extraño cómo pensábamos en aquella época. Hoy en día me sentiría raro cayendo a un festejo en ruinas incaicas cargado de cartones de vino, hielos, olla, etc. Pero entonces no nos parecía tan descabellado. Incluso, en el momento de llegar a la entrada principal y darnos cuenta de que por ahí no íbamos a poder ingresar, actuamos con total naturalidad pasando por delante del cartel de bienvenida y siguiendo por un camino que se abría hacia la izquierda, para ir en busca de algún lugar por donde colarnos.

Lo que no mencioné hasta ahora es que las zapatillas me quedaban grandes y que yo había aprovechado ese espacio extra para llevar escondidos hongos en una y trozos de San pedro disecados en la otra.  Los hongos me acompañaban desde Buenos Aires y el San Pedro lo había comprado con bastante disimulo a una curandera ahí mismo en el mercado de Cuzco (que curiosamente se llama Mercado Central de San Pedro).

Esa noche rodeamos las ruinas de Saqsaywaman en la oscuridad y terminamos trepando por una loma suave y de pastos cortos. Sobre la cima, Andrés, Gastón, la pelirroja, la morocha y yo cruzamos un alambrado, cargados de vinos, azúcar, limones y hielo. Me recuerdo caminando con los pasos extraños de mis zapatillas de payaso junto a Gastón, que era el encargado de llevar los hielos. Lo habíamos decidido así porque, claro, él seguía indocumentado.

Al descender de la loma nos mezclamos entre el público que esperaba paciente sentado en el pasto. Recuerdo que el espectáculo fue notablemente aburrido: una especie de valet semi originario, interpretado por gente cobriza y emplumada corriendo de acá para allá con un estilo más propio de Las Vegas que del altiplano y con un final de fuegos artificiales que resplandecieron sobre las piedras incaicas. O tal vez no entendí nada debido a que al principio estaba más concentrado en la preparación de la sangría que en el espectáculo en sí, y luego, el estado de embriaguez creciente llevó a desconcentrarme un poco más.

sangría
Antes del alcohol.

 

Otro motivo de distracción fue la rápida popularidad que obtuvimos al convidar parte de nuestro exceso de producción de sangría. O eso creo recordar, porque la cosa fue algo confusa. Lo siguiente que me viene a la memoria es Andrés sosteniéndome por los hombros mientras yo vomitaba detrás de una gran roca sagrada. Después me recuerdo dando unos pasos tambaleantes también abrazado a mi primo y, finalmente, acostado en una camilla dentro de una carpa de Defensa Civil, cubierto por varias mantas y conectado a una máscara de oxígeno.

apunamiento
Antes del oxígeno.

 

¡Qué bien se siente el oxígeno a esa altura! Incluso tuve energías como para bajar a una silla y cederle la cama a otro descompensado, al que tuvieron que hacerle masaje cardíaco y respiración boca a boca. Incluso le cedí mi máscara de oxígeno. Incluso me arrepentí cuando volví a sentirme muy mal.

Así fue como recibí al nuevo milenio dentro de una carpa de Defensa Civil. Estuve bastante tiempo ahí dentro. Cuando pude tambalearme hacia fuera de la carpa, era tan tarde que ya prácticamente no quedaba nadie en el lugar, y menos un transporte que pudiera bajarnos de la colina en dirección a Cuzco. Apenas podía mantenerme en pie entre las piedras de las ruinas y, en ese estado, solo quedaba una opción: una última camioneta de Defensa Civil, medio abandonada por su conductor, que más bien se concentraba en una petaca.  Al principio el tipo, un moreno achaparrado, se negó a llevarnos por su estado calamitoso y pidió que lo esperáramos un rato mientras se recuperaba. Entonces el petiso siguió bebiendo de la petaca y de a poco fue adquiriendo confianza en sí mismo hasta que decidió llevarnos con una gran sonrisa y ojos achinados.

Colina abajo, Andrés y Gastón fueron enfriándose en la caja y las chicas y yo en la cabina, atentos a la verborragia del conductor que bromeaba en cada curva estrecha y pedregosa. Los dedos de mis pies se apretaban en mis zapatos de payaso.

Amanecí muy débil. El primer día del siglo veintiuno lo pasé sin poder levantarme de la cama. Andrés mejoró un poco la situación leyéndome cuentos de Borges.

 

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El LIBRO

Sexo y fútbol en el altiplano

Al llegar a Potosí supimos que el siguiente bus a La Paz salía al atardecer. Era cerca del mediodía, eso nos dejaba unas pocas horas para disfrutar de la histórica villa imperial, la legendaria ciudad que se extiende a las faldas de la montaña Sumaj Orcko. Pero antes de llegar al centro, al pasar por un hotel, con la morocha decidimos que íbamos a disfrutar más de Potosí y que íbamos a entendernos mejor si alquilábamos un cuarto. No fue fácil explicar al recepcionista que solo lo queríamos por algunas horas.

