Viajábamos hacia las profundidades de la selva del oriente ecuatoriano para visitar la aldea Tsunki, una de las comunidades más lejanas y desconocidas de la etnia shuar (antes llamados jíbaros y principalmente conocidos por su antigua costumbre de reducir cabezas humanas). Nos incomodaba la situación de estar yendo sin permiso, sin avisar a nadie, porque a las comunidades indígenas siempre es bueno llegar con alguna autorización o al menos una carta de presentación. Pero en este caso no era posible porque no había forma de comunicarnos con ellos. Allá, en el río Mangosiza, no hay señal de celular ni de radio ni nada. El contacto que teníamos (el dato) nos lo habían pasado Juan y Laura que son viajeros experimentados y escriben sus crónicas en los exitosos blogs Acróbata del camino y Los viajes de nena. Hacía unos siete años ellos habían visitado a Pascual y su familia y nos explicaron cómo llegar.
Primero fue un largo viaje hasta Puerto Morona en un bus que dejó atrás las montañas y nos metió en la selva profunda. Luego, cruzando el río Morona por un estrecho puente de lata, una camioneta nos llevó hasta la comunidad San José, donde se acaban los caminos. Ese día teníamos que dormir ahí porque únicamente en la madrugada hay posibilidades de encontrar canoas que suban por los ríos hacia las aldeas más alejadas. Aprovechamos esa tarde para conocer San José y, de paso, hablar con la autoridad local y pedirle una carta de recomendación.
A la madrugada siguiente, antes del amanecer, caminamos hasta Puerto Kashpaim donde efectivamente pudimos arreglar con un tipo joven, casi adolescente, para que nos llevara en canoa hasta Tsunki, primero bajando un poco por el rio Morona y luego subiendo varias horas hasta la zona alta del río Mangosiza. Hoy en día el viaje dura solo unas cuatro o cinco horas ya que desde hace unos tres años los locales han conseguido motorcitos traídos del Perú. Antes la excursión era a remo y palo y duraba mucho más.
El viaje, a pesar de la incomodidad de los asientos de madera y de una suave lluvia que nos mojó al amanecer, resultó agradable. Salimos a oscuras pero amaneció pronto. El río fue conduciéndonos a veces hacia el norte y a veces hacia el oeste estrechándose poco a poco mientras nos regresaba hacia las montañas selváticas. No tuvimos que bajarnos en ningún momento de la canoa para pasar los rápidos porque había suficiente agua en el río y nuestro canoero, después de darnos extrañas indicaciones en su extraño español (las cuales interpretamos como: no se muevan), mostró gran habilidad para conducirnos sin inconvenientes entre las correntadas. Días después nos enteraríamos de que la semana anterior había volcado y estuvo a punto de ahogarse una persona.
Al llegar a Tsunki casi toda la comunidad salió a recibirnos. Un hombre de aspecto más bien bajo y robusto nos tendió su mano y nos ayudó a subir las mochilas por el terraplén sin dejar de sonreír en ningún momento.
–¿A quién vienen a buscar? –preguntó el hombre.
–A Pascual.
–Soy yo. –contestó Pascual sonriendo aún más.
–Somos amigos de Juan y Laura.
–Juanito y Laurita, ¡qué alegría!
–Vinimos a visitarlos… si nos dan permiso…
–Hoy soñé con la llegada de ustedes… Soñé que una lora comía de mi boca… Le dije a mi mujer que había soñado eso y que no entendía el significado pero ahora me doy cuenta.
Quise preguntar si la lora éramos nosotros pero supuse que no era el momento de preguntas complejas, ya habría tiempo para eso.
Pascual nos alojó en una casita de madera en desuso que había pertenecido a su madre ya fallecida (mi madre ya descansó, fue lo que dijo él). La casa de madera había sido construida por el estado. Algún tiempo atrás habían llegado carpinteros y constructores enviados por el gobierno para construir unas cinco o seis casas y una escuela. Ahora los shuar las usan para dormir, el resto del día lo pasan es sus chozas tradicionales que las hacen con maderas, ramas y hojas secas y son mucho más frescas que las estatales.