–Tengo que cobrarles por el día entero.Calle de Potosí (Large)
–Claro.

A Potosí la recuerdo como una ciudad fragmentada en diferentes tonos de marrones sobre pendientes que van de alto a más alto. La altitud me empastaba los pensamientos, como si todo el tiempo estuviera despertándome de una siesta. Está situada a 4000 metros. Junto con El Alto, son las dos ciudades de más de 100.000 habitantes más elevadas del mundo. Y cuesta respirar. La presión de oxígeno ahí es solo un 62 por ciento de lo que hay a nivel del mar. El cálculo de tiempo de adaptación a la altura para esa situación es de 46 días. En ese período el cuerpo aumenta el ritmo respiratorio, el corazón late más rápido, secretamos más bicarbonato en la orina, se reduce la producción de lactato, disminuye el volumen de plasma, los glóbulos rojos aumentan en cantidad y en tamaño, se desarrollan más capilares sanguíneos en los músculos y aumentan la mioglobina, las mitocondrias y la concentración de enzimas aeróbicas, entre otras cosas. Pero nosotros recién llegábamos y con la morocha nos agitamos exageradamente subiendo la escalera.

La escalera era de madera oscura y gastada, las paredes del cuarto también, la cama era pequeña. Entonces volvimos a agitarnos hasta que me sangró la nariz. Y tan seco es el clima en Potosí que la sangre se secó rápido. La traspiración también. Los ojos me ardieron. Estuvimos a punto de quedarnos dormidos. Yo descansé mi cabeza sobre su pecho, que recuerdo blanco y amplio. Me recosté ahí para no sucumbir ante la almohada que se veía traicionera. Creo que los dos hicimos fuerza con los párpados. Llegamos con el tiempo justo a la terminal.

Lo siguiente fue el transcurso de otras largas horas en tres buses: primero a La Paz, luego a Copacabana y finalmente a Puno, ya del lado peruano, junto al gigantesco Titicaca, el lago navegable más alto del mundo.

Para ese momento del viaje yo tenía un fuerte dolor que bajaba desde la nuca hasta los hombros, apenas podía mover el cuello. Y era lógico, hacía mucho que no dormía en una cama. Los músculos debían estar cansados de sostener la cabeza durante tantos días. El cuerpo me pedía un colchón.

Pero no, decidimos no dormir en Puno y seguir viaje. Y una vez más debíamos esperar unas cuantas horas antes de subir al siguiente bus.

Entonces, por hacer algo, caminamos hasta el gigantesco lago. Estaba nublado y nos sentamos en la orilla a charlar y otear el horizonte, probablemente con esa sensación extraña que da otear el horizonte de un lago. Y en algún momento, en mitad de alguna conversación costera, desde lejos vimos llegar una lancha y de la lancha bajó Gastón.

–¡Ehhhh!
–¡Ehhhh!

Nos abrazamos.

–¡¿Qué hacés, bestia?!
–¡¿Qué hacés, Chupete?!
–¡Qué locura!
–Increíble.
–¿Qué contás?
–Nunca llegó el pasaporte, tuve que cruzar ilegal.
–¡¿Por el lago?!

Se rió.

–No, ahora vengo de visitar las islas de los Uros.

Nos reímos.

–Crucé por la frontera, caminando. Estoy sin papeles.

Creo que en esa época nos sentíamos muy grosos, nos comíamos el mundo. Con ese espíritu Gastón cruzó la frontera sin firmar ningún papel y con ese espíritu desafiamos a unos peruanos a un partido de futbol junto al lago, a 3800 metros sobre el nivel del mar y mal dormidos.

la pelota no dobla (Large)

Los primeros quince minutos empezamos ganando, después claramente no. No era tanto porque la pelota no doblara sino porque nosotros íbamos doblándonos de a poco. Si corría más de tres pasos, sentía la sangre latir en las encías. Algo con gusto metálico resbalaba por mi garganta. Nos golearon. Terminamos casi con hipotermia e intentamos recuperarnos con unos mates. Andrés tiritaba. Supongo que de verdad sentiría mucho frío porque lo siguiente que atinó a hacer fue comprarse dos pulóveres peruanos. Se puso uno arriba del otro.

niña tomando mate (Large)

Esa noche íbamos a hacer el trayecto final de nuestra larga travesía a Cusco. Todavía faltaban un par de días para la llegada del año 2000. Una vez más el viaje sería nocturno. Entonces, al subir al último bus del milenio, recordé que yo estaba con la morocha y me senté a su lado.

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El LIBRO

Bolivia y Perú 2000

Estaba terminando el año 1999 y la idea era recibir al nuevo milenio en las ruinas de Machu Picchu. En aquella época teníamos ese tipo de objetivos. Parecían épicos, trascendentales. Aunque intentáramos negarlo, la espiritualidad nos atravesaba inconscientemente. Ahora no, ahora esas ideas nos parecen raras. Hoy en día incluso nos resulta fácil darnos cuenta de que un 31 de diciembre a las doce de la noche las ruinas de Machu Picchu no van a estar abiertas.

Mi primo Andrés y yo salimos el día de navidad con el tiempo bastante ajustado. Gastón estaba aún más complicado: tuvo que quedarse en Buenos Aires esperando que llegara su pasaporte que tardaba más de lo normal. No sabía si iba a poder llegar a tiempo. Así fue que quedamos en reencontrarnos en Cuzco. Como en aquella época no todos teníamos una cuenta de mail, o en todo caso no era costumbre revisarla muy seguido, se nos ocurrió que podíamos ir cada día a las ocho de la noche a la plaza central. En algún momento nos veríamos.

Entonces salí de Buenos Aires solo con Andrés. Y veníamos sin dormir. Habíamos estado festejando el 24 a la noche y decidimos seguir de largo. Resultó una buena idea: en el extenso viaje hasta La Quiaca fuimos casi desmayados y se nos hizo relativamente corto. Lo poco que recuerdo de ese trayecto es que en Rosario subieron dos chicas que estaban buenas, una morocha y una pelirroja. Como siempre, pensamos en hablarles, pero dormimos, esta vez en sentido literal. De todos modos, cruzamos la frontera boliviana los cuatro juntos y resultó que las rosarinas iban con un objetivo similar. O tal vez se lo inventaron en ese momento. Algo así me imaginé porque, si bien ambas tenían novio, nos dejaron en claro que eso era un tema que no aplicaba demasiado fuera de la provincia de Santa Fe. Entonces propusimos ir juntos acompañándolas hasta la terminal de Villazón (si es que unas cuantas maderas pintadas puede llamarse terminal). Recuerdo que íbamos con ese aire de autosuficiencia que te da guiar a un par de mujeres por un sombrío pueblo de frontera. Nosotros habíamos estado ahí dos años antes apenas de pasada, pero exagerábamos nuestra experiencia casi como si fuéramos locales. Yo no le sacaba la vista a la pelirroja.

Bendición de coches en Copacabana (Large)
La altura me hacía sentir como un auto borracho

Como teníamos pocos días para llegar a Cuzco, la idea era tomar un bus tras otro sin parar. Desde Villazón pensábamos ir directo a La Paz pero llegamos al anochecer y no encontramos pasajes, solo quedaba un bus a Potosí. A pesar de la gran experiencia que simulábamos ante las rosarinas, tomamos una decisión un poco delirante: lo conveniente habría sido buscar una combi o un taxi compartido al cercano y agradable pueblo de Tupiza, dormir ahí y salir a la mañana siguiente bien temprano hacia La Paz; pero no, elegimos el insufrible viaje nocturno hacia Potosí, una ruta que en aquella época era de tierra, un camino complicado con incontables curvas y contra curvas entre las montañas; y nos quedaron los peores asientos, los del fondo, los que más se sacuden en cada pozo. Fueron largas horas de bamboleos y golpes constantes en ese bus cuyos amortiguadores parecían haberse rendido hacía ya muchos años. La oscuridad, apenas atenuada por la luz de la luna entrando por la ventanilla, me potenciaba los sentidos, sobre todo el olor permanente a coca masticada y los ruidos de la oxidada carcaza del bus en movimiento. Como no había forma de dormir, con la morocha decidimos matar el tiempo besándonos. Estuvimos cerca de rompernos los dientes en varios pozo del camino.

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Volar sobre los Andes

Me habría quedado más tiempo con los indios del Orinoco pero se acercaba la fecha de la vuelta. Fueron otros tres largos viajes en bus hasta Caracas. Ahí pasé un par de días en los barrios agitados de la capital, hasta que tocó partir. El primer tramo era un vuelo directo a Santiago, donde había planificado pasar unos días con la chilena. Esa parada en Chile significó un gasto extra en el presupuesto, aunque no muy diferente al de los meses anteriores. En el último año cada peso que ahorraba lo destinaba a viajar a Santiago.

Algo que me incomoda de Chile es que es el país con mayor control de ingreso de vegetales que conozco. Esta vez llevaba yopo y ayahuasca.