Una vez instalados, Pascual nos llevó a su casita shuar (así la llaman ellos) para presentarnos a todos los que viven ahí, es decir, a su mujer, nueve de sus diez hijos y una de sus tres nietos. Todos tienen un nombre en español y otro en shuar. El nombre shuar de Pascual es Shimpiukat, que es un tipo de palmera, su mujer se llama Rosana Talséman (pato que no duerme), el hijo mayor, que tiene 23 años y ya no vive con ellos, vive en Macas con su mujer y sus dos hijos, se llama Cristian Arutám (el gran espíritu), los que sí viven con ellos son: Ximena Kúrinua (mujer de oro) de 21 años, Tania Wirisam (sapo amarillo) de 19, Jhomara Jusátin (animal que come mucho) de 17, Pascual Ayumpúm (dios del cielo) de 15, Manolo Chinki (pájaro) de 12, Marceti Karán (topo) de 10, Hengri Eté (avispa) de 7, Susana Nantar (piedra preciosa) de 5 y Eva Núse (maní) que es la hija de Ximena y tiene solo dos añitos.
Lo primero que hizo Rosana después de la presentación fue ofrecernos chicha de yuca masticada y fermentada. Metió una totuma (un cuenco hecho con el fruto de la planta Crescentia cujete) en una gran olla de chicha, luego limpió el borde con sus dedos y me lo ofreció. Respirando profundo me acerqué el cuenco húmedo a la boca y tomé un par de tragos del líquido ácido y espeso. Luego regresé la totuma a las manos de Rosana y les expliqué que no puedo tomar mucha chicha, a veces tengo gastritis y me hace bastante mal. Y es verdad, si bien la chicha no me resulta muy rica tampoco me parece desagradable, tomaría con gusto, pero la realidad es que no puedo beber más de medio vaso sin que me caiga mal. Si me excedo, cosa que a veces ocurre porque de sorbito en sorbito me cuesta calcular cuánto tomo, primero aparece la acidez, un par de horas después las náuseas y a veces hasta diarrea. Di las explicaciones pidiendo disculpas porque existe la idea popular de que se considera ofensivo no aceptar la chicha. Pero Pascual, sonriendo, me contestó que no me preocupara en lo más mínimo y que me entendía perfectamente y que incluso Rosana tampoco toma chicha porque, casualmente, también tiene gastritis.
Luego Rosana siguió ofreciendo a Vane, a Pascual y a todos los presentes incluida la pequeña Eva que tragó con ganas varias veces y devolvió la tutuma casi vacía y con una sonrisa empapada en chicha.
Al mediodía, en la semioscuridad de la choza, almorzamos palmitos cocinados en ayampaco, es decir, al vapor envuelto en hojas de bijao, con yuca y plátanos.
Por la tarde Pascual propuso ir todos juntos al río. Ahí nadamos y nos divertimos con los niños un buen rato.
Sobre el final de la jornada Rosana también entró en el agua, pero en un remanso donde la corriente se enlentecía entre troncos hundidos y plantas palustres. Fue con un manojo de raíces de timiu (creo que era Lonchocarpus urucu), o barbasco en castellano, y comenzó a machacarlos con una piedra sobre los troncos. El agua se puso lechosa y los peces fueron saliendo a flote, casi muertos, mientras los niños y yo los juntábamos en canastos.
Pascual usó uno de los peces como carnada y revoleó una línea para ver si pescábamos algo más durante la noche. El resto de los pescados, cocinados en ayampaco, fueron nuestra cena con yuca y plátano. Casi todos eran diferentes especies de loricáridos, unos tipos de peces raspadores de algas que en Argentina llamamos viejas de agua y que, a decir verdad, puede que sea el último pez que allá consideremos comestible. Estaban ricos.
Después de la cena, Pascual hijo y Manolo aparecieron vestidos con sus ropas tradicionales y con lanzas y comenzaron a bailar y cantar en la oscuridad de la choza apenas iluminada por el fuego. Nos estaban dando la bienvenida formal. La ceremonia terminó con Pascual hijo saltando hacia adelante y hacia atrás amagando clavar su lanza a centímetros de nuestros pechos al grito de “Jesté, Jestá”, que yo quise interpretar como “podría matarte pero no lo hago”. Eso nos dejó relajados como para irnos a dormir a nuestras hamacas.
Esa noche Pascual se despertó a las tres de la mañana para ir al río y revisar la pesca y encontró una raya en la línea (valga la redundancia). Cuando nos despertamos la raya de río ya estaba cocinada, fue nuestro desayuno.
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