–¿Qué es esto? –me preguntó el uniformado en el aeropuerto, manoseando las cortezas de Banisteriopsis caapi.
–Un regalo de mi novia – contesté y era una respuesta planificada, es lo que contesto siempre cuando un policía intenta quedarse con mis cosas.
–¿Sabe que no puede entrar nada de origen vegetal al país?
–Sí, bueno, supuse que no tenía nada de malo.
–¿Qué tipo de novia tienes tú que te regala esto?
–Es un poco rara ella, pero la quiero.
–Bueno, vamos a hacer una excepción… Solo déjame ver que no haya bichitos.

Revisó bien las cortezas de ayahuasca asegurándose de que no tuviera bichos y me las devolvió sin problemas.

De los días que pasé en Santiago con la chilena, lo que recuerdo con más cariño fue la noche en la que alquilamos una habitación de un hotel barato de algún barrio oscuro en el centro. Era una casona antigua con puertas altas y ventanas resquebrajadas que daban a patios internos grises o a pasillos amarronados de una forma que parecía un poco al azar.

–¿Nos casamos? –pregunté sobre la sábana con figuras geométricas.
–Bueno, pero si me traes unos Rocklets, unas guagüitas, papafritas y un jugo Baggio de naranja con pellejitos.
–Está bien.rubia desnuda (Large)

Entonces caminé por calles sucias y oscuras, apretando el paso e imitando la cara de peligroso que aparentemente se estilaba en esa zona.–Disculpe, ¿sabe dónde puedo comprar golosinas?

–A esta hora solo en los puestos de la avenida.

Los puestos callejeros eran pequeños oasis de luz. Muchos colores sobre un resplandor amarillento colgando de un cable cuyo otro extremo se perdía en la oscuridad.

Conseguí casi todo y ya de vuelta en el hotel ella me recibió con una sonrisa.

Primero comimos los hongos que yo le había enviado por correo hacía unos meses. Después pasamos una noche de la que no recuerdo tanto. Solo puedo evocar mi cuerpo muy flaco yendo al baño y, en otra ocasión, mi mano jugando con la de ella, en un movimiento repetitivo, como de una ola rompiendo sobre otra. También recuerdo haber escuchado The Cure gran parte de la noche. Recién cuando salió el sol comimos las golosinas.

–¿Qué te pasa?
–Nada –contestó en voz baja.
–Tenés la mirada como perdida.
–Fue una noche particular, tengo derecho a estar así.

Nos reímos.

A los pocos días me tocó volar de nuevo sobre los Andes.

Y tiempo después ella se puso de novia. No hemos vuelto a vernos.

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El LIBRO

Marrón flúo

Volví al hotel con cortezas de Banisteriopsis caapi en un bolsillo y polvo de semillas de Anadenanthera peregrina en el otro. Al cruzar el patio de hojas frondosas los morenos me invitaron a tomar cerveza y a jugar al dominó. Acepté, pero no pude seguirles el ritmo, ni de la cerveza ni del dominó. Después de la tercera o cuarta botellita se me empezaron a mezclar los números. Los morenos hablaban y reían mucho y cada tanto me aconsejaban jugadas con frases como “te conviene poner el 5/3”, como si mis fichas fueran transparentes.

(Otra versión de lo que ocurrió a continuación se puede leer en este número de la Revista THC)

Era tarde cuando subí a la habitación. Entré un poco borracho y masticando las cortezas amargas. Después de aspirar un montoncito de polvo marrón, apagué la luz y me eché en la cama. Antes de quedarme dormido me levanté sobresaltado al tocar un bicho con la punta de mis dedos. Al prender la luz el bicho ya no estaba.

Después de dar unas cuantas vueltas volví a apagar la luz. Ahora los colores eran nítidos. Sobre todo los de la serpiente y los del jaguar.

A la mañana siguiente, ya en el camión rumbo a la alejada comunidad que me había recomendado el anciano, me puse a reflexionar sobre las visiones de la noche anterior. El punto es que había leído que las visiones de serpientes y jaguares son muy comunes. Pero hasta entonces pensaba que todo eso tenía que ver con los miedos propios de cada cultura. Habría imaginado que, en mi caso, en lugar de la presencia inquietante de un jaguar, debía aparecer un colectivo cruzando un semáforo en rojo. Pero no: aparecieron la serpiente y el jaguar. Y yo no venía pensando en ellos hasta ese momento.

Entonces recordé que las imágenes surgieron de detalles: una parte de la serpiente hizo aparecer a toda la serpiente y una parte del jaguar hizo aparecer a todo el jaguar. Pensé en superficies de figuras geométricas repetidas que se desplazan en diferentes direcciones: una serpiente enroscándose sobre sí misma son rombos moviéndose en sentidos casi opuestos; un jaguar que camina es poco más que conjuntos de puntos en planos que se alejan y se acercan entre sí.

En aquel momento no se sabía pero ahora sé que hay científicos que plantean que el miedo a las serpientes viene en nuestros genes, impreso hace millones de años, cuando aún no nos diferenciábamos de otros monos.

Y está la posibilidad de que todo eso esté relacionado. Pienso en miedos innatos y en reconocimiento de patrones geométricos. En serpientes dibujadas desde el nacimiento. En la mínima serpiente imaginable. En rombos moviéndose en sentidos casi opuestos. En conjuntos de puntos en planos que se alejan y se acercan entre sí. Y después pienso en plantas amazónicas en la sangre, en circuitos neuronales desviados, en descontextualización, en interpretación visual y otra vez en miedos innatos. Todo más o menos en ese orden.

Pero iba en el camión. Y alguien se me hizo amigo, un tipo joven de mirada confusa. Al bajarnos al final del camino, me acompañó a recorrer la comunidad, un puñado de chozas de paja. En aquel momento estaba como hipnotizado y no llegué a preguntar el nombre del lugar (o tal vez lo olvidé en algún momento).

Caminamos entre la selva y las chozas de paja. Cruzamos un río haciendo equilibrio sobre un tronco. Preguntamos por un chamán a una mujer con los pechos al aire y cubierta con una pollera, tal vez de hojas. Y volvimos a cruzar el río.

Entonces mi nuevo amigo gritó en idioma piaroa a través de una puerta de paja de una casa de paja. La puerta se abrió y, después de más palabras en piaroa, el chamán nos hizo pasar. Me invitaron a sentarme en un banco hecho con medio segmento de tronco. Adentro todo era paja y madera. Incluso una prensa de harina de mandioca.Había alguien más en la choza, un anciano. Creo que nunca me miró. Cuando yo llegué él estaba a punto de aspirar yopo. Eso hizo, aspiró a través de los coquitos y a través de los huesos de pájaro. Aspiró unas diez veces lo que yo había aspirado la noche anterior. Traté de imaginar serpientes y jaguares diez veces más grandes que los míos. El anciano se acomodó el pelo con un peine ceremonial, pronunció algunas palabras en su idioma y se fue.

Después tocó mi turno. El chamán molió las piedras marrones hasta hacerlas polvo. Las molió con la ayuda de un plato y un taco, ambos hechos de una madera muy oscura. Entonces me acercó la misma cantidad de yopo que había aspirado el anciano. Yo pensé un poco y dije que no. Dije que lo agradecía mucho y supongo que eso fue lo que mi amigo tradujo al chamán.

Parafernalia para inhalar yopo (Large)

Entonces charlamos, o algo parecido, un buen rato.

No saqué ninguna foto.

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Yopo

La holandesa desapareció rápido dejándome poco más que  una guía Lonely Planet de Venezuela que alla ya no quería cargar. Entonces, otra vez solo en la playa, empecé a leer la guía de atrás hacia adelante, empezando por la letra zeta del glosario. Y duró poco la primera lectura porque en dos o tres renglones llegué a la palabra “Yopo”.

Lonely Planet lo definía, brevemente, como un polvo alucinógeno que consumen los indios de la selva del alto Orinoco, en el lejano y aislado estado de Amazonas y que, debido a la escasez de datos documentados sobre esta sustancia y su uso ceremonial, recomendaban a los turistas mantenerse alejados si llegara a ocurrir la poco probable situación de que alguien les ofreciera esta droga en aquellas remotas zonas del país.

Cerré la guía, la apoye sobre la arena y no me quedó la menor duda de cuál era el nuevo objetivo de mi viaje.

Tres días después, tras haber vuelto a atravesar todo Venezuela (esta vez hacia el suroeste) en un largo viaje que incluyó un Ferry y tres buses, me encontraba en Puerto Ayacucho, al final de la carretera, en el estado de Amazonas, el segundo más grande del país y el cuál apenas tiene cien kilómetros de ruta: el resto es selva virgen solo accesible por barco o avioneta. Ahí hasta los ríos se pierden y confunden la cuenca del Orinoco con la del Amazonas.

Me hospedé en un hotel antiguo con un patio central rodeado de balcones de madera y dominado por plantas y enredaderas de hojas grandes y brillosas. El lugar estaba atendido por dos jóvenes morenos que se la pasaban jugando al dominó y tomando cerveza en pequeñas botellas de vidrio marrón que se acumulaban a un ritmo notable por todos los rincones del hotel.

Después de instalarme en la habitación y de comer algo junto a la plaza Bolivar, me acerqué a un tipo para pedirle que me orientara:

–Buen día.
–¡Buenos días!
–¿Qué tal?… Quería hacerle una pregunta: ¿sabe cómo puedo llegar a los indios?
–Mmm… no sabría decirle… ¿Es un barrio?
–No… digo, los indios… los indios en general… los que viven como indios.
–…
–Quiero decir que me gustaría conocer cómo viven los indígenas…. ir a donde viven ellos.
–Bueno, algunos indígenas hay en La Esperanza –dijo por fin sonriente el hombre, que bien visto tenía bastante cara de indio.
–¡Ah qué bien! ¿Y qué es La Esperanza? –pregunté, deseando que ahora él sí estuviera hablando de un barrio y no del sustantivo.
–Un barrio… No está muy lejos.
–¿Y cómo podría hacer para ir hasta ahí?
–Es en las afueras… El bus 3 te lleva.

Eso hice. Y entonces caminé por el pequeño barrio La Esperanza (de originarios de la etnia Kurripako) constituido por unas quince casas distribuidas en unas pocas manzanas. Recorrí las calles sin saber bien qué preguntar. Hasta que pregunté.

–Buenas tardes. Disculpe, ¿sabría decirme dónde puedo conseguir yopo? –pregunté a un hombre de escasos bigotes sentado en la puerta de su casa.
–¿Yopo?
–Sí, es un polvo que se toma…
–¿Quieres yopo? –contestó con cara sorprendida y sonriente al mismo tiempo.
–Sí.
–¿Pero tú tomas yopo?
–Bueno, en realidad nunca lo probé.

El tipo rió y sacó un pequeño frasco del bolsillo de su camisa a cuadros.

–Dame la mano.

Al extender mi mano el indio volcó un montoncito de polvo marrón sobre la palma.

–Aspira fuerte.

Aspiré. El tipo volvió a reír y yo sonreí. El olor era acre, un poco a madera, un poco a cuero, un poco a tostado, o a no sé qué. Picaba en la nariz.

–¿Y tiene para vender?
–No, solo tengo esto para mí.

Como no supe qué decir, le di las gracias, lo saludé y me fui. Me fui sonriendo y escuchando la risa del indio a mis espaldas.

Un par de calles después me interceptaron varios niños para preguntarme de dónde era. Me pareció que los niños sonreían más de lo normal y sentí que mi cara estaba caliente. Todo brillaba un poco.

Creo que charlamos algunas pavadas hasta que les propuse tomarles una foto. Entonces lo que me sorprendió fue que las sonrisas de los niños desaparecieron al apuntarlos con la cámara. Y también ellos desaparecieron después de la foto.

La-Esperanza
La Esperanza.

Entonces caminé un poco. Pero no mucho, porque al rato volvieron los mismos niños y otros tantos más y con algunos no tan niños, a pedir que les tomara otra foto.

En esa segunda foto noté que ahora sí sonreían. Y que mis manos transpiraban. Y que dos de los niños parecían más indios que los demás. Y que un anciano también salía en la foto.

La-Esperanza-Puerto-Ayacucho-Venezuela
Y un dibujo extraño en la pared.

Cuando los niños volvieron a desaparecer me acerqué al anciano. Me dieron ganas de preguntarle muchas cosas y eso hice. Hablamos del tiempo, del lugar, de los niños, del barrio, del agua que da cagaderas, del sol y del yopo, porque también pregunté por el yopo. Y entonces el anciano entró en la casa y volvió a salir con un frasquito.

–¿Quieres caapi también?

Caapi, pensé, Banisteriopsis caapi. Entonces es por eso que se llama así: el nombre científico de la liana que constituye el ingrediente principal de la ayahuasca es debido al nombre que le dan los indios acá. Todo eso pensé durante unos instantes antes de decir que sí.

El anciano volvió con algunas cortezas de liana y me las regaló. Me pareció sorprendente encontrarme con la ayahuasca de esa forma tan inesperada.

–Hay que masticarlas mientras se toma el yopo.

Entonces lo que tiene el yopo son triptaminas, pensé. Y mastiqué. Era muy amargo, realmente muy amargo.

Después, en unos bancos y a la sombra de un techo de paja, hablamos del calor y de nuestros lugares de origen. Él me habló de una comunidad, más afuera, donde termina el camino. Me indicó como llegar, dónde tomar el camión y qué preguntar.

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El LIBRO

Fluir

En ese momento ni siquiera entendí bien por qué estaba llorando, supongo que era debido a mi juventud y al hecho de haber pasado tantos días sin hablar con nadie. Era mi primer viaje solo, todavía me faltaban aprender varias cosas. Por ejemplo, que si paso muchos días dejando fluir mi monólogo interno, enloquezco. Está muy bien la introspección, pero en algún momento hay que hablar con alguien.

Digo esto porque, antes de secarme las lágrimas, pensé en mis padres. Y entonces recordé que en algún lugar de la mochila tenía una especie de almanaque que me habían dado ya hacía un año en la estación de Retiro con teléfonos para llamar a Argentina desde diferentes países por cobro revertido. En esa época casi nadie usaba Internet ni celulares, la comunicación era otra cosa. Así, con la mochila en el hombro y el almanaque en la mano, caminé unos escasos metros hasta un teléfono público, pensando en que estaba en una isla del Caribe y que esos números no iban a funcionar y que, de todos modos, probablemente no habría nadie en casa a esa hora. Pero después de marcar y e indicarle el número a la operadora, escuché la voz de mi madre. Me sorprendió sentir una felicidad instantánea, como un despertar. Sé que me cuesta evocarlo completamente, pero en ese momento sentí como que se me acomodaban fichas en la cabeza. Era la primera vez que hablaba con mi madre a tanta distancia y, con la inmediatez del acto, no mucho más que alargar el brazo y hablar por un tubo, el mundo se me achicó. Y entonces me salió decirle que me encontraba en Isla Margarita y que estaba todo muy bien, y me sorprendí al darme cuenta de que lo decía con sinceridad.

Un poco confundido pero alegremente recuperado, entré en la primera posada que encontré, sintiendo que el precio de ese lugar horrendo era de las cosas menos importantes del mundo. Y tan era así que ni siquiera pasé esa noche ahí. Esa misma tarde conocí a una chica holandesa en la playa, que me invitó a dormir a su habitación, al otro lado de la isla.

Isla Margarita (Large)
¡Qué excitante es tener un enanito sentado en el brazo!

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El LIBRO

Descendiendo hasta el Caribe

Después de aquellos pocos días en Guyana, volví a cruzar el río Tacutu hacia Brasil. El mismo tipo que me había llevado volvió a cruzarme en su canoa en sentido opuesto. Y yo volví a estrecharle la mano.

–¿Qué llevas en tu mochila?
–Ropa y no mucho más.
–Ah…

Entonces atravesé el extremo norte del gran país amazónico, donde me pareció ver menos casas de madera recién pintadas.

Vende-se picole e sorvete

Al cruzar a Venezuela tuve que esperar varias horas en Santa Elena de Uairén. Después de dejar la mochila en la casilla donde vendían los pasajes, salí a caminar por los valles de los tepuis.

Julián de Almeida Besonias (Large)

Y una vez más seguí viaje en bus, cruzando la Gran Sabana, sin detenerme en el monte Roraima ni en el salto del Ángel.

Tras varias horas de sufrir un frío desproporcionado, en un viaje nocturno con aire acondicionado delirante, bajé en Ciudad Bolívar, muy temprano en la mañana. Desde la terminal tome un bus al centro en el que fuimos escuchando música caribeña a todo volumen. Me pareció que, por momentos, los pasajeros aplaudían al ritmo de la música; sensación que atribuí a la falta de sueño o a la hipertermia.

En el centro caminé por calles un poco sucias, entre negocios que aún no abrían. Y entonces me di cuenta de que no tenía ni idea qué era lo que estaba haciendo ahí. O más bien entendí que no quería estar ahí. También puede ser que no haya entendido nada, pero de todos modos, casi sin pensarlo, volví a tomar otro bus de regreso a la terminal. Y sí, este también tenía parlantes gigantescos y la música a todo volumen. Y también la gente, cada tanto, daba dos aplausos al ritmo de la música. Me pareció raro y me quedé observándolos a todos. Qué extraño es acercarse al Caribe, pensé, la gente es muy feliz acá.

Aunque había algo que no me convencía: era demasiado temprano para aplaudir al ritmo de la música. Además, los rostros cansados de madrugadores rumbo al trabajo no parecían coincidir con el alegre sonido de las maracas y los tambores. Entonces, al observar que no había timbres en nuestro vehículo, comprendí mejor la situación: los aplausos eran para indicar la parada al conductor y con ese volumen de música resultaba imposible no aplaudir a ritmo.

Una vez más varias horas en bus, hasta el final del camino. En Puerto La Cruz, después de haber recorrido dos mil kilómetros hacia el norte, metí los pies en el mar Caribe por primera vez en mi vida. El agua me pareció sucia y no muy cálida.

No recuerdo mucho qué hice ese día. Probablemente recorrer a pie la ciudad portuaria esperando el ferry nocturno que me llevaría a Isla Margarita. Solo me viene a la mente la imagen de haber entrado a tomar un helado en una especie de mercería en la que tenían tres o cuatro tachos de algo congelado de colores pastel.

El ferry me pareció inmenso, uno de esos barcos a los que cuesta contarles la cantidad de cubiertas. Una vez más el viaje era nocturno y tuve que tirar mi bolsa de dormir sobre una de esas frías cubiertas exageradamente iluminadas durante toda la noche.

Ya en Isla Margarita caminé por las calles de Porlamar buscando alojamiento. Recorrí varias pensiones que me parecieron un poco caras, preguntando, caminando y cargando la mochila por barrios de casas bajas y paredes descascaradas. Entonces me senté en el cordón de la vereda y me puse a llorar.

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Caminos difíciles en Guyana

El río Tacutu separaba dos extensiones de pasto con parches de bosque bajo. De un lado Brasil y del otro Guyana. Al bajar de la canoa, primero yo y luego la mochila, pregunté al canoero hacia dónde quedaba el pueblo. Me salió preguntarle en portugués y el hombre me contestó en portugués. Las indicaciones fueron que siguiera derecho por el único camino, un camino de tierra roja. Lo saludé con un apretón de manos, porque sentí que era la forma correcta de saludar a alguien que te lleva en su canoa.

Lethem, Guyana (Large)

Un kilómetro más adelante estaba Lethem. Nunca había visto un pueblo así. Me pareció que había pocos árboles y mucha prolijidad para un lugar tan tropical. Eran unas cuantas casas, muchas de madera recién pintada, salpicadas sobre un campo que se me ocurría más bien preparado para las vacas.

Caminé un poco sin rumbo, que es como se suelen caminar los primeros pasos en cualquier pueblo, y en algún momento, entre terrenos vacíos, crucé a unos niños que se entretenían jugando al cricket, como si eso fuera un juego para niños (o para alguien). Ellos me echaron unas miradas sin dejar de jugar. También, en alguna otra curva, crucé a un par de negritas con vestidos blancos impecables. Se me ocurrió pensar que era domingo y que vendrían de misa. Puede que fuera domingo.

Ara chloropterus, Guyana (Large)
Ara chloropterus

A pesar de que ya venía bastante sorprendido, la situación más particular fue al tramitar la visa. Alguien me había indicado el lugar: una de las tantas casas de madera recién pintadas. Como la puerta estaba abierta, entré sin golpear a lo que resultó ser una habitación bastante oscura.

–¡Hello!

Al principio nadie respondió a mi llamado, pero un rato después apareció un negro grandote, desnudo y con una toalla a la cintura. El negro primero se disculpó sin demasiado entusiasmo y luego fue a sentarse detrás de un escritorio, aclarando que recién salía de bañarse. Entonces le pregunté si hablaba portugués; mi inglés era bastante malo en aquella época. Me contestó que no y me pareció raro. Es decir, a pesar de que es lógico, ya que en Guyana no se habla portugués, estábamos en los ‘90 y era la primera vez que veía un negro que no hablara portugués.

Finalmente todo terminó bastante más normal de lo previsible con un sello en forma de ataúd en mi pasaporte y un apretón de manos húmedas.

Cuando la mochila empezó a pesarme demasiado por tanto deambular, decidí alojarme en un pequeño hospedaje de madera pintada de celeste, atendido por una joven negra que me parecía linda y que desde el primer momento acostumbró a mirarme de reojo y a tratarme con la soberbia de una negra del Bronx.

visa para Guyana (Large)
Let-them go

En los siguientes días intenté continuar por alguno de los dos caminos que salen de Lethem, es decir: la larga carretera de tierra que conducía a Georgetown en la otra punta del país y que solo era transitable con buen clima, y el camino a Aishalton, una comunidad indígena de la etnia Wapishana, hacia el misterioso sur de Guyana. Pero en esos días nadie del pueblo parecía andar con ganas de viajar. Mi última oportunidad fue una avioneta que llegó una mañana y que volvía a Georgetown por la tarde. La dejé pasar porque me pareció que no se ajustaba a mi presupuesto y porque ya me estaba enterando de que no existía ninguna otra salida de Guyana hacia Venezuela que no fuera volver por el mismo camino. Entonces solo me limité a observar al puñado de pasajeros entrar a una habitación de madera pintada, para recibir la vacuna de la fiebre amarilla, y luego entrar al aeropuerto, que simplemente consistía en una pista de tierra rodeada por un alambrado. La avioneta levantó vuelo con facilidad y fue haciéndose cada vez más pequeña. Yo cargué mi mochila y regresé hacia el río Tacutu.

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